Читать книгу Toda ecología es política - Gabriela Merlinsky - Страница 5
ОглавлениеIntroducción
Las primeras décadas del nuevo mileno se presentan ante nosotros como un panorama de devastación: los gases de efecto invernadero afectan glaciares y reservas de corales, los residuos plásticos forman islas en el medio de los océanos, grandes incendios barren con bosques, selvas y praderas, y enormes contingentes de personas son desplazados de sus territorios. El Mediterráneo puede ser pensado como un gran cementerio. Los cuerpos de quienes en los últimos años intentaron emigrar desde África hacia Europa, que yacen en el fondo del mar, expresan de modo dramático que esas personas, en palabras de Edward Said, fueron catalogadas como subhumanas.
Tampoco hay suficiente conciencia acerca de la ligazón que existe entre la cuestión ecológica y los padecimientos de otros tantos millones que huyen de la guerra o de la sequía. En este sentido, la expulsión de un millón y medio de personas de Siria debido a un conflicto bélico que ya lleva casi una década estuvo exacerbada por una gran escasez de agua, y existe una relación innegable entre el estrés hídrico y los conflictos políticos en Libia, Gaza, Afganistán y Pakistán. En todo el mundo las desigualdades aumentan porque ya no queda suficiente espacio para expandir la frontera extractiva y no hay alternativas baratas para llegar a los combustibles fósiles. Estamos cerca de quebrar los límites biofísicos que hacen posible la vida, porque los recursos han sido acaparados por una minoría. No es posible soslayar el lazo estrecho que existe entre la concentración de recursos como la tierra y el agua, las nuevas realidades que fuerza el cambio climático y el aumento de las desigualdades.
Ya no podemos pensar que estos fenómenos suceden en forma remota en los grandes centros de poder global o en lugares alejados de nuestra experiencia, como Medio Oriente. En 2019 ardió la Amazonía bajo el fuego provocado por hacendados que decidieron hacer de las llamas un manifiesto político. No estuvieron solos: el propio presidente del Brasil, Jair Bolsonaro, los alentó con un mensaje claro (“Los agricultores están siendo excesivamente multados por daños ambientales”, dijo), lo que generó el terreno propicio para el avance del agronegocio al imponer recortes presupuestarios a las agencias encargadas de controlar la deforestación.
Greta Thunberg, la joven sueca conocida por ser la iniciadora del movimiento global de Jóvenes por el Clima, pone en palabras el desafío de este siglo XXI con una frase sugerente: “Nuestra casa está en llamas”. Imposible no relacionar esta idea con el ecocidio del Amazonas y con los incendios que han arrasado ecosistemas en diferentes lugares del mundo. En 2020 el fuego avanzó sobre humedales y bosques en veintidós provincias argentinas, y afectó a una superficie de 900 000 hectáreas. Entre 2017 y 2020 el país perdió 8 millones de hectáreas de bosques por la agricultura y la ganadería intensivas (Greenpeace, 2020). La deforestación agrava las situaciones forzantes del cambio climático y genera fenómenos extremos como sequías y fuertes tormentas. Es por eso que, en la Argentina, la amenaza permanente que pesa contra bosques y humedales debe considerarse una alerta mayor. Se trata de un punto crítico de no retorno, es decir, el momento en el que una variación adicional provoca grandes cambios difíciles de revertir y los ecosistemas pierden su estabilidad hasta dejar de ser lo que eran.
Greta Thunberg señala un punto de inflexión: las décadas venideras representan la última chance que tiene la humanidad para garantizar la reproducción de la vida a futuro. Estamos en un momento bisagra global, un gran atasco que no podemos atravesar. La salida se ve muy lejana porque las acciones que nos pondrían en mejores condiciones para evitar la catástrofe –y que beneficiarían a la gran mayoría de las personas– son extremadamente amenazantes para una élite minoritaria que mantiene el control sobre los recursos naturales, los flujos de capital y los grandes medios de comunicación. En tanto ya no es posible sostener el ideario de la conquista como argumento para prometer un potencial progreso para todos, estas élites han optado por el negacionismo de la crisis ambiental.
En 2020, la circulación vertiginosa del covid-19 desnudó esta situación límite global y puso en evidencia el nexo que existe entre la cuestión social y la crisis ecológica, no solo en términos de un problema de salud, sino del proceso a través del cual se generó y expandió la pandemia.
