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Cha cha cha

Que quede claro que esta historia es verdadera, que no me la contaron, que la viví. Que no la enuncia una narradora y que el autor omnisciente es solo y únicamente yo. Que nadie me transcribe. No pretendo estar en lo cierto aunque ninguna otra versión puede erosionar su valor: el 13 de julio conocí a un hombre y, éste, siete meses después, el 27 de febrero, me traicionó.

Es la primera vez que cuento lo que pasó.

Paciencia.

No es fácil sortear la verdad sin guías ni pancartas explicativas, cualquier camino me puede llevar al extravío. No puedo aventurarme en un comienzo por generalizaciones. No puedo decir por ejemplo, combata el racismo, es malo. Para que todos asientan conmigo y luego pueda continuar con mis argumentos porque ese tipo de suposiciones tal vez me harían llegar a, no cometa adulterio, es malo o en tal caso a, no se meta con hombres casados, también es malo. Lo que me conduciría a cuestionar el por qué y el para quién. Que bien podría llevarme a dudar. Especular sobre las santas escrituras y su inevitable censura en su camino de dos mil años hacia mí. Por favor. Quiero morir en paz.

Cogí, sí, con un hombre casado. No me engaño. Nada era simple, pero ciertos momentos eran transparentes. Permítanme clarificar este punto: nunca nos acostamos más de dos; solo Carlos y yo estábamos allí (Touché Dr. Freud, aunque acepto que los domingos por la mañana a eso de las diez mientras sonaban las campanas de la iglesia de San Judas Tadeo su señora esposa hacía acto de presencia, su imagen —¿cómo confrontar a alguien que nunca se ha visto?—, despedida prontamente por mi espalda y una rápida ducha antes de la negra taza de café de la mañana. Siempre tomada en silencio. Chapeaux, Sigmund).

Vadeé y no me hundí. Digamos. Cierto lodo sigue pegado a las solapas de algunos trajes y las bastas de algunos pantalones caen pesadas.

Fui feliz, noten el tiempo empleado. Ya no lo soy.

Cara a cara: soy brasileña y ocasionalmente trabajo como traductora; los lugares a donde viajo terminan contaminándome con sus palabras. Cara a cara nunca les contaría lo que llevo escrito. Consideren que lo hago no en un acto impúdico de exaltación sino con cierta desesperanza. No se lo puedo contar a nadie conocido. Llámenlo cierto rezago de pudor o prudencia.

Consideren su posición privilegiada y el grito gutural que impactado sube por estas hojas. Este cuarto es mi mundo, el suyo es un universo desconocido. Nunca me podré aventurar dentro de lo que imaginen en él. Recalco nuevamente la importancia del tiempo empleado: soy una mientras antes fui dos. Verán, me muevo como una curiosidad de feria, un ser que sobrevive sin ciertos miembros vitales. Habrán visto esos circos de pueblo donde la atracción principal es un perro runa—el supuesto del cruce entre un pastor y un salchicha— que obedece todos los comandos del director de pista. Imagínenme parte de ese mundo, una atracción en el pueblo de Atacames. El enano del circo con su mano dentro de mi pecho abierto apretando rítmicamente mi corazón. Con un poco de ayuda de mis amigos… incapaz de funcionar sin él. Me aparto de la historia, lo sé, divago, sin justificación verdadera, pero había pedido paciencia, sin embargo. Deténganse por un instante en esa imagen. En el hombre pequeño, sus piernas atadas a mi cintura, su brazo izquierdo rozando mi seno, su mano derecha dentro de mi pecho carmín, su pequeña mano de niño ajada apretando lentamente mi corazón, abriendo y cerrando su minúsculo puño sin cesar. Corríjanme, pero ¿no sería esa una imagen acertada del amor? ¿Una escena de la absorta intensidad del ritual compartido?

