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Оглавление1. La educación como acogida
Una vez más, el orden de las razones, todavía útil, por cierto, pero a veces obsoleto, deja su lugar a una nueva razón, acogedora de lo concreto singular, por naturaleza laberíntica... al relato
Michel Serres, Pulgarcita
La narración interminable
Es un tópico recurrente, no solo en las teorías del lenguaje sino en las ciencias humanas en general, hacer referencia al carácter universal del relato en las culturas del mundo, sin excepción, debido a la variedad prodigiosa de géneros o discursos y a los innumerables soportes por medio de los cuales es transmitido: sea el lenguaje articulado, oral o escrito, o de las imágenes fijas o móviles, gestuales o corporales, o bien bajo la forma del mito, la leyenda, el drama, la tragedia, la comedia, la pintura, el cine, el cómic, la conversación de todas las horas. El relato es, en todo caso, omnipresente, existe desde los albores mismos de la humanidad, siendo creado y transmitido a través de generaciones, sin distingos de clase, creencias o grados de dominio técnico; es internacional, transhistórico, transcultural, y está ahí, como la vida, incluso burlándose de la buena y de la mala literatura —como fue definido brillantemente por Roland Barthes en su célebre Introducción al análisis estructural de los relatos de 1966.
El impulso a los estudios sobre el lenguaje específicamente humano que acompaña el tránsito del siglo xix al xx sitúa en el centro de las preocupaciones la cuestión de las variadas formas de expresión mediante las cuales el ser humano produce sentido en relación consigo mismo y con el mundo, servido de un marco de orientación que es el sistema de signos. Los logros de tal esfuerzo intelectual permiten resaltar el papel de la lengua materna en la configuración de los sujetos lanzados a la vida social, al igual que en el reconocimiento de muchos otros sistemas, nombrados por Cassirer (1971) “formas simbólicas”, como son la música, las matemáticas, la mitología, la religión, el arte. A partir de la consideración de la naturaleza intrínseca del lenguaje, se ve claro que la narración cumple un papel mediador determinante en un nivel epistemológico y en un nivel ontológico. Por lo primero, nos es posible conocer a posteriori lo vivido en circunstancias distintas de tiempo y lugar, y aun apropiarnos de las experiencias de otros y hacer eco de la transmisión de conocimientos del pasado a las generaciones por venir; por lo segundo, la narración hace posible que, a priori y durante el acto poiético mismo, lo vivido no se presente solo ni aislado, sino que esté siempre acompañado, esto es, que en el acto mismo de la creación narrativa se prefiguran las vivencias que serán carne y sangre del relato —en correspondencia con el célebre postulado de Heidegger, “el lenguaje es la morada del ser”.
Desde esta perspectiva se mantiene la caracterización del ser humano como un animal symbolicum en virtud de que, a diferencia de otras especies vivas sobre la Tierra, aquel posee una capacidad ilimitada de simbolización expresada en el juego dialéctico entre la síntesis que hace unidad de la diversidad y el análisis que separa en unidades claras y distintas, entre la emoción y la razón, entre el sentimiento y el concepto. El animal symbolicum, entre tanto, es una criatura que reúne las capacidades de razonar y de trascender las contingencias de la vida cotidiana, es decir, una criatura logomítica que comprende —comprehende— su existencia expresada en mitos, símbolos e historias que moldean, a la vez, una vida singular y las señas de identidad de grupos o comunidades enteras. Con estas premisas se desarrolla una teoría que tiene como uno de sus componentes esenciales el así denominado trayecto biográfico. El significado de la palabra trayecto, más que a un mirar atrás, se refiere a lanzar, proyectar adelante, en un movimiento que nos involucra a nosotros mismos, recorriendo los caminos de la experiencia que se extiende desde el nacimiento hasta la muerte: el enfrentamiento con el mundo, con los otros, consigo mismo, con los enigmas de la vida.
En este orden de ideas, el trayecto biográfico es el proceso de trabajo mediante el cual el hombre busca el sentido de la vida; ese algo que va descubriendo en un mundo complejo, un mundo que se debate entre los extremos de una caída en el caos primigenio y la pesadilla de un orden inquebrantable. En el recorrido del trayecto se configura un espacio-tiempo antropológico en el que se teje la red de símbolos que descubre los vínculos sociales, las representaciones que las personas se hacen de sí mismas y de los otros, las instituciones, en una palabra, las denominadas estructuras de acogida; es este un concepto liminar en la crítica de la cultura contemporánea, formulado por el antropólogo y teólogo benedictino catalán Lluís Duch, anclado en la dimensión simbólica del ser humano que configura un mundo pleno de sentido, un mundo polisémico construido socialmente que se manifiesta en la cultura de su tiempo. Las estructuras de acogida nombran el despliegue de la capacidad simbólica del ser humano materializada en prácticas, conductas e instituciones, las que son apropiadas en el itinerario de formación de los sujetos hasta completar el cuadro de un trayecto biográfico, desde el nacimiento hasta la muerte. Por tanto, más que a un estado, la noción de trayecto remite a un proceso:
La identidad no es un a priori, no es un estado, es obra abierta, es un proceso trabajosamente constituido por el conjunto de las peripecias de una existencia humana (lo que designo con la expresión “trayecto biográfico”), en el que vamos perfilando (con las construcciones y derrumbes pertinentes) nuestra presencia en el mundo. Con fuerza, Levinas señala, creo, con razón, que el ser humano se deja expresar mejor por mediación del verbo que del sustantivo. (Duch, 2008, p. 137).
Para Duch, como para Paul Ricoeur, la caracterización de la identidad en la configuración narrativa rehúsa una postura esencialista que da vueltas en torno a la obviedad expresada en la pregunta de rutina: “¿Quién eres?”, sin poder escapar de la tautología contenida en la respuesta esperada: “Yo”. En lugar de ello, vemos emerger de entre las brumas un rostro que va delineando sus rasgos mediante una selección que irá depurando los registros de memoria de variada duración, con el sacrificio de multitud de detalles perdidos ya para siempre. De este modo se van enhebrando los hilos de una trama narrativa a partir de una operación selectiva de memoria:
¿Qué acaba haciendo, entonces, el prójimo preguntado? Enhebrar los hilos de un relato que, aunque titubeante al principio, va tejiendo hitos y lances ya vividos en un inteligible tapiz, que el narrar va tupiendo. Contar cierta historia para dar cuenta de la identidad supone ir rescatando, por medio de la imaginación y la memoria, algunas vivencias significativas entre las incontables que ya son pasado —muchas de las cuales ni siquiera cabe recordar: irreparable olvido olvidado—. La narración obra pues, de entrada, una peculiar tría que exhuma ciertas vicisitudes a costa de dejar una miríada en la sombra. Y lo exhumado por ella va destacándose sobre el piélago de lo que se sabe olvidado, y sobre todo de lo mucho que se ignora una vez confinado al olvido. (Duch y Chillón, 2012, p. 341).
