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1.

ADAGIO DE JUVENTUD (1915-1936. INFANCIA Y JUVENTUD)

BARCELONA, PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

El 14 de abril de 1915, en plena guerra europea, nace en Barcelona el último de los hijos de Eugenio d’Ors Rovira y María Pérez Peix. El nacimiento de Álvaro Jordi tuvo lugar en el mismo domicilio familar, un sexto piso de la conocida como Casa de les Punxes, en la Avenida Diagonal.

«Sepa usted y diga a mis amigos que mi tercer retoño ha nacido estos días, varón como los otros dos, y que se cristiana mañana con el nombre de Álvaro. Tómese nota de él como de un futuro residente. Ya ve usted, yo estoy hecho ya un joven patriarca mientras que, por lo visto, usted continúa en Zenobita». Con estas palabras daba cuenta Eugenio d’Ors al poeta Juan Ramón Jiménez de la venida al mundo del protagonista de estas páginas[1].

Dicen que nací con más de seis kilos de peso, y que, exuberantemente lactado a pechos de mi buena madre, irrumpí en la vida con gran empuje[2].

El embarazo y, sobre todo, el parto de una criatura con semejante peso debieron de ser difíciles para una mujer menuda, como era su madre, que, siete y cinco años antes, ya había dado a luz a otros dos hijos: Víctor y Juan Pablo.

Fue bautizado a los nueve días del nacimiento, el 23 de abril, fiesta de san Jorge. Para la ocasión se eligieron como padrinos a un representante de la familia materna (su tío Álvaro Pérez Peix) y otro de la paterna (una prima de su padre, Conchita Ors, a la que familiarmente se conoce por el apelativo con que la llamaba Eugenio d’Ors: Tel∙lina[3]).

La estirpe de los Ors procede de la provincia de Barcelona, si bien, en tiempos más lejanos, podría entroncar también con Lérida. Según la interpretación que hacía don Eugenio, su apellido significa “oso”: «El nombre de Ors significa, naturalmente, el Oso y se encuentra en la onomástica de todos los países. Hay los Ursinos, que son príncipes, y los Orsini, que son anarquistas y ponen bombas. Hay los Beer, que dan nombre a Berna, que los agasaja, y a Berlín, que se los come (...) La estirpe de los Ors (…) procede del pueblo de Ors, en la provincia de Lérida, o quizá del otro Ors, de la misma provincia, convertido por los modernos en Os de Balaguer»[4].

Fue Xènius quien tuvo la idea de modificar el apellido para evitar la cacofonía que se producía al unir la última “o” de su nombre y la primera de su apellido, de manera que colocó en medio una “d” (minúscula) seguida de un apóstrofo. El apellido, singular en la España de principios del siglo XX, sería fuente habitual de conflictos administrativos cada vez que se hiciera precisa la inscripción en cualquier registro. Todavía, a fecha de hoy, una parte de la prole de don Eugenio figura en el Registro Civil como Ors, mientras que otros lo hacen como d’Ors y como D’Ors. La «d» minúscula y el apóstrofo ha dado lugar a una larga serie de variantes[5].

Mi apellido, con la D y la O, siempre fue causa de dificultades burocráticas, que me hacían ver con miedo cualquier ventanilla de matrícula o similar. Mi documentación nunca estuvo del todo en orden, y respiro aliviado cuando obtengo cualquier papel sin más dificultades[6].

El padre de Xènius era José Ors Rosal, nacido en Sabadell, que ejercía su profesión de médico en el hospital de la Santa Creu de Barcelona. Era, a su vez, hijo de Joan Ors i Font y Concepción Rosal i Sanmartí. De otra parte, la familia Rovira proviene de Villafranca del Penedés, si bien la madre, Celia Rovira García, había nacido en Manzanillo (Cuba), donde sus parientes, entre otras actividades agroindustriales, fabricaban una conocida marca de ron. Los padres de Celia se llamaban José Rovira Alcocer y Eloísa García Silveira. El matrimonio Ors-Rovira tuvo dos hijos: Eugenio y José Enrique, que quedaron huérfanos de madre cuando tenían 14 y 12 años respectivamente. Este hecho de su orfandad influiría de manera notable en la personalidad de los chicos. A ello hay que añadir que, una vez viudo y jubilado, José Ors contrajo nuevas nupcias con la francesa Hortensia Coutencour, con la que se estableció en La Garriga (Barcelona). Este segundo matrimonio enfrió las relaciones con sus hijos: Eugenio, aunque nunca perdió el contacto con él, se distanció de su padre, y José Enrique desapareció pronto de la vida familiar, después de alguna discrepancia, como consecuencia de que no se le permitiera disponer de la herencia materna hasta cumplir los 25 años (momento en el que se alcanzaba entonces la mayoría de edad)[7].

Por lo que se refiere a la familia de María Pérez Peix, su padre era Benigno Álvaro Pérez González, a quien los suyos nunca le llamaron por el primero de sus nombres. Este era un rico hombre de negocios de la Barcelona de finales del siglo xix, que había hecho una importante fortuna en la industria textil y gozaba de una posición muy sólida. Aunque era vallisoletano y riojano de origen[8], se afincó en Cataluña y fundó la empresa Pérez y Paradinas, que extendió a Madrid, Salamanca, Valladolid y Córdoba. Podría decirse que Pérez y Paradinas era una máquina de ganar dinero. Al principio, Álvaro Pérez era copropietario del negocio y después fue su único dueño, tras el fallecimiento de Paradinas, su socio. Sus más directos competidores eran los establecimientos Peyré de Sevilla y los almacenes Simeón de Galicia.

Álvaro Pérez se casó con Teresa Peix Calleja, que era hija de un industrial de Manresa, José Peix i Quer, y de una palentina, Eugenia Calleja, asentada en Barcelona desde tiempo atrás y muy introducida en sus círculos sociales. Eugenia Calleja influyó decisivamente en la formación de su hija, a la que trasmitió su dominio del francés y del inglés, cosa muy poco frecuente en aquella época y menos aún entre las mujeres. Una vez casada y viviendo instalada entre la mejor burguesía barcelonesa, Teresa Peix, la abuela materna de Álvaro d’Ors, desempeñó el papel de mujer resignada que sacrificó su vida por la empresa de su marido. Habituados a las ausencias del padre por viajes de negocios, sus hijos, Fernando, María, Álvaro y Pilar, fueron educados en buena medida por ella, que lo haría de la manera más refinada posible en aquellos años.

En el momento en el que se casaron, en Barcelona el 31 de septiembre de 1906, el matrimonio d’Ors-Pérez podía considerarse muy poco corriente: fueron una de las parejas de moda de la Barcelona de su tiempo[9]. Cinco meses antes de la boda, Eugenio se había ido a vivir a París para trabajar como corresponsal de La Veu de Catalunya. Los recién casados permanecerían en la capital francesa de forma estable hasta 1910, en que volvieron a Barcelona. En la Ciudad Condal, los dos esposos eran bien considerados como intelectuales y artistas, por lo que se integraron en sus círculos culturales, rodeados de personas que llevaban una existencia parecida a la suya: hablaban de literatura, teatro, música, filosofía, escultura o pintura y se hallaban al tanto de lo que ocurría por el mundo en esos campos, especialmente en Europa.

La producción periodística y literaria de Xènius, que fue el seudónimo que más fortuna hizo entre los que utilizó Eugenio d’Ors[10], le dotaba de una presencia pública indudable: sus escritos se leían y se comentaban en los distintos círculos culturales. Este prestigio hizo que el presidente Prat de la Riba[11] le propusiera para varios cargos técnico-políticos en la Diputación de Barcelona primero y en la Mancomunidad de Cataluña después, como director del Institut d’Estudis Catalans (1911), director de Educación Superior del Consejo de Pedagogía (1914) y, finalmente, director de Instrucción Pública (1917).

Por su parte, de María Pérez Peix se puede decir que era una artista en el sentido más pleno: había estudiado música y danza y aprendió guitarra —entre otros, con Andrés Segovia—, fue una excelente amazona, practicaba el patinaje sobre hielo y algo tan infrecuente en una mujer como la cesta punta. También cultivó la fotografía. A ella se deben, entre otras muchas, magníficas placas de su padre, de su marido y varios autorretratos del matrimonio en su residencia de recién casados en París. Se adentró en el mundo de la escultura bajo el seudónimo de «Telur», después de haber trabajado en los talleres de Josep Clará y haber conocido al maestro Auguste Rodin[12]. De su producción escultórica conviene destacar las cabezas que realizó de cada uno de sus hijos. A los mayores los modeló casi a la vez, pero en el caso de Álvaro se tomó un tiempo extra: se había quedado cinco años descolgado y convenía retrasar su retrato hasta que tuviera la misma edad que representaban sus hermanos. Como excusa, cuando Álvaro le preguntaba por qué no le hacía su cabeza, María le decía que «todavía era feo». La escultura de su hijo menor la realizaría alrededor de 1930.

Dada la fuerte influencia cubana y castellana que afectaba respectivamente a cada una de las familias, tanto en la casa de los Ors-Rovira como en la de los Pérez-Peix se utilizaba el castellano como lengua habitual, lo que se trasmitió de manera natural al nuevo hogar de Eugenio y María, que, aunque cultos catalano-parlantes y escribientes, normalmente no recurrían a esta lengua entre ellos ni con sus hijos. Como consecuencia de las largas estancias de Eugenio y María en París, el francés se convirtió en la segunda lengua familiar.

De los primeros años de Álvaro apenas si hay más constancia documental que una colección de fotografías en las que se le puede ver en brazos de su abuela o con otros familiares. Los retratos, en buena medida hechos por su madre, nos muestran a un niño grande para su edad, espigado, rubio, de frente despejada, con los ojos claros y una mirada despierta que denota gran inteligencia. En una de estas fotografías aparece junto a sus hermanos Víctor y Juan Pablo irguiéndose y «sacando pecho», lo que da idea de su personalidad de hermano pequeño que quiere estar a la altura de los mayores.

En estos años iniciales se produjo un suceso que pudo haberle costado la vida y que se resolvió con bien gracias a la sangre fría de su madre. Cuando no pasaba de los cuatro años, el pequeño Álvaro tuvo la ocurrencia de sentarse en el alféizar de una ventana de su casa, para contemplar la calle desde esta posición, con los pies hacia el vacío (ya hemos dicho que la familia vivía en un sexto piso). Cuando lo vio su madre se acercó a él como si no ocurriera nada, sin dramatismo ninguno en su semblante ni en el tono de su voz, hablándole de cualquier trivialidad. Fue aproximándose así hacia él, hasta que lo tuvo bien sujeto. En ese momento tiró del niño hacia el interior y, una vez a salvo, ya sí, vinieron los reproches en el tono conveniente. Sobre este hecho sacaría Álvaro d’Ors muchas consecuencias acerca de la conveniencia de no perder la calma en circunstancias críticas.

EL NIÑO DE LAS JUDÍAS

Las noticias más exactas —y muy escuetas— de estos primeros años de infancia se deben a la propia pluma de Álvaro d’Ors. En diciembre de 1964 esbozó en sus Cuadernos Personales una serie de recuerdos de su niñez que, de alguna manera, habían influido fuertemente en la formación de su personalidad y, por tanto, en su vida. Junto al relato sucinto del recuerdo, nuestro biografiado añade el símbolo > para apuntar las consecuencias que esos hechos iban a tener en su trayectoria. El primero de los episodios que refiere lleva por título el de Niño de las judías:

Un niño que iba por la calle de Petritxol con una cazuelita de alubias. Yo iba con mi madre. Las aceras estaban llenas y había que subir y bajar al arroyo con frecuencia. Era ya anochecido. En aquella calle y tiempo había pobres vergonzantes, que me impresionaban mucho. Vi cómo una persona mayor, en el trajín de la calle, tropezó con el niño: cazuela por el suelo y alubias perdidas. Lloraba. Le iban a pegar al volver a casa. Durante mucho tiempo, quizá años, yo lloraba antes de dormirme pensando en el niño de las judías, y mi madre venía a consolarme. > ¡Compasión para siempre![13].

La escena fue presenciada cuando, posiblemente, no pasaba de los cuatro o cinco años. Este hecho iba a proporcionarle una idea exacta de lo que es la compasión, que siempre entendería como sentimiento de conmiseración y lástima hacia quienes sufren penalidades o desgracias. Con el tiempo, quizá basándose en esta misma experiencia infantil, Álvaro entendería muy bien y tendría presente de manera muy precisa la diferencia que hay entre compasión y misericordia[14].

Contrariamente a lo que quizá cabría esperar del hijo de unos intelectuales, cuando llegó el momento de iniciar su educación normalizada en un centro escolar, el pequeño Álvaro no solo no mostró ningún interés por escolarizarse, sino que hacía alarde de aborrecer la idea.

Su padre debió de ser especialmente comprensivo con esas nulas ganas suyas de ir al colegio, ya que él mismo había tardado mucho tiempo en hacerlo[15]. Existe la posibilidad, no confirmada, de que esta tolerancia familiar se debiera también al hecho de haber pasado una grave enfermedad, como era en aquellos años la meningitis. Tenemos noticia de este asunto a través de una glosa de Eugenio d’Ors, si bien no se especifica cuál de sus hijos fue el que estuvo a las puertas de la muerte[16].

Como consecuencia de estas circunstancias, los padres de Álvaro no mostraron especial interés en procurarle una enseñanza normalizada: daba tan claras muestras de inteligencia como de detestar el colegio. No le gustaban las aglomeraciones de niños que se peleaban en los patios de recreo por razones que él no entendía o que se le antojaban absurdas, como tampoco parecía tolerar la disciplina necesaria, aunque no fuera especialmente rígida. A su situación personal había que añadir lo que solía decirle, en tono socarrón, su tío Fernando Pérez Peix, en el sentido de que, para triunfar como él en el mundo de los negocios, no era necesario estudiar: «No estudies, no estudies —le decía— que, con el tiempo, los burros serán buscados». Una excusa más para reafirmarse en su postura. Pero esta actitud comprensiva de sus progenitores no significaba que se desentendieran de su formación escolar ni de su educación. Como parecía necesario que se relacionara con otros niños, le insistieron en que debía acudir a algún tipo de centro educativo. Llegados a este punto, el pequeño Álvaro les dijo a sus padres y a los abuelos que aceptaría asistir al Instituto de Danza que acababa de crear Juan Llongueras:

Como no toleraba colegios, me llevaron a la Escuela de Música y Baile de Llongueras. Quizá por el baile rítmico que hice allí, tuve siempre gran sensibilidad para el ritmo, y el ritmo de vida en general. Pero nunca llegué a bailar bien[17].

Acaso una de las primeras ocasiones que tuvo Álvaro de poner en práctica estas habilidades recién adquiridas fue en Argentona, en el verano de 1922, con siete años recién cumplidos, mientras pasaba unos días junto a la abuela Teresa, la “Bita”[18]. Durante las fiestas del pueblo se montaba para el baile un entoldado —el llamado envel·lat—, donde también tenían cabida los pequeños, a primeras horas de la tarde. En aquel baile, Álvaro acompañó a otra niña, también veraneante como él, y a la que no dudaba en calificar de «preciosa».

Tras mucho bailar, al llegar el momento de subastar un ramo de flores —la toya— para que un pequeño galán obsequiara a su pareja, yo, gracias a las monedas que mi buena abuela me había dado para golosinas, me hice con la toya; se la ofrecí emocionado a mi damita, que aceptándola complacida, siguió bailando conmigo. Al terminar el baile infantil, la acompañé a su casa, y, cuando volvía yo a la de mi abuela, llevaban mis manos, como recuerdo, su pañuelito perfumado…[19].

Mientras tanto, a falta de colegio o de cualquier otra actividad reglada con un horario que le ocupara su día, se pasaba buena parte del tiempo dibujando en una mesita, a pie de calle, o desde el privilegiado observatorio de la Casa de les Punxes, imitando lo que veía hacer con mucha frecuencia a su padre. Posiblemente —al igual que él haría después con sus hijos pequeños y con sus nietos[20]—, don Eugenio lo sentaría en sus rodillas para pintar.

En el bulevar inmediato a nuestra casa, cuando hacía buen tiempo, iba yo de niño a instalarme con una pequeña mesa y silla, para dibujar al aire libre; dibujaba figuras humanas, como hacía mi padre, preferentemente grupos[21].

Como si fuera un juego familiar, los tres hermanos se emplearon a fondo en el dibujo y adoptaron los mismos seudónimos que su padre utilizaba para firmar algunas de sus ilustraciones. Así, Víctor se hizo con el de “Xan”, Juan Pablo con el de “Lucas” y Álvaro con el de “Miler”. Como premio a los mejores resultados, algunos se publicarían en la prensa de la época como si fueran del propio Xènius. Pero si estos apodos fueron adoptados, otros les vinieron impuestos: Víctor era “Titín”, Juan Pablo fue “Totó” y Álvaro se convirtió en “Babo”; apelativo familiar que usaría algunas veces, de niño, al escribirle a los suyos.

Como quiera que el chico iba creciendo, se hacía cada vez más necesaria su escolarización y había que ponerle algún tipo de remedio, aunque fuera provisional. Según él mismo confiesa, a la edad de seis años aprendió a leer en una sola tarde, de la mano de su madre. A escribir aprendería por su cuenta:

En Barcelona, había empezado por resistirme a la escolarización, y ese vacío fue definitivamente subsanado por una aproximación a la música y a la danza rítmica; en casa, aprendí a dibujar viendo cómo lo hacía mi padre, y de manera casi ininterrumpida. Luego, un buen día, que recuerdo exactamente, cuando tenía seis años, mi madre me enseñó a leer. A escribir no me enseñó nadie, pues consistía, para mí, en dibujar como mi padre las letras de mi madre[22].

Como el método de aprendizaje no fue nada convencional, el trámite de hacer palotes que educa la mano para realizar correctamente los trazos, fue inexistente. Lo habitual en la época era ejercitarse en unas pizarritas individuales con sus correspondientes pizarrines, o en cuadernos rayados de caligrafía, para después comenzar a escribir sin pautas visibles. De esta carencia se lamentaría a veces con el tiempo, al constatar las dificultades de lectura que entrañaba su letra[23].

Otro intento de resolver —aunque de manera provisional— su carencia de escolarización, se hizo contratando los servicios de una institutriz inglesa, con la que aprendió las primeras palabras en esta lengua. Pero la experiencia no debió resultar para él todo lo satisfactoria que esperaba, ya que señalaba a sus padres que no le gustaba salir con la nurse a la calle: pasaba vergüenza porque decía que se le veían las enaguas, aunque también podía influir en estas pocas ganas suyas de salir a la calle la prevención casi obsesiva de los mayores por posibles contagios de enfermedades. Era bastante habitual que se prohibiera a los niños beber agua de las fuentes públicas, por miedo a que pudieran contraer el tifus. Otra niñera, de nombre Estrella, se convirtió en la protagonista de una anécdota entrañable que incluso sirvió para que don Eugenio la recogiera en sus glosas: Juan Pablo le comentó a Álvaro un día la buena fortuna que tenía la nueva institutriz, porque «cada noche era su santo»[24].

Entre las salidas con la nurse y sus horas de música y danza rítmica, Álvaro también dedicaba largos ratos a estar junto a su madre, viéndola trabajar en su estudio cuando modelaba sus esculturas, junto al torno de alfarero… o en la bien surtida biblioteca familiar, donde tenía a su alcance todo tipo de obras, incluso algunas inapropiadas. Esta experiencia le llevaría después —siendo padre de familia— a estimular a los suyos con lecturas adecuadas a sus edades y circunstancias personales de gustos y aficiones. En más de una ocasión comentó que nunca tuvo ninguna restricción para acceder a los libros de su padre, que, por otra parte, era muy desprendido y no tenía especial apego por conservar los textos, que estaban siempre a disposición de los interesados.

Como hombre viajero por excelencia, y dotado a la vez de una memoria prodigiosa[25], que le permitía retener todo lo leído una sola vez, nunca tuvo él la codicia de conservador libresco, como tampoco la tuvo de coleccionista de cuadros. Parecía haber reducido su sentido de propiedad a su inteligencia y buen gusto nada más (...) Aprovechaba sus frecuentes viajes para sumergirme en su biblioteca. Allí encontré muchas lecturas interesantes y hasta edificantes, y también otras que no lo eran[26].

El resumen que hace Álvaro d’Ors de esta época es bastante explícito:

Me crié entre diálogos, caricias y libros. Con el tiempo, llegué a reconocerme en aquel recuerdo de no sé qué escritor francés: La cendre latine et la poussière grecque m’entouraient (sic): j’étais haut comm’un infolio (sic)[27].

Por razones de edad, establecería una relación más cercana con su hermano Juan Pablo (cinco años mayor que él), que iba a ejercer una gran influencia en su persona durante estos primeros tiempos de infancia. Víctor, con siete años más y un temperamento apasionado y cariñoso, tanto lo consideraba un juguete como un estorbo.

En una temporada en que sus padres estaban de viaje, como había ocurrido en otras muchas ocasiones, el pequeño Álvaro se instaló en el domicilio de sus abuelos en la Calle Caspe. Aprovechando esta circunstancia, la abuela Teresa decidió normalizarlo por su cuenta y lo envió al mismo centro en el que estudiaba su primo Guillermo Pérez Bofill: el Colegio San Luis Gonzaga, en la calle de Buenavista, que dirigía alguien apellidado Corretcher. Es posible que Álvaro aprovechara el transporte de Guillermo, al que un cochero llevaba a diario en carruaje. Pero, decididamente, la escolarización no estaba hecha para él, ya que, a los pocos días de asistir a clase a regañadientes, le ocurrió algo que le haría reafirmarse en su voluntad de no ir más a la escuela y que también le marcaría de algún modo para el resto de su vida:

Al tercer día quizá, me mandaron leer en un Quijote pequeño, ruin y grasiento. Debí de hacerlo muy mal. A la salida un compañero grandullón me dijo: «¡Burro!». La abuela aceptó mi decisión de no volver ya más al Colegio[28].

Esta anécdota, que quizá no habría tenido ninguna consecuencia para cualquier otro niño de su edad, se quedó grabada en Álvaro: aquello supuso para él un pequeño «complejo de no saber lo que sabe todo el mundo».

Por lo que se refiere a la familia Ors, el roce debió ser menos asiduo y prácticamente limitado al tío Juan y a Tel·lina. Solo en los últimos años de su vida, Álvaro refirió alguna historia de sus abuelos, José y Celia, a propósito del hallazgo de unos recuerdos escritos de su padre y que se remontaban a la época cubana de la bisabuela paterna[29].

MAMA, FES-ME ROS!

Dada su posición económica, la familia materna de Álvaro d’Ors pertenecía a la más representativa burguesía barcelonesa de los finales del siglo XIX. El abuelo, Álvaro Pérez, tenía un aspecto que no pasaba desapercibido, con su cara huesuda, ojos azules penetrantes, barba blanca y trajes de corte impecable. Al tío Fernando le tocó el papel de «gran derrochador» de la familia: se hacía conducir en coche para ir desde su casa hasta las oficinas y almacén de la empresa, en la misma calle Caspe, a solo varias manzanas de distancia. Una vez allí, alguien al que se le daba el título de «secretario» desenrollaba una alfombra roja desde la puerta de la calle hasta el estribo del auto: apenas debía desgastar sus zapatos[30]. Los Pérez-Peix disponían de un coche Hispano-Suiza, de dos Lincoln, con sus chóferes correspondientes, y de un Willys, que tenía menos partidarios porque la suspensión era incómoda, pero que se utilizaba para los paseos por el campo, a los que era tan aficionada la abuela.