Como veremos en este libro, un camino para enfrentar ese desafío es revisar las conexiones más profundas entre la cuestión social y las diversas formas de organización política colectiva que en diferentes partes del mundo dan cuenta de la devastación ambiental y proponen caminos para enfrentarla. Se trata de retomar la emergencia de la cuestión ecológica como asunto político –el gran legado del siglo XX– y buscar las articulaciones y transformaciones que este tema ha tenido en el nuevo milenio. Durante el siglo pasado, hubo grandes dificultades para ligar estos asuntos a los problemas más generales de la desigualdad social. El hecho de que los diferentes movimientos sociales que luchan contra las desigualdades no hayan podido incorporar la dimensión ecológica en sus reclamos tiene que ver, como exploraremos más adelante, con la subsistencia de los idearios de progreso que marcaron a fuego las promesas de la modernidad. ¿Por qué la ecología política no ha logrado tomar el relevo de la cuestión social? Esta es una pregunta urgente y profunda, que se cuela una y mil veces en las páginas de este libro porque busca poner en entredicho aquel proyecto moderno y sus aspiraciones.
La hoguera del siglo XXI se alimenta de la creación deliberada de peligros, y esto obedece tanto a la desregulación de la protección ambiental como a la vulneración de los modos de vida ecológicamente sostenibles de las comunidades indígenas, campesinas, agrícolas y artesanas del Tercer Mundo. Estos grupos han tenido siempre un vínculo de coevolución con el mundo natural (es decir, la extracción de recursos ambientales que realizan nunca ha superado la tasa de recomposición o renovación de esos recursos); por eso, al minar sus condiciones de existencia, también se han debilitado los códigos de conservación de la naturaleza que forman parte de una relación de reciprocidad con el entorno natural.
Como señaló Vandana Shiva (2001), a comienzos del milenio cerca de dos tercios de la humanidad, en particular los pueblos del Sur, que dependen de recursos naturales como su fuente de vida y sostén, se enfrentaban a la destrucción, desviación y apropiación de sus ecosistemas. Esto genera desigualdades socioambientales que recaen en general sobre los grupos empobrecidos del medio rural y los habitantes de los barrios populares en las grandes ciudades.
Estos grupos son los nuevos refugiados ambientales del mundo y el resultado es un apartheid ambiental a escala mundial, pues en una era de comercio global y liberalizado, en el que todo es vendible y la potencia económica es el único factor determinante del poder y el control, los recursos se trasladan de los pobres a los ricos y la contaminación se traslada de los ricos a los pobres (Vandana Shiva, 2001: 164).
Al mismo tiempo, estamos en un momento de grandes cambios en las percepciones y sensibilidades en torno a la cuestión ambiental. Se han resquebrajado las fuentes de confianza social que en el pasado hacían aceptable sacrificar la red de la vida a cambio de una promesa de progreso indefinido. Ya no es posible confiar en que la tecnología podrá resolver estos desafíos civilizatorios y que los costos ambientales pueden posponerse para mañana bajo el supuesto de que la ciencia siempre podrá correr un poco más la frontera de expansión en la extracción de recursos. Voces potentes de grupos organizados, como las asambleas de defensa del agua pura, los pueblos fumigados o las cátedras de soberanía alimentaria en la Argentina, movimientos trasnacionales como Extinction Rebellion o los Jóvenes por el Clima, las rondas campesinas en Perú y Colombia, los pueblos indígenas del Amazonas, entre tantas otras, nos interpelan sobre asuntos en los que cultura y naturaleza se mezclan todos los días. Así como las laboriosas investigaciones de los defensores de humedales en todo el mundo, los reclamos de los afectados por la contaminación en las grandes ciudades o la memoria cercana de Berta Cáceres, la líder indígena lenca, feminista y activista del medio ambiente hondureña asesinada en 2016 por luchar por los derechos de los ríos, nos recuerdan que la vida, en su trama interdependiente, tal como la conocemos, está en peligro de extinción. A la vez, los argumentos que se apoyan en el poder simbólico de una ciencia sometida a los imperativos del mercado ya no son eficaces, porque no pueden ocultar las marcas del sufrimiento ambiental visibles en los cuerpos o –en clave feminista– las cuerpas, así como tampoco pueden soslayar las evidencias en los daños irreversibles a la biodiversidad o la estabilidad del clima.
El desastre no es una fatalidad
El panorama actual de las ciencias sociales en América Latina y en vastas regiones del mundo muestra una dificultad notable para lidiar con las construcciones sociales y políticas, las imágenes, los símbolos e incluso las ontologías que se tejen en las movilizaciones en defensa del ambiente. Resulta cada vez más probado que no podemos seguir esperando que se cumplan las promesas de la modernidad, pero esto parece inaudible en muchos ámbitos de las ciencias sociales. Para lograr que nuestros espacios académicos se abran a la cuestión ambiental, un objetivo al que pretende contribuir este libro, será necesaria una renovación epistémica que considere la diversidad de pertenencias de los actores, la multiplicidad de identidades (humanas y no humanas) que se ponen en juego en las luchas por el ambiente y todas sus interdependencias. Como veremos en estas páginas, en los movimientos de justicia ambiental se entrelazan de múltiples maneras las identidades de género, clase y étnicas, en una experiencia localizada que puede rastrearse en las innumerables batallas por una vida digna (incluyendo a otras especies) que se libran a cada momento en diferentes lugares de este planeta.