Es así como se concibe la existencia humana siempre dependiente de la situación, representada en un sujeto de circunstancias, un sujeto actuante en relación con un lugar y un cómo, no una identidad esencial establecida apriorísticamente que se corresponde con una pregunta unívoca por el qué. Es aquí donde cobra forma el universal concreto que somos cada uno de nosotros, en el campo de las relaciones con los otros. En La educación y la crisis de la modernidad, Duch afirma:
Diciéndolo de otra manera: porque el ser humano, indefectiblemente, siempre se encuentra instalado en un lugar (ya sea “hogar”, “paraíso” o “infierno”), jamás es él mismo totalmente presente al margen de “su lugar en el mundo”. Por eso en la pregunta por el lugar se encuentra incluida de forma inevitable la pregunta por la identidad. Es en el hervidero de la interacción social donde las diversas estructuras de acogida toman a cargo su papel mediador en el moldeamiento de las conductas, los cuerpos y la propia identidad personal, con la pretensión además de conducir a los sujetos en el discernimiento del lugar que les corresponde en el transcurso azaroso de una vida. (1997, p. 119).
Esta es justamente la función principal atribuida a las estructuras de acogida, en cuanto configuradoras de la identidad personal, la de coadyuvar al encuentro de un lugar en el mundo mediante la apropiación de los signos de orientación necesarios para el tránsito por los caminos de la vida.
Dado el hecho de estar sometidas a procesos de transmisión, en el seno de las estructuras de acogida surgen y se desarrollan variadas praxis pedagógicas que acompañan el trayecto de formación de todo ser humano, las mismas que se expresan tanto en un plano discursivo como en un espectro amplio de prácticas sociales y representaciones simbólicas. De tal suerte que su significado no se reduce, ni mucho menos, a un catálogo de técnicas o métodos puestos al servicio de objetivos determinados de éxito y eficacia, encaminados a la realización de estándares uniformes (ciertamente muy en boga entre la burocracia tecnoeducativa de hoy), sino que estas están aplicadas al logro de aprendizajes que han de traducirse en gestos o comportamientos interiorizados, valga decir, en términos de Pierre Bourdieu, en un dispositivo de carácter duradero o habitus.
Contrario a lo que postulan algunas filosofías nihilistas, Duch percibe la acogida como una estructura inherente a la condición humana, en tanto que el ser humano, para serlo plenamente, necesita ser acogido y reconocido por estructuras sociales que posibilitan su venida al mundo: la familia o la codescendencia, el habitar o la corresidencia, y la espiritualidad o la cotrascendencia. En conjunto, dichas estructuras se definen en cuanto “teodiceas prácticas” que constituyen humana y culturalmente al ser humano biológico y natural, y ejercen como instauradoras de diversas “praxis de dominación de la contingencia”. Gracias a estas tiene lugar la apertura del sujeto al mundo, de tal modo que cada uno habría de estar en capacidad de aprender los modos de regular o adaptar los factores que condicionan su existencia, no importa cuán incontrolables sean, lo cual da origen a comportamientos de resistencia contra lo que nos es desconocido, o escapa a nuestra comprensión, o acecha en la oscuridad: la muerte, el mal, el enigma, incluso aquello que los griegos antiguos llamaban ananké, el destino.
No obstante, como podría creerse a primera vista, los referentes teóricos que avalan el concepto “estructuras de acogida” no provienen del estructuralismo y el formalismo de Ferdinand de Saussure o Roman Jakobson, sino de la hermenéutica y las poéticas de Gaston Bachelard. Y, más todavía, se hace explícita su adhesión a la visión de Hannah Arendt, en lugar de la de su maestro Martin Heidegger, al considerar al ser humano no como un ser “arrojado”, un ser para la muerte, sino como un ser que debería ser esperado y acogido, un ser para la vida. Con dicho utillaje teórico se propone trascender las dicotomías establecidas entre lo estructural y lo histórico, lo individual y lo colectivo, para evitar caer en una suerte ya sea de esencialismo antropológico o, en su defecto, de relativismo historicista.
Al reconocer que la pregunta sobre qué es el hombre es siempre una pregunta abierta, la expresión “estructuras de acogida” solo tiene un alcance pedagógico, descriptivo y narrativo, cuyo propósito fundamental consiste en subrayar una disposición inherente a la condición humana como tal.
Cuando se hace referencia a la estructura de acogida relativa a la corresidencia, o del habitar, el eco bachelardiano se deja sentir con nitidez cuando afirma la significación trascendental de la casa, del espacio doméstico, que se desdobla en tantas figuras seculares presentes en las diversas culturas del mundo: del abrazo a la concha, del nido a la cuna, del ombligo a lo redondo. Mientras que el hombre privado de su casa es como si hubiera sido arrojado al espacio vacío del universo. La existencia en casa supone reposo, parada, un lugar donde recoger(se) y aproximar(se), lo que da sustento material a la idea de duración. La razón última de las profundas implicaciones de esta domesticación originaria del espacio en la organización social es enunciada por el antropólogo alemán Hajo Eickhoff:
Solo las casas pueden representar el espacio visible. Punto de partida y de llegada de los caminos, ellas organizan el espacio de una parte del universo. El hombre aproxima a sí el horizonte, el cielo y los dioses. El horizonte es restablecido a la dimensión de la habitación; en el marco restringido del espacio doméstico los cursos desordenados del afuera devienen en pequeños movimientos y gestos disciplinados. En la casa el hombre aprende a estar a la escucha de sí mismo. La garganta, la oreja y la casa se corresponden: el pabellón de la oreja es una forma primitiva de la casa. El espacio de la casa favorece la palabra, así como la cavidad de la faringe contribuye a la formación de sonidos. Los sonidos no deben resonar libremente sino poder ser cortados y reforzados por los muros de la casa, para que sean audibles y distintos para los otros. Las relaciones sociales toman forma cuando los sentidos se habitúan a cortas distancias. El hombre ejerce funciones nuevas que le son dadas con la casa: la musculatura y la respiración se organizan así a lo largo de la actividad doméstica que forma el pensamiento, el comportamiento y la sensibilidad. (En Wulf, 2002, p. 211).