Solo me quedan palabras, espacios de letras sobre el papel, notas escritas sobre el pizarrón de una cocina, su voz grabada. Cosas, débiles como el papel maché. Ya no puedo grabar mis uñas en su piel, ni marcarlo o entregarle mi antebrazo señalando sus dientes y el trazo de una figura descendente. Esa ya no es mi prerrogativa. Si me retraigo ahora y el asiento me estorba (y tengo que pararme para preparar un sánduche sin hambre) es porque en realidad nunca la fue. Se rompen algunas reglas, otras las reemplazan. Un hombre casado protege su cuerpo. Huellas, ustedes saben. O tal vez no. Hace ocho meses no sabía nada sobre las marcas, ahora podría dictar un curso sobre ellas. Las marcas del cuerpo, aula 101, último corredor a la izquierda, cuarto piso, de seis a diez de la noche. Lo operaría bajo la clave de una maestra titiritera. Con precisión exquisita daría vida a las flácidas marionetas; con ávida destreza manipularía los hilos hasta representar tableaux vivants de perturbable falsedad. Que, por falsos, más inquietantes. Abriría el telón en una ficticia última escena —el palo viviente, el muñeco inarticulado macho— apuñalando con precisión a su amante sobre la alquilada cama matrimonial con un afilado cuchillo de pescadería. Un corte limpio, un fin deseable. Un remate. Pero en el confinado espacio de la vida real ese remate se obvió. El desasosegado fin cayó tibio en el día libre de la marionetista y el muñeco que no pudo hablar ni supo llorar, sí imitó ciertos signos imperturbables: besó a su amada en los labios, retiró su desnudo cuerpo del lecho, se vistió, tomó la maleta y subió a un avión. Su mirada observando estas palabras, «nos vemos en algunos meses, cuando todo será lo mismo pero no necesariamente igual» o, tal vez, el esbozo que dibujó no era ese. La oscuridad y la probidad del momento me ofuscaron en demasía. Pues verán, me asustó su desprendida rectitud. Esa actitud sin titubeos fue más punzante que la obviedad de que, en algún momento, todo iría terminar.

De las palabras que no se llegan a pronunciar también quedan huellas. Las que yo retuve esa noche decían en un idioma extranjero, «no estoy aquí para intercambiar conversación contigo». Palabras hincadas con sorna en mi costado. ¿Y la palabra nunca dicha, descubierta cuando no se la procura? Cualquier manera de amar vale la pena. Amor: esa gota de rocío, esa circunferencia de absoluta y cristalina perfección, amenazada en su caída libre a desaparecer. A perder su forma. Inevitablemente.

Sé que les conduzco por un viaje exasperante, que no hilvano las frases. ¿Hablábamos de remates? Lo único que puedo realizar son estos trazos bruscos, los mismos que realizaría un niño que recibe su primera crayola y apuñala el papel. Los contornos forzados y ásperos de algo que no fluye.

Comencé sin mucho que contar. Historias que todos vivimos y que, viendo la lluvia caer, se afilan con cierta melancolía. La tristeza que se levanta antes de descender ligera. Estoy aquí, hace ocho meses también lo estaba y, sin embargo, su mano ya no se enreda en mis cabellos que ahora caen tan lacios y cortos como los de una raposa herida. Les he dicho que cuento esta historia porque no lo he hecho antes, pero hay más que eso y no lo atribuyo al placer de la dilación (lo que se sigue contando nunca termina). Pretendo rellenar el vacío. Tan cargado de peso muerto. Mencioné algunas fechas: el día que me besó, el día que se fue. No mencioné su aspecto, las circunstancias de nuestro encuentro, cómo amanecía, mi nostálgica mirada cuando subió al taxi y no miró por la ventana mientras el carro se alejaba en dirección al aeropuerto. La absoluta finalidad de ese momento que para él —tan seguro de sí mismo—, no significó nada. Una puerta de acero descendiendo, el eco metálico sobre el suelo de concreto en un depósito abandonado.

No lo hago porque no sabría qué decir, descubro que solamente lo conocí en relación a mí. Ese no es el caso de ahora en más. Tienen que confiar en mí cuando digo que fuimos dos pues en algún momento lo conocí tan bien como a mí misma, aunque ahora ya no sepa nada. O tal vez este es el momento de volver tangible lo que antes solo imaginaba. Cuando lo inventaba a mi lado podía explicar un puntapié como un mal día, la culpa trepando por el interior de su pierna (y yo cruzándome en su camino mientras él se estiraba antes del inevitable calambre). La marionetista experimentando fallos técnicos. Hacerlo ahora sería desdeñar lo obvio. Ocupé solo un momento.

Si para mí cayó una puerta lanford en el momento de su despedida, él guardaba una llave maestra. Que sacó a relucir meses después. Noten este actualizar de los eventos. Este esbozo que brota vástagos. La probidad sin titubeos —el regreso a la sociedad matrimonial—, fue un juego de manos. Los hilos deshilvanados, la falta de remate, un artificio de prestidigitación que subrayó con las palabras, «¿nos vemos en tu casa? Los martes me irían bien», luego de algunos meses de ausencia.

Estos son solo retratos circunstanciales, el resumen de una segunda traición (o tercera o cuarta). La visión fugaz que se tiene de alguien al bajar corriendo por la calle. Alguien que —aún en el apuro— regresamos a ver y que, detenido sobre el doblez de su impermeable, guarda una gota —esa amable circunferencia—, que en un instante se convertirá en peso muerto. Y que caerá informe, lenta, al vacío, mientras nosotros, esta vez, redoblaremos el paso mientras seguimos derecho, nuestro camino calle abajo.

Fuga permanente y otros cuentos

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