Con este ambiente familiar, Víctor, Juan Pablo y Álvaro, mientras vivieron en Barcelona, tuvieron una existencia muy cómoda. Aunque educados por sus padres en la austeridad y sin mayores caprichos, habitaban en una casa de un barrio elegante, hablaban de manera educada y se vestían como buenos hijos de burgueses. Solo atendiendo a estos aspectos, su diferenciación social era más que evidente en una época convulsa, de lucha de clases y todavía con la Semana Trágica de Barcelona en la memoria colectiva. Entre los recuerdos de infancia de Álvaro d’Ors se encuentra precisamente el de la situación de la ciudad, con sus tensiones laborales y políticas:

Desde el balcón de nuestra casa pude ver yo —y no sin cierta simpatía— los proletarios en huelga o que desfilaban en protesta de reclamaciones laborales: con gorros de visera, amplias blusas y alpargatas; me dieron una intuición directa y viva de lo que podían ser los conflictos laborales. Alguna otra vez veía desfilar soldados, como los de plomo, que yo tenía[31].

En alguna ocasión se refirió a este clima popular y a los gritos que repetían los manifestantes, que se le quedaron grabados. Uno de ellos, remachado a coro por una buena porción de obreros que protestaban, era el de Volem pa amb oli!, pa amb oli volem! («¡Queremos pan con aceite!»). En otra ocasión, le impresionó algo que oyó a un exaltado durante una concentración de anarquistas y que venía a hacer un resumen cabal de su espíritu iconoclasta: Que tothom li cali foc a casa seva! («¡Que todo el mundo le prenda fuego a su casa!»).

Álvaro d’Ors comentó alguna vez el recuerdo nostálgico que guardaba de estos primeros momentos de infancia, cuando un día, en la casa de su tío-abuelo Juan Ors, se encontró con el hijo de una lavandera, desgarbado, feúcho y que, además, parecía no tener padre conocido, dado que su madre estaba soltera. El pequeño Álvaro iba elegantemente vestido con un traje de terciopelo oscuro. En la casa del tío Juan todo eran alabanzas y piropos hacia él, hasta que se escuchó con toda nitidez la voz del otro niño que, en tono suplicante, se dirigía a la lavandera:

—Mama, fes-me ros! (¡Mamá, hazme rubio!).

Siempre que Álvaro d’Ors contaba a los suyos esta anécdota se sentía conmovido por haber sido, involuntariamente, la causa de la envidia de otra persona. También decía que de ahí provenía su vergüenza de ser alabado públicamente[32].

«UN AUTO Y UN PIANO HACEN UN TREN»

A pesar de la inteligencia evidente del pequeño de los d’Ors, había un aspecto del saber en el que se sentía derrotado siempre: tenía verdadera animadversión por las cuestiones mecánicas o que implicaran algún tipo de habilidad manual. Le superaban. De aquí le vino para el resto de su vida una franca admiración por las personas capaces de ejercer estas destrezas[33].

Esto explica que, con el tiempo, se declarara torpe para conducir un vehículo, arreglar un electrodoméstico o desmontar cualquier artilugio con tornillos, por simple que fuera. Siempre pensaba que lo estropearía más; que, si lo intentaba, iba a ser incapaz de recolocar las piezas en su sitio, o que iban a sobrarle algunas. También el uso de aparatos mecánicos —aunque fueran sencillos— le producía cierto respeto, ante el temor de que pudiera averiarlos con una utilización inadecuada. Una cosa era entender cómo funcionan determinados mecanismos y otra era su manipulación concreta. En este sentido puede encontrarse una cierta similitud con Eugenio d’Ors, de quien su hijo menor recordaba que no era capaz de colocar ordenadamente el contenido de una maleta. También conviene resaltar aquí la admiración que le causaba su tío-abuelo Juan Ors cuando, cercanas las Navidades, acudía cada año a casa de Xènius para instalar un enorme Belén —un pesebre, como se decía en Cataluña—, cuyo armazón de madera construía él mismo.

Esta vertiente de su personalidad era más que evidente en sus juegos infantiles: no le gustaba jugar con el Meccano que tanto había divertido a sus hermanos mayores, especialmente a Víctor. En cambio, le apasionaban los puzzles o, como se llamaban en la época, «rompecabezas», que resolvía con prontitud. Esta capacidad de componer lo disperso y unir lo aparentemente heterogéneo —que después sería un elemento fundamental en su trabajo científico— se hizo patente con una frase suya que luego le recordarían sus padres en más de una ocasión, como típica de su personalidad: «Un auto y un piano hacen un tren».

Pero una cosa era lo que podía hacer con la cabeza y otra lo que con las manos: daba la sensación de que «se bloqueaba» ante la necesidad de poner en práctica cualquier destreza manual. Quizá el momento estelar de su ignorancia mecánica tuvo lugar también en su infancia, poco antes del traslado de la familia a Madrid:

Yo jugaba con mi patinet, alrededor de la Casa de les Punxes. No corría mucho, pero me entretenía: tenía la sensación de que cumplía con el deber de jugar como los demás niños (a los que yo veía como más fuertes y hábiles). La campanilla de mi patinet casi no sonaba. Me encontró Juanito Jover (¡luego ingeniero!) y se empeñó en arreglarme el timbre. Se sentó en uno de los bancos del paseo central, bajo los plátanos. Descompuso todo y fue dejando las piezas sobre el banco. Yo le miraba angustiado, de pie, con mi patinet cogido entre las manos. Era la hora de comer: desde una ventana, la madre (o chacha) de Juanito gritó: «¡Juanito, a comer!». Salió corriendo. Dejaba un montón de piezas sueltas. Mi patinet se quedó sin timbre para siempre[34].

Siempre que contaba este sucedido, Álvaro ponía especial énfasis en la desolación que le produjo ver el timbre de su patinete completamente despiezado; parecía estar reviviendo los hechos y ponía cara de gran impotencia, extendiendo la mano en la que, después de sus cambios de voz para recrear la escena, sus interlocutores podían ver los componentes del timbre desmontado que acababa de recoger del banco. Tenía muchas cualidades de actor.

Cuando, llegados los años 80, el mundo de la informática se hizo moneda corriente en la Universidad española y, poco a poco, fueron desapareciendo las máquinas de escribir, Álvaro d’Ors se negó a aprender el nuevo sistema de tratamiento de la información, alegando su ineptitud para adquirir destreza con los ordenadores, ya que tenía la impresión de que los estropearía si tecleaba algo incorrecto[35].

1923. EL EXILIO MADRILEÑO

En agosto de 1917 moría Enric Prat de la Riba, el primer presidente de la Mancomunidad de Cataluña y protector de don Eugenio. A partir de ese momento comienza a gestarse lo que, en palabras de la familia d’Ors, viene a llamarse «el exilio madrileño». Los nuevos artífices de la política catalana no terminaban de conectar con el modo de pensar de Xènius, su idea del «imperialismo» y del papel de Cataluña dentro de este esquema.

Sería precisamente Josep Puig i Cadafalch[36], el arquitecto autor de la Casa de les Punxes en que vivía la familia d’Ors, el encargado de suceder a Prat de la Riba y quien se convertiría en principal adversario de d’Ors. Xènius —que nunca militó en la Lliga— había logrado influir en Prat de la Riba en el sentido de «ampliar los horizontes» del político con otras ideas más alejadas de la visión tradicional de los nacionalismos. Pero este entendimiento no se produjo con Puig i Cadafalch: tras unos años de nadar a contracorriente, se quedó sin la estabilidad que necesitaba para seguir trabajando como había hecho hasta entonces y terminó por presentar su dimisión. El detonante fueron los gastos —algunos imprevistos— originados por la puesta en funcionamiento de la biblioteca de Canet de Mar (que sus adversarios criticaron abiertamente), pero podía haber sido cualquier otra nimiedad. En opinión de su hijo Álvaro, Xènius, en la medida en que era un intelectual, no servía para hacer política:

Hay un dicho, [sobre mi padre] que me parece recordar que es auténtico, de cuando le preguntó alguien: «Don Eugenio, ¿no tiene Vd. ganas de entrar en la política?», y él respondió «Sí, pero me las aguanto». Su experiencia política personal fue la de Cataluña: la de un intelectual que funciona bien en tanto le protege un político poderoso (Prat de la Riba), y cae en desgracia cuando aquél se muere, pues no sabe luchar por sí mismo. Porque un rasgo de la familia es que no sabemos «luchar», y, por eso mismo, no somos deportistas, ni ricos[37].

Según dijo públicamente Eugenio d’Ors en los primeros momentos de este periodo crítico, constataba que existían unas «diferencias fundamentales de criterio» con los nuevos artífices de la política catalana que, en enero de 1920, se tradujeron en una serie de actuaciones de la presidencia de la Mancomunidad que él consideraba como «vejatorias» hacia su persona, y que, en todo caso, suponían una descoordinación en los servicios, nada favorable al desarrollo normal de la política cultural de Cataluña: «Me creo en el deber de facilitar una solución que tenga la doble ventaja de suprimir el estorbo que mi presencia (...) signifique para la Presidencia y el devolverme a mí una libertad de juicio que puede ser que se me haga necesaria. En consecuencia, pongo a disposición del Consejo Permanente el cargo con el que fui honrado en junio de 1917 por el Consejo que aún presidía don Enric Prat de la Riba»[38].

La presidencia de la Mancomunidad le aceptó enseguida la dimisión y, además, salió al paso de lo dicho por Xènius a la opinión pública con otro comunicado en donde se daba a entender que había otras razones de fondo que aconsejaban aquella decisión. La Mancomunidad, en su nota, afirmaba que «no es exacto que la dimisión del señor d’Ors tenga como fundamento una divergencia de ideas. La ocasiona una cuestión de prácticas administrativas»[39]. En otras palabras: con esta fórmula se trataba de atajar cualquier tipo de debate ideológico al sugerir que las cuentas no estaban claras.

Después de este desplante y de la polvareda que el asunto levantó en los ámbitos culturales catalanes, a pesar de que quedaba perfectamente clara la honorabilidad de don Eugenio, este ya no se encontraba cómodo en su tierra. Poco a poco lo fueron desposeyendo de todos los cargos que desempeñaba, por lo que su estabilidad económica también se vio afectada. En estas circunstancias decidió que su mejor opción era la de irse de Cataluña, al menos por una temporada.

En consecuencia, en julio de 1921 don Eugenio hizo un viaje a Argentina, donde permaneció alrededor de medio año, quizá con la esperanza de que, después de una gira en la que creció su prestigio por aquellas latitudes, a su vuelta a España las aguas de la política catalana estuvieran más sosegadas. Pero no ocurrió así, porque la acogida que tuvo a su regreso no fue la que esperaba. Podría hablarse incluso de una cierta indiferencia: trató de rehacer su vida como periodista y, aunque lo nombraron presidente de la Associació de la Premsa Diària de Barcelona, no le convenció su nueva situación y terminó por desistir.

Finalmente se decidió a ir a Madrid para probar suerte en la capital; una decisión que se interpretaría como un agravio a Cataluña en determinados ambientes nacionalistas, que hubieran preferido que su exilio se hubiera producido en París o en cualquier otro lugar y no precisamente en la capital del Reino[40]. Nuevamente solo, Eugenio d’Ors se alojó en una pensión próxima al Museo del Prado (allí escribió uno de sus libros más conocidos: Tres horas en el Museo del Prado) al tiempo que buscaba trabajo y se introducía, sin ninguna dificultad, en los ambientes intelectuales de la capital de España. Unos meses más tarde, después de algunos pasos en otras publicaciones, una vez asegurada su estabilidad económica mediante un contrato con el diario ABC, viajó a Madrid su mujer; luego sus hijos mayores y finalmente Álvaro, que mientras tanto se había quedado con sus abuelos maternos. En este preciso momento de traslados y forzosas separaciones familiares, él se estaba preparando para hacer su Primera Comunión, que recibió el 3 de julio de 1923 en la Capilla de las Religiosas de María Reparadora, en Barcelona. Previamente había acudido a la catequesis, en buena medida bajo la tutela de la abuela Teresa.

Me preparaban para la Primera Comunión las monjas Reparadoras (aquella temporada yo vivía en Caspe, con la abuela). Tenía 8 años. El ambiente de las monjas, con su oscuridad de pasillos, sus sistemas de premios, sus lecciones de Catecismo (nunca llegué a aprenderlo bien: ¡burro!), me repugnaba. Ya hacía años habían intentado llevarme al Colegio de Cluny, sin éxito, pues no resistía aquel tipo de educación. A pesar de la repugnancia que me inspiraban las monjas Reparadoras, llegué a una devoción exquisita del Espíritu Santo, que simbolizaba en una pequeñita palomita de Nacimiento que me habían dado las monjas. Jugaba todo el día con mi palomita como si conversara con el Espíritu Santo[41].

Con motivo de la Primera Comunión, la abuela le regaló un rosario que llevaría en el bolsillo durante muchos años, aunque tardara tiempo en comenzar a rezarlo regularmente. A este año remonta Álvaro d’Ors sus primeros recuerdos en relación con la devoción al Corazón de Jesús:

De esa época y posteriores, recuerdo la gran devoción que yo tenía a un Sagrado Corazón de Borrell de la alcoba de mi abuela, en que yo solía dormir, a pesar de que la imagen no me gustaba [piedad contra gusto de las circunstancias humanas][42].

Muchos años después traería a colación estos recuerdos cuando, con motivo de algunos excesos litúrgicos post-conciliares que claramente le disgustaban —lo mismo que la imagen aludida—, decía que había que seguir adelante con la piedad, «a pesar de los pesares».

La familia d’Ors-Pérez se instaló en Madrid en un piso alquilado en el barrio de Salamanca. Se trataba de un pequeño apartamento interior de la calle Hermosilla, tan diminuto que los hijos mayores, con 15 y 13 años, se vieron forzados a vivir en una residencia para bachilleres mientras no se encontraba otro acomodo. Poco después se trasladaron todos —ya con Álvaro entre ellos— a otra vivienda del mismo edificio, pero que ya era un piso exterior. Como quiera que no estaban sobrados de espacio, al pequeño le tocaba dormir en un sofá-cama del cuarto de estar. Finalmente, meses después pudieron mudarse a otro lugar del mismo barrio, en la calle Jorge Juan 37, al tercer piso del edificio en el que también vivían los Garrigues y Díaz Cañabate.

Con su instalación en Madrid, el género periodístico inventado por Xènius, el Glosari que prácticamente a diario había venido publicando en catalán, pasará a convertirse en el Glosario, en castellano, y La veu de Catalunya será sustituida por el ABC. No obstante, seguirá colaborando en Las Noticias y El Día Gráfico de Barcelona hasta 1926. A partir de este momento se hace patente la ruptura de Eugenio d’Ors con el mundo político y cultural de Cataluña, del que él había sido parte tan activa. Mientras vivió en Barcelona se le podía permitir ser crítico con las ideas nacionalistas de los suyos, defendiendo sus tesis imperialistas, pero una vez instalado en Madrid, las mismas opiniones ya se entendieron con otros ojos, como si fueran un ataque a Cataluña. A pesar de esta experiencia negativa, Xènius haría gala hasta su muerte del gran amor que sentía por su tierra natal.

Como es de suponer, los d’Ors Pérez-Peix también vivieron intensamente estos acontecimientos: para el joven Álvaro, la salida de Cataluña supuso el darse cuenta —quizá por primera vez en su vida— de que existía algo llamado política. Pero el cambio de domicilio no tuvo especiales complicaciones para él: el agua de Madrid se podía beber directamente del grifo y su acento catalán se fue perdiendo con la misma rapidez con que aprendía que a las panaderías se les llamaba tahonas, que las tiendas de ultramarinos aquí eran coloniales y que el pesebre navideño, en la capital se convertía en belén.

UN VIAJERO OBSERVADOR

En los años 20 la peseta era una moneda fuerte, y algunos españoles de clase media podían viajar por el continente a unos precios similares a los de España sin que su economía se resintiera. De esta manera, la familia d’Ors aprovechaba los veranos para acudir a Heidelberg, Viena, Venecia, Roma o cualquier otra ciudad donde hubiera algo que valiera la pena ver, oír o visitar. Rastreando los “Ecos de Sociedad” del ABC, se pueden encontrar noticias de los lugares a los que se dirige la familia de su colaborador[43]. Estos viajes le van a dar a Álvaro la oportunidad de empezar a aprender algunos idiomas, conocer otras culturas, visitar muchos monumentos, contemplar obras de arte…, de abrir su mente a otras realidades muy diferentes de las que podía ver en la España de aquellos años.

La prosperidad económica de España en tiempos de la Dictadura, en coincidencia con la postración europea de la post-guerra, permitía a los españoles viajar con una peseta fuerte, y moverse muy por encima del nivel del veraneo habitual en una familia de clase media; mi pequeña maleta iba cubierta de las pegatinas que solían poner entonces los hoteles de todo el mundo[44].

Un niño observador como era Álvaro solía estar atento a las personas con las que se encontraba en sus viajes, de manera que desarrolló la habilidad de detectar con qué tipo de gente se topaba. De esta destreza haría uso a lo largo de su vida, para percibir su adecuación al ambiente en el que se encontraba. Según comentaría alguna vez, estos juicios podían ser temerarios o producto de una valoración excesiva de cualquier detalle pequeño; pero, al mismo tiempo, le desarrollaban una imaginación viva, que después sería muy apta para la conjetura científica:

Solía prejuzgar relaciones por el aspecto de las personas; p. ej. sensibilidad para oler parejas irregulares, complicidades de timos, simpatías o antipatías (...) Mi aproximación a las personas ha sido siempre instintiva, casi magnética. Al entrar en un hall de hotel, p. ej., sin distinguir propiamente a nadie, tenía como una percepción interior del tipo de gente que había allí (si había alguna «mujer de la vida», un «Don Juan» —los llamaban entre los hermanos «tiroriros»—, un profesor universitario, un deficiente mental). Todo venía a mi radar sin apenas ver nada, como por magnetismo; y yo mismo me adaptaba al ambiente de conjunto, con cambio incluso de actitud corporal, de gestos. >Sensibilidad para captar el ambiente, en especial el del auditorio de una conferencia, y saber si siguen o se aburren, sin necesidad de mirar las caras. También, valoración, a veces, excesiva y temeraria de los menores gestos de la gente[45].

En 1923, el primer verano madrileño de los d’Ors, la familia había decidido ir a pasar una temporada en los Alpes. Era algo especialmente apetecido por todos ellos, ya que necesitaban tener unos días de descanso, fuera de las tensiones acumuladas con su avecinamiento progresivo en Madrid. María Pérez tomó algunas fotografías de estas vacaciones —varias de las cuales se conservan—, en donde puede verse a don Eugenio con sus hijos en la ladera de Schafberg-Alp o paseando por un sendero. En estas circunstancias, cómodamente instalados en un albergue alpino, les sorprendió la noticia del golpe de estado del general Miguel Primo de Rivera.

Hallándome con mi familia en Suiza, nos llegó la noticia del golpe de Estado de la Dictadura. Era natural que yo tuviera fijos mis ojos en la reacción de mi padre. Como ya he hecho constar en otras ocasiones, en ese preciso momento él había terminado su Guillermo Tell, no en Suiza, sino en un lugar de los Alpes austriacos, Schafberg-Alp, al que se accedía en funicular desde Sant-Gilgen. Allí quedó concluida esa obra dramática. Unos canes que aparecen en ella —«Berta» y «Cintra»— tomaron el nombre de los que había en la pequeña hostería de alta montaña donde nos habíamos alojado por unas semanas. Este pequeño dato me parece de interés, porque algunos peor informados han venido diciendo que ese drama se escribió para halagar al nuevo dictador. Es falso. Como he explicado en otras ocasiones, esa obra paterna debe ponerse en estrecha relación con otra similar: el Nou Prometeu, algo anterior: ambas piezas dramáticas fueron como el desahogo de un intelectual contra las dos fuerzas políticas responsables de su voluntario exilio de Cataluña[46].

A Álvaro d’Ors se le quedó grabada otra escena de estas vacaciones: su padre estuvo jugando con él, colocándole una manzana sobre la cabeza, como había hecho Guillermo Tell con su hijo, aunque aquí no hubiera ni ballesta ni flechas. Muchos años más tarde, nuestro protagonista recordaría aquel que posiblemente fuera el último viaje familiar, asociado a un método educativo que solía utilizar don Eugenio:

Durante mi infancia y adolescencia, el paso por Suiza era obligado en todos nuestros veraneos. La última vez, (…) mi padre me sometió a la prueba, superada felizmente, de describir una rueca...[47].

El pequeño Álvaro dejará constancia de algunos de estos viajes en unos «cuadernos de verano» en los que anota los lugares que visita y algunas circunstancias particulares de algo que hace, lee o que le llama la atención. Se conservan tres de estas libretas, correspondientes a los años 1928, 1929 y 1932. El desarrollo de los viajes sigue un esquema muy parecido en las tres ocasiones: la familia pasa una primera parte del verano entre Barcelona y Argentona y después hace un viaje largo hasta una ciudad que sirve de base para desplazarse a otros lugares. Por ejemplo, en el verano de 1928 se trasladaron hasta Berna. Desde allí viajaron a Gurnigel, Lucerna, Zúrich, Constanza, Koblenza, Basilea, Ginebra… Al año siguiente, desde Heidelberg van a Frankfurt, Weimar, Leipzig, Viena y Praga. En 1932, la «base de operaciones» fue Brusino Arsizio, con idas a Lugano, Zúrich y Ginebra.

Las observaciones que hace Álvaro, con trece años recién cumplidos, demuestran una madurez impropia de su edad. En el primero de los cuadernos a los que nos hemos referido, da cuenta de las actividades en las que participa: desde un «baile de trajes» hasta un partido de tenis; desde un concierto hasta una representación teatral, pasando por una serie de visitas a museos, incluidos algunos particulares. Al año siguiente, el periplo comienza con una visita a la Exposición Universal de Barcelona[48]. Después hay muchísimas referencias a los museos que recorre y, en especial, a los pintores[49]. Finalmente, el último de los cuadernos de viaje, tres años más tarde, nos muestra a un chico con una notable lucidez: sigue dando cuenta de los lugares por los que pasa y anota alguna observación de la zona, del paisaje o de alguna actividad suya como es la pesca; pero casi todos los días reseña algo del trabajo intelectual que lleva entre manos: traduce fragmentos de Pitágoras, Jenofonte, Platón, Sócrates, Diodoro de Sicilia y Ovidio; está leyendo, entre otros, la introducción a la edición de Catulo (Budé); la Histoire d’Espagne de L. Bertrand, una selección de prosa inglesa (Prose of Today), el Happy Insensibility de Keats, y una antología de Milton[50].