Dicha concepción del espacio doméstico concuerda con la atención concedida por Emmanuel Lévinas a la acogida en cuanto condición previa de la hospitalidad que atraviesa ineludiblemente la relación con el otro o con el discurso. En ambos casos, sea en la escuela o en la familia, dondequiera que haya ocasión de abrir las puertas al huésped, todo recibimiento supone transferir a este el aura de acogida que rodea la intimidad de la casa. No son de extrañar las palabras con que se acompaña el gesto que autoriza traspasar el umbral de la puerta: “adelante, esta es su casa”, “siéntase como en su casa”. Según la visión del filósofo,
Existir significa, a partir de aquí, morar. Morar no es precisamente el simple hecho de la realidad anónima de un ser arrojado a la existencia como una piedra que se lanza hacia atrás. Es un recogimiento, una venida hacia sí, una retirada a casa como en una tierra de asilo, que corresponde a una hospitalidad, a una espera, a una acogida humana. Acogida humana en la que el lenguaje que se calla sigue siendo una posibilidad esencial. (Lévinas citado por Derrida, 1998, p. 5).
Otros dos conceptos capilares en la teoría compleja de Lluís Duch son, por un lado, el neologismo “empalabramiento”, dicho así a sabiendas de la dudosa equivalencia en español del catalán (emparaulament), pues de todos modos convergen en nombrar el acto de “poner en palabras” la realidad, por parte de un individuo que es a la vez constructor y habitante de la realidad, o sea, de su espacio y tiempo antropológico. Y, por otro lado, el concepto “huella sémica” referido a imágenes, signos, palabras que conservan una marca traída de las vivencias en el pasado, es decir, una huella psíquica, lo cual significa que siempre estamos dejando trazas de nuestra individualidad como huellas dactilares de nuestra presencia. Son estas, en definitiva, verdaderos rastros de nuestro contacto con el mundo.
Abordar desde esta perspectiva un análisis de las consecuencias de la irrupción de las tecnologías digitales en las sociedades actuales permite acaso abandonar una posición negativa que cree ver un declive de las transmisiones culturales y de las interacciones sociales. La posición de Lluís Duch a este respecto no era, en ningún caso, pesimista, sino más bien la de alguien alerta ante el advenimiento de nuevas formas disruptivas que pueden significar otra especie de mediaciones en el orden social. Es así como, no obstante la pérdida creciente de ciertas formas y frecuencias en el ejercicio de las narrativas orales, tal vez más ceñidas a ciertos rituales performativos, hoy en día los nuevos dispositivos de comunicación digital han descubierto otras formas más horizontales, expeditas e inmediatas de relacionarse unos con otros sin excluir la oralidad ni la escritura, además de dar cuenta de las vivencias del presente histórico. Es, pues, en este horizonte del devenir antropológico, donde se sitúa la inexorable condición de la narración interminable en la experiencia biográfica:
En cuanto experiencia biográfica, la vida viene a ser un extenso cuento tejido con múltiples hilos, una trama que va historiándose y haciéndose visible in fieri, en el proceso de cerrarse sobre una urdimbre invisible a menudo. Seamos narradores profesionales o espontáneos —y todos somos esto último al menos, tales entramados de palabras, imágenes y acciones nos resultan familiares e indispensables a la vez, dado que el mismo vivir constituye una praxis narrativa, sepámoslo o no. Indigentes, limitados y ambiguos, necesitamos narrar a los demás y que los demás nos narren, trenzar y difundir historias además de recibirlas. Y ello porque el acto de contar es una “praxis de dominación de la contingencia” capital, tentativa de domeñar la incerteza y la desazón que existir suscita. (Duch y Chillón, 2012, p. 295).
La identidad narrativa
En plena efervescencia del Mayo francés, Paul Ricoeur definía la labor del profesor en los siguientes términos: “El profesor proporciona más que un saber, aporta un querer, un querer saber, un querer decir, un querer ser” (citado en Dosse, 2013, p. 433). Ya en esta cita asoma —en medio del fragor de la polémica con los grupos estudiantiles radicales de la Universidad de Nanterre en 1968, donde entonces Ricoeur ejerce como decano de filosofía— un abanico de preocupaciones que se despliegan a lo largo de medio siglo en una obra erigida sobre las líneas maestras de su proyecto de investigación filosófica: la teoría del discurso, la teoría de la acción y la teoría narrativa, no de forma separada, sino como tres eslabones de una cadena en la que las formas expresivas en que toma cuerpo una teoría del discurso se articulan a las prácticas de la acción humana y son traspuestas en una teoría narrativa.
Su obra monumental Tiempo y narración, publicada sucesivamente en tres volúmenes, comienza con una lectura desde Aristóteles, pasando por Agustín de Hipona, hasta llegar a Husserl y Heidegger, para dar cuenta “de la imbricación del pasado en tanto medio del recuerdo y de la historia, del futuro en tanto medio de la espera, del temor y la esperanza, y del presente en tanto momento de la atención y de la iniciativa” (Ricoeur, 2007, p. 68). No está de más justificar el porqué de su interés en la obra de Agustín —alabada como una piedra miliar en la historia del pensamiento de Occidente—, que sitúa en lo más alto las Confesiones puesto que desarrolla una teoría de la memoria a la que no cesamos de volver. En ella destaca la tríada que se configura desde el presente: por un lado, el pasado que hace presencia en forma de recuerdo, la huella del pasado en el presente; por otro, el futuro en cuanto expectativa de un mejor presente que corrija el pasado; pero solo podemos pensar el pasado y el futuro desde un presente que nos duele o interesa o afecta, pero que, en todo caso, puede ser sometido a la crítica. Al hacer efectivo el préstamo de la reflexión agustiniana, la memoria queda instalada en el principio de la teoría narrativa: “la memoria no es nada sin el contar, y el contar no es nada sin el escuchar” (Ricoeur, 2008, p. 53). La experiencia humana de lo que ha sido y es nuestra vida en el pasado, y de cómo la proyectamos desde el presente en una expectativa de futuro, solo puede hacerse a través del relato. Los seres humanos experimentamos el transcurrir del tiempo mediante su expresión en un relato, en un cuento que nos contamos a nosotros mismos o contamos a otros por medio del relato; solo aprehendemos el tiempo que pasa a través del relato que contamos, un relato armado gracias a la existencia previa de esquemas mentales de prefiguración que sirven de pautas de orientación sobre cómo se narran las cosas. Las cosas se narran contando un inicio, más eficiente aun en la medida en que permita el fluir de una contradicción, un conflicto de interpretaciones o un drama, que necesariamente habrá de ser resuelto o tendrá un desenlace trágico o cómico. De acuerdo con la lógica aristotélica, un relato por lo menos debe tener un inicio, una trama o puesta en intriga y un desenlace, en suma, lo que se denomina un esquema de prefiguración narrativa.