Claro está que no alcanza con prestar atención a las voces que reclaman justicia ambiental. Para que esta cuestión pueda ser abordada como un problema sociológicamente relevante es necesario superar una visión antropocentrista según la cual mujeres y hombres se encuentran por encima del resto de la naturaleza. La sociología, en particular, tiene una herencia que proviene de la dominación positivista del siglo XIX, es por eso que en su propia constitución hubo un empeño explícito en separarse de la biología, combatir explicaciones naturalistas y mostrar que lo social es el producto de fuerzas humanas. Esa es la marca de origen de las ciencias modernas: conocer las leyes de la naturaleza no para respetarlas, sino para ponerlas a trabajar al servicio de una expansión incesante del capital (Stengers y Pignard, 2019).
Esa dificultad para abordar la relación sociedad-naturaleza desde una mirada simétrica ha sido una de las principales razones del abismo que separa a las ciencias sociales de la cuestión ambiental. La gran dificultad para lidiar con los desafíos ecológicos de nuestro tiempo tiene que ver, además, con otra herencia de la modernidad, que es la idea de progreso, un imaginario poderoso, una forma de racionalidad que, de múltiples maneras, ha permeado los debates y los proyectos desarrollistas en América Latina. A esto tampoco ha escapado la tradición marxista latinoamericana que, incluso en momentos históricos de movilización de masas y de avance de conquistas sociales –oportunidades históricas para revisar esta relación de depredación del mundo natural–, ha confluido con las versiones más economicistas del desarrollismo. En esa convergencia entre el paradigma del excepcionalismo humano y una visión evolucionista de la bondad intrínseca del desarrollo de las fuerzas productivas se produce un punto ciego que impide el debate sobre el papel de la ciencia y la tecnología. La “revolución verde” –que es todavía anunciada como el gran éxito de la agricultura moderna–, y los distintos desarrollos de la biotecnología –organismos genéticamente modificados, tecnologías moleculares y “vida artificial”–, todas prácticas en las que se mixturan los procesos históricos con la realidad biofísica, son presentadas como opciones neutras, disociadas de formas de poder y, lo que es aún más problemático, como un camino inexorable que nos conduciría a un mayor bienestar humano.
La gran paradoja es que mientras las ciencias sociales, por las razones históricas que hemos señalado, se fueron separando de la biología y luego de la ecología, y han abonado a la idea de la excepcionalidad humana, en contrapartida, en la sociedad cada vez hay una mayor conciencia acerca del origen social y político de los grandes problemas ambientales de nuestro tiempo. Fue a partir de 1990 que los informes del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés) dieron el puntapié inicial para lograr un consenso en torno al origen antropogénico (es decir, causado por hombres y mujeres) de las transformaciones ambientales globales que provocaron el cambio climático. La tendencia creciente de los signos de calentamiento global –que en los últimos cincuenta años casi duplicó su velocidad de incremento con respecto a los últimos cien años– se relaciona de manera directa con el intenso uso de los combustibles fósiles y con la producción de gases de efecto invernadero, consecuencia de un ritmo de producción industrial que se aceleró en las últimas décadas. Los fenómenos sociales que están en el centro del análisis contemporáneo son –otra paradoja– los grandes temas de las ciencias sociales: la revolución industrial, la acumulación originaria, la alienación, el avance de la ciencia y la tecnología y, claro está, las relaciones de poder y los conflictos que se desarrollan en torno a estos procesos.
Lo que está en juego en los conflictos ambientales
Este libro se dedica a un análisis exhaustivo de los conflictos ambientales en América Latina, tal como se han desarrollado en las últimas décadas, con la idea de que lograr una comprensión más profunda de lo que está en juego en ellos puede contribuir a revitalizar las categorías de análisis de las ciencias sociales en un momento histórico, el presente, en el que la cuestión ambiental ha ganado contenido social y político. Los conflictos ambientales expresan formas de descontento con el estado de cosas que nos ha llevado a vivir en esta “casa en llamas” (y en esta casa incluimos la vida humana y no humana) y habilitan discusiones sobre nuestra vida en común y sobre escenarios de futuro.
A través de los conflictos ambientales, se abren espacios públicos intermedios en los que la comprensión de la cuestión ambiental incorpora nuevas realidades y toma en cuenta la complejidad de lo que ocurre entre los ríos, las rocas, los humedales, la atmósfera, las selvas, los suelos contaminados, los modos de vida indígenas y campesinos, los alimentos o las vidas en peligro. Estos espacios dan visibilidad a una relación significativa con los otros que toma en serio a especies no humanas (Haraway, 2016) y aportan formas de pensar y sentir que nos ponen cara a cara con los límites del proyecto contemporáneo de apropiación de la naturaleza.