Mención especial merecen los «inicios de vacaciones» entre Barcelona y Argentona. A su paso por la Ciudad Condal acostumbraba a hospedarse en la casa familiar de la calle Caspe 44, muy cerca del lugar donde «Pérez y Paradinas» tenía los almacenes centrales de la empresa. Eran días que aprovechaba, entre otras actividades, para ir a comprar libros, visitar exposiciones y acudir al teatro o a conciertos. Por lo que se refiere a Argentona, se trataba del lugar donde veraneaba la abuela Teresa, en una casa conocida como el «Chalet del Torrente», situada frente al Hotel Solé (hoy Hotel Vila d’Argentona). A la abuela la solían acompañar alguna de sus hijas y las mujeres del servicio. La casa también era frecuentada en las mismas fechas por el resto de sus primos: Guillermo, Álvaro —familiarmente «Alvarito»—, María Eugenia y Ana María (hijos del tío Álvaro), así como José Luis y Fernando (hijos de la tía Pilar)[51]. Por razones de edad, el primo con quien más relación iba a mantener en esos momentos sería Guillermo, si bien jugaba también con los pequeños[52]. Este trato intenso con los Pérez-Peix hará que crezca en la abuela Teresa una especial predilección por el nieto, que también se une a ella por un vínculo afectivo muy grande. Así se desprende de los frecuentes viajes que Álvaro hizo para pasar temporadas con ella, solo o acompañado de su madre, siendo niño o un joven estudiante.

EN EL INSTITUTO-ESCUELA

En los primeros años de Madrid, María Pérez Peix ponía especial interés en que el pequeño Álvaro fuera a remar al Retiro —situado relativamente cerca de la casa familiar—, o al lago de la Casa de Campo, convencida de que este ejercicio físico iba a robustecer su espalda. Solía decirle con frecuencia que «tenía la espalda débil» y que, por tanto, necesitaba ejercitarse en el remo para fortalecerla. Hay bastantes testimonios gráficos de Álvaro d’Ors en los que se le puede ver, todavía niño, habituándose al manejo de la barca y los remos. A pesar de este deporte, siempre diría que nunca llegó a tener demasiada fuerza en los brazos, que se le cansaban enseguida y que eran su «punto flaco». En cambio, constataba, no tendría nunca problemas con las piernas y sería capaz de soportar largas caminatas. Así lo demostró casi hasta el fin de su vida, andando habitualmente los tres kilómetros que había desde su domicilio hasta la Universidad de Navarra, a pesar del viento, el frío, la nieve o el hielo tan frecuentes[53].

El cambio que el pequeño Álvaro percibe con su instalación en Madrid no se debe solo al ambiente o a los modos de hablar de la capital, sino que también hay algo que le afecta más directamente: a sus ocho años ya no pone demasiados reparos a hacer lo que el resto de los niños de su edad y acepta que le ha llegado la hora de ir al colegio. Tenía miedo de que, al no haber asistido antes a clase, lo encuadraran con otros chicos más pequeños, por lo que, cuando sus padres hacen gestiones para escolarizarlo, se dedica a estudiar por su cuenta las materias propias del ciclo pre-escolar. Así se deduce de una carta que le escribe su madre: «No quiero que te canses mucho estudiando porque estás muy delgado y aún tienes tiempo de hacerlo porque eres pequeño todavía. Además ya sabes que te dije que es seguro pases de clase»[54].

De esta manera, en septiembre de 1923, le llega el momento de escolarizarse, y sus padres lo envían al mismo centro en el que ya estaba estudiando su hermano Juan Pablo (que había llegado a Madrid un curso antes): el Instituto-Escuela. Allí estudiaría los tres años de Preparatoria y después, entre septiembre de 1926 y junio de 1932, el Bachillerato: nueve años que resultarían cruciales para el resto de su vida.

Con el ingreso de Álvaro en la preparatoria del Instituto-Escuela se cumplen de alguna forma las predicciones de su padre a Juan Ramón Jiménez, cuando le decía que tomara nota de él «como futuro residente» (de la Residencia de Estudiantes), porque el Instituto-Escuela, al igual que la Residencia de Estudiantes y el Museo Pedagógico, dependía administrativamente de la Junta para la Ampliación de Estudios —que también había sido fundada y dirigida por discípulos y colaboradores de Francisco Giner de los Ríos—. Sin ser propiamente un órgano de la Institución Libre de Enseñanza, por ella había pasado buena parte de su profesorado, y su espíritu krausista lo impregnaba todo. El Instituto-Escuela era un centro de enseñanza experimental, un colegio piloto público aunque de iniciativa privada, absolutamente novedoso, que seguía los modelos más avanzados de la pedagogía europea y que resultaba sorprendente para el momento español. El método de enseñanza del flamante centro educativo tuvo muy buena acogida entre los intelectuales asentados en la capital de España, de tal manera que muchas familias que podrían enviar a sus hijos a caros centros privados, optaron por buscar recomendaciones para lograr una plaza allí. El Instituto-Escuela fue una auténtica revolución para su época, ya que introdujo una serie de novedades como la supresión del sistema de premios y castigos o del orden por méritos en la clase, no había notas y la promoción de un curso a otro se hacía de acuerdo con el aprovechamiento global de los alumnos. Lo previsto, por ejemplo, era que las clases no superaran los 30 alumnos y que las «prácticas», casi desconocidas en otros colegios, se hicieran en grupos de no más de una quincena de escolares. Por lo que se refiere al plan de estudios, además de las asignaturas que se cursaban en los centros estatales (algunas de ellas ampliadas), se incluían aquí el griego, el francés, el inglés y el alemán, la música y los trabajos artísticos y manuales. Como parte del programa —y era algo a lo que se daba especial importancia— los escolares debían hacer visitas al campo, museos y otros lugares de interés. También los alumnos del Instituto-Escuela fueron pioneros en los “viajes de estudios”, desconocidos en la España de entonces. La promoción de Álvaro hizo el suyo por Andalucía y Marruecos[55].

El Insti, como lo llamaban familiarmente los estudiantes, tenía tres sedes: en la calle Rafael Calvo, para los niños de Preparatoria; en los Altos del Hipódromo, en un terreno próximo al de la «Residencia de Estudiantes», para los chavales del ciclo intermedio, y en Atocha, para los tres últimos cursos de Bachillerato:

Cuando yo empecé a estudiar, llevaba el Instituto unos pocos años de actividad. La Preparatoria se alojaba en un edificio prestado de la calle Rafael Calvo esquina a Miguel Ángel; a su frente, un solar (años después edificado) servía de campo de deportes; la dirección competía a María de Maeztu (hermana de Don Ramiro, que había de caer en manos de los rojos en 1936), una mujer de talento pedagógico, que dirigía también la vecina Residencia de Señoritas de la calle Fortuny (en ella residió algún tiempo Laurita Busca, viuda de nuestro inolvidable Dr. Ortiz de Landázuri). El Bachillerato se alojaba en unos edificios en los Altos del Hipódromo, donde después de la Guerra se vino a instalar, ampliado, el también “piloto” Instituto Ramiro de Maeztu; en la misma zona, que Juan Ramón Jiménez llamaba Colina de los Chopos, de la Residencia de Estudiantes, que había de convertirse en Residencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; sobre ese ambiente ha escrito con gran nostalgia, explicable en él, pues fue Director de aquella Residencia, Jiménez Fraud, en su Historia de la Universidad (Alianza Editorial). Para los tres últimos cursos del Bachillerato, en régimen ya de coeducación, nos trasladamos al edificio que se hallaba detrás de la Escuela de Ingenieros de Caminos, en Atocha, y allí había de instalarse, después de la Guerra, el Instituto Isabel la Católica. Así, aunque la Guerra puso fin a la vida del Instituto-Escuela, no ha dejado de haber cierta continuidad perceptible en el orden local de la enseñanza secundaria, y en la misma pedagogía, aunque haya cambiado la inspiración[56].

Para llegar hasta la primera de las sedes, Álvaro iba caminando habitualmente[57]. Después, para acudir a los Altos del Hipódromo, ya con los mayores, se vería obligado a tomar el tranvía número 11.

Contra lo que cabía esperar en un ambiente laicista, propio de los discípulos de Giner de los Ríos que regían el centro, en el Instituto-Escuela se respetaban las creencias religiosas de los alumnos. Como escribió Álvaro d’Ors a propósito de este asunto:

Quizá pueda atribuirse a ese estilo «institucionista» un afectado respeto por la intimidad religiosa. Yo no recuerdo nada en boca de los profesores, que fuera irritante para un católico. Se impartía enseñanza de Religión cuando los padres así lo deseaban; la daba el sacerdote Don Segundo Espeso, a decir verdad, sin que supiera captar nuestro interés, como lo captaba, en cambio, el sacerdote donostiarra Atauri, profesor de Ciencias Naturales, cuyos dibujos en el encerado con tizas de colores recuerdo yo con deleite[58]. A pesar de proceder muchos alumnos de estirpes intelectuales, y de izquierdas, la mayoría «dábamos» Religión, pues recuerdo que, en mi curso al menos, había dos grupos aproximadamente iguales, y uno de ellos lo componíamos los que estudiábamos, a la vez, Religión e Inglés, de modo que debía de haber alguno más de Religión y Alemán, el otro idioma alternativo (aparte del Francés que no era electivo). Por otro lado, aunque es verdad que nada se hacía por fomentar la vida de piedad, que se dejaba al cuidado de los padres, cuando se organizaban excursiones los domingos, se salía siempre a tiempo para que —se decía expresamente— los que quisieran pudieran haber asistido antes a Misa[59].

En palabras de Juan Torroba Gómez-Acebo (1915-2000), compañero de clase de Álvaro d’Ors y su amigo de infancia más longevo, eran características del Instituto-Escuela «la enseñanza cíclica, la coeducación, los idiomas, la música, los trabajos manuales, los deportes, las visitas a los museos, las excursiones, y, sobre todo, la preferencia de los apuntes de clase sobre los libros»[60]. Según comentaría Álvaro d’Ors a su discípulo Rafael Domingo, «el torno de alfarero, las colecciones de insectos, el dibujo de mapas y las traducciones» contribuyeron definitivamente en su primera formación[61]. Para la directora de la sección elemental preparatoria no pasó inadvertido el niño que habían puesto bajo su responsabilidad:

Fui mal estudiante hasta los 10/11 años. Empecé en Madrid en el Instituto-Escuela (Miguel Ángel), y empecé a destacar al segundo año (de Preparatoria), cuando iba a ingresar en el Bachiller, pero, según me dijo después mi madre, María de Maeztu, que dirigía la Preparatoria, ya había pronosticado desde el primer año que sería buen estudiante. Lo fui, en efecto, pero muy irregular. Nunca entendí bien las Matemáticas, Física, Química; sí, en cambio, las Ciencias Naturales, y, naturalmente, las Letras[62].

Prefería pasar largos ratos en casa, en la biblioteca o dibujando, antes que en la calle con otros niños de su edad[63]. Cuando, finalmente, hacía caso de su madre y salía a jugar, volvía a casa muchas veces con las rodillas desolladas por las caídas, lo que le llevaba a reafirmarse en que hacía bien en no querer salir a la calle. Pero su madre no se daba por vencida y le compró unas rodilleras para que no tuviera excusas.

Rasgo típico de su personalidad —que se acusaría con los años—, ya desde pequeño pretendía saber con exactitud cuáles eran las intenciones concretas de las personas de las que dependía, incluso en esos momentos en los que los mayores no tienen planes o estos son muy vagos. Así se desprende de la anécdota que él mismo cuenta, a propósito de un paseo con su tío José Enrique Ors —en una de las rarísimas visitas que hizo a España—.

Estando con él de vacaciones en Barcelona, nos llevó a los tres sobrinos al Turó Park, y al sentarnos en torno a una mesita para tomar algo, yo, inseguro del alcance de la invitación, pregunté: «Tío, ¿venimos a refrescar o a merendar?» Como él me confortara en lo mejor, no dudé en pedir un bocadillo de solomillo[64].

En estos momentos de su vida, mediados los años 20, por casa de los d’Ors desfilan las principales figuras intelectuales que viven en Madrid o están de paso por la capital. Don Eugenio, amante de las tertulias y de las veladas, es un buen anfitrión y sus invitados sienten el placer de que alguien les entienda, les anime o les oriente. En estas circunstancias, siendo aún muy niño, Álvaro d’Ors conoce a Federico García Lorca, cuando una tarde siente curiosidad por la voz fascinante que oye en el salón, separado del resto de la casa por una puerta corredera de cristales traslúcidos. Era el autor del Romancero gitano, que en esos instantes estaba recitando —casi cantando— uno de sus poemas. Álvaro d’Ors recordaba cómo fue arrimándose hasta la puerta para escuchar mejor y permanecer allí, anclado, mientras duraba el recital. Su silueta infantil se hacía evidente para el poeta, que, desde el otro lado del salón, fue acercándose hasta el vidrio poco a poco para, en coincidencia con el último golpe de voz, descorrer la puerta violentamente y encontrarse con el niño sorprendido.

Quizá por su falta de escolarización previa y su educación atípica, la figura de Álvaro d’Ors se percibe como muy diferente a la del resto de sus compañeros de aquellos primeros años. Su amigo Juan Torroba decía que conservaba «la imagen de Álvaro d’Ors como un muchacho distinto de los demás, pues, aunque era muy joven, ya había viajado por Europa y tenía, por ejemplo, conocimientos de idiomas que estábamos muy lejos de tener los demás. También, ya empezaba a leer mucho más que sus compañeros»[65].

Según reconocería Álvaro d’Ors más tarde, el haber viajado al extranjero y «chapurrear» algunos idiomas en aquellos años le hacía sentir cierta superioridad sobre sus compañeros, lo que él mismo interpretaba como signo de su «incapacidad de sobresalir en lo ordinario»[66]. Torroba destaca la talla intelectual de su amigo, a pesar de que en la misma clase estudiaban otros niños muy sobresalientes: «[En el instituto] no nos clasificaban a los alumnos, como en otros colegios, por orden de méritos, es decir, no había un ‘primero de la clase’. Sin embargo, la realidad es que, de hecho, Álvaro d’Ors lo fue a lo largo de todo el bachillerato (…) Lo mismo le ocurriría en la Universidad y en el ejercicio de su profesión, y siempre sin ningún alarde por su parte, pues cualquier tipo de exhibicionismo era totalmente ajeno a su personalidad»[67].

Un personaje que resultaba muy atractivo para los estudiantes de aquel momento, por su idiosincrasia y el celo que ponía en el trato con sus alumnos, era el catedrático de Filosofía Martín Navarro Flores; un hombre que salió de Cuevas de Almanzora (Almería) para trabajar como conserje de la Institución Libre de Enseñanza y al que Giner de los Ríos tomó bajo su amparo, lo animó a que cursara estudios superiores y consiguiera llegar a una cátedra de Filosofía de Segunda Enseñanza. Con su barba, prematuramente blanca, parecía que quería asemejarse a su maestro.

Citaba mucho, naturalmente, a Giner, incluso al mítico Krause de los institucionistas, pero también a Stuart Mill, a Maine de Biran, y no recuerdo ya a cuántos otros filósofos; pero su pedagogía más eficaz era la moral —una Moral vivida como Estética—, de necesidad del deporte, de corrección en el trato con las compañeras, de limpieza, de gusto al arte, de afición a las excursiones… Recuerdo que, para fomentarlas los domingos y disuadirnos de quedar en Madrid, solía predicarnos «el señor Navarro» con esta frase: «Chicos, chicos: al cine no hay que ir»[68].

Junto a Navarro Flores, otros profesores del Instituto-Escuela de los que Álvaro d’Ors guardaba especiales recuerdos fueron el ya citado Tomás de Atauri, de Ciencias Naturales, el historiador Luis Brull de Leoz, el latinista Miguel Herrero García[69], Barbara Finley para el inglés y Odette Boudes de Martínez para el francés[70]. No cabe duda de que el ambiente general, el «estilo institucionista» del centro, también le caló de alguna manera, aunque siempre tuviera criterio firme acerca de lo que era aceptable o no del modelo que se le ponía a su alcance.

En esa ética algo peculiar del Instituto, así como se tenía por algo superior la competencia y honradez profesionales, se despreciaban los honores, la prepotencia, y la misma riqueza sin más. Recuerdo cómo quedaban algo marginados por sus compañeros algunos alumnos de familias conocidamente opulentas; uno, al que un criado le llevaba un termo a la hora del almuerzo, en el recreo, quedó marcado como «Pepito biberón»[71].

Sin que sepamos las causas, hay un momento en estos años del Instituto-Escuela en el que Álvaro d’Ors es expulsado de clase por un día. La noticia la proporciona él mismo años más tarde, en plena guerra civil, cuando se acuerda de aquellas circunstancias porque el día en que fue castigado comenzó a redactar un diario:

Hay que confesar que el diario es siempre un síntoma de aburrimiento, porque con la lectura vienen incluso ideas, impresiones y disparates que piden ser redactados, pero que pocas veces llegan a serlo. El diario es síntoma de soledad. Yo me complazco en reconocer que hago mal los diarios. Hace años, después de haber leído el diario de Kostia Riatzef (me parece que era así), el colegial ruso, con ocasión de que me expulsaron del Instituto por un motivo injustificado (¡como que volví a entrar al día siguiente sin más que dos palabras con el Delegado!), mi ánimo se hinchó de resentida intimidad y me puse a escribir también yo un diario en un cuaderno sin empezar, y escribí mucho. Al día siguiente, avergonzado de mi ensayo, arranqué las primeras hojas y destiné el cuaderno a un oficio más objetivo: había recobrado el sentido de la compañía. Siempre he tenido un horror por la soledad y un vértigo ante la intimidad solitaria[72].

De acuerdo con los planes de estudio del momento, a partir del cuarto curso del bachillerato los alumnos debían elegir entre Ciencias y Letras; opción esta última por la que claramente se inclina Álvaro d’Ors, junto a Juan Barnés, Juan Torroba, Manuel Pausa y Joaquín Sánchez Covisa, las chicas, entre las que se encontraba Carmen García Parra, quizás una de las mejores amigas de Álvaro en aquella época. El curso que comenzaba iba a llevar a las aulas del Instituto-Escuela un nuevo compañero de clase que provenía de otro colegio: Julio Caro Baroja. La sección de los de letras tenía menos alumnos que la de los “científicos”, todo un privilegio que permitía un seguimiento muy personal por parte de los profesores, capaces de estimular el interés de sus discípulos de manera más personal. Sobre esta segunda etapa, el sobrino de Pío Baroja nos dice: «Álvaro d’Ors fue en su clase, antes de que estudiáramos juntos y en la mía, un modelo de alumno aplicado y tenía personalidad. Era alto, rubio, flaco, con una frente grande y una cara chupada. En la mirada recordaba algo a su padre y claro es que sentía una gran admiración por él. Aunque no podía haber grandes puntos de contacto entre Álvaro y yo, fuimos amigos y creo que no reñimos ni discutimos ninguna vez en la escuela o fuera de ella. La distancia inicial servía para que nos mantuviéramos en una especie de cordialidad apartada. Él era religioso, yo no. Él creía en una serie de cosas en que yo desconfiaba y tenía un brillo y una explicación de que he carecido hasta hoy. D’Ors era buen compañero de clase»[73]. Lo mismo que Caro Baroja dice de d’Ors venía a decir este de su amigo. Cuando Caro publicó su libro de memorias y nuestro protagonista se encontró con el párrafo que acabamos de transcribir, se mostró especialmente satisfecho de la última frase, en la que le consideraba «buen compañero».

Hay una fotografía de estos momentos, obtenida por Álvaro durante una de las muchas excursiones que hacían los alumnos del Instituto-Escuela. Entre otros compañeros de curso, aparecen retratados Valentín Gamazo, Juan Negrín, Rafael Bartolozzi, Maruchi Fresno y Julio Caro Baroja. En el comentario que hace Álvaro d’Ors de esa fotografía, al situar a su amigo dice: En el fondo, solitario como de costumbre, con su boina vasca, Julio Caro Baroja[74].

Sobre las posiciones ideológicas y vitales de cada uno, Caro Baroja es muy explícito, aunque su descripción no resulte muy considerada para con algunos compañeros del Instituto: «Barnés representaba el ala izquierda de la clase, d’Ors la derecha, yo la disconformidad. Los otros (…) condiscípulos rumiaban su insignificancia de modo pacífico»[75]. Como consecuencia de su trato con Caro Baroja, Álvaro d’Ors se interesó por asuntos de etnología vasca de los que aquel ya hablaba con pasión, así como por los ensalmos populares que utilizaban los curanderos. Todavía se conservan una porción de cuartillas amarillentas con apuntes suyos de aquella época en los que se recogen las más variadas recetas, procedentes del mundo romano[76]. En 1978, Álvaro d’Ors contribuirá en un libro-homenaje que se hizo a su amigo, precisamente con uno de estos temas sobre los que habían hablado en su juventud: «Sobre hechizo de cosechas en las Doce Tablas»[77]. Casi al final de sus días los dos amigos recibirían el premio de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza en distintas ediciones. En su discurso de aceptación y agradecimiento, d’Ors se refirió a este extremo y dijo que el premio de su amigo sí había sido merecido[78].

Por lo que se refiere a Juan Barnés, también era uno de los mejores amigos de Álvaro en estos momentos. Según Caro Baroja, «Barnés parecía un morito fino (...) era el que mejor se entendía con las chicas, el más atractivo para ellas. En segundo término sabía tratarnos a cada uno de nosotros como nos convenía. La amistad profunda que tenía por Álvaro d’Ors, a pesar de lo diferentes que eran sus ideas, no le impedía tener también una, acaso aún mayor, por mí»[79].

La amistad estaba por encima de las convicciones de ambos, a pesar de que, con los años, se fueran afianzando en ideas diametralmente opuestas. En cierto modo era comprensible que Barnés se declarara ateo y de izquierdas («de la cáscara amarga», como él mismo dice): su padre era un krausista, destacado miembro de Izquierda Republicana y profesor de Historia en el mismo Instituto-Escuela[80]. Con el tiempo sería ministro de Educación (Instrucción Pública y Bellas Artes, según la nomenclatura de la época) en dos ocasiones; en la primera de ellas (1933), entre otras actuaciones suyas, tras la expulsión de los jesuitas de España trató de convertir el seminario de Comillas en una colonia veraniega. Después, como ministro del gabinete de Casares Quiroga, fue Barnés uno de los promotores de la prohibición a los religiosos de ejercer la enseñanza y el encargado de hacerla cumplir. Como él mismo dijo en sesión parlamentaria, «la obra creadora de una gran enseñanza oficial es la que tendrá que aventar, echar fuera del palenque de la cultura esa enseñanza mezquina, pobre, que dan las congregaciones religiosas»[81]. Se entiende, pues, que su hijo Juan liderara el ala izquierda de la clase en la que estudiaba. Pese a este ambiente familiar y a sus propias doctrinas radicales, Juan Barnés correspondió a la amistad de Álvaro con total lealtad, sin rehuir, tanto en las conversaciones como en la correspondencia que mantiene con «su amigo de derechas», cualquier tipo de asuntos por íntimos que fueran, incluido el de la religión[82].