La investigación filosófica sobre el tiempo y la narración a la que Ricoeur consagró toda su existencia refleja su esfuerzo por despejar las aporías aparentemente sin salida entre un enfoque físico o cosmológico y un enfoque psicológico o fenomenológico. Ya lo había advertido en la célebre aporía de Agustín: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé” (Ricoeur, 2007, p. 486). No en vano la trayectoria de esta empresa se cierra justo en torno a una honda reflexión sobre la irredimible separación entre una vida mortal y una obra que la trasciende. Con asombrosa lucidez, yacente en el lecho donde al cabo de pocos días moriría, el filósofo francés escribió:
Es el tiempo en el cual estoy; aún participo de los tormentos y los júbilos de la creación, como en un otoño crepuscular; pero siento en la carne y en el espíritu la escisión entre el tiempo de la obra y el de la vida; me alejo del tiempo inmortal de la obra y me repliego en el tiempo mortal de la vida: este alejamiento es un despojamiento, una puesta al desnudo del tiempo mortal en la tristeza del tener que morir, o, acaso, el tiempo del fin y de la pobreza de espíritu. (Ricoeur, 2008, p. 78).
La obra de Paul Ricoeur comenzó a difundirse en la universidad francesa a mediados del siglo pasado, pero después de repetidos intervalos de variable duración como profesor invitado en distintas universidades de Canadá y Estados Unidos desde 1954, acabó por asentarse en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Chicago, donde había sido distinguido como doctor honoris causa en 1967. Allí pudo disfrutar del intercambio productivo con otros saberes y ciencias no suficientemente difundidos en los círculos académicos de Francia, tales como la filosofía analítica inglesa y la lingüística de Charles Sanders Peirce, y que fueron de gran provecho en la elaboración de una teoría simbólica en el marco del paradigma narrativo. El diálogo sin pausa con otras ciencias, las matemáticas, las ciencias naturales y las ciencias humanas, se mantuvo como un eje central a lo largo de su carrera.
Durante este periodo se irá tejiendo la trama de un paradigma narrativo con los hilos que aportan la historia, la sociología, la fenomenología hermenéutica, el psicoanálisis, el análisis del discurso, y se afinará en el cruzamiento interdisciplinario para superar la antinomia de la que estamos hechos en la forma de pensar habitual de la cultura occidental, esto es, la separación entre el individuo y la sociedad, el sujeto y el objeto, lo real y lo racional. Llegados a este punto, se entiende de golpe una tesis fundamental de la hermeneútica (Ricoeur, 1998, p. 27): explicar más es comprender mejor; si la comprensión precede, acompaña y envuelve la explicación, esta a su vez desarrolla analíticamente la comprensión, es decir, da cuenta de una relación biunívoca entre comprender y explicar.
Con el impulso de esta trayectoria intelectual compleja, Ricoeur no tardaría en vérselas de frente con el dominio del estructuralismo en la universidad francesa. Nos referimos, por supuesto, a la visión estructuralista predominante en los ámbitos de los estudios sobre el lenguaje, la antropología, la historia. Respecto a la lingüística estructural agenciada por los herederos de Saussure, de acuerdo con la cual la unidad mínima de análisis es el signo, incluso otros han ido más allá al establecer que la unidad mínima de análisis lingüístico es la oración; frente a lo cual Ricoeur adhiere más bien a la perspectiva de análisis de Émile Benveniste, que sitúa el discurso como la unidad básica del análisis lingüístico, en cuanto permite ver de qué manera una frase o un conjunto de frases, mejor aún, un texto, son efectivamente portadores de un sentido.
¿Qué le interesa de los estudios recientes en antropología para el avance de su proyecto? Sus simpatías recaen preferentemente en los planteamientos de un antropólogo cultural como Franz Boas, que habla de la relación del yo con el otro, de la relación de alteridad subyacente en el encuentro del sujeto investigador con los grupos aborígenes, usualmente adscritos a culturas diferentes; el interés se inclina por esta extrañeza en la relación, la alteridad, más que por la definición de las estructuras universales en las relaciones de parentesco que propone, por ejemplo, Claude Lévi-Strauss, entonces dominante en el escenario académico francés desde mediados del siglo xx.
Análoga a esta es la crítica de Ricoeur al marxismo hegemónico en la historia económica y social de aquellos años, tanto dentro como fuera de la escuela de los Annales, como una historia en la que son sacrificados los sujetos en nombre de una historia de las estructuras, y en donde los acontecimientos aparecen subsumidos en grandes relatos de cómo se transforman las estructuras en un proceso de larga duración. Los relatos se ocupan de temas tales como el tránsito de la sociedad feudal a la sociedad capitalista, de cómo los factores económicos, las crisis periódicas, la lucha de clases, son determinantes en las rupturas o los cambios globales en las sociedades. En lugar de ello, Ricoeur muestra interés en otras formas de hacer historia cultural, la microhistoria, e incluso la historia de acontecimientos, de la que tanto abjura la escuela de los Annales.
En suma, frente a la historia estructuralista prisionera del método serial cuantitativo, frente a la antropología lévi-straussiana, frente a la lingüística saussureana basada en el signo como unidad de análisis, Ricoeur denuncia la permanencia de un trascendentalismo sin sujeto, frente al cual enarbola el lema de combate: contra el estructuralismo hegemónico en las ciencias sociales y humanas, privilegiar la búsqueda de sentido en la vida de los sujetos; contra el trascendentalismo sin sujeto, proponer una suerte de racionalidad narrativa en la que efectivamente ocurra algo y donde sean reivindicados los acontecimientos en la vida de los individuos y colectividades. Todo ello lo condujo a plantear en el segundo tomo de Tiempo y narración un programa de investigación que superara los límites del lenguaje filosófico propiamente dicho.
