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Оглавление1. La cuestión ambiental, el giro político de nuestro tiempo
Los cambios intensivos en las formas de apropiación de los recursos, la presión del consumo y la ampliación de las demandas sociales que imponen las economías capitalistas están alterando los límites biofísicos y los ciclos biogeoquímicos. Estos procesos se han acelerado tendencialmente desde mediados del siglo pasado, cuando el crecimiento en la extracción de materiales comenzó a superar el incremento de la población. En 1970 la economía global extraía 26,7 mil millones de toneladas de materiales, una cifra que llegó a los 92 mil millones en 2017 y trepó a los 100 mil millones de toneladas en 2019 (De Wit y otros, 2020). Los países más ricos consumen en promedio diez veces más materiales que los países más pobres y dos veces más que el promedio mundial (Delgado Ramos, 2017).
En efecto, las economías capitalistas se sostienen por la producción global ilimitada de bienes y servicios y para ello hacen uso de la energía que proviene de los combustibles fósiles. Como estos insumos se utilizan una sola vez, cada vez que se renueva el ciclo productivo es necesario aumentar los suministros de carbón, petróleo y gas de las fronteras extractivas (Moore, 2000). El problema es que los materiales se reciclan solo en parte, por lo cual el aprovisionamiento de bauxita, mineral de hierro, cobre y pasta de papel, entre otros, nunca se detiene. Entretanto, los recursos renovables como el agua de los acuíferos, la pesca y la madera están sujetos a sobrexplotación, la fertilidad del suelo se encuentra amenazada y se pierde la biodiversidad.
La extracción de materiales además tiene un correlato en la generación de residuos que no pueden ser absorbidos por el ambiente. En 2016 se produjeron 2010 millones de toneladas de residuos en el mundo, una cifra de la que son mayoritariamente responsables los países de altos ingresos. Esos países representan el 16% de la población mundial y, sin embargo, generan un tercio (34%) de los deshechos (Kaza y otros, 2018).
Las crecientes tasas de extracción de recursos naturales, la producción de residuos y la quema de combustibles fósiles fueron empujando al planeta a una mayor inestabilidad climática. Desde fines de los sesenta del siglo pasado hasta el presente se ha alterado la composición de la atmósfera en una trayectoria irreversible y se han cruzado peligrosamente los umbrales de estabilidad ecológica, lo que demuestra la capacidad de los seres humanos para acabar con la vida en la Tierra tal como la conocemos, posibilidad que antes solo era latente con la proliferación nuclear.
Para enfrentar estos desafíos es necesario considerar problemas de naturaleza ecopolítica, es decir, relacionados con los sistemas institucionales y de poder que son responsables por la distribución de los recursos. No se trata apenas de una situación que antepone obstáculos para adaptarnos a las leyes que regulan el mundo natural, pues el impacto de la actividad humana sobre la Tierra es tan profundo que se volvió necesario reconocer que atravesamos una nueva época geológica.
En ese sentido, se ha propuesto un término preciso para llamar a la fase actual: la era del Antropoceno. Se trata de un período de la historia caracterizado por alteraciones geológicas muy rápidas y agudas provocadas por la acción humana. Entre los principales indicadores de esos cambios se incluyen: la industrialización, el aceleramiento en el consumo de combustibles fósiles, el aumento del CO2, el crecimiento de la población, la producción masiva de nuevos materiales como los plásticos y comienzo de los ensayos nucleares que provocan la emisión de una serie de isótopos artificiales que se acumulan en la superficie de la Tierra. Desde comienzos de los años cincuenta, estas señales geológicas se presentan en forma sincrónica y global. A ellas se ha sumado un fenómeno más reciente denominado la “sexta extinción”, que señala una tasa de desaparición de especies mucho más alta de lo habitual en el registro paleontológico. Estamos hablando de un punto de inflexión, marcado por cambios socialmente inducidos e irreversibles.
Es el carácter voraz del metabolismo social[2] de las economías capitalistas lo que da lugar a un creciente número de conflictos ambientales, escenarios en los que diferentes grupos sociales disputan el uso y significado en torno a los modos de producción y reproducción de los bienes naturales. Son reclamos por reconocimiento, acceso a la participación y derechos que tienen un anclaje territorial porque defienden un espacio que es considerado vital. Al calor de estos conflictos, se abren debates sobre el control del territorio, la protección de los comunes[3] y la legitimidad de las decisiones públicas sobre el manejo de los recursos.