Al considerar el ambiente como un terreno político, en este libro hemos recurrido a trabajos de ecología política, un campo de estudios y de discusión epistemológica que combina la economía política con diversos enfoques de las ciencias sociales, y pone el foco en las relaciones de poder que caracterizan los conflictos ambientales y que dan forma al surgimiento de diferentes demandas sociales y acciones colectivas (Alimonda, 2006; Martínez Alier, 2004; Escobar, 1998; Leff, 2006; Peet y Wats, 1996; Bryant y Bailey, 1997). Como ha señalado Paul Little (1999), la ecología de cualquier comunidad –humana– es política en el sentido de que está moldeada y restringida por otros grupos humanos. La explotación, distribución y control de los recursos naturales están siempre intervenidos por relaciones diferenciadas de poder dentro de y entre sociedades. Al mismo tiempo, Paul Robbins (2004) afirma que “si necesitamos una ecología política es porque contrariamente existen, y de hecho dominan las interpretaciones sobre las articulaciones sociedad-naturaleza, una o muchas ecologías apolíticas”, es decir, versiones tecnocráticas que suponen que el problema ambiental se soluciona con la intervención de los expertos o a través de la mediación de intereses corporativos que agregan un barniz verde a prácticas económicas que son profundamente depredadoras del ambiente.
En la Argentina, como en otros países latinoamericanos, la economía está atada a la exportación de commodities, que permiten sostener la balanza de pagos y los compromisos de la deuda con acreedores internacionales. Esto no debería considerarse un hecho irreversible que no puede ser cuestionado. El debate sobre este modelo económico tiene escasa repercusión en los discursos oficiales, la prensa y la discusión política con mayúsculas (esto es, la que se da en el Congreso de la Nación o en las disputas de los partidos políticos). En cambio, si nos permitimos escuchar las deliberaciones de los colectivos que reclaman por causas ambientales vamos a encontrar interrogantes que hacen referencia a cuestiones ecopolíticas estructurales: ¿quiénes se benefician de ese modelo económico? ¿Cuáles son sus costos ambientales? ¿Cuáles son los impactos irreversibles en materia de salud humana? ¿De qué manera esa presión extractiva condiciona nuestras opciones de futuro? El crecimiento económico, la rentabilidad o la captación de divisas para estabilizar la economía, ¿son criterios de valor equivalentes a la defensa del agua, el modo de vida local o la salud? Estas preguntas son apenas un ejemplo de las tantas que abordaremos en este libro y expresan disidencias en las que entran en juego cuestiones vitales, de supervivencia, de horizonte y de destino. Al poner en discusión el papel del agua, los alimentos, la salud, el suelo, el aire, las montañas, los glaciares, el clima, estos llamados de alerta nos dicen que tenemos que pensar muy seriamente en cómo vamos a continuar viviendo en condiciones en las que todo aquello se ve amenazado.
Un punto central en este libro es que estas cuestiones no se pueden comprender si se desautoriza la palabra de los afectados. Muy por el contrario, la tarea sociológica fundamental es entender cómo, en estas controversias, siguiendo a Callon (1986, 16), se condensan “momentos de la vida social en los que se cuestiona, discute, negocia o rechaza la representatividad de diferentes portavoces”. Así, “El agua vale más que el oro”, “Paren de fumigar”, “Basta de zonas de sacrificio” o “El Famatina no se toca”, frases que aparecen en los reclamos de los activistas, expresan cómo todas estas entidades –el agua, las rocas y la vida humana– se pueden poner en relación para pensar lo común.
En un trabajo seminal, Callon (1986) contribuyó a establecer el papel cardinal que juegan los diferentes procesos de traducción, es decir, de cambio de significado en la definición de un problema ambiental. Su estudio indagó el papel que desempeñaron los científicos, los pescadores e incluso las propias especies animales en un conflicto en torno al riesgo de extinción de las vieiras en la bahía de Saint-Brieuc, al noroeste de Francia. Su aporte fue mostrar cómo los científicos reclutaron y movilizaron aliados para implementar un sistema de recolección y aislamiento de las vieiras que permitió aumentar a mediano plazo la población de estas especies y, en consecuencia, hizo viable la pesca como actividad económica local. La clave de análisis de Callon es que la construcción de significados en torno al problema de la extinción de esa especie tuvo lugar mediante el “enrolamiento” de actores –es decir, el proceso por el cual algunos involucrados convencen a otros y logran movilizarlos a hacer cosas– y, de ese modo, se arribó a una redefinición de lo que estaba en juego. Fueron las diversas alianzas (no siempre exitosas) entre los científicos, los pescadores, los pobladores locales y las autoridades las que permitieron diferentes cambios de significados en los que tanto el mundo social como el mundo natural fueron tomando forma progresivamente.