Siendo así, el camino elegido es el de la fenomenología hermenéutica, que busca explicar para comprender mejor, a partir de superar la división vigente en un paradigma de racionalidad moderna que mantenga, por una parte, las ciencias que explican la naturaleza de las cosas a partir del establecimiento de causalidades, regularidades, predicciones y leyes y, por otra parte, las ciencias humanas comprensivas más atentas a la excepcionalidad, la incertidumbre y el acontecimiento. La apuesta epistemológica pasa por entender que toda cuestión sobre un ser cualquiera es una cuestión por el sentido, en donde la pregunta fundamental que informa esta concepción narrativa es: ¿Qué sentido tienen las acciones que son dichas, deseadas o realizadas efectivamente por los grupos o los individuos? Y desde ahí, explicar por qué la gente hace lo que hace y cómo lo hace —una fórmula que habría de convertirse en el santo y seña de la etnometodología—. La etnometodología es una corriente sociológica que define los etnométodos como equivalentes a los razonamientos prácticos que la gente se hace en las diferentes situaciones de la vida cotidiana. Así, por ejemplo, las razones que nos asisten al momento de elegir el vestido adecuado en circunstancias disímiles, bien sea en cuanto señal expresiva de luto o duelo o jolgorio o solicitación burocrática, o el modo de decoración y distribución de los lugares conforme a la clase de actividades que han de llevarse a cabo, o las modalidades discursivas específicas en las diversas situaciones; todas ellas forman parte de una serie de razonamientos prácticos que imprimen sentido a las variaciones plurales de la interacción social. En resumen, cómo captar el sentido se encuentra en el corazón de las indagaciones hermenéuticas narrativas.
La teoría narrativa elaborada por Ricoeur reconoce en la palabra griega mythos (trama) una raíz epistémica que porta el significado, no de una estructura estática, sino de una operación compuesta de varios elementos: un modo de organización y exposición de los hechos que da origen a una historia singular, diferente a una sucesión más o menos caótica; una estrategia de equilibrio de la concordancia sobre lo discordante o de la discordancia concordante; y a modo de síntesis de estos dos, justamente el engaste del relato en la línea del tiempo. Es así como se configura, en los términos de Aristóteles, la inteligencia narrativa, incluso a pesar de ser considerada inferior a la inteligencia lógica o teórica, la que es nombrada por los antiguos griegos con la palabra phrónesis y traducida en lengua latina como prudentia.
Otros autores como Hannah Arendt reprochan la visión formalista de Ricoeur, aun validos del uso de las mismas nociones que sellan una relación inseparable entre la teoría de la acción y la teoría del discurso. Para esta filósofa, la palabra llena el espacio de la polis en donde tiene lugar la aparición en público del yo ante los otros, según el comentario de Julia Kristeva:
Lugar del inter-esse, del entre-dos, ese modelo político no se basa por lo tanto en nada más que en “la acción y la palabra”, pero nunca en una sin la otra. ¿Qué palabra? [...] Es la phrónesis, la sabiduría práctica, o prudencia, o incluso perspicacia juzgante (que hay que distinguir de la sophía, sabiduría teórica) que apuntala a la palabra en la “red de las relaciones humanas”. Habrá que encontrar un discurso, una lexis, que pueda responder a la pregunta “¿Quién eres tú?”, implícitamente dirigida a todo recién llegado, y concerniente tanto a sus acciones como a sus palabras. Este será el papel del relato, de la historia inventada que acompaña a la historia verdadera. Arendt, interpretando a Aristóteles, propone una articulación entre esas dos historias, articulación que por su originalidad se distingue de teorías formalistas del relato como la de Paul Ricoeur. (2013, p. 77).
Arendt distingue entre sophía, sabiduría teórica, que es más del orden del pensar puro y abstracto, y phrónesis, que es del orden de la fragilidad de los asuntos humanos, de las singularidades antes que de los universales, de las contingencias de la vida ordinaria. A partir de dicha distinción se da fundamento a la dimensión política del relato:
Si el pensamiento es una sophía —dice en sustancia Arendt—, la acción política lo acompaña y lo convierte en una phrónesis que sabe compartir en la pluralidad de los seres vivos. Es por el relato, y no en la lengua en sí (que no obstante sigue siendo su vía y su pasaje), como se realiza el pensamiento esencialmente político. En virtud de esa acción narrada que es un relato, el hombre corresponde o pertenece a la vida, en tanto que la vida humana es indefectiblemente una vida política. El relato es la dimensión inicial en la cual vive el hombre, la dimensión de un bíos (y no de una zoé), vida política y acción narrada a los otros. La correspondencia inicial hombre-vida es el relato; el relato es la acción más inmediatamente compartida y, en tal sentido, la más inicialmente política. Por último, y en virtud del relato, lo “inicial” en sí se dispersa en ajenidades en el infinito de las narraciones. (Kristeva, 2013, p. 90; cursivas en el original).
Un aspecto derivado del valor concedido al problema del sentido, y de su incidencia en las conexiones que se establecen entre el mundo del texto y el mundo del lector, permite situar el acto de leer en el foco de atención, dejando ver así otras dimensiones del análisis hermenéutico: la dimensión referencial, no ceñida a una intención meramente descriptiva, cuando de abordar la mediación entre hombre y mundo se trata; la dimensión comunicativa, que desborda el campo denotativo, al dar cuenta de las mediaciones y conflictos en las relaciones interpersonales; la dimensión comprensiva de sí, no narcisista, que toca las prácticas de cuidado de sí mismo.
