Читать книгу Fuga permanente y otros cuentos - Gabriela Alemán - Страница 8
ОглавлениеEl tiempo no pasó:
Aquí está.
Pasamos nosotros.
Solo nosotros somos el pasado.
José Emilio Pacheco
El verano es la estación de los opuestos: si no mueres, sobrevives. Es lo que me decía al regar las bromelias y astrolabios abrasados por el sol. No intentaba sosegar mi espíritu sino darme un pie para registrar el dato en mi cabeza. Cualquier cosa, no me estoy poniendo más joven y toda ayuda es bienvenida. Como ya no puedo ir a gran velocidad abrazo las tardes en el balcón aunque riña con el calor. Suelo responder a su flagelo a la sombra de mis helechos, con una gran jarra de jugo de naranja y mucho hielo a mi costado. A las tres de la tarde me senté, vaso en mano, dispuesta a arrinconar al mundo desde mi asiento; mi lentitud me abruma —aún no logro, después de tantos años— registrar mi impotencia frente a la desesperanza universal. En eso pensaba cuando llegó el frenazo a raya de un automóvil en la esquina. Hasta levantar la vista el carro ya había arrancado y lo único que alcancé a ver fue a una mujer que jalaba las trenzas de una niña de tres o cuatro años mientras cargaba a otro niño o, más bien, lo llevaba prendido de su piel. Entré a casa, advertido el peligro, para colocar más azúcar en mi bebida, pero no por ello dejé de interesarme por lo ocurrido abajo. Podía ver la mímica de la mujer regañando a la niña. Salí, me incliné sobre la baranda y comencé a gritar.
—Hay personas a las que les gusta sufrir. Les pone un corsé y les saca pecho, ¿ve? Y así se sienten importantes.
Lo que quise decir, aunque no llegué a hacerlo, fue que deje a la niña en paz, que ya no tenía a donde más jalarle las trenzas y que, al muchachito, lo soltara. Que se cayera, que si eso ocurría una buena estampada contra el planeta no podía suponerle mayor agravio. Más valía ahora que después, así no le tomaría de sorpresa. Pero lo que seguí diciendo, más bien, fue: escúcheme, no se haga la que mira el sol, va a quemarse las pupilas y después quién se va a encargar de esos bichos, señalé con mi mano a sus niños, a la vez que abanicaba el aire, lanzada sobre la calle. No me va a decir que su — ¿marido?, ¿querido?, ¿el señor de la casa? —, los va a tomar a cargo. No bizquee, que los ojos se le van a torcer y después en el colegio seguro se burlarán de sus hijos. Piénselo y míreme, ahora sí le dije: suelte a ese niño, que corra, que se caiga. No por eso se va a dejar de parar. ¿Oyó? ¿Qué no es mi problema? Que sí lo es, señora. Soy vieja y doy consejos sin que me los pidan. Vaya destapándose la cera de los oídos que tengo mucho que confiarle, cosas que pasan inadvertidas para estas plantas trepadoras, pero que podrían interesarle: si le aumenta al lavado, en la última enjuagada, una tapita de vinagre, los colores se afianzan. Me inclino a hacerle esa confidencia porque noto que sus hijos llevan ropas nuevas que pronto no lo serán. Se lo agradecerán cuando la de sus compañeros comience a desteñir. Pero si quiere, siga, no deje que mi indiscreción estropee su paseo, yo estoy bien con mi jugo, además sus dos criaturas ya llevan perfectamente a la práctica lo que usted no quiere oír y yo neciamente solo puedo repetir. Pero hágalo así, cuídelos, no los deje correr solos por el asfalto de la ciudad, átelos. Vio, hasta le puedo recomendar una buena lectura: Boris Vian. Él cuenta que una señora, señora, se preocupa tanto por sus hijos —que no les pase nada, que estén bien rollizos y sanos— que pone una verja alrededor de su casa pero imagina que alguien se puede trepar —señora precavida— y compra candados para las puertas pero reflexionando sobre todas las caras de la moneda —la señora se fija en todo, sobre todo en sus niños—, piensa que alguien puede entrar de igual manera y sus joyitas, tan tentadoras. Encierra a sus hijos en un cuarto, pero resulta que los angelitos vuelan y ella continúa preocupada porque pueden rozar sus dulces y tiernas cabecitas contra el techo del inmueble protector y partirlas en mil coloridos pedazos. Entonces hace construir una jaula. Y ella, suponga señora, supongamos, los mira atrás de las rejas contenta y feliz. Digo yo, a lo mejor le interesa. Si quiere le doy el nombre de una librería donde puede conseguirlo, aquí a la vuelta, dígale a la dueña que va de mi parte y seguro le encuentra el libro. Habrá pasado enfrente, la Pomaire dice, después le envuelvo la dirección en una piedra, me sobran en los maceteros y se la tiro; no deje de recogerla. Vio que puedo serle útil. Eso señora, acomódese bajo la sombra del balcón de enfrente, que sirva para algo el espacio que ocupa en la manzana la víctima de La Pinta. ¿Por qué se lo digo? Porque el señor se queja todo el día y ¿hace algo? A diario me lo pregunto, y no encuentro respuesta. Trae el periódico y se sienta ahí enfrente a plaguearse —sí, como las siete plagas, señora— de los ministros, del