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Este libro (y esta colección)

Haced como ellos:

llenaos de infinito,

abrid las ventanas al espacio.

David Jou i Mirabent, “Einstein y las ondas gravitatorias”

Más cerca de la tierra se te exige

que corras más, y no queda otra fuga

que ir a parar donde el destino fije.

Miguel de Unamuno, “La ley de la gravedad”

El récord del experimento más largo del mundo lo tiene el de la gota de brea: en 1927, el profesor Thomas Parnell calentó una muestra de esta sustancia y la colocó dentro de un embudo de vidrio con el extremo tapado. Tres años más tarde, una vez que la brea llegó a temperatura ambiente, el embudo fue destapado y… de nuevo, a esperar un buen rato. Para sorpresa de todos, esta brea con toda la apariencia de ser un sólido es en realidad un fluido extremadamente viscoso (cien mil millones de veces más viscoso que el agua). La primera gota tardó unos ocho años en caer y, en los noventa años que lleva el experimento, cayeron solo otras ocho más: sí, un total de nueve gotas de brea. Lo curioso es que el profesor Parnell ya no está para verlas, tampoco el segundo “guardián del experimento” y la cuestión ya está en manos de una tercera generación de pacientes breólogos.

En 1794, el joven físico John Dalton presentó su primer trabajo científico, en el que comentaba sus “anomalías visuales”, esas que le impedían identificar los colores. Con el tiempo se fue convenciendo de que dentro de su ojo debía de haber una tintura azul, que absorbía de forma selectiva algunos colores. Tan seguro estaba de esta idea que, con el propósito de comprobarla, dejó instrucciones para que a su muerte le sacaran los ojos. Obediente, en 1844 su médico estudió los ojos del amigo recién fallecido, pero no encontró ningún rasgo azul que confirmara esa teoría. Incluso hubo quienes miraron (muy literalmente) a través de los ojos de Dalton: nada de nada, el mundo parecía perfectamente normal. Entonces llegaron a la conclusión de que lo que ahora conocemos como “daltonismo” no se debía a cambios en las tinturas ópticas, sino a lo que en la época denominaron “alguna anomalía en el cerebro”. Pero el buen Dalton ya no estaba para enterarse y asimilarlo.

En 1915, pizarrón y tiza mediante, Albert Einstein predijo que algunos procesos masivos del universo deberían causar ondulaciones en el espacio-tiempo, como si fueran arrugas en una enorme sábana que cubre el cosmos. De alguna manera, esta predicción se deriva de su teoría general de la relatividad: los objetos muy masivos distorsionan este espacio-tiempo, lo cual es percibido por nosotros, los mortales, como gravedad. Entonces, los grandes choques que ocurren en algún lugar del universo dejarían huellas que viajan y, eventualmente, llegan hasta la Tierra. El problema, razonó mister o Herr Albert, es que esas huellas son muy pero muy pequeñas; tanto que no pueden ser percibidas ni por los más sensibles instrumentos terrestres.[1] Pero lo predicho predicho estaba, esperando paciente en los pizarrones de los físicos hasta que se inventaran los ojos y oídos que permitieran comprobar o refutar el vaticinio. Solo que Einstein ya no estaría para disfrutarlo (o para retorcerse si el resultado no sonriese tanto a su hipótesis).

Estas tres historias son ejemplos de lo maravillosa que puede ser la aventura de la ciencia. Debemos saber, y lo demás no importa nada. Ni que estemos muertos, ni que pasen cien años hasta que la tecnología esté madura para retomar nuestras ideas: lo importante es comprender el universo. La empresa que se narra en estas páginas es quizá una de las epopeyas más fascinantes de la física moderna: allí hay una hipótesis, y nos toca ser pacientes hasta inventar la forma de demostrarla. En palabras de Marcel Proust, “la auténtica travesía de descubrimiento no consiste en buscar paisajes nuevos, sino en tener ojos nuevos”, y fueron esos ojos nuevos, los de los interferómetros de LIGO, los que permitieron encontrar lo que se sospechaba debía estar allí. Eso no es todo: tenemos el privilegio de escuchar esta aventura relatada por sus protagonistas, científicos y científicas que estuvieron allí cuando se construyó el laberinto que sería los oídos del experimento, y también alguien gritó “¡tierra!” o “¡eureka!” (o lo que hayan gritado cuando vieron esas agujas moverse al compás de la música del universo).

Sí: con paciencia, cálculos y el equipamiento más avanzado que alguna vez se haya construido, nuestros héroes pudieron escuchar los ecos de lo que Einstein había predicho un siglo antes. Un choque de agujeros negros que llegaba hasta nosotros desde los límites del tiempo. Una aguja en un universo. Después vendrían las noticias, las misteriosas conferencias de prensa, el Premio Nobel y todo lo demás, pero, sobre todo, la emoción de escuchar el cosmos… y entenderlo. Y en estos años que pasaron desde el descubrimiento de la primera arruga cósmica (confirmación de las ondulaciones en el espacio-tiempo que preveía el gran Albert), aparecieron muchas otras: un nuevo universo desplegado frente a nuestras narices (o bien, frente a los instrumentos de detección).

Claro que esta historia no comenzó en 2016, con el anuncio de las ondas gravitacionales. Mario Díaz, Gabriela González, Jorge Pullin y Lidia Díaz, con corazón argentino y ciencia de excelencia internacional, hacen desfilar a todo el elenco que nos llevó hasta allí: Aristóteles, Newton, Galileo, Einstein y, por supuesto, los propios autores de este hermoso texto que, quizá sin saberlo, nos están contando su vida, el amor y la amistad que los hicieron estar en el lugar adecuado, en el momento justo. Descubramos su historia juntos.

Esta colección de divulgación científica está escrita por científicos que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil.

Ciencia que ladra… no muerde, solo da señales de que cabalga.

Diego Golombek

[1] Y, como se cuenta en este libro, el propio Einstein fue el primero en dudar sobre la existencia de estas ondas, lo que generó una comedia de enredos, papers y contrapapers.

La música del universo

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