Este es un argumento muy importante para comprender que los animales, las plantas, los ríos y las montañas son figuras importantes en un conflicto ambiental y que esto sucede porque, en palabras de Callon, “movilizar” es hacer móviles entidades que antes no lo eran. En los conflictos ambientales surgen controversias sociotécnicas, es decir, formas de disenso en torno a cuestiones de naturaleza técnica y científica que, en razón de su apertura a otros registros de análisis, se vuelven asuntos sociales y políticos.
No se trata de representaciones distintas sobre un mismo y único mundo, sino que estas formas de disenso también muestran la existencia de otros mundos que se componen de modos diversos, que incorporan lo no humano y su derecho a existir. Esto puede presentarnos un conjunto de alternativas de mundos que antes no habíamos tomado en consideración. Al abordar los conflictos ambientales, que no pueden pensarse como eventos aislados, disruptivos o como el producto de comportamientos desviados, se abren nuevos de espacios de deliberación que pueden inaugurar debates con una repercusión que no se acote a unos pocos actores especializados en el tema.
Debates necesarios sobre la vida en común
Dos conflictos ambientales recientes, que se tratarán en este libro, permiten dar una idea del enfoque que proponemos.
Entre 2010 y 2011, los habitantes de la región de Cajamarca, en Perú, opusieron resistencia al proyecto Conga que, impulsado por la empresa minera Yanacocha, pretendía secar cuatro lagunas y trasvasar sus aguas a reservorios artificiales para así extraer oro subterráneo. Como veremos más extensamente en el capítulo 5, los comités de regantes en su forma tradicional de organización, las rondas campesinas, iniciaron medidas de acción directa a las que luego se sumaron grupos urbanos, un conjunto de organizaciones ambientalistas y otros actores como el Frente de Defensa de Cajamarca. Las actividades económicas en la ciudad de Cajamarca se paralizaron y diferentes controversias se hicieron públicas en las calles, en los controles de la carretera y en enfrentamientos con la policía. Durante esos días, miles de cajamarquinos, hombres y mujeres con sus característicos sombreros, se reunieron en estado de deliberación frente a la laguna El Perol. Carmen Ilizarbe describe con palabras elocuentes ese momento:
La gente rodea la laguna como si quisiera abrazarla, formando un círculo interior que casi la imita mientras se habla, se toman acuerdos y se ocupa masivamente el amplio espacio delante de ella para hacernos ver de frente todo aquello que corre peligro de desaparecer (Ilizarbe, 2011).
A partir de entonces la cuestión ambiental adquirió un carácter prominente en el debate político regional. Luego de varios días de paro e intensas jornadas de protestas que incluyeron represión policial, el proyecto acabó por suspenderse en 2011.
El caso es una referencia para la discusión sobre la minería a cielo abierto en Perú, dado que condensa un momento en que los impactos sociales, ambientales y sanitarios de esta poderosa industria extractiva comenzaron a formar parte del debate nacional. Por más de cien años la minería no había estado en discusión, incluso a pesar de la contaminación que había provocado en sitios como la Oroya; sin embargo, en Cajamarca la cuestión se volvió un problema social en términos de su impacto sobre los acuíferos, los cultivos y el acceso a la tierra. Las controversias y las acciones colectivas fueron cruciales para poner en relación el agua, los modos de vida, las actividades campesinas y el territorio.
El segundo caso que vale la pena examinar se dio en el marco de un conflicto entre la Argentina y Uruguay que se extendió por cinco años en torno a la instalación de dos plantas de celulosa en las márgenes del río Uruguay. En diciembre de 2005 los vecinos de la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú expresaron su oposición a través de un corte sobre el puente binacional General San Martín que impidió la circulación terrestre entre ambos países. Las expresiones de rechazo continuaron con medidas muy efectivas como el bloqueo de buques que llevaban materiales para la construcción de las plantas, manifestaciones de docentes y estudiantes con sus uniformes blancos (el llamado “grito blanco”) y, en la Cumbre de Mandatarios de América Latina y Europa realizada en Viena en 2016, el ingreso de manera subrepticia de la reina del carnaval de Gualeguaychú con un cartel que rezaba “No a las papeleras”.