Las múltiples condiciones que hacen posible el desarrollo de los procesos de identidad narrativa propician un caldo de cultivo siempre en ebullición, o como un campo de tensiones que va del texto al lector, donde se origina y habita la “razón narrativa” acogedora de lo concreto singular. En medio de ese juego de espejos, sin embargo, siempre queda claro que una es la vida vivida y otra la vida contada. Como afirma Ricoeur:
Así es como aprendemos a convertirnos en el narrador de nuestra propia historia sin convertirnos totalmente en el autor de nuestra vida. Se podría decir que nos aplicamos a nosotros mismos el concepto de voces narrativas que constituyen la sinfonía de las grandes obras, como las epopeyas, las tragedias, los dramas, las novelas. La diferencia es que, en todas esas obras, es el autor mismo quien se ha disfrazado de narrador y quien lleva la máscara de sus múltiples personajes y, entre todos ellos, la voz narradora dominante que cuenta la historia que nosotros leemos. Nosotros podemos convertirnos en narradores de nosotros mismos imitando esas voces narradoras, sin poder convertirnos en su autor. Esa es la gran diferencia entre la vida y la ficción. En ese sentido, es muy cierto que la vida se vive y que la historia se cuenta. Subsiste una diferencia infranqueable pero queda parcialmente abolida por el poder que tenemos de aplicar a nosotros mismos las intrigas que recibimos de nuestra cultura y de probar así los diferentes papeles asumidos por los personajes favoritos de las historias que más nos gustan. Es así como, mediante variaciones imaginativas sobre nuestro propio ego, intentamos una comprensión narrativa de nosotros mismos, la única que escapa a la alternativa aparente entre cambio puro e identidad absoluta. Entre ambos queda la identidad narrativa. (2009, p. 55; cursivas en el original).
Pero no se entienda aquí el propósito de comprensión de sí referido a un sujeto ajeno a las circunstancias, cautivo de un yo narcisista, egoísta y avaro, toda vez que el perenne juego de la identidad narrativa da origen a un sí mismo que es instruido por los símbolos culturales, principalmente por los relatos recibidos de la tradición literaria y de la oralidad que son transmitidos desde la cuna hasta la tumba. Es gracias a ellos que nos ha sido conferida una unidad no sustancial sino narrativa.
La transmisión de relatos, sea por medio de la oralidad o de la escritura, constituye en sí misma un intercambio de experiencias sin igual, equivalente a un intercambio de relatos de sabiduría práctica, por lo cual es ella tributaria de un sentido pedagógico encarnado en la noción de identidad narrativa. Se comprende así la importancia de la lectura que nos descentra al mismo tiempo que nos restituye una identidad de sí, como sostienen Bárcena y Mélich:
La lectura se convierte así en una auténtica experiencia de formación; es educación. Somos los textos que leemos y el texto que relata y escribe lo que somos. En la lectura encontramos el hogar del pensamiento [...]. En la lectura, si es experiencia y no experimento, es decir, si no es algo prefabricado y previsto, la historia que se cuenta o se nombra —que se relata— dice el quién de la acción. Y en este sentido la lectura es fuente de experiencias porque es un modelo, no sólo de cómo pensar, sino también de cómo arriesgarse al juego de la identificación-desidentificación personal. (2000, p. 124).
Es claro, por lo demás, que este complejo juego de fuerzas en tensión que deja huellas imborrables en las vidas de narradores y lectores, emisores y receptores, no podría dejar inmune las posiciones del reconocimiento, el respeto y la diferencia de los interlocutores. Esto es de suyo el campo de la ética. A propósito de cierto comentario de un pasaje de Lévinas, Ricoeur definió la ética como “un cuestionamiento de mi espontaneidad por la presencia del otro”, lo cual insinúa desde ya el trazado de ese otro círculo hermenéutico que completa el itinerario filosófico de toda una vida. Al final de Sí mismo como otro, la “pequeña ética” —así nombrada contradictoriamente con ironía y modestia por su autor, al tiempo que advertía no saber si fingida o no— fue complementada con el argumento de que el juego de sus tres componentes se dejaba proyectar a todos los niveles precedentes del conjunto de una obra informada por el signo ternario en los órdenes de la teoría del discurso (que vincula locutor, interlocutor e institución lingüística), la teoría de la acción (agente, colaborador u oponente y campo práctico) y la teoría de la narración (donde se imbrican las historias de unos y otros que configuran la trama narrativa de las propias instituciones). Considerada desde este ángulo, la “pequeña ética” representa la sinopsis de un trayecto dividido en tres momentos: el de la ética, el de la moral y el de la sabiduría práctica (phrónesis). La génesis de su creación es expuesta en los siguientes términos por su autor:
Para la ética, que considero más fundamental que toda norma, propuse la definición siguiente: deseo de vivir bien con y por los demás en instituciones justas. Esta terna vincula el sí aprehendido en su capacidad original de estima, con el prójimo, vuelto manifiesto por su aspecto, y con el tercero, portador de derecho en el plano jurídico, social y político. La distinción entre dos tipos de otro, el tú de las relaciones interpersonales y el cada uno de la vida en las instituciones, me pareció bastante fuerte para asegurar el pasaje de la ética a la política y para dar un anclaje suficiente a mis ensayos anteriores o en curso referidos a las paradojas del poder político y las dificultades de la idea de justicia. En cuanto al pasaje de la ética a la moral, con sus imperativos y sus interdicciones, me parecía exigido por la ética misma, pues el deseo de una vida buena encuentra la violencia bajo todas sus formas. A la amenaza de esta última replica la interdicción: “No matarás”, “No mentirás”. Finalmente, la sabiduría práctica (o el arte del juicio moral en situación) parecía requerida por la singularidad de los casos, por los conflictos entre deberes, por la complejidad de la vida en sociedad, donde la elección es más frecuente entre el gris y el gris que entre el negro y el blanco, y en último término, por las situaciones que llamé de penuria, donde la elección no es entre lo bueno y lo malo, sino entre lo malo y lo peor. (Ricoeur, 2007, p. 82).
Son estos criterios los que marcan la distancia que separa, por un lado, el adoctrinamiento que pretende “fabricar” seres de “pensamiento único”, ávidos de dogmas y, por otro, la autoformación que provee aptitudes en la toma de decisiones justas y razonables según las circunstancias variables de la vida social. Es del caso hacer mención al incomparable Proust, en quien hallamos una conjunción admirable de autoformación y sabiduría entendida como una actitud ante la vida y como aquello que va más allá de la enseñanza de “nobleza de alma y elegancia moral” en la escuela, como se desprende de este fragmento en A la sombra de las muchachas en flor:
La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie, porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o el preceptor: comenzaron de muy distinto modo; sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. (Proust, 1996, p. 499).