El destino final de Juan Barnés parece sacado de una tragedia: murió en Madrid el 22 de junio de 1937, asesinado por la espalda por dos soldados a sus órdenes, mientras trataba de defender las posiciones republicanas en las trincheras de la Ciudad Universitaria[83].

AÑOS 30. OCUPANDO EL TIEMPO LIBRE

Álvaro permaneció en el Instituto-Escuela hasta terminar el bachillerato, en 1932. Además de estudiar con gran provecho, también desplegó una importante actividad extraescolar que le llevó a convertirse en periodista, orador y deportista, entre otros menesteres.

En este período, junto a otros muchachos de su edad, fundó una revista. Muchos de ellos estudiaban en otros colegios, pero tenían en común el ser un grupo de hijos de intelectuales de la época: con él tomaron parte en esta experiencia personas como Gregorio Marañón Moya (que figuraba como director y en su casa —Serrano 55— se celebraban las reuniones de la redacción[84]), Miguel Moya Huertas, Miguel Germán Ortega Spottorno, Joaquín Sánchez Covisa, Rafael Gasset y Dorado, Luis López Roberts, Juan Pérez de Ayala, Fernando Ruiz Morales, Carlos Pittaluga y Enrique Miret Magdalena. Ortega Spottorno y Álvaro d’Ors eran los más jóvenes de todo el equipo. La revista se llamaba Juventud y se vendía a 50 céntimos en sendos kioscos de las calles Recoletos y Serrano. De ella cuenta él mismo:

Estrenábamos en esa revistilla, que duró poco más de un año, nuestras aficiones literarias, pero ya se comprende que fue cosa de niños. El torero Belmonte, en una entrevista que le hicimos, decía de ella que era «una birria con buenos apellidos». De hecho, solíamos llamarnos por el apellido más que por el nombre; sobre todo, los del Instituto-Escuela[85].

De su paso por Juventud queda constancia no solo por los artículos de temática diversa firmados por él en la revista, sino también como personaje entrevistado. Se conserva una foto en la que aparece toda la Redacción después de una comida que se había celebrado en el restaurante Botín: lo mismo que los redactores de publicaciones de cierta solvencia, también ellos pensaron que deberían tener una comida de trabajo para hacer balance de sus resultados. Una mirada atenta sobre esa fotografía permitirá descubrir una pequeña mancha en la chaqueta de Álvaro d’Ors: según le comentó en cierta ocasión a su discípulo Jesús Burillo, se había manchado comiendo cordero. La revista guarda memoria de las aficiones que, en este momento, tiene nuestro protagonista:

Es curioso ver qué cosas escribíamos y con qué pretensión de estilo. La colección completa, aunque corta, debe de ser hoy difícil de encontrar; yo mismo no sé si conservo algún número suelto. Pero me asombra hoy que en aquel momento dijera que mi cuadro preferido del Museo del Prado era la «Diana Cazadora» de Rubens, que mi principal afición era viajar, por la que luego había de tener disgusto, y que la artista de cine que más me fascinaba era Pola Negri; siento ahora cierta vergüenza de estas aficiones entonces confesadas, y me imagino que algo parecido debe de haber ocurrido con mis compañeros de redacción, la mitad de los cuales no viven ya[86].

Además de estas aficiones, en las páginas de Juventud se recoge también que el plato favorito de Álvaro era el arroz y los mariscos en general y que las ciudades del extranjero que más le gustaría visitar eran Roma, Oxford y Brujas. En la misma publicación se pueden ver algunos dibujos suyos y unas Hojas de un carnet de viaje que dan cuenta de uno de esos periplos veraniegos a los que ya hemos hecho alusión.

El trato con Miguel Germán Ortega Spottorno y alguna esporádica visita a su casa, hizo que su padre, el filósofo Ortega y Gasset, reparara en Álvaro y, en cierto modo, terminara volcando en él, años más tarde, los halagos que no tuvo nunca para con Eugenio d’Ors[87]. El elogio de Ortega a Álvaro d’Ors está recogido en la revista Oretania al hacerse la presentación editorial de d’Ors como uno de sus nuevos colaboradores: «Madrid, primeros meses de 1936. Antedespacho de la desaparecida Revista de Occidente. En torno a la maestría de don José Ortega y Gasset, se hallan reunidos varios de sus habituales contertulios. Esa tarde están presentes, con Ortega, Fernando Vela, Dámaso Alonso, Martínez Acebal y Julián Marías. Uno de ellos —quizá Vela—, deriva la conversación hacia el gran Eugenio d’Ors. Se habla, se opina, se discute no sin dejar de reconocer lo que el autor de ‘la obra bien hecha’ ha representado para las generaciones posteriores al 98. Ortega permanece en silencio. Con su momentánea mudez —él, tan comunicativo siempre con sus amigos de la intimidad— parece asentir a la conclusión general a que se llega respecto a la trascendencia de la obra del autor del Nuevo Glosario. Cuando la discusión ha quedado al parecer sin contenido, y un nuevo tema está a punto de aflorar en la mente y labios de los contertulios, Ortega rompe su silencio y dice esto: “Lo que más perjudica a la obra de D. Eugenio es su personalidad, que la apabulla y ensombrece. Nuestro catalán es hombre fuera de su época. Debería haber tenido su vivencia en la Grecia de Pericles. Con todo, tengo la impresión que lo mejor de la obra de D. Eugenio va a ser su hijo Álvaro”»[88].

Como a Álvaro se le daban bien los idiomas y había llegado a hablar el inglés con cierta soltura, formó con un grupo de compañeros de clase un Club Hispano-Inglés. A la hora de repartirse los cargos, nombraron secretaria a Elena Humbert y a él lo hicieron presidente. Cuando llegó el momento de echar a andar, prepararon un acto inaugural en el que el flamante presidente debía pronunciar un discurso ante sus compañeros. Según recordaría años más tarde, su experiencia como orador fue un fracaso, dada su timidez:

Recuerdo que en la primera sesión en que había de actuar, en el sótano del Instituto, con mesas arregladas, me levanté a pronunciar mi discurso. La primera vez en mi vida que hablaba en «público»: el club tendría unos cincuenta o sesenta socios, y el acto se había preparado con mucho cuidado. Empecé... y a los pocos minutos se había armado tal griterío de chunga, que hubo que suspender el acto, y el club ya no levantó cabeza[89].

Según sus propias confesiones, en esta época de su vida, Álvaro d’Ors aborrecía a Emilio Salgari, no le entusiasmaba Julio Verne y le repugnaba el Cuore de De Amicis. En cambio, leía con fruición a Charles Dickens y a Robert Louis Stevenson[90]. Estas aficiones literarias le llevaron a intentar escribir una «novela corta», pero la experiencia resultó frustrada y frustrante:

Fue una experiencia decepcionante: llevaba poco escrito cuando vi que los personajes creados por mí empezaban a obrar por su cuenta y de manera poco aceptable, contra mi voluntad, por lo que decidí quemar lo escrito. Y nunca volví a intentar nada parecido[91].

El 9 de enero de 1929, el periodista César González Ruano publicaba en La Libertad de Madrid un artículo sobre los Reyes Magos y los hijos de los escritores. Entre otros, uno de los primeros protagonistas del suelto es Álvaro d’Ors, de quien el experto entrevistador hace un retrato bastante perfilado con muy pocos trazos. Vale la pena reproducir lo que dice el maestro de periodistas, ya que proporciona información sobre algunos de los aspectos que venimos reseñando en este apartado: “Álvaro d’Ors tiene doce años y es el mayor de mis interviuvados. Aspecto de joven príncipe inglés, traducido al castellano por un catalán. Abierto, escueto y luminoso. Alegre. Escritor. Hablo con Eugenio d’Ors (…)

—Mi hijo pequeño —dice d’Ors— está en esa edad intermedia en que no es oportuno hablarle de la credulidad. Naturalmente, tiene sus reyes. Todos en esta casa tenemos nuestros reyes.

Álvaro d’Ors —que nace con un nombre más envidiable que el del caballero Casanova— se cuadra elegantemente, me estrecha la mano y contesta a mis preguntas.

—Yo —me dice— no creo en los Reyes Magos, naturalmente. Pero nadie me ha demostrado que no existan.

La frase de Álvaro me hace pensar que me encuentro ante un niño que es algo más que un niño.

—¿Cómo te imaginas tú a los Reyes? ¿En su época o anacrónicamente?

No vayan ustedes a pensar que Álvaro se asusta de eso de anacrónicamente.

—Me los imagino vestidos suntuosamente y sin anacronismos. Tal como los vi de chico en el nacimiento. Además, creo que hay que respetar la tradición.

—¿Qué te han traído este año?

—Libros de Dickens, que me encanta, y de expediciones al Polo. Además, un mazo de jockey.

—¿Eres deportista?

—A medias.

—Lo que es —me dice Eugenio d’Ors— es un formidable bailarín.

—¿Cuántos países has recorrido, Álvaro?

—Cinco.

—¿Dónde escribes?

—En Juventud, una revista que hemos fundado el chico de Marañón, el de Pérez de Ayala, el de Moya, el de Pittaluga…

—¿Qué estudias, Álvaro?

—Tercero del bachillerato.

—¿Qué asignatura te molesta más?

—La Aritmética.

D’Ors padre sonríe y me dice:

—Le molesta la Aritmética por otra cosa que a nosotros. A mí me molestaba porque parecía cosa de mercaderes. A él le desa­grada, sin duda, por ser una disciplina abstracta. Verá usted, si le pregunta, cómo le sucede todo lo contrario con lo concreto.

—Vamos a ver, Álvaro, ¿qué asignatura te gusta más?

—La Geografía y la Historia[92]”.

Hay otro hecho reseñable de estos momentos de juventud: su afición por tres modalidades deportivas: el críquet, el tenis y el esquí. Por lo que se refiere al juego del críquet —que en aquella época no era conocido en España— hay constancia fotográfica: Álvaro d’Ors, elegantemente vestido, tal como se practicaba en el momento, con americana azul marino, con un ribete blanco y pantalones también blancos. Su afición fue tal que llegó a tratar de difundir la práctica de este juego a través de una entrevista en la que aparece como su introductor en España:

En mi educación oficial tuvo el Deporte un papel importante, aunque yo, como más inclinado a leer, escribir y hablar, no pasara de ser un mediocre deportista; sin embargo, por cierta anglofilia de mi adolescencia, figuré, en alguna página deportiva de los finales años 20, como «introductor del cricket en España». Fue esa una iniciativa pronto frustrada, pues para ese deporte se requería un césped y una flema que no tenemos los españoles[93].

Aunque siempre dijo que no tenía fuerza en los brazos y que eran su punto débil, también le gustaba el tenis. Hasta los años 80 guardó la que había sido su raqueta: una herramienta pesadísima, de madera maciza y con cuerda de tripa, perfectamente conservada en una funda de lona de tipo militar. En sus primeros años de Santiago de Compostela seguiría utilizándola en ocasionales partidos con amigos y colegas en la pista recién construida en el Colegio Mayor La Estila. Alguno de sus hijos la usaría más tarde, en clara desventaja con sus contrincantes, dado el esfuerzo que había que hacer para manejarla frente a rivales provistos de material «moderno».

El tercer deporte que cultivó fue el del esquí, que, en aquella época, en España, se llamaba popularmente “patinar en la nieve”. Posiblemente aprendido con sus padres en los Alpes, lo practicaría después con sus hermanos y con otros amigos en Navacerrada. Álvaro recordaba cómo hubo un día en el que nadie más que su grupo había acudido a tomar el tren para la sierra, por lo que los responsables del ferrocarril habían decidido suspender el viaje. En esas circunstancias intervino su hermano Víctor que, con vehemencia y poder de persuasión, consiguió que funcionara el convoy hasta la estación de esquí, basándose en el cartel anunciador que indicaba el calendario y horario de los viajes durante la temporada.

En España, el prestigio del Deporte se inició con el ejemplo del rey Alfonso XIII, muy aficionado al polo, y la Institución Libre de Enseñanza. Propiciaba ésta el excursionismo; nuestro buen Martín Navarro Flores animaba a sus alumnos a salir al campo los domingos, y a no ir al cine (...) De ahí derivó, por su propio camino, mi afición al ski[94].

Nos referimos a unos momentos en los que para hacer este deporte apenas si existían instalaciones: no tenían pistas construidas ni máquinas pisa-nieves ni tampoco medios mecánicos para subir, ya que no llegarían a España, y de manera muy rudimentaria, hasta después de la Guerra Civil. Tan solo había nieve, la senda que, con suerte, ya pisaron otros y un albergue donde reponerse del esfuerzo de subir y bajar una y otra vez. Y todo ello se hacía portando un pesado equipo, compuesto por unas tablas de madera maciza que se ataban a las botas con unas peligrosas ligaduras de cuero, que eran las causantes de muchísimas fracturas de tobillos. Los guantes de esquiar que utilizaba Álvaro eran unas pesadas manoplas, que todavía sobrevivieron hasta sus primeros años de casado, junto a un gorro usado para la misma actividad. El resto de la indumentaria era la normal de la época para ir por la calle: pantalones y chaqueta (incluso corbata en ocasiones) y un grueso jersey de lana por debajo.

La vida sana y al aire libre que propugnaban los profesores del Instituto-Escuela también le llevó a muchas excursiones y acampadas, especialmente en la zona de El Pardo. Antonio Bello y él recordarían muchos años más tarde el esmero que pusieron en uno de estos campamentos para cocinarse unos huevos fritos perfectamente concéntricos: los dos mantenían jocosamente que no les gustaban aquellos en los que la yema estaba descentrada respecto de la clara[95].

Por lo que se refiere a otro juego de moda en aquellos momentos, el fútbol, parece que ejerció en él cierta influencia su hermano Juan Pablo, que debió de ser portero y tal vez capitán del equipo del Instituto-Escuela. En el caso de Álvaro, el fútbol no hizo fortuna, pues perteneció a la legión de los que, a lo largo de la historia de los patios de recreo de tantos colegios, casi nunca eran elegidos para formar parte de los equipos que se creaban. Según la estrategia de distribución de los jugadores en el campo propia de aquellos años, cuando lograba formar parte de uno de ellos le gustaba jugar de medio centro, de acuerdo con las alineaciones habituales del momento: un portero (o goal-keeper), dos defensas, tres medios y cinco delanteros. No tiene nada de extraño, por tanto, que su jugador preferido entonces fuera otro medio centro: José Samitier, a quien posiblemente habría conocido y tratado algo, ya que antes de ser famoso había trabajado para su tío-abuelo Juan Ors[96].

Al final de su vida académica, siendo profesor extraordinario de la Universidad de Navarra (lo que, en las universidades estatales, se conoce como «profesor emérito»), hizo alguna alusión a este deporte, diciendo que no había pasado de ser un jugador mediocre, al que nunca elegían los capitanes de los equipos para jugar. Su papel había sido la mayoría de las veces el de suplente. «Lo mismo que ahora, que soy el suplente de mi adjunto»[97].

El resumen que el propio Álvaro hacía de este aspecto de su vida lo solía referir a sus nulas ganas de competir:

Si jugaba al tenis, no contaba los puntos; si metía, alguna vez, un gol, no se me ocurría saltar y gritar de gozo, como hacen los que se toman el fútbol en serio; ni con el ski me importaba llegar antes que los demás. Pero no era así tan solo en el deporte y otros juegos, sino en todo lo demás de mi vida; incluso en mi ‘carrera’ profesional: no me gustó nunca vencer ni ser vencido, ganar ni perder[98].

Y entre el estudio y el deporte, practicaba también otra afición que cultivaría el resto de su vida: la participación en tertulias de todo tipo.

En mi juventud, en Madrid, sí tuve tertulias, como una en el Café de Gijón, en Recoletos, a la que acudía, entre otros amigos, Julio Caro Baroja; de él he publicado una semblanza en la «Revista de Estudios Vascos». Fue una figura interesante. En Santiago no tuve ya tertulias, aunque no faltaban cafés apropiados. Luego, en Pamplona, en los años 60, me incorporé a la tertulia de Pregón, que animaban personas de mucho ingenio como José María Iribarren, Ignacio Baleztena y otros; y no se puede decir que haya desaparecido, pues se ha vuelto a publicar una revista con ese nombre, en la que a veces colaboro[99].

Gracias a la memoria de Julio Caro Baroja, tenemos otro dato más de ese último curso de bachillerato y que nos presenta a un joven Álvaro d’Ors convertido en actor de teatro. «El año que terminamos el bachillerato (...) representamos un entremés de Quiñones de Benavente, el del Gori-gori, en que sale un italiano que quiere ver a una persona y un sacristán. De italiano hizo Álvaro d’Ors, y bien. Pero yo coseché aún mayores éxitos en mi papel de sacristán...»[100].

VERANO DE 1931. DESCUBRIENDO LOS CLÁSICOS

El verano de 1931, especialmente caluroso, va a marcar la vida del joven Álvaro al descubrir durante este periodo lo que, con el tiempo, será su vocación profesional. Con 16 años recién cumplidos se marcha solo a Londres para perfeccionar su inglés en la Academia Politécnica. Su nivel debía de ser bastante bueno, dado el interés que había mostrado por los poetas románticos (en especial Shelley y Keats), realmente difíciles de traducir para quien no tenga un dominio más que aceptable de esta lengua[101].

Para seguir los cursos especiales que impartía la BBC se instaló en una pensión céntrica de Kensington, en Philbeach Gardens, regentada por una nieta de William Wordsworth (de la primera generación de poetas románticos ingleses), en la que convivía con dos personajes que parecían sacados de una novela de Agatha Christie: un pianista ciego y un alto cargo de los boy-scouts[102]. Durante ese verano trabó relación con John Brande Trend, a la sazón segundo crítico musical de The Times (el titular era Edward J. Dent), a quien ya conocía por haberse alojado una temporada en la Residencia de Estudiantes:

Era un hombre singular; salido de un college de Cambridge, pero que tartamudeaba más de lo que está bien visto para el snobismo de allí. Era él quien acompañaba a Falla en las estancias de éste en Londres; y me contaba el horror que causaban a nuestro gran músico las escaleras eléctricas del Metro londinense. Asistí yo a alguna de las tertulias de su casa, en las que tanto él como alguno más de los invitados se sentaban juvenilmente sobre la alfombra, y yo me vi obligado a hacer lo mismo[103].

Su horario en la capital inglesa lo recoge en una carta que envía a su madre, aunque se dirige también a sus hermanos:

A las 7,30 entra un hombrón (…) y después de dejarme el agua caliente y de abrirme las ventanas me dice «half past seven» y se va. Yo me levanto, me baño casi todos los días, me arreglo, bajo a desayunar, me voy a clase, después voy al British Museum y luego hacia la una me meto en un Lyons. Esto es una compañía de casas de té y de comidas, bien y baratas y donde tomo mi lunch. Entro, miro mucho la carta y después de unos minutos aviso a una happy —que son las camareras— y le pido, por ejemplo: pan blanco y un huevo poached (no es frito, ni es hervido) con puré de patatas, me lo como y después, con gran asombro, me hago servir unas chuletas o un pedazo de carne de los mayores con algún vegetal. Todo el mundo me mira extrañado de que después de un huevo tome carne; pero quedan más extrañados aún cuando después de la carne pido la cuenta. ¡Aquí todo el mundo almuerza postre y nada más! El señor de delante ha tomado un café y frutillas, el de la derecha, té y pudding y el de la izquierda pudding y frutillas. La happy no se convence pero cuando ve que me levanto me hace la cuenta que pago en la caja. Suele costarme casi siempre alrededor de £6, que viene a ser unas cuatro pesetas. Después voy a algún museo o algún sitio de interés. A las cinco entro en otro Lyons’ y tomo el té, que no es té porque yo pido Beefex concentrado, que es caldo de buey y bocadillo de jamón. Después del té ya no puedo hacer nada, los museos cierran casi todos a las seis, y así es que voy a casa y me entretengo con cualquier cosa hasta las 7,30, hora de la cena[104].

Hasta este momento, da la sensación de que sus intereses de cara al futuro giran en torno a la Filología Inglesa. Pero es en estas circunstancias, alojado en esa pensión de Philbeach Gardens, donde su vida sufre lo que los guionistas de teatro y cine ingleses llaman un plot point; un punto de giro, a partir del cual cambian las circunstancias de la trama porque se ha roto el equilibrio de lo que venía sucediendo hasta entonces: como hemos visto en su propia narración, en los ratos libres que le dejan sus clases de inglés, Álvaro d’Ors se aficiona a ir al Museo Británico, donde le llaman la atención algunos objetos de la Grecia antigua que hay expuestos. Su interés por ellos es tan grande que, a pesar de sus 16 años, consigue que le permitan la utilización de las instalaciones como si se tratara de un «investigador» al uso.

Visitaba ávidamente la ciudad, pero sobre todo el Museo Británico, al que acudía casi todos los días. Allí tuvo lugar mi «conversión» al mundo clásico, y empezando precisamente por el estudio de las figurillas de Tanagra y similares. Mi interés por esa manifestación menor del arte griego fue tal, que, a los pocos días, me encontré con que, a pesar de mi corta edad, me habían confiado las llaves de las vitrinas para poder estudiar esas figurillas con mayor comodidad. Naturalmente, de ese estudio no quedó nada utilizable, pero esa fue la ocasión de que yo me llegara a sentir, es claro que pedantemente, un estudioso del mundo clásico[105].

Estas visitas al Museo Británico van calando en el espíritu del joven estudiante, que encuentra un punto de conexión entre los poetas románticos ingleses y el nuevo mundo en el que se está adentrando. Este enlace lo halla en la famosa poesía de Keats Oda a una urna griega, en la que nuestro protagonista dice que basó su conversión de la poesía inglesa al mundo clásico[106]. Al final de ese poema, Keats identifica la Belleza con la Verdad, lo que confiere a estos versos una especial significación teológica, que muy posiblemente estuviera lejos del pensamiento del poeta romántico, y también del joven estudiante de 1931, pero que no se le pasaría por alto años más tarde:

Me queda la duda de si la identificación de Belleza y Verdad —un concepto de Verdad que, naturalmente, no es el mío, que es el de Verdad revelada— nos la da Keats o se lo hace decir a la urna (...) Si yo fuera el autor de esa oda, suprimiría el entrecomillado: sería yo quien afirmara —como poeta romántico— la identidad de Verdad y Belleza, y diría que eso es lo único que nosotros («we») sabemos y lo único que los lectores («ye») deben saber. Pero no soy el autor de esta poesía preferida por mí, ni mucho menos un romántico[107].

Cuando termina el verano y vuelve a Madrid, lo hace con un firme propósito: quiere dedicarse a trabajar en ese mundo que ha descubierto y que le atrae, de tal manera que el curso 1931-1932, el último de su educación secundaria, lo dedicará casi en exclusiva a estudiar latín y griego. Los románticos ingleses —escribe— quedaron, no olvidados, pero sí postergados[108].

Este cambio en su orientación vital lo percibió claramente su amigo Juan Torroba, quien afirma que «en 1932 terminó el bachillerato de letras, apuntando ya una marcada vocación por la cultura clásica e, incluso, un interés especial por el Derecho Romano»[109].

