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PRÓLOGO

DECÍA EUGENIO d’ORS QUE «toda biografía se vuelve, inevitablemente, una obra en colaboración. A medias, del biógrafo y de su héroe, un Autor y una Sombra». Un hecho del que dejó constancia en su libro sobre Goya, redactado «página tras página» por Goya y por él mismo[1].

Al acabar de escribir esta biografía de Álvaro d’Ors, tengo una sensación muy parecida: página a página, el personaje ha ido imponiéndose, como sugiriéndome lo que venía a continuación. La impresión de coautoría es más que evidente cuando, repasando estas hojas, encuentro muchos textos del protagonista —en buena medida inéditos—, que expresan acontecimientos y apreciaciones con mucha más intensidad de lo que podría hacerlo yo. Después de pensar sobre la conveniencia de resumir los hechos con mis palabras o dejar al biografiado que se exprese libremente, me he decantado por la segunda posibilidad. Sus textos aparecen unas veces en el mismo cuerpo principal, con sangría y fuente más pequeña; y otras, en algunas notas a pie de página.

A don Álvaro —así se le llamaba habitualmente— le gustaba mucho la imagen del collar de perlas, del que decía que lo importante es el hilo que las ensarta; justamente lo que no se ve. Me gustaría mucho que el resultado de esta biografía fuera algo parecido: perlas de distintos aspectos de su vida, unidas por el hilo invisible del amor hecho servicio. Pero mi mujer —a la que debo el haberme convertido en yerno de don Álvaro, y de ahí esta segunda paternidad suya sobre mi persona que tanto me complace— me dijo, después de leer uno de los primeros borradores de este libro, que «parecía un tendedero», en el que había ido colocando las piezas de ropa y en donde tendría que «ajustar mejor algunas pinzas». ¡Vanidad mía! Aunque, bien visto, en los tendederos también hay una cuerda.

Pido, pues, al lector que aplique un criterio benevolente a la lectura de estas páginas y entienda que los errores que hay son solo del autor que queda vivo, incapaz de seguir el exacto orden temporal en una vida tan rica de matices que daría para un collar con muchas vueltas o varios collares a la vez.

UNA SINFONÍA

La estructura de este libro, dividido en cuatro partes, sigue el modelo de la sinfonía musical, aunque se trate de una sinfonía bastante sui generis. Álvaro d’Ors había previsto este título, Sinfonía de una vida, para una serie de escritos, todavía inéditos, que llamaba de manera genérica Catalipómenos metaescolásticos. Con este nombre se refería, siguiendo lo que el término griego indica, a “lo que ha ido quedando atrás”, fuera del ámbito científico, pero que había formado parte de su existencia. Cuando, todavía en activo, comenzó a redactar esta obra se refería a ella como Paralipómenos, es decir, “lo que queda al margen”. Una vez jubilado oficialmente, cambió el nombre a Catalipómenos, ya con el sentido claro de cosas del pasado.

Según nuestro biografiado, su vida fue una sinfonía:

porque se divide en cuatro tiempos: el adagio de la juventud, el allegro vivace de la Guerra, el andante de la vida profesional y el allegro maestoso de la jubilación[2].

Pero, como en tantas otras cosas que pasaba por el tamiz de su pensamiento, Álvaro d’Ors tampoco sigue en esto el esquema convencional musicológico, y construye su propio molde sinfónico: adagio, allegro vivace, andante y allegro maestoso.

Lo habitual en una sinfonía es que, después de una lenta introducción, el primer movimiento comience con un allegro, con forma de sonata, en donde ya se encuentran los temas principales que, posiblemente, aparecerán desarrollados después. El segundo movimiento suele ser un adagio o un andante que adopta una forma ternaria o seccionada como la del rondó. El tercero es normalmente el más breve y suele consistir en un scherzo, un minueto o un vals. El cuarto y último movimiento, el finale, acostumbra a ser más rápido que el allegro inicial, con forma de sonata o de rondó o con una mezcla de ambos. Sobre este esquema básico caben muchas posibilidades, como que dos movimientos se unan en uno solo (lo que ocurre, por ejemplo, en la Sinfonía para órgano de Saint-Saëns o en la Quinta Sinfonía de Sibelius) o incluso que se añada un quinto movimiento (como en la Pastoral de Beethoven o en la Quinta Sinfonía de Mahler). Lo que no es tan habitual es arrancar, como hace Álvaro d’Ors para su propia sinfonía, con un adagio, seguir con un allegro, dedicar el tercer tiempo a un andante especialmente largo, y terminar con un allegro vivace. Pero tiene sus razones.