Estas acciones mediáticas alcanzaron la primera plana de los diarios de circulación nacional de los dos países durante más de cuatro años y la cuestión se fue transformando en un diferendo diplomático hasta llegar a convertirse en un conflicto internacional. Todo ello inauguró un sinnúmero de controversias acerca la pertinencia y el cumplimiento de normas jurídicas binacionales, el impacto de determinadas tecnologías sobre la calidad de las aguas del río, el derecho de los vecinos a ser consultados –un reclamo que los ciudadanos de Gualeguaychú retomaron de la legislación europea referida a la “licencia social”–, el rol de las industrias extractivas en el Cono Sur y la ausencia o debilidad de las políticas ambientales en la Argentina. Entre otros efectos institucionales, el caso terminó por consolidarse como el antecedente más importante para la institucionalización de un ministerio del área en nuestro país.
Los dos ejemplos tienen en común el hecho de que produjeron una fuerte desestabilización del sistema político y pusieron en cuestión el papel de diferentes actores institucionales –por acción u omisión– en la gestión del territorio y la preservación de los recursos naturales. Y aun si las demandas no fueron resueltas en su totalidad (las pasteras finalmente se instalaron; en Cajamarca las empresas mineras continuaron con la expansión de su frontera extractiva), estos reclamos representan puntos de inflexión en la trayectoria de diferentes procesos regionales y en la consideración de la cuestión ambiental como un asunto social y político. Se trata de casos testigo que dieron lugar a pedidos de informes, se desarrollaron en los tribunales, fueron y son cajas de resonancia en las arenas mediáticas y generaron cuestionamientos a los modos de hacer de las políticas públicas. A partir de estos momentos efervescentes, el estado de cosas se modificó: estas experiencias habilitaron la validación colectiva de prácticas novedosas, impulsaron rediseños organizacionales e incluso habilitaron la sanción de nuevas disposiciones legales.
Son eventos desestabilizadores porque pueden conducir a una redistribución de las cartas en juego y por esa misma razón representan todo un desafío analítico, dado que para entender estos conflictos es necesario poner en práctica un tipo de sociología que nos permita captar su dimensión performativa. Son casos que llevan a poner el foco sobre problemas del orden social que fueron históricamente invisibilizados y, por eso, una escucha atenta a esos ámbitos de deliberación contribuye a ampliar nuestros marcos de comprensión acerca de diferentes cuestiones sociales como las alternativas al desarrollo, el papel de las formas asamblearias en la construcción de innovaciones democráticas o los impactos acumulativos y de largo plazo de las industrias extractivas.
Los conflictos ambientales como ámbitos de expansión democrática
Un punto clave en nuestro trabajo es tratar de entender de qué manera estos casos son reveladores de un orden preexistente y cómo han contribuido a transformarlo en diferentes momentos institucionales.
Si queremos acercarnos a los conflictos para comprender el modo en que los actores piensan su práctica social será importante evitar una perspectiva normativa que los asimila a un enfrentamiento estéril o un obstáculo para la democracia. Estos abordajes parten del consenso como precondición, pero se trata de un consenso basado en un único punto de vista. Por ejemplo, en ciertos espacios de mediación de conflictos se propone controlar los efectos contaminantes de una industria, pero no es negociable dar de baja la actividad; o se afirma que es necesario controlar el uso de agroquímicos a través de buenas prácticas agrícolas, pero no se acepta discutir su sustitución por métodos agroecológicos. Esta perspectiva normativa que busca el consenso y lo hace a partir de restringir el objeto de deliberación presupone que hay argumentos que tienen criterios de validez intrínsecos –por lo general apoyados en una racionalidad instrumental– que son suficientes como para imponerse a otros enfoques.
Como lo ha señalado Chantal Mouffe (2014), el conflicto reactiva lo político en el espacio público y también funciona como condición de posibilidad de todo proyecto democrático. Dado que no existe sociedad sin exclusión o violencia, los antagonismos son el modo en que se expresan posiciones opuestas; sin embargo, el gran desafío democrático reside en que los conflictos pueden rápidamente devenir en situaciones en las que el adversario pasa a ser considerado un enemigo que no tiene derecho a existir. Una manera de transformar el antagonismo en “agonismo” es la “democracia directa”, que incorpora el conflicto reconociendo la legitimidad de los oponentes en cuanto partícipes de una misma asociación política y que forman parte de un mismo espacio simbólico. La propuesta de Chantal Mouffe vuelve comprensible la postura que sostenemos en este libro: los conflictos ambientales aportan un intercambio de ideas que permite hacer pública y compartida la experiencia de vivir y morir en un planeta dañado.