Los alumnos del Instituto-Escuela que concluían el bachillerato aquel año se hicieron una fotografía de fin de curso en la puerta del centro. La imagen fue tomada el 18 de junio de 1932 y puede verse, en tercera fila, a Álvaro d’Ors, junto a sus compañeros de letras y de ciencias[110].

El fin del bachillerato coincidió con la caída de la Monarquía. Los tiempos que se avecinaban, con las tensiones sociales, políticas y religiosas que se iban a vivir en los años siguientes, no serían los más adecuados para el desarrollo integral de un joven estudiante. Pero también, precisamente por la misma zozobra que impregnaba todo, servirían para dotarle a él (y también a su generación) de una madurez anticipada.

Aunque no fue nunca propenso a hablar de cuestiones relativas a su intimidad espiritual, casi al final de su vida Álvaro hizo una referencia a este asunto, dando cuenta de su estado precisamente en este verano de 1931:

Tenía dieciséis años, y era yo por entonces un muchacho muy estudioso y poco piadoso —que llevaba en el bolsillo su rosario de la primera comunión de hacía ocho años, pero no lo rezaba—, aunque, por la gracia de Dios, ni entonces ni nunca tuve la menor duda de fe, ni me faltó el debido respeto al clero, cuya férula no había sufrido en mi educación[111].

1932. UNIVERSIDAD

El caserón de la calle de San Bernardo de Madrid era la sede de la Universidad Central, “la Central”, como se la conocía en los ambientes universitarios. El mismo edificio albergaba la Facultad de Derecho, en la que Álvaro d’Ors se matriculó para hacer su primer curso en octubre de 1932.

Como tenía aptitudes suficientes y motivaciones para ello, también se inscribiría un año más tarde en la Facultad de Filosofía y Letras, de manera que en el curso de 1933-1934 hizo 2.º de Derecho y 1.º de Filosofía. El hecho de estudiar dos carreras a la vez no pasó desapercibido para algunos compañeros[112].

Ese mismo año se estrenaba el edificio de Filosofía y Letras, en la naciente Ciudad Universitaria, situada entonces «muy alejada del centro», por decisión de Alfonso XIII, a quien el Marqués de Casa Aguilar, su dentista, había aconsejado que se construyera en el extrarradio a fin de que los inevitables conflictos estudiantiles que habrían de producirse afectaran lo menos posible a la vida de la capital. Para ingresar en esta Facultad hubo de hacer el examen oportuno ante el filósofo Manuel García Morente, entonces Decano[113].

El contacto con el mundo del Derecho, y especialmente con quien se convertiría en su maestro, José Castillejo, resultará determinante en su formación:

Empecé la carrera de Derecho en la Central, en 1932, bajo la dirección de Don José Castillejo, un conocido «institucionista», que me encaminó por el Derecho Romano. Mi preferencia por el Latín y el Griego (éste se estudiaba ya en el Instituto-Escuela cuando no figuraba en los planes oficiales) me predisponía para esa opción de estudio. De manera muy libre seguí también los cursos de Filología Clásica en la Facultad de Filosofía y Letras, instalada en la Ciudad Universitaria[114].

De esta forma resume Álvaro d’Ors su paso por la Universidad como estudiante, si bien esta época de su vida no es en absoluto la de un alumno normal: además de seguir las clases y trabajos de las dos facultades en las que estaba matriculado, comenzó a asistir también a seminarios y cursos monográficos que se desarrollaban en el Centro de Estudios Históricos (situado en la calle Duque de Medinaceli 4, igual que en la actualidad), que dirigía Ramón Menéndez Pidal[115]. Al mismo tiempo se interesaba por las lecturas que le recomendaba su maestro Castillejo para ir familiarizándose con el Derecho Romano:

Me tocó hacer la carrera en los años irregulares de la República, cuando, sobre todo desde la revolución de 1934, las incidencias callejeras perturbaban las clases (en el 1935-36 no hubo prácticamente clases en la Facultad de Derecho de Madrid). Tampoco todos los profesores del claustro eran de la misma calidad y eficiencia (…) únicamente debo mencionar aquí al que me encauzó en la especialidad, don José Castillejo y Duarte, pedagogo de temperamento, del que reconozco haber heredado el gusto por los casos prácticos, no, en cambio, su admirable costumbre de escribir en el encerado un amplio cuadro sinóptico de la lección que iba explicando, lo que ha conservado, y con gran perfección, otro discípulo suyo, don Ursicino Álvarez Suárez, que, por la ventaja que me lleva, puede considerarse también como maestro mío[116].

Las relaciones con Castillejo fueron excelentes. Álvaro d’Ors apreciaba la sólida personalidad del catedrático, que tenía unas miras y unos contactos internacionales notablemente superiores a los habituales en la Universidad española de la época. Formado en Alemania, Francia e Inglaterra, su figura era distinta de la del resto de catedráticos también, entre otras cosas, porque acudía regularmente a la Universidad en bicicleta. En el momento de conocer a Álvaro, se debió producir una corriente de simpatía mutua que iría creciendo con el estímulo del profesor y la adecuada respuesta del alumno: Álvaro reunía algunas cualidades que Castillejo apreciaba, como su desenvoltura en varias lenguas extranjeras, conocimientos sólidos de latín y griego y un gusto especial por la antigüedad clásica[117]. De esta manera se destacó inmediatamente como alumno brillante, y ya en el primer curso de carrera José Castillejo se hizo cargo de él y lo acogió como discípulo, dándole entrada en su seminario, lo que no era habitual en la práctica académica del momento[118]. La relación entre maestro y discípulo seguiría viva en los años siguientes, mientras Álvaro todavía continuaba sus estudios. De manera totalmente irregular, siendo aún un alumno, se encargaría de impartir unos cursillos de Derecho Romano (sobre derechos reales), bajo el amparo de su catedrático, que lo apoyaba incluso hasta más allá de lo académicamente permitido:

Empecé a dar clases en la Universidad Central dos años antes de nuestra guerra del 36. Fue esa primer y precoz docencia algo ilegal —como tantas otras cosas ilícitas de mi vida, honrosamente ilícitas— pues se debió a la singular benevolencia de mi maestro José Castillejo, que me encargó de unas lecciones («optativas», diríamos hoy) de Derecho Romano, cuando yo todavía no me había licenciado en aquella Facultad; recuerdo que incluso pretendía él que me nombraran «ayudante», pero el entonces Decano, don Adolfo Posada, con toda la razón, se negó[119].

Esa prueba fue decisiva para mí, pues me permitió ver sin titubeos que el oficio de universitario era mi camino[120].

Muchos años más tarde, Álvaro d’Ors volvería a referirse a Castillejo con otra perspectiva:

Era un excelente enseñante, aunque muy elemental, de Derecho Romano (…) Su «libro» (…) era (…) una buena exposición del marco histórico —«historia externa» decía él— con buena información; aunque algo singular, era como esos libros de los catedráticos de entonces que abultaban la primera parte del «Programa», aunque él explicaba en clase todo el «Programa»... y hacía casos (imitando a Kohler, su maestro en Berlín) (…) Efectivamente, iba a veces en bicicleta, como le vio su mujer en esa Escuela Internacional, que no sé yo ahora si no era la misma que la Plurilingüe. Él me hablaba —en los años 30— de una escuela en la que enseñaban los principales idiomas a la vez, y se veía que era su gran ilusión; como era calvo, se comprende que su mujer hable de «cabeza ovoide». Un hombre singular, Castillejo: un manchego recastado en Inglaterra (con escasa influencia alemana, a pesar de haber estudiado allí). Nunca pensó en ser ministro o cosa parecida[121].

No obstante lo dicho hasta ahora, conviene matizar que esta buena sintonía entre maestro y discípulo se refiere fundamentalmente al ámbito académico, ya que en el terreno de las convicciones personales no ocurría lo mismo: Castillejo era un hombre cuyo pensamiento en materia religiosa, filosófica y hasta política estaba muy lejos del de su alumno[122].

De estos años de estudio en «la Central», Álvaro d’Ors destaca su relación con unos compañeros que cursaban la carrera en la misma Facultad de Derecho y que, como él, procedían del Instituto-Escuela. El pequeño grupo solía acudir al Hylogui[123] para tomarse unas cervezas y conversar. Los cuatro se encontraban en posiciones ideológicas muy distintas, sin que ello les impidiera ser buenos amigos:

Cuatro compañeros del Instituto-Escuela vinimos a formar en la Facultad de Derecho un pequeño grupo distinguido, no solo por las notas, sino por cierto estilo de vida: la poca estimación de la riqueza, la ausencia de palabrotas y la falta de ambiciones vulgares, así como por cierta naturalidad elegante en el trato con las pocas compañeras de entonces. De estos cuatro amigos, Juan Barnés murió en las filas rojas, Joaquín Sánchez-Covisa fue economista en su exilio venezolano (aunque volvía a veces a España); sobrevivimos Juan Torroba Gómez-Acebo, diplomático, y yo, que militamos con los nacionales. Con este último he mantenido, a pesar de las distancias geográficas, la más constante amistad de mi vida. La distinta suerte de estos cuatro estudiantes de los años 30 en la Central puede dar una idea de lo que ha sido el reparto del hado algo trágico de nuestra generación[124].

La época de preguerra se dejó sentir especialmente en la Universidad y, todavía más en la Facultad de Derecho. Las tensiones y las luchas entre los partidos políticos y sindicatos estudiantiles de izquierdas (fundamentalmente la FUE) y los de derechas (AET y falangistas) repercutían directamente en la vida académica:

Desde el primer momento, las tensiones políticas de la calle se apoderaron de la Facultad, pero se hicieron impeditivas de la normalidad a partir de 1934; eran frecuentes los encuentros, incluso armados, en los pasillos de la Facultad, aparte de las huelgas y manifestaciones callejeras. En el curso 1935-36 —último antes de la Guerra— las clases hubieron de suspenderse poco después de empezar, y luego, después de las vacaciones de Navidad, hasta los exámenes de junio. En conjunto, pues, la vida universitaria de esos años, en la Facultad de Derecho, resultó deficiente y, al final, nula. Esto no impide que algunos estudiantes hayamos podido conservar un excelente recuerdo de algunos maestros[125].

A este ambiente de huelgas y algaradas estudiantiles no eran ajenos algunos profesores que con su actitud claramente exaltada, contribuían a crispar más la situación. No era extraño que a la hora de los exámenes orales volcaran sus filias o sus fobias con determinados alumnos de los que conocían o presumían sus posiciones religiosas o políticas. Un ejemplo de intransigencia en este terreno era Luis Jiménez de Asúa, catedrático de Derecho Penal[126]:

Yo fui alumno de él, pero ese curso me matriculé «libre», para evitar el encuentro personal, que, sabiendo de su talante, podía prever que no iba a ser cómodo para mí, a causa de su notorio sectarismo ideológico. Aprobé el examen escrito, pero, cuando invitó a un nuevo examen (creo que oral) para «mejorar», con la amenaza de posible suspenso, me acobardé, y contenté con ese «aprobado». Por otro lado, nos estafó al cobrar, al principio de curso, por unos pocos pliegos de su libro, que no tuvieron continuación (los conservo), el precio entero del libro. Puedes creer que era un profesor muy poco querido por los alumnos, y menos por las pocas alumnas de entonces. El atentado que sufrió, al volver a su casa, en la calle de Goya, fue una mala torpeza; pero eran «estudiantes católicos», de los que recuerdo bien a uno, que fue muerto en Madrid en los primeros momentos de la Guerra: un acto del todo reprochable, pero que revelaba la malquerencia de muchos alumnos[127].

Por su coherencia personal, Álvaro d’Ors recordaría con admi­ración la figura de Eloy Montero, catedrático de Derecho Canónico, ya que supo llevar su condición de sacerdote con normalidad y mantenerse firme en sus ideas en aquellos años turbulentos:

Yo recuerdo, en todo caso, y lo recuerdo con nostalgia, que, cuando andaban quemando iglesias y conventos, expulsando a los religiosos y demás desmanes de la República, siendo yo estudiante de la Central, Don Eloy Montero, catedrático allí de Derecho Canónico, no tuvo ni asomo de deserción: seguía con su sotana, hablando claro sobre las exigencias de la Iglesia[128].

Otros profesores de Derecho, de los que guardaría buen recuerdo, fueron Nicolás Pérez Serrano (Derecho Político), Galo Sánchez Sánchez (Historia del Derecho) y Felipe Clemente de Diego (Derecho Civil), aunque con este último se matriculó como alumno libre[129].

En este ambiente crispado que le tocó vivir, Álvaro d’Ors llegó a presagiar la guerra civil que iba a asolar España a lo largo de un examen que hizo para subir nota en Derecho Internacional:

Siendo yo estudiante de la Central, y (...) un joven de talante pacífico y exclusivamente intelectual, presentía, cuando todavía no era previsible el Alzamiento del 36, esta necesidad de una como «redención cruenta» del ser auténtico de España. Tuve ocasión de expresar este sentimiento oscuro en un examen escrito para matrícula de honor en el curso de Derecho Internacional Público que dirigía don Antonio de Luna. El tema por él propuesto era un comentario a un texto de Bernardino de Saint-Pierre. Hablé yo entonces, en aquel ejercicio (que, naturalmente, se habrá perdido), de una necesidad de «redención cruenta» de la España entonces sumergida en una gravísima crisis de identidad (No es sorprendente que mi ejercicio no fuera favorablemente juzgado)[130].

Para los tiempos que corrían, la Facultad de Letras era el polo opuesto al ambiente que se vivía en la calle de San Bernardo: un auténtico remanso para cultivar la mente. El edificio estaba limpio. Entre el alumnado había ya un porcentaje significativo de mujeres, y la organización de las clases, seminarios y bibliotecas que había impulsado Manuel García Morente, catedrático de Metafísica y Decano de la Facultad, se dejaba sentir positivamente en todo el conjunto. Julián Marías, Carlos Alonso del Real, Julio Caro Baroja, Carmen García Parra, Antonio Tovar, Martín Almagro o Manuel Fernández Galiano son algunos de los compañeros que compartieron aulas con Álvaro d’Ors. Los profesores con los que tuvo un trato más intenso fueron, de acuerdo con sus intereses, los de Filología Clásica: Pedro Urbano González de la Calle[131], del latín, y José Alemany Bolufer y su adjunto, el canónigo Daniel García Hugues, de griego.

UN DURO GOLPE

A pesar de los antecedentes que dan a entender una infancia feliz, y el inicio de una juventud repleta de lecturas, estudios, viajes, buenos amigos y otros muchos acontecimientos envidiables por cualquier chico de su época, la vida de Álvaro d’Ors no siempre transcurre de esta apacible manera. Hay un momento en el que recibe un golpe especialmente fuerte que calará muy hondo en sus sentimientos. Pese a su madurez personal, se encuentra aún en una edad vulnerable cuando se produce.

Su vida había estado hasta entonces rodeada del cariño y de la estimulante personalidad de sus padres. A este afecto correspondió él siempre, expresando sus sentimientos de acuerdo con su propio carácter afectivo. Pero llega un momento en el que sus padres deciden divorciarse. Muy pocas personas habrán oído a Álvaro d’Ors referirse a esta ruptura, a pesar de que fue un divorcio sonado, suficientemente conocido en su momento y aireado por la prensa, porque se trató de uno de los primeros que tuvieron lugar en España tras la aprobación de la correspondiente ley por parte del Gobierno de la República[132]. Así pues, en 1934, en el inicio de su juventud —19 años—, Álvaro d’Ors tuvo que hacer frente a las inevitables tensiones familiares con las que se vio obligado a convivir.

El noviazgo de Eugenio d’Ors y María Pérez Peix había sido muy largo, en buena medida por la oposición del padre de la novia, que hubiera querido casar a su hija mayor con algún industrial conocido y con buena posición económica, sin que su empeño prosperara. En cambio, Xènius, a pesar de vivir con cierta holgura, no tenía especial fortuna personal (tan solo lo correspondiente a su herencia materna: unas viviendas alquiladas con rentas bajas), ni parecía apuntar hacia ninguna de las vías habituales en la época para enriquecerse. Sus aficiones artísticas y literarias le habían hecho aparecer ante la familia de ella como un bohemio. Cuando finalmente se casaron, el 10 de octubre de 1906, en la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de los Ángeles de Barcelona, la boda se celebró casi en la intimidad familiar, sin los fastos ni los gastos que cabía esperar por parte de una persona con la posición de Álvaro Pérez, a quien se le casaba su primera hija. Tampoco quiso actuar como padrino en la ceremonia, y su papel lo ocupó el poeta Joan Maragall. Hasta tres años más tarde no iría a ver a los recién casados a su residencia de París, y siempre manteniendo una cierta distancia con su yerno, con quien nunca llegó a tener una relación normal. En palabras de Víctor d’Ors, «las tensiones se percibían en aquellas comidas largas y suculentas de 5 platos de los domingos en la calle de Caspe»[133].

Tanto Eugenio como María eran contrarios al divorcio como recurso para arreglar los problemas de un matrimonio. Su formación cristiana y también la mera visión humana de las consecuencias de esta acción les hacían situarse en el bando opuesto[134]. No obstante estas premisas, en un momento determinado se produjo el divorcio. A partir de aquí, el distanciamiento entre Eugenio d’Ors y la familia Pérez-Peix fue total. María Pérez Peix encontró un apoyo grande en su hermana Pilar, que, casada con un oficial de la Guardia Real, Alfonso Martínez Pérez, residía también en Madrid. Por su parte, Xènius se quedó prácticamente sin familia, ya que su hermano José Enrique había fallecido poco tiempo antes. Los hijos menores, Juan Pablo y Álvaro, alternaron periodos viviendo con su madre o en alguna residencia, mientras que Víctor, ya con 26 años, se independizó por completo.

Pasado el tiempo, casi al final de la guerra civil española, Álvaro intentaría que el matrimonio se reconciliase[135]. Pero los Pérez-Peix se opusieron frontalmente a esta posibilidad y no consintieron que María, después del escándalo vivido en su momento, lo arreglara todo «como si no hubiera pasado nada». Da la sensación de que el inevitable cúmulo de desagradables situaciones paralelas que se suelen producir en estos procesos había recaído más en las familias que entre los propios esposos, y que fueron los parientes los que hicieron valer, finalmente, su opinión contraria a cualquier tipo de concierto.

A partir del divorcio, las relaciones de Álvaro d’Ors con su padre se verían afectadas para el resto de su vida. Seguiría viéndole con mediana regularidad, en la medida en que don Eugenio viviera en España, dado que su aversión a la República recién instaurada le hacía pasar temporadas cada vez más largas en París[136]. Quizás algún psicólogo pudiera referirse a la ruptura de los padres de Álvaro como un trauma sufrido en plena adolescencia; la cuestión es que jamás hablaría a su familia sobre este asunto[137].

Durante el resto de su vida adoptaría siempre una postura muy firme sobre el hecho mismo del divorcio[138] («uno de los mayores males de nuestra sociedad» solía decir), al tiempo que se volcaba en comprensión y adhesión hacia los hijos de los matrimonios rotos que ocasionalmente conocía. Y casi siempre, antes de que la convivencia se rompiera, aconsejaba a los cónyuges que pusieran el vínculo matrimonial por encima de las tensiones con sus respectivas familias de origen, e incluso por encima de los problemas derivados de la convivencia con los hijos. El vínculo del matrimonio —decía— está por encima de lo que puedan hacer o decir los hijos.

En una ocasión, ya en los años 90, Rafael Domingo le preguntó acerca de lo que debería decir si alguien se interesaba por el divorcio de sus padres y cómo le había afectado a él. Su respuesta fue tan contundente como escueta: «Pues diga usted que Álvaro d’Ors nunca quiso hablar de este asunto».

JUNIO DE 1936. LOS CUADERNOS

En marzo de 1936, poco antes de que terminara su curso, Álvaro d’Ors comenzó a usar unos cuadernos con tapas de hule negro del tamaño de un octavo. Muy probablemente los compró en una papelería de la Calle del Pez, donde habitualmente se surtía de este tipo de material. Es posible que empezara a escribir allí sin ser consciente de la trascendencia que tendría ese primer gesto que iba a convertirse en una parte muy importante de su personal sistema de trabajo durante más de 50 años.

Muy ordinariamente la lectura exige tomar anotaciones que no se refieren a un trabajo en curso. Quizá sea excesivo hacer un fichero gigante, de difícil ordenación, con todas las notas de la lectura. Aunque no sea un modo perfecto, estas anotaciones pueden hacerse en un cuaderno de bolsillo que lleves siempre contigo, en el que pueden registrarse otras muchas cosas, sin llegar a ser un «diario». Esos datos quedan ahí por el orden cronológico de tu vida. La dificultad para encontrarlos después estará en recordar el tiempo en que se hizo la lectura o se recibió el estímulo que sea, pero la duración de un cuaderno te permitirá tener a mano, durante cierto tiempo, un buen número de anotaciones más recientes. A lo largo de los años encontrarás en los sucesivos cuadernos un rico complemento de tu memoria[139].

Apuntaba en estos cuadernos sus impresiones sobre cuestiones muy variadas: notas sobre lecturas que había hecho, pensamientos apenas esbozados, mínimas anotaciones de sucesos en los que había participado, reflexiones que eran producto de su oración personal y pequeños o larguísimos esbozos que después servirían para futuros trabajos científicos. No eran propiamente un diario, ni unos apuntes íntimos, ni un cuaderno de trabajo, pero tenían un poco de todo. En estos Cuadernos adelanta la esencia de bastantes de las obras que después desarrollará a lo largo de su vida intelectual.

En el momento de la muerte de su autor, la colección de libretas de hule negro había llegado a ser de 77 tomos, sobrepasando la página 8.000 (correlativamente numeradas), a pesar de que apenas escribió en ellas durante los últimos años de su vida. También constituye una fuente de información esencial sobre su propia historia y su obra. Como él mismo no les puso título alguno, su denominación a posteriori resulta un poco complicada. Familiarmente se aludía a ellas como «los cuadernos de papá», «los cuadernos negros» o «los cuadernos de hule». A nuestros efectos, los venimos citando como Cuadernos Personales (C.P.).

El primero de ellos está redactado íntegramente en Madrid, entre marzo y julio de 1936. Tiene 72 páginas, escritas con su letra inconfundible —y a veces difícil de leer, ya que, si en circunstancias normales la caligrafía de Álvaro d’Ors es complicada, en el caso de muchas de sus anotaciones, que están hechas sobre la marcha, en un banco de la calle, en una cafetería o en un tren, resulta todavía más difícil—. En el primer Cuaderno no hay ninguna anotación personal sobre su vida en aquellos días. En la libreta aparecen “notas de lectura”, más o menos extensas, de libros o artículos[140], anotaciones de carácter filológico[141], comentarios jurídicos[142], ideas sobre posibles trabajos[143], o elencos bibliográficos sobre algunos temas[144].

No resulta sorprendente que al final de este primer Cuaderno enumere los trabajos que le ocupan durante el mes de julio, que vienen a coincidir en gran medida con los temas de las anotaciones y, en parte, con las lecturas precedentes. Como se puede ver, predominan los asuntos filológicos:

Trabajos en curso en el mes de Julio:

Fabula togata

Edición de las Epist. de Séneca (Sem. Univ.)