La división que el protagonista de estas páginas hace de su propia vida parece obedecer más a un criterio etimológico, al significado de los términos mismos, que a la disposición métrica habitual de las sinfonías. En este sentido, además de composición musical, por sinfonía hay que entender también —como la voz griega sugiere originalmente— el conjunto de voces, instrumentos, o ambas cosas, que suenan acordes a la vez[3]: lo mismo que ocurre en una vida, en donde lo que sucede no siempre es lineal, con tramas que se superponen y muchos hilos argumentales que discurren al mismo tiempo. La trayectoria de Álvaro d’Ors es muy rica y hay muchos momentos en los que sus actividades se multiplican, de tal manera que es muy difícil seguir un único hilo en cada instante: su biografía está trenzada de muchos cabos que no hacen sino proporcionar unidad y coherencia, se trate de cuestiones profesionales, personales o familiares.

Para el caso de Álvaro, el “sonar acorde” de sus distintas facetas vitales significa que todas sus manifestaciones personales, familiares o científicas estaban dirigidas en una misma dirección; lo que, en otras palabras, se llama también “unidad de vida”.

El adagio inicial sugiere el ritmo lento con que transcurre el tiempo en los años de infancia y juventud: época de experiencias que van a marcar una personalidad, momentos de estudio y formación en los que la cadencia es parsimoniosa y en los que se puede subrayar la idea de tranquilidad, paz, despreocupación...

Dedicar a la guerra civil española un allegro vivace es un guiño muy propio de Álvaro, para quien este tiempo de acción vital influyó con fuerza en diferentes órdenes de su vida, pero fundamentalmente le sirvió para adquirir madurez en su concepción del mundo.

Por lo que se refiere al andante de su carrera profesional que, contrariamente a lo que dicta la teoría sinfónica, es el movimiento más largo de su existencia, la misma expresión de andante puede sugerir la idea de caminante, de homo viator, de persona que sigue el camino de servicio que se ha trazado, paso a paso, clase a clase, libro a libro.

La coronación de su trayectoria, el finale, adopta para él un tiempo de allegro maestoso, porque efectivamente está viviendo con júbilo la última etapa de su vida, ya sin obligaciones académicas y cada vez más cerca del «beneficio de la muerte», el lucrum mori en expresión de san Pablo, que él había considerado y hecho suya muchas veces.

Un esquema parecido a este que acabamos de glosar es el que utilizó su discípulo Rafael Domingo en su intervención con motivo del acto in memoriam que le dedicó la Universidad de Navarra poco tiempo después de su muerte. Para esta biografía suya nos inclinamos por seguir exactamente la misma división que Álvaro hace de sus 88 años, tomando además como hilo conductor lo dicho por nuestro protagonista en un apresurado currículum que escribió a petición del propio Rafael Domingo, su sucesor en la cátedra de Pamplona, y que transcribimos más abajo. Una visión rápida, de conjunto, de algunos de los hitos fundamentales de su vida puede servir para que el lector logre ubicarse sin pérdida por las digresiones en que, inevitablemente, ha de caer este relato.

AGRADECIMIENTOS

El resultado de este trabajo no hubiera sido posible sin la ayuda de muchas personas que han puesto a mi disposición su tiempo, sus recuerdos y también sus consejos. Es de justicia reconocer el amparo de tres de los discípulos de Álvaro: Jesús Burillo, Emilio Valiño y Rafael Domingo, cuya memoria de hechos, conversaciones y circunstancias da cuenta del afecto que profesan a su maestro.

He pasado muchas horas de agradable conversación con amigos de Álvaro, ya fallecidos, como Javier Nagore, José Cañadell o Miguel Garísoain, que me supieron transmitir una visión cercana de su trato directo. Fue una lástima que la enfermedad de don Amadeo de Fuenmayor me impidiera más ratos de charla con él. Quizá por la premura de tiempo —del poco tiempo de vida que él sabía que le quedaba cuando hablamos— su testimonio fue escueto, pero también muy preciso. Igualmente murieron don Federico Suárez y don José Orlandis después de contestar a mis primeras cartas con sentidas remembranzas que agradezco profundamente. Don Amador García Bañón me proporcionó cartas y otros materiales que había elaborado. Antonio Fontán tuvo la amabilidad de hacerme algunas indicaciones para que entendiera mejor un pasaje-clave de esta historia. Ana Rosa Bello, hija de Antonio Bello, compañero de don Álvaro en el Instituto-Escuela, buscó y encontró viejos recuerdos que me hizo llegar. Extiendo este agradecimiento a Montserrat Herrero, quien no tuvo inconveniente en facilitarme la traducción castellana del epistolario entre Carl Schmitt y Álvaro d’Ors[4], a pesar de tratarse de una versión provisional.