mal servicio, del costo de la vida, de la mala calidad del agua y el transporte, de la insufrible burocracia, mientras su esposa va y viene del trabajo y continúa al mercado; mientras su señora se ocupa de los trámites y soporta interminables colas, el mal humor y servicio y regresa a cocinar; su mujer que ocupa el transporte público al que él no se ha subido en cuatro años. Y a la hora que ella intenta relajarse, hablar, tomar el fresco, el señor vecino le comunica que ella no sabe de qué está hablando, que él es el que maneja los datos y le informa que se calle la boca mientras pasa las páginas del periódico que ha releído todo el día y frunce el ceño, cansado como está de lidiar con gente que no entiende. Gente, ¿oyó? Pero, hablábamos de las trenzas de la niña. Ella le decía algo mientras yo salía del corredor y el sol de media tarde se filtraba por la ventana de mi sala: ¿qué le decía la niña, qué le decía que hizo que usted reaccionara ordeñando nuevamente su pelo mientras, sobre todo, me fijé, mantenía envuelto con tanta ternura a su hijo varón? ¿Andrés? Casi protegiéndolo de ella. ¿Qué quería? ¿Que la cargara? ¿Por malcriada, dice? ¿Quién la cría señora, usted o el perro?, que lo hace tan mal. Si no lo digo yo, repito sus palabras, pero siéntese y presuma que sabe de qué estoy hablando. Asuma que rápidamente voy a terminar. Humoréeme. ¿En qué pensaba mientras jalaba el pelo de su hija tan fuertemente y sin titubeo en este día tan limpio y veraniego? ¿Le tiraba el pelo por lo que le dijo o por lo que usted pensaba?
—Meditaba sobre la vida señora, ¿no me es permitida esa dádiva a media tarde? Últimamente me ocurre, sabe, aparece todo frente a mí como si un dechado de faltas. Todas incorregibles.
—Y a su hija sí la puede corregir, ¿es eso?
Me escucha mientras aparta un mechón de pelo de su frente y me observa atravesándome con su mirada perdida. Sus hijos juegan sobre el césped de la vereda.
—Verá señora, no soy de aquí. Llegué con mi marido hace cinco años, tuvimos estos niños que son mi vida y, ahora, también, mi peor pesadilla.
A las viejas, de tan corta memoria, suponemos que les podemos contar cualquier cosa, especialmente si nunca las pensamos volver a ver. Además, se nos ocurre, ellas entenderán.
—Y ayer, justamente, este hombre con el que llevo viviendo siete años, me dijo que me ama pero que ya no me quiere. ¿Vio? No al revés, sino así. Que me ama pero no me quiere. Cuando le pregunte qué quería decir con eso, me miró con cara de no tener todos los datos, de no manejar suficiente información y salió. Yo recogí a los niños, les puse sus impermeables y cerré la puerta sin tomar la llave. Llevo caminando con los críos desde ayer al mediodía. Sabe, yo canto fados, ¿ha escuchado uno alguna vez? Yo los canto porque me dan placer, no por otra cosa, pero ayer llenaron la tristeza ajena y me permitieron una mesa esquinera sobre la que los niños pudieron dormir.
De ningún sitio en especial salgo a contarle que el corazón tiene seis válvulas y que es un órgano de complejo funcionamiento y —enlazándolo a la conversación— también le cuento que encontré una dirección dentro de un libro que compré hace cuarenta años, antes de conocer a mi marido, y que fui a averiguar quién vivía allí ahora.
—Anoche canté un solo fado, una y otra vez, nadie pareció darse cuenta. Cambié los arreglos, lo entoné de diferentes maneras. Mientras rasgaba las cuerdas de la guitarra, mi vida me pareció uno de los vasos a medio llenar olvidado sobre las mesas de aquella fonda, esos que nadie regresa a ver ni termina de vaciar:
No quiero cantar de amores, los amores son pasos perdidos, son fríos rayos solares, verdes garras de los sentidos, satisfacción injusta, feliz adversidad, son la demencia de los ojos, la alegre fiesta del llanto, furor obediente.
A capela me dio una serenata.
—No puedo presumir de haber llegado a una conclusión.
—¿Su hijo se parece a su marido?
Hago esa pregunta pensando en voz alta, sin esperar una respuesta. Tal vez con cierta preocupación por el repentino atardecer.
–Sí.
Me sonríe y pierde algo de su mirada extraviada mientras tiende sus brazos hacia sus hijos derrumbados de cansancio sobre el pavimento. Se acercan, los abraza con una fuerza que quiere apaciguar mi corazón. Los levanta y mientras marcha calle abajo se van resbalando de sus brazos; cuando están por torcer la esquina veo a los tres, caminando juntos, tomados de las manos. Quiero salir por la ventana para guardar durante un instante más ese retrato junto al recuerdo del hombre que me abrió la puerta de la Murllón y Jorge Juan el día de ayer. Ese hombre pelado, transparente y casi ciego que me vio llegar para la cita a la que pude acudir años atrás. Quizá este instante fuera otra si lo hubiera hecho y esta agitación repentina no sería mía. Despreocupada y contenta estaría ocupada con su cariño antes que ondeando en la plaza pública buscando pláticas ajenas.