Edición del Pro Caecina (Centro)

Alejandro Severo, emperador civil.

Las incantationes[145].

Conviene recordar que, a pesar de la altura intelectual y el grado de madurez que evidencian los temas de los que se ocupa, en marzo de 1936 estamos ante un joven que todavía no ha cumplido los 21 años. La amplitud de sus intereses y el programa de estudio que se había trazado se encontraban muy por encima de lo habitual entre los muchachos de su época. De estos trabajos que reseña, el relativo a la «comedia togada»[146] se lo acababa de entregar a su profesor de Filología Latina, Pedro Urbano González de la Calle, justamente antes de dejar Madrid para sus vacaciones. Era algo más que el germen de lo que debería ser su tesis doctoral en Letras. Así lo recuerda en una anotación de diciembre de 1936:

En ese trabajo, si mal no recuerdo, había un estudio sobre el estilo de Afranio, en el que me refería a las particularidades estilísticas de este autor de togata y principalmente a los recursos fonéticos (aliteración, etc.). Luego había unas observaciones sobre las Menipeas de Varrón (¡mis queridas Menipeas! ¿Volveré alguna vez a inclinar mi cabeza sobre tus insignificantes fragmentos?). En esas observaciones intentaba aclarar un pasaje que habla de gente desnuda en invierno con una referencia a las fiestas lupercales. También quería fundarme en otros pasajes de este texto para apoyar la tesis de que el culto de Attis había sido introducido en época de M. Terencio Varrón —¡mi querido Varrón!—. ¿Qué más había en ese trabajo de este curso? Me acuerdo que la noche antes de entregar ese trabajo desgajé de él un estudio sobre el verso galiambo, porque descubrí una pequeña inexactitud que requería la corrección de algunas cuartillas. También en algún momento había pensado presentar conjuntamente un estudio sobre los Carmina, ¡mis queridas fórmulas mágicas!: huat, haut, huat ista pista domiabo damnastros! y aquellas otras admirables de Marcelo o de Vegecio Renato, ¡el gran veterinario!, o de Plinio, ¡el gran Plinio! Pero en este asunto de los Carmina había un mare magnum tan magnum que preferí no robar el tiempo de don Pedro con aquello. Pero, ¿qué más presenté? Había algo más; en total eran unas ochenta cuartillas… Ahora me acuerdo de que también había algunas correcciones al texto del Pro Caecina que presenta la Collection des Belles Lettres. Yo preparaba este texto para la colección del Centro de Estudios Históricos. Me acuerdo que en Julio le dije a Bonfante (¡Buenas tardes don Moisés! —¡qué lejos está todo eso!—) que esperaba tener todo preparado para Noviembre y que daba un término tan lejano porque no creía poder volver a trabajar en aquello hasta Octubre[147].

A finales del curso 1935-36, en medio de las tensiones sociales y políticas por las que atravesaba España, se podía presagiar que algo iba a ocurrir, pero quizá nunca la magnitud de los acontecimientos que iban a producirse en aquellas vacaciones. Álvaro d’Ors, por tanto, hizo sus planes como en cualquier otro verano: permanecería los primeros días de julio en Madrid y, para la segunda quincena, tenía previsto un viaje a Basilea y a Heidelberg[148]. De camino, había pensado pasar unos días junto a su abuela Teresa, en Argentona.

[1] Carta de Xènius a Juan Ramón Jiménez, Barcelona, 22 de abril de 1915. Publicada en “Correo Literario”, Punta Europa (104), 1964, p. 22. La revista reproduce tres cartas de Antonio Machado y Eugenio d’Ors a Juan Ramón Jiménez (Residencia de Estudiantes. Colina de los Chopos. Hipódromo. Madrid), cedidas por los herederos de este a Punta Europa. El «tómese nota de él como de un futuro residente» se refiere a la Residencia de Estudiantes. El juego de palabras con “Zenobita” hace referencia a Zenobia Camprubí, que se casaría con el poeta un año más tarde.

[2] Álvaro d’ORS, Autoscopia [Original inédito, sin paginar]. La Casa de les Punxes era obra del arquitecto Josep Puig i Cadafalch, también conocida como Casa Terrades. Se levantó en el n.º 416 de la Avenida de la Diagonal en 1905. En esta casa vivieron los d’Ors Rovira-Pérez Peix entre 1910 y 1922.

[3] Tel∙lina era hija de Juan Ors Rosal, hermano de José, el padre de don Eugenio. Murió poco después de la guerra civil. Fue mi madrina de bautizo y la que me inició en la música. Recuerdo que, mientras vivíamos en Barcelona, nos veíamos frecuentemente con esa familia y el día de Reyes, siempre íbamos a recoger los regalos que teníamos en aquella casa. Notas a M.T. Para Álvaro d’Ors se trataba de una figura especialmente querida, tal como reseñaría en el momento de su muerte: 25 de Noviembre [de 1939]. Hoy fallece Concepción Ors —Tel∙lina— mi muy querida madrina, la que me puso el nombre de Jordi. ¡Dios la tenga en su santa gloria! Cuadernos Personales (en adelante C. P.), p. 1.266. Sobre los Cuadernos Personales, vid. infra el epígrafe del mismo título.

[4] Eugenio D’ORS, “Confesión de un hijo del otro siglo. Memorias de Eugenio d’Ors”, Confesiones y recuerdos, Ed. de A. GARCÍA NAVARRO, Pre-textos, Valencia, 2000, p. 30s. En la partida de bautismo del abuelo de Eugenio d’Ors (Joan Ors i Font) este aparece como hijo de Josep Horts i Vila, posiblemente como consecuencia de una falsa etimología. En la misma partida de bautismo (15-I-1831) también figura como madrina Ignés Horts, «muller de Josep Rubió, impressor i llibreter», padres de Joaquín Rubió i Ors, primer poeta de la Renaixença y autor de Lo Gayter del Llobregat. La partida de bautismo quizá no sea del todo fiable para cuestiones ortográficas, ya que está redactada en un catalán no normalizado: «Als quinse de Janer de mil vuit cents trenta y un, en las fonts baptismals de la parroquial Iglesia de S. Just y S. Pastor de Barcelona, amb llicencia de mi, lo infrascrit, el Rev. D. Joseph Mariano Estrada, Pbre. beneficiat de esta parroquial Iglesia, batejá a Joan Baptista, Joseph, Pau, nat lo mateix dia, fill llegitim y natural de Joseph Horts mestre mañá y de Lluisa Font conjg. naturals de Barcelona. Foren padrins: Camillo de la Flor, veler e Ignés Horts, muller de Josep Rubió, impressor y llibreter». Iglesia Parroquial de los santos Justo y Pastor, Libro 44 de Bautismos, fol. 306, 15-I-1831.

[5] En el mismo año de su muerte, Álvaro d’Ors le regaló a su nieto Álvaro Pérez d’Ors una caja con sobres de correos dirigidos a él en donde el apellido estaba escrito incorrectamente: «Álvaro Dos», «Álvaro 2», «Álvaro Dios», «Álvaro Dior», «Álvaro Deors», «Álvaro Dor’s», «O’dors», «d$Ors», «D’Oors», «Álvaro D’Dos», «Od’rs», «D?ora», «Dorss», «o’Dor»... Otras variantes relacionadas con la dirección postal (Calle Aoiz, de Pamplona), con su profesión o con la Universidad de Navarra, daban lugar a cartas —¡que llegaban!— como estas: «Sr. D. Roman D’Ors Alvaro», «Sr. D. Álvaro d’Ors, calle D’Aoiz», «Herrn Prof. Alvaro. AOJZ 18. d Ors-Pamplona» o «Ilmo Sr. D. Álvaro d’Ors. Universidad Católica. Astorga, León (Espanha)». Mi nombre, en el sobre se ha convertido en «J’Or2»; una variante nueva para mi serie de deformaciones de este tipo, menos divertida que la que recibió mi hermano: Juan Pablo «0’02». Epistolario R. G., Pamplona, 4-VI-2003.

[6] C. P., p. 5.544. En los años 70, cuando comenzaron a confeccionarse indiscriminadamente los primeros “bancos de datos”, trataba de burlar algunos de estos trámites cambiando el número del documento de identidad por el del teléfono y otras combinaciones similares. Era una manera de sabotear la maquinaria estatal que no le gustaba. Vid. Antonio Carlos PEREIRA MENAUT, «Un concepto orsiano de constitución», Revista de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso XXVI. Valparaíso, 2005, pp. 315-326.

[7] José Enrique se fue a vivir primero a Manchester y después a Francia. Allí se casó con una franco-suiza llamada Leontina Nora Isiagini. Como director del Comptoir National d’Escompte se marchó a Egipto, donde tomaría parte en la explotación del Canal de Suez. José Enrique murió en 1931 en El Cairo, donde había fundado una sociedad de beneficencia y presidía el Comité de las Escuelas Españolas. La noticia de su fallecimiento causó una fuerte impresión a su hermano Eugenio: Cuando llegó la noticia —quizás un telegrama— mi padre quedó tan conmovido que, en pleno día, se metió en la cama, quizá para llorar. Notas a M. T. Con la única hija de este matrimonio —Bibiana, Vivienne, también conocida familiarmente como “Tota”, casada con Derryck Ward, un general inglés largamente condecorado durante la Segunda Guerra Mundial— y con sus hijos, Álvaro d’Ors mantendría una relación muy cordial durante toda su vida. Se conocieron siendo niños, en un viaje que, junto a sus padres, Bibiana hizo a España. Álvaro d’Ors recordaba en ocasiones la calidad de los insultos que su prima había aprendido entre los árabes, como, por ejemplo, «especie de excremento reseco de camello pegado al trasero» y otros similares. Bibiana murió trágicamente ahogada en una playa de la Isla de Santa Lucía. Hace poco tiempo murió ahogada en el Caribe mi única prima Ors —Bibiana— casada con un inglés. Epistolario R. G., Pamplona, 30-VI-1991.

[8] Álvaro Pérez, nacido en Valladolid, era hijo de Matías Pérez Huergo (que también se dedicaba al negocio de los textiles) y Jacoba González Vitores, de la comarca de Cameros (Rioja).

[9] Nacida el 31 de agosto de 1879, María era dos años mayor que Eugenio. Hasta 1966, la fecha que se había dado como la de nacimiento de Eugenio d’Ors había sido la del 28-IX-1882. En enero de 1967, Enric Jardí publicó una biografía de Xènius en la que, basándose en el Registro Civil (Sección de Nacimientos del Juzgado Municipal número 6 de Barcelona), rectifica esta fecha para situarla exactamente un año antes, el 28-IX-1881. El hecho no tendría mayor interés de no ser porque el propio Eugenio d’Ors, conocedor de este extremo, nunca intentó rectificar este error. Vid. Enric JARDÍ, Eugeni d’Ors. Vida i obra, Aymá, Barcelona, 1967.

[10] También los de Octavio de Romeu, El Guaita, Un ingenio de esta corte, Joan de Deu Politeu, Pedro Llerena y Monitor. Sus dibujos y caricaturas solía firmarlas como Xan, Miler y Lucas.

[11] Enric Prat de la Riba i Serra (1870-1917) fue el creador de la Lliga Regionalista de Catalunya y primer presidente de la Mancomunidad de Cataluña (1914). Anteriormente había dirigido La Veu de Catalunya. Como presidente de la Diputación de Barcelona, el primer encargo que dejó en manos de Eugenio d’Ors fue la creación de la Biblioteca de Catalunya (1907).

[12] En su familia se comentaban los elogios que Rodin había hecho de sus manos. Como escultora, hay algunas referencias de exposiciones suyas recogidas por la prensa de la época, como en Diario de Barcelona, que, en una Crónica de arte y letras firmada por Zenón, se da cuenta de la Exposición Telur en las Galerías Layetanas: «Telur nos presenta quince obras escultóricas del mayor interés (…) Una de estas estatuillas es una Virgen María Mediadora, realizada con gracia y con fervor, llena de delicadeza y de unción». Diario de Barcelona, 25-IV-1932, p. 7. De la escultura de María Mediadora de la que se da cuenta aquí, Álvaro d’Ors dijo que con esa imagen terminó la obra escultórica de su madre. «En tamaño reducido, iba a servir como proyecto para una capilla con esa advocación en la iglesia agustina de San Manuel y San Benito de Madrid. La incidencia de la guerra frustró ese proyecto, pero quizá de modo providencial esa imagen que preside ahora mi cuarto de estudio, pudo influir también en mi alma». Álvaro d’Ors, La devoción del Sagrado Corazón de Jesús [original inédito], p. 3. Algunas muestras de la obra escultórica de María Pérez Peix fueron incluidas en 2006 en la exposición Escultoras del siglo XX. Reexistencias, organizada por la Dirección General de Archivos, Museos y Bibliotecas de la Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid y la Consejería de Empleo de la Junta de Andalucía. En las páginas 23-24 y 198 del catálogo correspondiente se recoge información sobre la actividad artística de la esposa de Eugenio d’Ors, y en las 86-89, fotografías de algunas de sus obras.

[13] C.P., p. 5.533s.

[14] La diferencia que hay entre oír y escuchar es comparable a la que hay entre la compasión, que es psicológica y pasiva, y la misericordia, que es moral y activa. Los que pasaron de largo, en la parábola evangélica del «Buen Samaritano», quizá pudieron tener compasión del infeliz caminante malherido por unos bandidos, pero no la misericordia de aquel samaritano que supo cambiar sus planes de viaje para atenderlo y llevarlo a un hostal donde pudiera recuperarse a propia costa. Álvaro d’ORS, Una meditación sobre el Salmo II, Palabra, Madrid, 1999, p. 11.

[15] Ante el temor de su padre, un hombre obsesionado con la higiene, de que en contacto con otros niños pudiera contagiarse de las enfermedades que, a finales del siglo XIX, hacían estragos en España, Eugenio d’Ors sería educado en primera instancia por sus padres, y después por profesores particulares, hasta que, en 1891, sin escolarización primaria previa, se matriculó en el Colegio Cataluña y, después en el Instituto de Enseñanza Media de Barcelona. De manera parecida a como después haría su hijo Álvaro, su formación no se limitaría a una sola carrera: licenciado en Derecho en la Universidad de Barcelona, también hizo estudios de Matemáticas, Filosofía y Biología en distintas universidades extranjeras. Con este bagaje personal, en una sola convocatoria, se examinó en la Universidad de Barcelona de la carrera de Filosofía y Letras, con todas las asignaturas que se cursaban en 1912. Existen dudas acerca de un posible doctorado suyo en Derecho hacia 1905, con una memoria doctoral sobre la Genealogía ideal del imperialismo, que, al parecer, no gustó a Gumersindo de Azcárate, su director. Sí hay constancia de su doctorado, en 1913, en Filosofía, con una memoria titulada Las aporías de Zenón de Elea y la noción moderna de espacio-tiempo.

[16] La Vanguardia, 6-X-1945, p. 1. «EN LOS DÍAS DE LA MERCED. Un verdadero exvoto el que me cumple repetir, hacia estos días, en honor de la imagen de la Virgen de la Merced. Y en cuya impávida sonrisa buscó un día consuelo, también hacia estos días, un padre, peor que atribulado, en desesperación ya. Cuantos saben lo que significa, en un niño de corta edad, enfermo de meningitis, la evasión de la niña en el globo del ojo, desaparecida tras el párpado superior, entenderán eso. Y el sacrificio devoto que el referir lo que entonces aconteció representa para quien doblemente repugna a descubrir intimidades… porque esto que refiero ocurrió hace casi treinta años y el padre a quien ocurría, yo…» Cuenta d’Ors, en la glosa, que esos días estaban en La Garriga y que hubo de ir a Barcelona para comprar la medicina que había recetado un médico, pero que no llegó a tiempo de tomar el tren de vuelta que tenía previsto, por lo que decidió acudir al templo de la Calle Ancha. Allí tuvo la idea de comprar unas sales de plata que, según había oído, podían servir para la curación del niño. Volvió pues a la farmacia, compró las sales y tomó el siguiente tren para La Garriga. Sin consentimiento médico, nada más volver, comenzó a administrar las sales a su hijo que, esa misma tarde ya empezaba a fijar la vista y, de madrugada, a cerrar los párpados. «A los dos días —concluye— un plato de sopas venía a humear sobre la almohada que había soportado una cabecita trágica la antevíspera». La referencia que hace Eugenio d’Ors en 1945 al tiempo en que ocurrió este suceso —«hace casi 30 años»— nos sitúa en los primeros años de vida de Álvaro. Si tenemos en cuenta la diferencia de edad con sus hermanos —5 años con Juan Pablo y 7 con Víctor— cabe suponer que el diminutivo que utiliza —«una cabecita»— se refiera más a un bebé que a un chiquillo de 6 u 8 años.

[17] C. P., p. 5.541. Juan LLONGUERAS había creado un Instituto, en el que ponía especial énfasis para la educación de los niños en el sentido del ritmo. Fruto de su experiencia escribiría El ritmo en la educación y formación general de la infancia, Labor, Barcelona, 1942.

[18] El apelativo familiar venía, muy posiblemente, al hacer en castellano —”abita”— el diminutivo de abuela —”avia”— en catalán. Los hijos de Juan Pablo y Álvaro también se referirían a la abuela María de la misma forma.

[19] Catalipómenos [Original inédito].

[20] «En los años de Santiago, al principio nos entretenía dibujándonos casi siempre lo mismo, quizá porque sabía que los niños exigen que se les cuente siempre el mismo cuento sin variar ningún detalle: un perro echado en el suelo, atento, con las orejas enhiestas y un gran hueso atravesado transversalmente en la boca. Ya en los últimos años cincuenta aquel clásico perro fue alternándose con otros asuntos». Miguel D’ORS, “Mi padre”, Acto académico in memoriam, 26 de marzo de 2004, Rafael DOMINGO (coordinador), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2004, p. 36.

[21] Autoscopia, cit.

[22] Autoscopia, cit.

[23] Con el tiempo, su letra empeoraría más. Así, por ejemplo, ya octogenario, le llevaría a una situación cómica, como la que se desprende de una carta a su amigo Rafael Gibert: Lamento que no entiendas bien mi letra, como tampoco yo bien siempre entiendo la tuya. No tenemos un árbitro en caligrafía que decida quién la hace peor. Epistolario R. G., Pontevedra, 8-IX-2001.

[24] «La nueva nurse se llama Estrella. Totó dice a su hermano, al oído, con aire misterioso: ¿Sabes? Cada noche es su santo». Eugenio D’ORS Gnómica, “Los caprichos y las ciencias” (VI), Astronomía. Col. Euro, Madrid, 1941.

[25] Estando yo repasando gramática latina, me dijo que le preguntara las declinaciones y conjugaciones, y comprobé que las recordaba perfectamente. Notas a M.T.

[26] Álvaro D’ORS, Catalipómenos, cit.

[27] Autoscopia, cit. Álvaro d’Ors se refiere a un poema de Baudelaire, «La voix», que transforma ligeramente al reproducirlo de memoria. «La ceniza latina y el polvo griego me rodeaban…». Baudelaire escribe que «Todo, la ceniza latina y el polvo griego se mezclaban». El original francés, en el que se pueden encontrar otras coincidencias biográficas, dice: «Mon berceau s’adossait a la bibliothèque,/ Babel sombre, où roman, science, fabliau,/ tout, la cendre latine et la poussière grecque,/ se mêlaient. J’étais haut comme un in-folio./ Deux voix me parlaient».

[28] C. P., p. 5.536s. Hay otra referencia a estos días de obligada escolarización: «Estuvimos ocho días juntos en un colegio de Barcelona ¡pero fue un sueño!» Carta de Guillermo Pérez Bofill a Álvaro d’Ors. Barcelona, 27-X-1946.

[29] Le hacía mucha gracia un pasaje escrito por su padre sobre la bisabuela, Eloísa García Silveira: «Otra de mis abuelas (…) se hacía acompañar a misa por su negrito, portador de un silletín y que, en la iglesia, se quedaba respetuosamente unos pasos atrás de su amita. Un día, a poco de empezado el Santo Sacrificio, el negrito se acercó al oído de la señora y, doliente, le deslizó, bajito: “¡Mi amita, Panchito se afoga! ¡Quítate el cuello!”, le aconsejó, con un susurro, ella. Al cabo de unos momentos, aquél volvió a la carga. “¡Quítate el cinturón!”, deslizó la señora a la nueva queja. Por tercera vez, el “¡Panchito se afoga! ¡Pues quítate los zapatos!”. Aún deslizó el pobre una confidencia final. Pero esta era de alivio y satisfacción. “Mi amita, ¡qué bien está Panchito!”» Eugenio D’ORS, Confesiones y recuerdos, cit., p. 33-34.

[30] En alguna ocasión, Álvaro d’Ors refirió una anécdota de su tío Fernando, quien se hacía visitar por un barbero a diario para que lo afeitara y le arreglara el pelo. El barbero era conocido por «Pepito». En un momento, en plena guerra civil, como consecuencia de los bombardeos de la aviación, Pepito tuvo miedo y se marchó a su pueblo. Fue sustituido por otro colega. Pasado un tiempo, con Pepito ya recuperado de los sustos iniciales, el tío Fernando sintió lástima de despedir al suplente, por lo que se dejaba afeitar dos veces al día, por la mañana y por la tarde, por uno y por otro. Pero la situación se hacía insostenible y el cutis del «afeitando» ya no soportaba un régimen tan continuado por lo que decidió nombrar a Pepito como secretario-acompañante para que le llevara los papeles y le hiciera pequeños encargos. También le regalaba sus trajes cuando dejaba de usarlos —que era al muy poco tiempo de estrenarlos—. A base de tanto trato con el hombre de negocios y acudir tantas veces a su domicilio, el nuevo «secretario» terminó por tomarse algunas «confianzas». El tío Fernando tenía a gala cambiar a diario de bastón (poseía un surtido considerable) y una mañana, después del afeitado de rigor al que le había sometido su «ex»-colega, Pepito salió de la casa al mismo tiempo que el dueño. Observó que tomaba un bastón y se decidió a hacer él lo mismo, para encontrarse con el siguiente correctivo: «Pepito, con bastón solo el señor».

[31] Autoscopia, cit. Por lo que se refiere a la «Semana Trágica» (última semana de agosto de 1909), sus causas no fueron estrictamente laborales, sino también políticas y hasta religiosas. El desencadenante fue el decreto de movilización de reservistas para acudir a la Guerra del Rif. El balance de esos siete días de agitación fue el de 3 muertos y 27 heridos por parte del ejército —que salió a la calle para contrarrestar las algaradas derivadas de la huelga general—; 1 muerto y 46 heridos de la Guardia Civil; 82 muertos y 126 heridos de la población civil, y 4 muertos y 18 heridos de la Cruz Roja. Fueron asaltados e incendiados 80 templos y establecimientos religiosos, profanándose los cementerios particulares de algunos conventos. En los días siguientes, alrededor de un millar de personas fueron detenidas, acusadas de participar en estos desmanes o de instigarlos. Como consecuencia de estos acontecimientos, poco después cayó el gobierno de Maura. Para este asunto, vid. Eduardo COMÍN COLOMER, La Semana trágica de Barcelona, Publicaciones Españolas, Madrid, 1959.