Estamos hablando de una sabiduría práctica que se encarna en la figura de un profesor debidamente preparado para adelantar las prácticas pedagógicas en el aula, a la manera como son descritas por Philip Jackson mientras enhebra sus recuerdos personales del paso por la escuela, inspirado en la visión poética de William Blake en Enseñanzas implícitas:
Quienes enseñamos debemos aprender a ver, si no ya un mundo en un grano de arena o el cielo en una flor silvestre, al menos el interés que se esconde detrás de una mirada atenta, el hosco aburrimiento contenido en el silencio que sigue a una pregunta dirigida a toda la clase, la tensión que claramente cruje a lo largo de todo el salón cuando se está tomando una prueba, la ilusión expresada en el impulso súbito de una mano que se levanta. (1999, p. 124).
Como queda dicho atrás, una noción fundamental en la estrategia discursiva de Ricoeur, compartida con las más conspicuas tendencias historiográficas inspiradas en la escuela de Annales, es la huella como un recurso útil en la reconfiguración del tiempo. En efecto, ya Marc Bloch había definido que el conocimiento por huellas es la característica principal de la observación histórica: “¿qué entendemos por documentos sino una “huella”, es decir, la marca que ha dejado un fenómeno, y que nuestros sentidos pueden percibir?” (1975, p. 57). Y si de huellas mnemónicas se trata, cómo no citar nuevamente a Proust, quien enaltece en este fragmento la función gnoseológica del recuerdo de olores y sabores, encarnados para él en la célebre magdalena mojada en la taza de té:
Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las casas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. (1996, p. 63).
Por esta senda llega la apuesta de la microhistoria por una investigación histórica cimentada en un paradigma indiciario, de acuerdo con la noción propuesta por Carlo Ginzburg, autor de El queso y los gusanos, el bestseller que inaugura la denominada escuela de la microhistoria. Pero es especialmente en el artículo titulado “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales” (2008) donde Ginzburg presenta ampliamente la visión y el método de investigación basado en el rastreo de las huellas, desde aquel remoto origen en que el hombre antiguo hubo de detenerse a contemplar las huellas impresas en las arenas de las playas del río, más tarde en las artes adivinatorias, la medicina, la filología, hasta abarcar las novelas policíacas o de misterio, y culminar en la modernidad con la exaltación del psicoanálisis, la semiótica y la adopción del sistema de identificación digital por parte de los poderes del Estado. Huellas, indicios, signos o síntomas, según fuere el caso, que configuran los antecedentes a partir de los cuales se desencadena el trabajo del investigador. En palabras de Leonor Arfuch, es el momento de aparición de una “mirada semiótica sobre la modernidad” (2007, p. 180), que reúne investigación lógica, encuesta oral, semiología y periodismo.
Las consecuencias del reconocimiento de las huellas, ideales o materiales, en la comprensión amplia y plural de la experiencia humana, serán de nuevo retomadas en el capítulo 2, donde se pretende mostrar la confluencia de las múltiples miradas provenientes de la historia, la sociología y la etnografía, en la configuración del campo de investigación social basado en las historias de vida.
La alteridad: yo soy otro
La historia de la literatura constituye un acervo de figuras, personajes heroicos o comediantes, trágicos o malvados, sabios o pedantes, enviados por el autor como ángeles mensajeros para ver lo que nunca podría ver de cerca por sí mismo. Al evocar la navegación de Ulises y su retorno a Ítaca, el descenso a los infiernos de Virgilio, los combates del Cid, los viajes a la luna o al centro de la Tierra de Julio Verne, los detalles de amoríos e infidelidades de Flaubert, el lector iniciado fácilmente capta cómo el autor “se desdobla, se externaliza, de tal manera que ese otro, ese lugarteniente, se pone a escribir en su lugar. Lugarteniente de pensamiento, el enviado hace las veces de autor” (Serres, 2015, p. 61). Cuando el imberbe Rimbaud hace suyo el grito de combate: “Yo soy otro”, no hace más que renovar el gesto del asombro ante la extrañeza del otro que viene a nosotros desde un tiempo primigenio.
De este modo, la idea de la alteridad contemplada desde la tradición de la literatura occidental nos enfrenta a la interesante discusión sobre los orígenes de la novela moderna. Discuten, por una parte, los defensores de la idea de que El Quijote representa la novela moderna por excelencia y, por otra, quienes, como el historiador marxista Arnold Hausser, sustentan la discordancia existente entre el autor y su época regida por los valores de la caballería medieval. Los primeros argumentan que El Quijote muestra ya el desdoblamiento de un yo, el del loco “hijodalgo” enfrentado a los molinos de viento, trastornado a causa de las innumerables lecturas que han dejado su cerebro atiborrado de tantos otros personajes, difícilmente discernibles por parte de ese pobre diablo escritor inquilino de una mísera taberna del centro de Sevilla, la muerte por hambre al acecho. Nada impide al excombatiente manco en Lepanto perseverar en su misión, demostrando que está tan cabalmente en sus sentidos que incluso es capaz de elucubrar un mundo cuerdo en donde también tiene presencia la locura, para abrir así camino al reconocimiento del sentido que identifica a la modernidad misma: yo es el otro, la divisa del hombre moderno por excelencia. Como dice Joan-Carles Mélich: “Cervantes situó al ser humano a ras de suelo, en la prosa del mundo. Según Kundera, ‘prosa no solo significa un lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal de la vida’” (2014, p. 38).
De forma más elaborada, sin duda alguna, el uso del concepto alteridad en Ricoeur arrastra una deuda no solo con la historia de la literatura sino, además, con los hallazgos de la historia y la antropología social y cultural, hasta alcanzar un nivel más sofisticado en el que cabe discernir tres sentidos implícitos en el acto de nombrar al otro.
El primer sentido, el otro en tanto cuerpo propio, es decir, en uno mismo; un otro que eventualmente puede aparecer como extraño, según pudo comprobarlo con certeza aterradora Malcolm Lowry en Bajo el volcán, al sostener que todos los hombres necesitamos un poco de locura para poder sobrevivir. “Otro”, que también podríamos nombrar con una palabra muy bella, un neologismo usado por el escritor español Juan Goytisolo en su discurso de aceptación del Premio Cervantes el 23 abril del 2015, el verbo “cervantear”, que alude al reconocimiento de la identidad como una otredad; “cervantear” en el sentido de que somos conscientes de una sensibilidad moderna que reconoce en cada uno de nosotros un otro, incluso un otro reprimido que es puesto al descubierto gracias al inconsciente freudiano.