Tengo que mencionar con especial gratitud a uno de los amigos más fieles de nuestro protagonista: Rafael Gibert, que me confió cerca de 1 000 cartas que le escribió don Álvaro entre los años cuarenta y el final de su vida. Con esa entrega, él sabía que renunciaba a una parte muy importante de su intimidad, que yo he procurado tratar con pudor. Sin ese material, estas páginas no serían posibles. El profesor Gibert tuvo también la amabilidad de leer un borrador de esta biografía y aclararme algunos aspectos confusos, al tiempo que su buena memoria «iluminaba» el original con pasajes desconocidos.

Por lo que se refiere al capítulo familiar, Ana María Pérez Bofill, prima de Álvaro y monja de la Compañía de Santa Teresa de Jesús en Barcelona, me ha hecho sabedor de algunos momentos clave de su infancia y juventud, lo mismo que otro primo, Fernando Martínez Pérez-Peix (que falleció antes de que estas páginas vieran la luz), que además me ha proporcionado abundante material gráfico inédito. Gracias a ellos he podido reconstruir el ambiente en el que nuestro protagonista vivió sus primeros años.

Finalmente, varios hijos de don Álvaro me han ayudado de distintas maneras: desde la lectura paciente y comprensiva de los primeros borradores de esta biografía, hasta hacerme partícipe de algunas de sus experiencias con su padre que yo desconocía. En este sentido, permítaseme que resalte de manera muy especial a Paz, mi mujer, y a Miguel, cuyas memorias han guardado con precisión muchos hechos y las circunstancias sensibles que los rodeaban. Soy consciente de que me he aprovechado de ellos. Con Javier tengo una deuda de gratitud grande: como legatario de los escritos paternos, él me ha permitido bucear entre papeles para encontrar muchas de las cosas que se transcriben aquí, al tiempo que su microscópica lectura del original ha sabido detectar errores y falsas interpretaciones por mi parte.

Y una última precisión: este trabajo no es una obra colectiva. No lo ha hecho ni la familia de don Álvaro, ni sus amigos, ni sus discípulos. Le diré al lector, en la confianza de que me va a entender bien, que este libro está escrito como si yo hubiera tenido la oportunidad de acudir a una imaginaria clase de don Álvaro en la que, en contra de su humildad natural, hubiera explicado su vida y yo tomara unos apuntes. Las deficiencias que se pueden apreciar en este trabajo vienen, por tanto, de mi propia incapacidad —entre otras cosas, yo no soy letrado ni filólogo— y de mis frecuentes distracciones, quizá mirando a su hija mayor, que también “estaba” en aquella clase.

Pamplona, Carballedo, Bueu, mayo de 2006, diciembre de 2019.

[1] Eugenio D’ORS, “Biografía”, ABC, 6-VII-28, p. 3. «Apenas sobrepasa los límites del puro documento pedagógico, toda biografía se vuelve, inevitablemente, una obra en colaboración. A medias, del biógrafo y de su héroe, de un Autor y de una Sombra. Así he podido advertirlo yo, al escribir un libro, que ha salido —ahora lo advierto— redactado, página tras página, por Goya y por mí. De los dos, empero, era, y con mucho, Goya el más fuerte. No podía evitarse que, en este caso, la Sombra arrastrase al Autor con quien se le emparejaba. La vida del gran artista barroco, ha debido, desde luego, contarla a lo barroco. Con aquel desorden en la sensibilidad, que a mí no me gusta (que no me gusta, es decir, que, secretamente, tengo miedo de amar demasiado). Con desorden, con profusión, con desigualdad. Con humores diversos y graves contradicciones internas».

[2] Álvaro D’ORS, Veladas imaginarias [Original inédito].

[3] Del lat. symphonia, y este del gr. συμφωνία, de σύμφωνος, “que une su voz, acorde, unánime. f. Conjunto de voces, de instrumentos, o de ambas cosas, que suenan acordes a la vez” (DRAE).

[4] Carl Schmitt und Álvaro d’Ors. Briefwechsel, ed. de Montserrat HERRERO, Duncker & Humblot, Berlín, 2004.

Álvaro d'Ors

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