[32] La anécdota está recogida en C.P., p. 5.334.

[33] Le divertía la ocurrencia de su amigo Rafael Gibert que, también incapaz de arreglar lo que se estropeaba en su casa, lo solucionaba poniendo un cartelito con una palabra mágica: “avería”.

[34] C. P., p. 5.534ss.

[35] Tampoco tenía ningún reparo en participar estas incapacidades a sus amigos: Tampoco soy capaz de manejar el fichero electrónico de la Biblioteca, a la que cada día voy menos tiempo; ni sé manejar un tocadiscos estereofónico que tienen mis hijas, y sigo con el viejo de mi despacho. Todo lo que sea cosa de manos me va mal, y, afortunadamente, todavía ando a gusto con la pluma (o bolígrafo) en la mano. Epistolario R. G., Pamplona, 15-X-1985. Según Rafael Gibert, Álvaro d’Ors prefería la pluma al bolígrafo porque decía que este último era demasiado rápido.

[36] Josep Puig i Cadafalch (1869-1956) ejerció la presidencia de la Mancomunidad de Cataluña entre 1917 y 1924, en que Primo de Rivera acaba con la institución.

[37] Epistolario R. G., Pamplona, 21-III-1995.

[38] El original está en catalán.

[39] La nota hecha pública por la Mancomunidad dice así: «No es exacto que la dimisión del señor d’Ors tenga su fundamento en una divergencia de ideas. La ocasiona una cuestión de prácticas administrativas: la divergencia de ideas no se ha presentado durante los dos años en que dicho señor ha formado parte del Consejo de Pedagogía, ni en los dos años y medio en que ha ejercido el cargo de director de Instrucción Pública de la Mancomunidad. La divergencia en las cosas de administración ocasionó el apercibimiento y voto de censura del Consejo por resistencia a justificar a través de un presupuesto un gasto a hacer para la instalación de la Biblioteca de Canet, inaugurada el pasado 8 de diciembre, y el acuerdo de una inspección administrativa en su departamento, votados por unanimidad, los días 3 y 4 del mismo mes respectivamente» [El original está en catalán]. Según el diario El Diluvio (11-I-1920), «la acusación es ésta: ‘Resistencia a hacer un presupuesto para la Biblioteca de Canet’. Es decir, resistencia a hacer un gasto... El Noticiero de ayer noche dice sobre esta cuestión: ‘Creyendo que, en la nota oficiosa facilitada a la prensa respecto a su dimisión de la Dirección de Instrucción Pública no había la necesaria diafanidad, el señor Eugenio d’Ors ha enviado al presidente de la Mancomunidad dos amigos en demanda de una aclaración terminante. Parece que en la nota decía el señor Puig i Cadafalch que el señor d’Ors dimitía por cuestiones administrativas, fórmula equívoca que este último no acepta’. Esta cuestión ha removido apasionamientos que seguramente darán motivo a fuertes polémicas entre nuestra gente literaria y política. Esperemos la respuesta que ha de dar el señor Puig i Cadafalch». Para este tema, vid. Guillermo DÍAZ-PPLAJA, La defenestració de Xènius, Ed. Andorrá, Andorra la Vella, 1967 y Enric JARDÍ, Eugeni d’Ors. Vida i obra, cit., p. 175ss.

[40] Vid. E. JARDÍ, Eugeni d’Ors. Vida i obra, cit. La misma idea sigue vigente 50 años después de la muerte de Xènius. Por ejemplo: «tomó la decisión de marcharse a Madrid. Y por despecho fustigó el catalanismo, cosa que transformó en odio la mucha envidia que se le tuvo, incluso por parte de quienes más le habían seguido. Y si bien su defenestración fue algo arbitraria, a d’Ors no se le perdonó su traición. Y la cosa todavía dura. Visto a distancia es posible que se equivocara al emigrar a la capital del reino. Mucho mejor le hubiera ido de haberse exiliado a París…». Oriol PI DE CABANYES, «D’Ors, medio siglo después», La Vanguardia, 22-IX-2004.

[41] C. P., p. 5.537s. «Querido Babo: ya sé lo mucho que te diviertes con el Abito y que juegas con Guillermo. Supongo debes ser cada día más bueno y que te preparas muy bien para tu 1ª Comunión...». Postal de María Pérez Peix, Madrid, 17-V-1923.

[42] C.P., p. 5.538. El autor de la imagen a que se refiere Álvaro d’Ors es Joan Borrell i Nicolau.

[43] Por ejemplo: «Acompañado de su familia, ha salido para Salzburgo (Austria) nuestro ilustre colaborador D. Eugenio d’Ors». ABC, 7-VIII-1923, p. 8. «Desde Barcelona han salido para Lausanne nuestro ilustre colaborador D. Eugenio d’Ors y su familia». ABC, 17-VIII-1924, p. 19 «Desde Barcelona se han trasladado a Cortina d’Ampezzo (Venecia Tridentina) nuestro ilustre colaborador D. Eugenio d’Ors y su familia». ABC, 15-VIII-1925, p. 16.

[44] Autoscopia, cit.

[45] C. P., p. 5.541ss.

[46] La violencia y el orden, Dyrsa, Madrid, 1987, p. 13-14. En el mismo sentido: [Sobre] la actitud política de mi padre ante los dos jefes militares que gobernaron en España. Ya lo he escrito en algún sitio: la noticia del golpe de Estado de Primo de Rivera nos sorprendió en Suiza (después de terminado el «Guillermo Tell» en Schafberg-alp, cerca de Saint Gilgen, en Austria), y recuerdo su comentario espontáneo: «A ver si se arregla España». Epistolario R. G., Carballedo, 4-VIII-1995. Refiriéndose al Nuevo Prometeo encadenado y al Guillermo Tell, Álvaro d’Ors dice que ambas obras corresponden al mismo momento biográfico, el exilio de Cataluña. Tell es un alegato anti-cantonalista, como el Prometeo es anti-burgués. El «enemigo» es el mismo: el cantonalismo-burgués. Epistolario R. G., Pamplona, 29-XI-1969. Vid. para este asunto el estudio preliminar de Rafael GIBERT al Nuevo Prometeo encadenado. Guillermo Tell, Magisterio Español, Madrid, 1970, así como su contribución al homenaje a Gonzalo Fernández de la Mora (“D’Ors durante la Dictadura, 1923-1930)”, en Razonalismo. Homenaje a Fernández de la Mora, Fundación Balmes, Madrid, 1995.

[47] Epistolario R. G., Pontevedra, 13-IX-1995.

[48] Por la mañana Paulis [Juan Pablo] y yo vimos gran parte de la Exposición (a pie). Por la tarde seguimos viéndola con Tío Fernando (en coche). La Exposición es formidable. Apuntes de un veraneo. 1929.

[49] Hay magníficos Rembrants, Van Meers, Rubens, Tintorettos, Tizianos y luego, como joya, la perfecta Madona Sixtina de Rafael, donde el maestro puso su máxima inteligencia unida al genio pictórico y estético. Apuntes de un veraneo. 1929. La referencia es al Museo de Dresden, que visita el 5-VIII.

[50] Me ha gustado mucho Il Allegro e Il Penseroso de Milton. Está bien esta expresión de “Where more is meant than meets the ear”. Apuntes de un veraneo. 1932. La expresión de John Milton («que dice más de lo que el oído percibe») es muy parecida a otra de Séneca (Epist. 114): «In quibus plus intelligendum est quam audiendum». También es muy significativo este otro pasaje: Martes 19. Por la mañana he traducido veinte versos de la Elegía III del L. IV de las Tristes y por la tarde doce versos más, pero no estoy contento, no sale bien. Sigo para no desanimarme, pero esta parte requerirá una traducción más seria. Por la noche he terminado la introducción al Catulo (edición de la Université de France, Budé) y las tres primeras poesías. Me encanta, y creo que siguiendo a la vez el texto latino y la traducción se debe aprender antes. Jueves 21. He traducido 23 versos de Ovidio, ahora va muchísimo mejor. ¡Cómo se desentrena uno en pocos días! Apuntes de un veraneo. 1932.

[51] De los hermanos de María Pérez Peix, Álvaro se casó con Carmen Bofill Benessat (hermana de Emilio Bofill, padre a su vez de Ricardo Bofill, conocido por su trabajo como arquitecto). Pilar se casó con un militar y terrateniente andaluz, Alfonso Martínez. Por su parte, Fernando permaneció soltero.

[52] «De su infancia solo recuerdo los días que pasaba en Argentona entre los otros primos de Madrid y Cataluña. Nunca se enfadaba, cosa tan frecuente en los niños». Ana María Pérez Bofill, carta al autor. Barcelona, 27-XI-2004. «Hasta antes del año 1931 y dado que yo era un niño y Álvaro un muchacho, solo tengo recuerdos físicos (con esa edad no se mantienen conversaciones) tales como que me bañaba con él en la Playa de Vilassar de Mar y que intentaba enseñarme a nadar». Fernando Martínez Pérez-Peix, carta al autor, La Palma del Condado, 4-X-04. Vilassar de Mar se encuentra a pocos kilómetros de Argentona.

[53] A principios de 1959 (C. P., p. 4.522) Álvaro hizo un resumen, en forma de cuadro, de sus capacidades fundamentales donde constataba su falta de fuerza en los brazos y su confianza en las piernas:

incapaz de ------------soy------------ capaz* de
conducir vehículoshacer largas caminatas
levantar grandes pesosaguantar el miedo
hacer grandes discursosdar lecciones
ser propietarioengendrar
aguantar el sueñobeber sin embriagarme
bailarconducir una batalla
persuadirrenunciar al aplauso
ser diplomáticoser actor
tocar un instrumentodirigir una orquesta
jugar al rugbyesquiar

*capacidad fundamental, aunque pueda faltar la preparación técnica.

[54] Carta de María Pérez Peix. Sin fecha. Podría datarse en los primeros meses de 1923.

[55] Ana Rosa Bello Valenzuela, hija de Antonio Bello (hermano de Pepín Bello, que ha sido el superviviente más longevo de la «Residencia de Estudiantes»), guarda una colección de fotografías de esta época; entre ellas, algunas de este memorable viaje de estudios a Marruecos. De Pepín Bello, Álvaro d’Ors escribirá: Era hermano de un querido compañero mío de Bachillerato, Antonio Bello, naturalista y agricultor; el padre había sido un ingeniero conocido como continuador efectivo de los desvelos hidráulicos de Joaquín Costa. Veladas imaginarias, cit.

[56] Catalipómenos, cit.

[57] «Aún creo verte con tu marinera negra y tus borlas en las medias, cuando juntos a nuestros nueve años íbamos cantando camino del 1º-A ¿te acuerdas? Tú siempre fuiste el mejor. ¿Te acuerdas cuando aprendimos ‘La carrera’, aquella poesía larga...?». Carta de Jaime Nadal a Álvaro d’Ors, Palencia, 23-VII-1937. Los alumnos del Instituto-Escuela debían aprender todos los meses, de memoria, una poesía del tipo Los motivos del lobo, La sonatina, La marcha triunfal, A la gloria inmortal del Duque de Osuna… Por lo que se refiere a la indumentaria de Álvaro en este momento, se ve que el clima de Madrid había sido motivo de preocupación para su abuelo, acostumbrado a inviernos menos rigurosos: «Como tú eres un buen estudiante y hace tanto frío por las mañanas y por las tardes cuando vas y vuelves del colegio, me parece que lo mejor que te puedo regalar es un ruso de abrigo y unas botas fuertes, con doble suela». Carta de Álvaro Pérez González. Alicante, 18-II-1924.

[58] Se refiere a Tomás de Atauri. Se conservan varios cuadernos de Álvaro en los que esmera su caligrafía y reproduce, también con colores, muchos de estos dibujos a los que alude. Otro profesor de Ciencias Naturales era Federico Gómez Llueca.

[59] Catalipómenos, cit. Otra visión de este mismo asunto, sosteniendo que eran muy pocos los que «daban» religión: «La proporción de los que estudiábamos Religión en el grupo A era pequeñísima: unos seis o siete sobre treinta». Julio CARO BAROJA, Los Baroja (Memorias familiares), Caro Raggio, Madrid, 1997, p. 148.

[60] Juan TORROBA GÓMEZ-ACEBO, “Años de estudiante de Álvaro d’Ors”. En Homenaje a Álvaro d’Ors. Fernán Altuve-Febres Lores (compilador). Lima, 2001, p. 21. Por lo que se refiere a la Música, la clase la dirigía el maestro Rafael Benedito Vives. Entre otras actividades, los alumnos interpretaban canciones de distintas regiones españolas. «Los pastores» quedó como himno oficioso del Instituto-Escuela.

[61] Rafael DOMINGO, «In memoriam. Álvaro d’Ors», Nueva Revista (95), septiembre-octubre 2004, p. 62. En el mismo sentido: Sobre el bachillerato (…) reconozco que «lo más formativo» para mí, de esos años, fue el hacer cacharros de barro en un torno y decorarlos, dibujar mapas, traducir griego y latín, y hacer una colección de insectos. Epistolario E. V., Pamplona, 3-III-1992.

[62] C. P., p. 5.546s.

[63] Muchos años después recordaría esta actitud suya: Yo me dejo llevar y traer, y procuro estar contento allí donde esté; lo que más me cuesta es moverme, y veo en esto un rasgo de mi infancia, cuando no me gustaba salir de casa. El viejo vuelve a la infancia... También mis dibujos de hoy, aunque más ambiciosos, recuerdan el estilo de los que hacía de niño. Epistolario R. G., Pamplona, 19-X-1994.

[64] Notas a M.T.

[65] Juan TORROBA GÓMEZ-ACEBO, “Años de estudiante de Álvaro d’Ors”, cit., p. 22.

[66] C. P., p. 5.540.

[67] Juan TORROBA GÓMEZ-ACEBO, “Años de estudiante de Álvaro d’Ors”, cit., p. 22-23.

[68] Veladas imaginarias, cit. En el mismo sentido, Julio CARO BAROJA, Los Baroja (Memorias familiares), cit., p. 152, añade: «Los domingos celebraba un rito especial. Consistía este en ir en un tranvía o el metro a los Cuatro Caminos, salir por allí a Peña Grande y meterse en El Pardo, por una parte que quedaba sin tapia. Al pie de una encina, frente a la sierra, don Martín Navarro desplegaba su manta, sacaba un almuerzo frugal y peroraba o dialogaba socráticamente con algunos alumnos». Navarro Flores murió en el exilio mejicano.

[69] Se trata del padre del político Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón.

[70] «El cuerpo docente del Instituto-Escuela se estructuraba en tres niveles: Maestras de primera enseñanza. María de Maeztu, María Goyri, Juana Moreno, Teresa Recas, María Rodríguez, Amalia Lafuente, Teresa Olivé y Pepita Castán. Profesorado de clases especiales (Idiomas, Trabajos manuales y Música). Odette Boudes, Jacinto Alcántara, Francisco Benítez, Lorenzo Gascón, Roselló, Rafael Benedito, Srta. Mayor, Hnas. Quiroga. Doce catedráticos de enseñanza media: Francisco Barnés Salinas, Julio Carretero, Miguel Catalán Sañudo, Luis Crespí, Samuel Gili y Gaya, Federico Gómez Llueca, Miguel Herrero García, Andrés León Maroto, Antonio Marín, Martín Navarro Flores, José Sánchez Pérez y José Vallejo Sánchez». Germán SOMOLINOS, «El Instituto-Escuela». Boletín de la Corporación de Antiguos Alumnos de la Institución Libre de Enseñanza, del Instituto-Escuela y de la Residencia de Madrid; Grupo de México. Circular nº 37; 7 de junio de 1961.

[71] Catalipómenos, cit. A este mismo compañero se refiere también Julio CARO BAROJA, Los Baroja (Memorias familiares), cit., p. 146: «Había un niño (...) muy grande, gordo y como adormilado (...) Le iba a buscar una doncella o ama, muy alhajada, como las ‘añas’ de Bilbao, que llevaba un termo de café con leche para que el pobre ángel merendara a su hora. El espectáculo del niño con su ama y su termo excitaba la risa y la broma de los otros. Así, durante años se le conoció con el apodo de ‘Pepito Biberón’».

[72] C. P., p. 187s. [la anotación es del lunes 7-IX-1936]. La referencia al «diario de Kostia Riatzef» alude a la obra de N. OGNEV que posiblemente Álvaro d’Ors conociera en su versión francesa: Journal de Kostia Riabtzev, trad. d’aprés l’originale et adapté par H. Pernot, Calmann-Lévy, París, 1928. El original, en ruso, vio la luz en Moscú un año antes.

[73] Julio Caro Baroja, Los Baroja (Memorias familiares), cit., p. 170.

[74] Autoscopia, cit. Por lo que se refiere a la presencia de Maruchi Fresno en el grupo citado, conviene aclarar que no era propiamente alumna del Instituto-Escuela, sino hermana de un compañero de curso, de apellido Gómez Pamo, hijos del caricaturista y actor Fernando Gómez del Fresno, “Fresno”. Ella tomaría el segundo apellido de su padre como nombre artístico para su carrera de actriz de cine y teatro. Se licenció en Ciencias Químicas en 1939, si bien cinco años antes ya había comenzado a trabajar como actriz. A lo largo de su vida profesional intervino en más de 40 filmes.

[75] Julio CARO BAROJA, Los Baroja (Memorias familiares), cit. p., 170.

[76] Por ejemplo, un ensalmo de Marcelo Empírico contra la amigdalitis: «Albula glandula/ nec doleas nec noceas/ nec paniculas facias/ sed liquescas tamquam salis in aqua», o este otro de Vegecio Renato, contra la hemorragia de las bestias: «Focus alget, aqua sitit, cibaria esurit/ mula parit, tasca masce, venas omenes». Recogidos en Veladas imaginarias, cit. Sobre los ensalmos volvería a escribir en más ocasiones. Por ejemplo: El uso de ensalmos de la vieja curandería pertenece al mismo ámbito que la confianza irracional en la manipulación inexplicable del científico moderno. El hombre de fe que cura en nombre de Dios es un taumaturgo, pero el que aparece curando por la virtud de sus propias manipulaciones secretas es un mago. “Correo académico”, El Faro de Motril. 21-VII-1970, p. 9.

[77] Homenaje a Julio Caro Baroja, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1978. En la dedicatoria de su artículo, en una nota inicial, Álvaro d’Ors dice que hace medio siglo, cuando Julio Caro Baroja y yo íbamos por los primeros cursos del bachillerato, en el Instituto Escuela, de Madrid, él era ya un sabio del mismo fuste y facha que hoy. Luego, en los años de Universidad, su erudición me animó a estudiar las incantationes de la curandería romana, para las que él me ofrecía material comparativo, sobre todo vasco. No sin emoción vengo a ofrecerle hoy una contribución de homenaje que recuerda aquellos temas de nuestras conversaciones juveniles. p. 815.

[78] Vid. infra lo relativo a la concesión de este premio bajo el epígrafe “Magnanimidad”.

[79] Julio CARO BAROJA, Los Baroja (Memorias familiares), cit., p. 157.

[80] Francisco Barnés Salinas estaba casado con Dorotea González de la Calle, hermana del que sería profesor de latín de Álvaro en la Universidad, Pedro Urbano González de la Calle. Francisco Barnés se exilió a México, donde murió en 1947.

[81] Cristóbal ROBLES MUÑOZ, La Santa Sede y la II República (1934-1939). Paz o victoria. Acci, Madrid, 2016, 2ª ed., p. 274. Vid. también Francisco MARTÍ GILABERT, Política religiosa de la Segunda República Española, Eunsa, Pamplona, 1998.

[82] Por las cartas que le escribe a su amigo se puede ver cómo la religión forma parte muy importante de sus charlas. En estas cartas de Barnés a d’Ors hay referencias a conversaciones previas sobre este asunto.

[83] La historia —novelada y sin mencionar el nombre auténtico del protagonista— la relata Pío BAROJA en Aquí París, Caro Raggio, Madrid, 1998 y Miserias de la guerra, Caro Raggio, Madrid, 2006. Don Pío conocía al personaje a través de su sobrino Julio Caro. Por otra parte, Barnés se entrevistó con el novelista en París, poco antes de regresar a España para incorporarse a las filas del Ejército Republicano. La entrevista se celebró en la sede del Colegio de España, donde don Pío se encontraba temporalmente refugiado. Barnés acudió en compañía del que sería su cuñado, un hijo de José Giral. También Caro Baroja cuenta los mismos hechos porque se los relató una compañera de la Facultad de Filosofía en San Sebastián (posiblemente Carmen García Parra) nada más terminar la guerra. Según la versión de don Julio, el asesinato de su amigo pudo deberse a cuestiones no políticas: «Tenía su cadáver dos tiros que le habían dado, traicioneramente, por la espalda, algunos soldados de sus mismas filas que le eran hostiles por rivalidades monstruosas: le consideraban ‘señorito’, joven, guapo, con éxito entre las mujeres, etc. Y esto fue bastante para que segaran su vida». Los Baroja (Memorias familiares), cit., p. 310. En un cuaderno titulado Memoranda familiae, en el que Álvaro d’Ors recoge casi todos los acontecimientos importantes de su familia desde 1853 (fecha del nacimiento de su abuelo Álvaro Pérez), en la hoja correspondiente a 1937 puede leerse: 22/6. Muere en el frente rojo mi amigo Juan Barnés. Enterrado en el Cementerio del Este. Zona 7, nº 283, fila 3ª.

[84] «Escribo desde la infancia. Ya en el Bachillerato fundé una revista con Álvaro d’Ors, hoy ilustre catedrático…» Gregorio MARAÑÓN, ABC, 24-III-1972, p. 34.

[85] Autoscopia, cit. La entrevista la había conseguido Juan Pérez de Ayala, que tenía acceso al torero a través de su padre. Hay una reseña en La Gaceta Literaria de 15-III-1928, en la que su director, Ernesto Giménez Caballero, da cuenta de la aparición de la revista y de sus redactores, «todos los Hijos de sus ilustres Padres», que revelan, a veces, «intimidades de los padres, que se entrevén por los temas y ambientes que tratan los hijos. Así, el de Ortega se descubre como un entusiasta novelista (…) Marañón y Moya muestra genio directriz de sangre periodística pura. Álvaro d’Ors, sale puntual y viajero, como su padre…».

[86] Catalipómenos, cit. Por lo que se refiere a Pola Negri, se trata del seudónimo de Barbara Apollonia Challupiec (1894-1997), la que fue la rival de Gloria Swanson mientras el cine era mudo.

[87] Eugenio d’Ors y José Ortega y Gasset «se medían» y mantenían una cierta distancia: Xènius decía que Ortega y él «solo coincidían en las listas alfabéticas».

[88] Vid. para este asunto “Álvaro d’Ors Pérez-Peix”, Oretania (23-24), mayo-diciembre 1966, p. 315. El artículo, que está sin firmar, dentro de la serie “Galería de colaboradores”, podría ser obra del director de la publicación, Rafael CONTRERAS DE LA PAZ.