El segundo sentido es el otro en tanto interlocutor, adversario o antagonista en la interacción discursiva, lo cual es de suma importancia para una caracterización de la relación pedagógica, si fuese admitido el hecho del predominio de las aulas pasivas a lo largo de poco más de dos siglos de existencia de la escuela masiva, atiborradas de receptores privados del habla espontánea que enfrentan la autoridad de un maestro omnisciente y omnímodo, de donde se deduce la imagen de una relación no dialéctica sino unívoca en la acción comunicativa dentro de las aulas. Pero esta imagen no impide constatar en un periodo reciente de cambios profundos que afectan las formas de existencia de individuos y sociedades, cómo se aprecia su impacto en discursos y prácticas pedagógicas que abogan por otras formas de organización del aula de clase, lo que da vuelta al habitual sentido jerárquico vertical y abre espacios a variantes que puedan imaginarse respecto a cómo generar efectivamente una dialéctica de escucha recíproca entre quien enseña y quien aprende.
El tercer sentido corresponde al otro concebido en tanto portador de una historia distinta de la mía, como condición de posibilidad de un mundo polifónico y polisémico. Reconocer al otro en tanto agente de una historia diferente, en un mundo en el que cada quien es dueño de una historia que ha de armarse de a poco, donde somos las historias que oímos desde la cuna y somos esencialmente diferentes por las historias que portamos y los sentidos que damos a dichas historias.
En las postrimerías de su vida mortal, en el libro que corona toda una obra tejida sin pausa en el transcurso de sesenta años, Sí mismo como otro, Paul Ricoeur denomina esta tercera forma de otredad como “fuero interno”, que en la época de Tiempo y narración había sido nombrada “conciencia moral”, como si dibujase el itinerario de aventuras de una vida en una línea de tiempo: uno nace como un sí mismo, recibe un nombre con el que es individualizado, hijo de tal y cual, con sus señas de identidad singulares, incluso si entonces no tenemos conciencia plena del sentido de autonomía y libertad; y desde este sí mismo construimos una red de relaciones con otros, que supone salir hacia los otros, para volver finalmente a sí mismo: sí mismo como otro. Así justifica el filósofo este movimiento de síntesis:
No quise sin embargo limitarme a este desdoblamiento de la noción de otro, lo otro como mi propio cuerpo padecido, incluso sufriente, lo otro respecto de la lucha y el diálogo; hice lugar a una tercera figura de lo otro, a saber, el fuero interno, llamado también conciencia moral. En la meditación sobre el fuero interno culminaba el retorno de sí a sí mismo. Pero el sí no volvía sino al término de un vasto periplo. Y volvía “como otro”. (Ricoeur, 2007, p. 79).
Ricoeur (1998, p. 194) es reiterativo en plantear que la identidad narrativa pasa por la comprensión: comprenderse es apropiarse de la historia de la propia vida de uno y, en el extremo, no hay otra manera de apropiársela que escribirla. Y es también garantía del dominio público, tanto si se aprecia en el acto de la recitación delante de un auditorio, cuando el relato se hilvana en un tejido comunitario, como si se refiere al acto de la escritura que hace posible que la obra publicada se convierta en la medida de lo público.
La secuencia que anuda la comprensión de sí mismo con el relato autobiográfico y la esfera pública, de hecho, está in nuce en la fascinación plasmada en el tomo ii de Tiempo y narración, que dedica extensas páginas a comentar en distintas direcciones esa obra cumbre de la literatura universal que es En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, de donde precisamente pudo extraer la noción de fuero interno. A partir de la lectura paciente de Proust, Ricoeur sostiene que la narración de la propia vida y de las relaciones con los otros es un medio idóneo para leerse a sí mismos. En el capítulo final del volumen 7 de la obra de Proust El tiempo recobrado, leemos:
Mas, volviendo a mí mismo, yo pensaba más modestamente en mi libro, y aún sería inexacto decir que pensaba en quienes lo leyeran, en mis lectores. Pues, a mi juicio, no serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual les daría yo el medio de leer en sí mismos. (Proust, 1996, p. 404).
Ricoeur también es consciente de que sus pasos se cruzan con los de Hannah Arendt, quien también aborda la cuestión de la identidad individual o colectiva dentro de una teoría de la acción que indaga por el quién y el sentido de la acción, tal vez comprensible solo después de que esta sea realizada, pues cabe incluso la posibilidad de que el agente de la acción “no sepa lo que hace” mientras está en proceso de ejecución. En la concepción arendtiana, no hay otro terreno ni otra perspectiva diferente para situar la tarea de una hermenéutica práctica: “¿Cuál es el objeto de nuestro pensamiento? ¡La experiencia! ¡Ni más ni menos! Y al abandonar el terreno de la experiencia caemos en todo tipo de teorías” (Arendt, 2010, p. 73). La validez de este esfuerzo por entender las relaciones contraídas entre el tiempo de una vida y de su narrativa es coincidente en ambos autores: “Responder a la pregunta ‘¿quién?’, como había dicho con toda energía Hannah Arendt, es contar la historia de una vida. La historia narrada dice el quién de la acción. Por tanto, la propia identidad del quién no es más que una identidad narrativa” (Ricoeur, 1996, p. 997).
Con base en los conceptos precedentes —alteridad, inteligencia narrativa, identidad narrativa— que configuran el trayecto de una obra filosófica abierta como pocas al conjunto de las ciencias sociales, se deduce una tesis fundamental de la investigación biográfico-narrativa, a saber: la acción educativa es, en gran medida, una acción poiética en tanto se refiere a un acto de creación, por consiguiente, el educador es también un poeta en el sentido de un narrador que (re)crea historias; en fin, la acción educativa consiste en procurar dar respuesta a la pregunta quién soy, construyendo el relato de la propia vida (Bárcena y Mélich, 2000, p. 106). Desde esta perspectiva es definida la educación, en su esencia, como el relato de formación de la subjetividad, que es un relato de identidad no en cuanto identidad consigo misma de la que habla en un primer estadio Paul Ricoeur, sino más bien como un proceso de identificación, es decir, un proceso que se construye en relación con los otros, va hacia los otros y vuelve sobre sí mismo. En breve, este es el trayecto de la educación: un trayecto biográfico.