Lo cierto es que en diferentes regiones de América Latina los conflictos ambientales han sido y continúan siendo violentamente reprimidos, en especial allí donde los Estados autoritarios apuntalan su proyecto político en la criminalización de los movimientos indígenas, el acaparamiento de tierras campesinas, el crimen político de mujeres defensoras del entorno natural y líderes ambientalistas. Durante 2018, la organización Global Witness registró los asesinatos de 164 defensores ambientales en todo el mundo, de los cuales más de la mitad ocurrió en América Latina. En México, uno de los países en los que la represión es más persistente, entre diciembre de 2010 y fines de 2018, un total de 440 defensores ambientales fueron agredidos y atacados por parte de empresas e incluso autoridades estatales (Cemda, 2018). Este último dato es consistente con uno de los principales resultados del informe de Global Witness que “ha documentado por primera vez el uso y abuso de las leyes y políticas diseñadas para criminalizar e intimidar a los defensores, sus familias y comunidades”. En igual sentido, unos cuarenta asesinatos de activistas ambientales en todo el mundo están vinculados a las fuerzas de seguridad del Estado. Además, el informe señala que los indígenas son los que están en la “primera línea de ataque de los sistemas judiciales, las instituciones y las organizaciones que los protegen”.
Estos datos elocuentes nos obligan a reconocer que los espacios de debate sobre la cuestión ambiental representan también muchas veces costosas formas de resistencia –que se pagan con vidas humanas– a las diversas formas de autoritarismo. Si vivimos en una región del mundo en la que los derechos humanos son un espacio central de la construcción de la vida en común y un modo de hacer política plenamente integrado a la sociabilidad y la subjetividad, estas movilizaciones ambientales no pueden quedar afuera de tales reivindicaciones.
Cuestiones de contenido
El libro se organiza en torno a dos grandes líneas de indagación. En primer lugar, presentamos un enfoque para analizar y comprender las características de los conflictos ambientales y el papel que juegan en la construcción social y política de la cuestión ambiental. ¿Qué hace que un conflicto logre atención en diferentes escalas y que incluso consiga resonancia transnacional? ¿Cómo han impactado estas demandas en la opinión pública, en los repertorios de acción colectiva y en las esferas de acción estatal? ¿Cuáles son los temas planteados por estos conflictos que finalmente se inscriben en la agenda pública? ¿Cómo se procesan a nivel institucional estas demandas y cómo se manifiestan en el sistema político?
En el primer capítulo se examinan los cambios globales, regionales y locales que han derivado en una transformación de la manera en que se construye social y políticamente el ambiente. A continuación, el segundo y tercer capítulo presentan casos provenientes de nuestras investigaciones que permiten responder a preguntas teóricas de alcance general así como a indagaciones específicas, y examinar los efectos duraderos de los conflictos ambientales. A través de este análisis se hace posible dar cuenta del modo en que estos conflictos contribuyen a la elaboración de problemas públicos y a la ampliación del debate sobre diferentes cuestiones relacionadas con la preservación ambiental y la protección de los bienes comunes. Nos interesa aprovechar el valor heurístico que tienen estos ejemplos, es decir, su potencial para vincular la situación local concreta con premisas teóricas. En efecto, cada experiencia singular tiene sentido porque nos permite responder a una inquietud, pregunta o problemática que lo excede.
Mostraremos cómo los conflictos ambientales sacan a relucir problemas del orden social que están velados, que han sido históricamente invisibilizados pero que, a su vez, representan momentos importantes para la construcción del debate público (Merlinsky, 2013). Los eventos de Cajamarca permitieron una discusión ejemplar sobre el modelo minero en Perú, y la disputa por las plantas de celulosa en el río Uruguay abrió la puerta de un debate sobre la jerarquía de la cartera ambiental en la Argentina, lo que deja en evidencia que además de los debates hay efectos muy concretos en diferentes ámbitos sociales y políticos. Aquí será importante analizar los cambios en la distribución de competencias entre actores gubernamentales, la influencia que ejerce el conflicto sobre los modelos de gestión territorial, los modelos productivos regionales, la institucionalización de las políticas públicas, así como la incorporación de dispositivos de participación social en la formulación y/o implementación de estas últimas.
En segundo lugar, la exploración de los conflictos continuará en un análisis de las formas simbólicas de expresar la injusticia ambiental, una cuestión que será abordada en los dos últimos capítulos de este libro. En ese sentido, un asunto crucial para nuestro argumento es entender cómo diferentes conflictos ambientales producen consideraciones sobre esa cualidad denominada justicia y qué efectos tiene esto en otros ámbitos sociales. Las definiciones en torno a la justicia ambiental no pueden establecerse a priori a través de principios universales y trascendentes. Por el contrario, es necesario dilucidar de qué modo diversas personas y grupos definen la justicia dentro de un contexto, una historia y un tiempo específicos. Como veremos, hay un arco de definiciones que va desde las visiones que solo consideran el derecho de propiedad y, por lo tanto, niegan la existencia de la justicia ambiental, hasta los enfoques que establecen estrechos lazos entre la justicia ambiental, los derechos de la naturaleza y diferentes formas de existencia de lo común.