[89] C. P., p. 5.539s.

[90] Cuore figuraba como libro de lectura en la escuela elemental. Estos gustos literarios están extractados de sus propias confesiones en Veladas imaginarias, cit.

[91] Veladas imaginarias, cit. Se conserva el original de un esbozo de novela que no tiene título, y sí muchas ilustraciones suyas. Su protagonista es un judío que se llama Samuel Benslivon, y es de ca. 1930. No sería imposible que esta fuese la que él menciona, pero que no llegó a quemarla. O no...

[92] La Libertad, Madrid, 9-I-1929, p. 5.

[93] Catalipómenos, cit.

[94] Catalipómenos, cit.

[95] Le gustaba el montañismo, aunque decía que «la montaña no me da paz, me atemoriza». Testimonio de Javier Nagore, Pamplona, 29-IX-2005.

[96] Samitier destacó en el F.C. Barcelona por su perfección técnica. Más tarde ficharía por el Real Madrid. La relación con Juan Ors la sabemos a través de una entrevista a don Eugenio: «Me hice zamorista, en oposición a mis hijos que eran samitieristas (...) Mi verdadero instructor ha sido Samitier. Entonces este jugador estaba de dependiente en casa de un pariente mío, don Juan Ors. Le mostraba gran simpatía y se encontraban muy contentos con tenerle en casa. Pero un día se fue para no volver más. Había dejado sus cosas de pequeño aprendiz de comercio por el fútbol». Entrevista a Eugenio d’Ors bajo el título de La quiniela de... Eugenio d’Ors, firmada por “Cronos”, Arriba, Madrid, 16-III-51, p. 19. Refiriéndose a un encuentro internacional de fútbol en 1966, Álvaro d’Ors comentó a Emilio Valiño que, frente a Samitier (que pretendía hacer solo todo el juego), los jugadores de ese momento, como Eusebio o Boby Charlton, le parecían muy superiores.

[97] Se refería, en conversación con el autor, a su discípulo Rafael Domingo, que, entre los años 85 y 89, ya jubilado don Álvaro, trataba de que su maestro no perdiera contacto con los alumnos. Con ese objeto, procuraba que diera alguna que otra clase, lo que le deparaba una especial satisfacción por seguir sintiéndose «útil para el servicio». Su incompetencia futbolística (En el equipo de fútbol de mi colegio no pasé de ser «suplente». Autoscopia, cit.) le llevó a apreciar la de otros, en especial, la de sus hijos cuando, de pequeños, practicaban este deporte: Ángel tuvo muy buenas notas. Los otros las esperan; sin gran preocupación por parte de Miguel, que jugó un partido de fútbol «con camiseta», de extremo izquierdo, y metió el gol del desempate… Epistolario R. G., Roma, 25-VI-1959.

[98] Catalipómenos. Cit.

[99] Veladas imaginarias, cit. Su colaboración en la Revista Internacional de Estudios Vascos, 42 (2), 1996, lleva por título el nombre de su amigo: «Julio Caro Baroja». También se reunía con Caro en otras tertulias como la del Mesón del Segoviano, en el Café de Varela, en el de Platerías y hasta en su casa de la calle Ruiz de Alarcón. Entre otros contertulios fijos, se encontraban Antonio Bello, José Vallejo, Antonio Tovar, Ángel Pariente y Manuel Fernández Galiano. «En nuestra vida universitaria fundamos, o más bien fundaron y yo me incorporé, un círculo ingenuo y encantador en que comentábamos y exponíamos nuestras lecturas. Teníamos impaciencias semejantes en campos mentales totalmente distantes, como se demuestra en las personalidades de los amigos (…) Otro de los contertulios era Álvaro d’Ors, que luego habría de ser catedrático de Derecho Romano. Era un estudioso, pero además, contagioso, factor que en pocos he apreciado…» Antonio BELLO LASIERRA, Visión del mundo actual por un naturalista, Ayuntamiento de Huesca, Gráficas Alós, S.A., Huesca, 1993, p. 19.

[100] Julio CARO BAROJA, Los Baroja (Memorias familiares), cit., p. 175. Es posible que Caro Baroja escribiera el párrafo transcrito con cierta sorna, ya que el papel de sacristán en el entremés de Luis Quiñones de Benavente (1589-1651) es muy escaso, con solo 4 intervenciones breves. El protagonista es el dueño de una casa desde la que se puede ver la corrida de toros en la plaza del pueblo. Sin su consentimiento, la autoridad le «instala» como invitado a un viajero italiano que quiere ver cómo es la «Fiesta Nacional». Para evitar quedarse sin su sitio, simula su propia muerte a causa de una hipotética peste y conseguir así que el italiano, temeroso de contagiarse, no acuda. Álvaro d’Ors hizo el papel de italiano, con 15 diálogos largos. A esta representación asistió Federico García Lorca, que logró interesar a Juan Barnés para que se uniera a su grupo de teatro —«La Barraca»—, si bien este lo dejó a los pocos días.

[101] Se conserva un certificado con el sello de The Polytechnic: «This is to certify that Álvaro d’Ors was awared First Class Pass with Distinction in English for Foreigners —Intermediate Stage— at the examination held on 28th August 1931».

[102] En una carta a su madre, Álvaro dice que «después de cenar, me quedo hablando con Thomas Marshall, que es el músico o me subo al cuarto y trabajo hasta las 10 o así». Carta a María Pérez Peix, Londres, agosto, 1931.

[103] Veladas imaginarias, cit. En la biblioteca de Álvaro d’Ors se conserva un libro de TREND: A Picture of Modern Spain Men & Music, Constable & Co. Ltd., London, 1921.

[104] Carta a María Pérez Peix. Londres, agosto, 1931.

[105] Catalipómenos, cit. En los últimos años del siglo XIX, se descubrieron en la región de Tanagra (Beocia) gran cantidad de figurillas en el interior de unas tumbas. Por su procedencia, a estas piezas se les da el nombre de «tanagras». Más que su por su valor artístico, tienen interés por el testimonio que ofrecen sobre la vida cotidiana de la época. En una carta a su madre le dice que «Casi todas las mañanas me paso dos o tres horas en la Sala de Terracotas del British». Carta a María Pérez Peix, Londres, agosto, 1931.

[106] Catalipómenos, cit. Es mi poesía preferida de toda la literatura inglesa. Veladas imaginarias, cit. La «Ode on a Grecian Urn» de John Keats describe en 50 versos lo que le sugiere la decoración de la pieza y su misma forma, para dar paso desde ahí al poder del Arte para eternizar la vida, dotándola de una verdad esencial. La última estrofa dice así: «Thou, silent form! dost tease us out of thought/ As doth eternity: Cold Pastoral!/ When old age shall this generation waste,/ Thou shalt remain, in midst of other woe/ Than ours, a friend to man, to whom thou say’st,/ Beauty is truth, truth beauty, that is all/ Ye know on earth, and all ye need to know». Desgraciadamente no disponemos de ninguna de las traducciones que, con certeza, hizo Álvaro d’Ors. Una aproximación a este texto —difícil— podría ser así: «Tú excedes, callada forma, al pensamiento/ como la eternidad: ¡égloga fría!/ Cuando el tiempo consuma a esta generación/ continuarás en medio de otro infortunio,/ como amiga del hombre al que dices:/ “la belleza es verdad; la verdad, belleza, esto es cuanto/ sabes sobre la tierra y lo que necesitas saber”».

[107] Veladas imaginarias, cit. También: La traducción de Keats por Mariano Manent (…) me parece excelente. Yo hice muchas traducciones de poesía inglesa, y también latina, pero es muy difícil, pues el castellano, que sirve estupendamente para el tono sordo de san Juan de la Cruz, y para el sentencioso cuplé, no sirve para la poesía musical y brillante, por exceso de vocales. Epistolario R. G., Pamplona, 26-IX-1971.

[108] Catalipómenos, cit.

[109] Juan Torroba Gómez-Acebo, “Años de estudiante de Álvaro d’Ors”, cit, p. 23.

[110] Sus nombres son: Juan Torroba, Gustavo Jiménez, Leopoldo Castedo, Manuel Pausa, José Campos, Enrique Allais, Alberto Tapia, Ramón G. Peris, Agustina Palacios, Juan Pérez de Ayala, Manuel de Sola, Julio García, Julio Bermejo, Juan Negrín, Alfredo Bustinduy, Antonio Bello, Enrique Moles, Calvo, Joaquín Sánchez Covisa, Eduardo de la Serna, Julio Romeo, Manuel García Moreno, Manuel Ballesteros, Demetrio Palazuelo, Rafael Bartolozzi, Julia Galindo, Teresa Sánchez Covisa, Isabel Palencia, Aurora Cuartero, María Teresa Díez-Canedo, Manuel Robles, Luis Vaquero, Carmen García Parra, Rosario Sáinz Armesto, Guillermina Betancort, Nogueras Piniés, Agustín Barbón, Alfonso Vitórica, Ángel Castilla, Luis García Linares, Vicente Landeta y Cayetano Ortega. La relación de los personajes fotografiados se debe a las anotaciones que hizo Antonio Bello Lasierra, facilitadas por su hija Ana Rosa Bello Valenzuela, completadas por Carmen García Parra de Palacios.

[111] Catalipómenos, cit.

[112] «Ya estás pensando en nuevos trabajos. El D[ere]cho Romano es tan demasiado estrecho para ti, que quieres conquistar también el D[ere]cho Político. Detente hombre, detente... no arrolles. ¡Latín, griego, alemán, D[ere]cho Romano, D[ere]cho Político, etc., etc. ¿Falta algo?». Carta de Juan Barnés a Álvaro d’Ors, Ávila, 23-VII-1934.

[113] Morente me examinó de ingreso, antes de ordenarse, tras su conversión, y, naturalmente, me preguntó «Kant». Epistolario R.F.C., Pamplona, 30-XII-1995. La primera vez que yo hablé con Morente fue, como alumno, en el examen de ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras. De esto hace ya veinte años. Me preguntó Kant. Y yo, después de expectorar los tópicos de rigor, pasé muy ladinamente a Platón, que me era algo más familiar. Morente me dejó en mi discurso. Después de todo, Kant no es una lectura para muchachos. «Recuerdo agradecido». Ateneo (32), Madrid, 11-IV-1953.

[114] Autoscopia, cit. José Castillejo y Duarte (1877-1945). Discípulo de Giner de los Ríos, en 1905 ganó la cátedra de Instituciones de Derecho Romano de la Universidad de Sevilla. Secretario Permanente de la «Junta para la Ampliación de Estudios» y miembro del «Comité de Cooperación Intelectual de la Liga de Naciones». Casado con la inglesa Irene de Claremont, moriría exiliado en Londres. Para una aproximación al personaje, vid. Luis PALACIOS BAÑUELOS, José Castillejo. Última etapa de la Institución Libre de Enseñanza, Narcea, Madrid, 1979. Vid. también la versión que su mujer proporciona, no solo de Castillejo, sino del ambiente cultural de la época, en Irene DE CLAREMONT, Respaldada por el viento, Ed. Castalia, Madrid, 1995.

[115] Menéndez Pidal era el director. Por él sentía Álvaro d’Ors profunda admiración: A Don Ramón lo vi por primera vez en una circunstancia muy singular. Siendo yo niño me hallaba una tarde en el pueblo serrano de San Rafael, donde él veraneaba, y su hijo Gonzalo quiso enseñarme un tren eléctrico que tenía instalado en el jardín de su chalet. Allí es donde vi, durmiendo la siesta sobre un colchón, a Don Ramón. Esta imagen tan plácida del sabio me hizo ver el secreto de la vida de Don Ramón: el sosiego en un trabajo esforzado y constante; en este sentido hablo yo de su ejemplaridad. Veladas imaginarias, cit.

[116] Papeles del oficio universitario, Rialp, Madrid, 1961, pp. 347-348.

[117] Es de suponer que las responsabilidades de Castillejo en el Instituto-Escuela y su relación con Eugenio d’Ors le hubieran llevado a saber de la existencia de su futuro discípulo, aunque todavía no tuviera relación directa con él.

[118] Hay una referencia a este hecho: Conservo mi primer trabajo, leído en el Seminario de Castillejo en marzo/ 1933! Epistolario R. G., Santiago, 16-XII-1960. Un resumen de este trabajo podría ser el que figura como nota 5 del §172 de Derecho Privado Romano, Eunsa, Pamplona, 1968. Vid. infra “1957. Empieza el DPR”.

[119] “Retrospectiva de mis últimos XXV años”. Atlántida (13), 1993, nº 612, p. 90. Se conserva una carta de Castillejo a d’Ors en la que se constata esta ayudantía: «11-III-36. Querido Ors: Me preguntan algunos alumnos si Vd. podría dar sus prácticas por la tarde un día que no sea Miércoles ni Viernes, que son incompatibles para ellos. ¿Quiere Vd. consultar con los que asisten y con las ocupaciones de Vd. y decirme lo que puedo contestar? Suyo afectuosamente, José Castillejo».

[120] Epílogo de Papeles del oficio universitario, cit., p. 348.

[121] Epistolario R. F. C., Pamplona, 17-II-1996. Cuando Castillejo usaba la bicicleta para ir a la Central, solía dejarla en una portería próxima para evitar las burlas de los estudiantes.

[122] En sus Cuadernos Personales hay unas anotaciones al hilo de la lectura de un libro (Luis PALACIOS, José Castillejo. Última etapa de la Institución Libre de Enseñanza, cit.), en el que se puede leer: n. 30.10.1877, en Ciudad Real, † 30.5.1945, en Londres. Castillejo, hombre muy dotado para la gestión y la organización económica, no sin cierto sentido de la justicia y con buena dosis de austeridad y sentido común, fue un fanático liberal, al estilo volteriano (...) Este libro muestra hasta qué punto fue decisivo en su vida el encuentro con Giner de los Ríos, que le hizo perder la fe... C. P., p. 7.183s.

[123] Se trata de un bar-restaurante, todavía hoy en funcionamiento, en la Calle Ventura de la Vega, en el centro de Madrid, cuya razón social se debe a la unión de las primeras sílabas de los nombres de los tres primeros socios: Higinio, Lorenzo y Guillermo.

[124] Autoscopia, cit.

[125] Catalipómenos, cit.

[126] Luis Jiménez de Asúa (1889-1970). Catedrático de Derecho Penal en la Universidad Central de Madrid. Fue elegido diputado a las Cortes Constituyentes por el PSOE y presidió la comisión parlamentaria encargada de elaborar la Constitución de la Segunda República (1931). También fue vicepresidente de las Cortes salidas de las elecciones de febrero de 1936 y ostentó el cargo de Presidente de la República en el exilio, entre 1962 y 1970.

[127] Epistolario R. G., Pamplona, 6-VI-1998. El atentado se produjo a la puerta de la casa de Jiménez de Asúa el 13 de marzo de 1936. Tres individuos dispararon con pistolas contra el catedrático y diputado, resultando muerto el policía Jesús Gisbert, destinado al servicio de escolta del político. Un día después, con motivo de su entierro, unos agitadores instigaron a las masas al incendio de la iglesia de San Luis de los Franceses. Los estudiantes que atentaron contra Jiménez de Asúa eran falangistas: Alberto Ortega Arranz, Guillermo Azúa y Alberto Aníbal (los dos últimos lograron fugarse a Francia en una avioneta). Álvaro d’Ors conocía a Alberto Ortega que no murió en Madrid, sino en una «saca» de presos que se hizo en la cárcel de El Dueso (Santander) el 7-XII-1936, donde cumplía una pena de 21 años y seis meses por asesinato. Para el tema del atentado, vid. Alejandro CORNIERO Álvarez, Diario de un rebelde, Barbarroja, Madrid, 1991, p. 150. Por lo que se refiere a Ortega, vid. José Luis GONZÁLEZ GULLÓN, DYA. La Academia y Residencia en la historia del Opus Dei (1933-1939), Rialp, Madrid, 2019.

[128] C. P., p. 7.489.

[129] Se conservan dos trabajos sobre esta materia: Nota sobre la naturaleza jurídica de los derechos de autor, por Álvaro d’Ors Pérez-Peix, estudiante del Seminario de Derecho Civil y alumno libre del primer curso de dicha asignatura. Madrid, II-1935, y Nota al artículo 1.145 del Código Civil. Álvaro d’Ors Pérez-Peix, alumno libre del primer curso de Derecho Civil.

[130] La violencia y el orden, cit., p. 26.

[131] Como ha quedado dicho, era tío de su amigo Juan Barnés González de la Calle. Catedrático de Latín, era además una de las pocas personas en España que sabía sánscrito. Con barba negra, era un hombre grave, muy cuidadoso de su lenguaje y cumplidor de su oficio. «Don Pedro Urbano González de la Calle, extraño tipo de humanista, parecía por su aspecto un severo alfaquí, flaco y espiritado. Yo creo que en aspecto e ideas era el último krausista que ha existido». Julio CARO BAROJA, Los Baroja (Memorias familiares), cit., p. 157. Tras la guerra civil se exilió a Colombia y finalmente a Méjico, de donde no quiso ya volver a España: «Un día en una fiesta, Don Urbano coincidió con un ministro español que le dijo que ya podía volver a España porque Franco había perdonado a los republicanos. A don Urbano se le puso la barba de punta y le contestó: “lo que hace falta saber es si yo le he perdonado a él”, se dio la media vuelta y se fue». Mercedes DEL AMO, “Una mañana con la arabista Manuela Manzanares de Cirre”, Revista de la Consejería de Educación de la Embajada de España en Rabat (XIV), 2003, p. 14.

[132] Véase, por ejemplo, El Sol de los días 10-II-1934, p. 4 y 7-IV-1934, p. 4.

[133] Víctor d’ORS (en colaboración con Carlos d’ORS), Notas para la elaboración de una biografía de Eugenio d’Ors [Original inédito].

[134] Véase, por ejemplo, la glosa “Divorcio y bastardía”, ABC, 12-VI-1932, p. 7. Recogida en Nuevo Glosario (II), Aguilar, Madrid, 1947, p. 785.

[135] Vid. infra, OTOÑO-INVIERNO DE 1938. OFICIAL PROVISIONAL. El gobierno de Franco derogó la ley del divorcio, estableciendo en una disposición transitoria que, a instancia de parte, podían anularse las sentencias de divorcio firmes dictadas por tribunales civiles respecto de matrimonios canónicos, como era el caso de Eugenio y María.

[136] Durante la República, que le asqueaba, vivía más en París que en Madrid. Epistolario R. G., Carballedo, 4-VIII-1995. Tras el divorcio cambió el piso de la Rue du Jasmin por otro en el número 4 de la Plaza Emmanuel Chabrier.

[137] De cualquier forma, la muerte de Eugenio d’Ors en 1954, cuando Álvaro ya era padre de 6 hijos de corta edad, permitió que esta situación quedara bastante desdibujada para la familia d’Ors-Lois, ya que apenas tuvieron contacto con él. Desde 1944, yo no tuve muchas ocasiones de hablar con mi padre. A Santiago vino una vez, y conoció, en su cuna, a Miguel, el único nieto que llegó a ver. Epistolario R. G., Pontevedra, 6-X-1992.

[138] Por ejemplo, siguió muy de cerca los pasos que dio su amigo el romanista Gabrio Lombardi en la campaña que emprendió por el «no» en el referéndum sobre el divorcio en Italia, en mayo de 1974. También vivió con especial intensidad la aprobación de la correspondiente ley que vio la luz en mayo de 1981, en España. En el mismo sentido, le gustaba hacer un pequeño test para saber si una persona era “de izquierdas” o “de derechas” y que consistía en elegir entre divorcio y prostitución, entre revolución y guerra, y entre aborto y pena de muerte. A su juicio, los partidarios del divorcio, la revolución y el aborto serían típicos representantes del pensamiento izquierdista, mientras que el resto de las opciones (prostitución, guerra y pena de muerte), a pesar de ser males en sí, no afectarían a la estructura misma de las instituciones sociales. Serían «males menores», aunque su posición sobre el «mal menor» era muy clara: No me avengo al «mal menor». Aspiro al «bien mayor», aunque siempre me quede en el «bien menor». Pero, el «mal», el «mal» no se puede desear aunque sea menor que otro posible. Esto me dificulta actuar en Política... y colaborar en muchas cosas. C. P., p. 6.939. La idea misma de que se puede optar por el mal en razón de que puede haber otro mayor, que siempre lo hay, no sirve más que para debilitar la coherencia de nuestra fidelidad. Epistolario M.C.A., Pamplona, 29-I-2000.

[139] Catalipómenos, cit. Mis cuadernos-diarios, con tantas cosas vagas, intuiciones, notas de erudición, suspiros de la oración... Epistolario R. G., Pamplona, 19-V-1999.

[140] Estas lecturas dejan traslucir claramente su preferencia por el mundo clásico griego y latino (entre otros muchos, ARCHI, Il trasferimento della proprietà nella compravendita romana; HAMBIDGE, Dynamic Simmetry. The Greek Vase; Wilamovitz, Die Galliamben des Kallimachos und Catulus; PREISENDANZ, Papyrusfunde und Papyrusforschung; o BOSSIER, Ciceron et ses amis) aunque tampoco faltan libros de otros ámbitos temáticos (SCHRAMM, Donoso Cortés. Leben und Werk eines spanischen Antiliberalen; NEWMAN, Apologia pro vita sua).

[141] Por ejemplo, sobre el significado de algunas palabras de la obra de Varrón, particularmente de las Saturae Menippeae.

[142] Así, por ejemplo, sobre las incantationes en la obra de Plinio (p. 3s.), de Marcelo (p.5-7), o de Virgilio (p. 7); sobre las Epistulae de Séneca (p. 11-13 y 30-31); «sobre la fecha del proceso de la mujer de Arezzo» defendida por Cicerón cuando era adulescentulus (p. 42-44); o un largo comentario (p. 48-57 y 60-66) sobre la clasificación de las cosas (rerum divisio) desde el punto de vista jurídico.

[143] «Sobre una Selecta Varronis: Sería interesante (¿para quién?) hacer una recopilación de Varrón… (p. 13-16); Latinos españoles: Hay que proponer a D. Pedro el proyecto de editar una colección de textos hispano-latinos… (p. 34-35).

[144] Sobre Papirología (p. 17 y 48); sobre Alejandro Severo (p. 58).

[145] C. P., p. 69.

[146] La “comedia togada” de Lucio Afranio (segunda mitad del s. ii a. C.) es un género centrado en la recreación de la vida familiar de las clases medias en las ciudades itálicas. De su obra solo se conservan fragmentos (unos 400 versos y 40 títulos).

[147] C. P., p. 469ss. [la anotación es del día 24-XII-1936].

[148] Uno de los motivos por los que Álvaro d’Ors quería viajar a Heidelberg era para asistir a alguno de los actos organizados con motivo del 550 aniversario de la fundación de aquella Universidad. En el segundo de sus Cuadernos Personales hay anotado en la última página un cálculo de tiempos: Barcelona - Lyon: 15 horas; Lyon - Genève: 5 horas y otro económico: Recibo 205, recibo 225 (200 mías) = 430. Tren 430 - 68= 362. C.P, p. 151s.

Álvaro d'Ors

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