Nos interesa abonar a una discusión sobre las teorías de la justicia ambiental y su papel en el reconocimiento o en la invisibilización de las desigualdades socioambientales. Queremos mostrar, siguiendo a otras autoras y autores, como por ejemplo Iris Young, que la justicia no solo es una cuestión de distribución, también es importante el reconocimiento y el modo en que una mayor o menor visibilidad de los cuerpos afectados puede alterar el balance de poder que está en la base de las injusticias.
Un aspecto notable en la construcción social y política de la cuestión ambiental es la elaboración de definiciones de la justicia ambiental generadas “desde abajo”, algo que tiene que ver con producciones de sentido, ecologías de saberes e intensas políticas de conocimiento que, como podremos observar, implican también un nuevo vocabulario.
Para dar cuenta de ello haremos un balance en dos tiempos. En primer lugar, en torno al aporte de los movimientos de justicia ambiental a escala global, para entender cómo han contribuido a hacer visibles las desigualdades socioambientales en diversas regiones del mundo. En segundo lugar, haremos un esfuerzo explícito para entender ciertas especificidades latinoamericanas, una región del mundo en que la naturaleza aparece ante el pensamiento hegemónico global y ante las élites dominantes de la región como un espacio subalterno que puede ser explotado, arrasado, reconfigurado, según las necesidades de los regímenes de acumulación vigentes (Alimonda, 2011: 22).
Está claro que no es posible referirse a las acciones colectivas en América Latina como si los procesos sociohistóricos en cada país se hubieran dado del mismo modo. Por el contrario, las definiciones localizadas de la justicia ambiental guardan diferencias regionales importantes, incluso al interior de cada país. También, las construcciones colectivas que buscan exponer la desigualdad socioambiental se superponen con cuestiones de clase, género y étnicas que son marcadores centrales de las desigualdades en América Latina.
Son los procesos históricos y contextos culturales que hacen tolerables o intolerables diferentes formas de desigualdad los que abonan un terreno propicio para que las definiciones sobre lo justo o lo injusto incorporen aspectos de la cuestión ambiental. Como señala David Harvey, la “justicia” que finalmente se establece está vinculada con las creencias, instituciones y discursos, relaciones sociales y configuraciones de poder prevalecientes en una sociedad determinada. El problema es que, una vez institucionalizado, un sistema de justicia se convierte en una permanencia a la que tienen que enfrentarse todas las facetas del proceso social (Harvey, 1996: 330). En ese sentido, si las definiciones de la justicia ambiental no permean el Estado, las políticas públicas y los discursos hegemónicos, es precisamente porque todavía pervive la idea dominante de que pueblos y naturalezas pueden ser arrasados para servir a los intereses del capital internacional.
Como veremos en detalle, las experiencias de las mujeres que resisten a los daños ambientales en zonas de sacrificio en Chile,[1] los pueblos fumigados en la Argentina, las mujeres defensoras de las lagunas en Perú, los activistas por la preservación de los páramos en Colombia, los guerreros del agua en Cochabamba o los defensores del Parque Tepozteco en México, entre tantos otros grupos, plantean novedosas formas de comprensión del problema ambiental, que rebalsan y cuestionan la definición tecnocrática o de reconciliación de intereses imposibles de conjugar. En estas movilizaciones es posible reconocer debates sobre alternativas al desarrollo, feminismos territoriales, ecofeminismos, la carga del sufrimiento ambiental en las grandes ciudades, así como aspectos que tienen que ver con la construcción de saberes desde ontologías relacionales. Es la conjunción de estos temas, en contextos sociales, políticos y culturales diferentes, desde variados marcos de análisis y experiencias históricas lo que permite una hibridación de sentidos para una comprensión más profunda de la cuestión ambiental. Si vivir y morir en un planeta dañado es una problemática central de nuestro tiempo, si esto representa una forma de angustia existencial, debemos recordar sin embargo que no se trata de una fatalidad de destino. Es necesario imaginar, delinear e investigar a “puertas abiertas” para construir otras alternativas de mundos. Este libro quiere sumar un aporte en esta dirección.
[1] La noción de “zona de sacrificio” describe aquellos territorios de bajos ingresos que se caracterizan por la concentración geográfica de actividades que generan daños ambientales y/o donde la falta de inversión estatal aumenta la vulnerabilidad y el empobrecimiento de las poblaciones residentes (Lerner, 2010). Es un concepto que ha sido incorporado en diferentes estudios académicos y también en el vocabulario de las y los defensores ambientales, al punto de ser una definición clave en las formas de oposición de las comunidades. En Chile el concepto aparece asociado a las consecuencias negativas del modelo de desarrollo (Bolados García y Sánchez Cuevas, 2017), por la debilidad de las políticas públicas y la negligencia de las autoridades (Godoy, Tapia y Carrera, 2013).