La trayectoria de los conflictos ambientales
Los conflictos ambientales[4] expresan el descontento de diferentes grupos y comunidades con aquellos procesos de apropiación, distribución y gestión de los recursos naturales que afectan los modos de vida y ecosistemas de una comunidad o región. Son focos de pugna de carácter político que ponen en cuestión las relaciones de poder que facilitan el acceso a dichos recursos, que implican decisiones sobre su utilización por parte de algunos actores y la exclusión de su disponibilidad para otros. Se trata de situaciones de tensión, oposición y/o disputa en las que no solo están en juego los impactos ambientales. En muchas ocasiones, la dinámica y evolución del proceso contencioso pone en evidencia dimensiones económicas, sociales y culturales desatendidas. Los conflictos son verdaderos medios de expresión y de toma de la palabra, permiten inscribir las prácticas sociales en la esfera pública y habilitan escenarios en los que confrontar argumentos.
Los conflictos ambientales rara vez responden a un interés de clase único, tampoco representan identidades fijas y características de un mismo modelo de acción. Antes que un paradigma de principios, lo que organiza la acción colectiva es un marco (frame, en el sentido goffmaniano) dentro del cual puede reconfigurarse un arco amplio de demandas con relación al acceso y utilización de los recursos, sistemas de propiedad, derechos y poder.
Los actores que participan en estos diferendos cuestionan tanto aquellos argumentos que postulan el poder de la ciencia para resolver los problemas como los que afirman que el funcionamiento del mercado es el mejor criterio para la asignación de los recursos. Por el contrario, hacen referencia a la protección de los bienes comunes como algo que humanos y no humanos comparten en la naturaleza y la sociedad y que debería ser preservado en el presente y en el futuro.
En la Argentina, por ejemplo, ha sido la huella expansiva de las operaciones mineras lo que ha vuelto políticamente relevante el valor de los cuerpos de agua y los glaciares en regiones que dependen del riego y donde las montañas son algo más que un paisaje natural. Del mismo modo, cuando los pueblos indígenas y campesinos en Nigeria o Ecuador reclaman que el petróleo debe quedar bajo el suelo están buscando defender aquello que los ecólogos denominan “ecosistemas”, pero que también podríamos llamar, como dice Arturo Escobar (2008), “lugares de la vida”.
En los últimos años he seguido el surgimiento y devenir de diferentes conflictos ambientales en América Latina y he reparado en que los debates suelen desplazarse hacia múltiples arenas públicas (medios de comunicación, ámbitos legislativos, tribunales, foros de debate ciudadano). Esto hace que las discusiones se multipliquen en diversos registros más allá de los dictámenes de informes técnicos, y que se cuestione la palabra de consultores, expertos, funcionarios y promotores de proyectos. Se trata de controversias sobre múltiples aspectos de un problema: ¿cómo afecta la instalación de una planta de producción de celulosa la calidad del agua del río y la dinámica de la cuenca hidrográfica? ¿Puede haber impactos acumulativos negativos cuando varios proyectos extractivos se localizan en un mismo sitio? ¿Cuál es el valor social, cultural, simbólico, expresivo de un cerro como el Famatina en la Argentina o de las lagunas de Cajamarca en Perú? ¿Puede esto traducirse a un valor conmensurable en dinero? Estas preguntas se encadenan sucesivamente a otras y van generando un desplazamiento en la discusión de los asuntos públicos que enlazan la política con la ecología. Porque si bien el agua, la tierra y otras entidades pueden ser definidas y de hecho son por lo general consideradas como recursos, es importante reconocer que en realidad se trata de elementos del paisaje considerados cruciales para la supervivencia humana.
Las relaciones de las personas con el paisaje no se basan solo en su valor utilitario ni pueden ser entendidas según una racionalidad particular, sea esta ambientalista o de otro tipo. Esto se ve con claridad en distintas regiones de América Latina, donde es común que las personas mantengan vínculos de respeto y afecto con “seres otros-que-humanos” (De la Cadena, 2010). Estas formas múltiples y alternativas de vinculación con la naturaleza habilitan el desarrollo de un tipo diferente de política y permiten que “la realidad pueda ser de otro modo” (Law, 2004).
La idea de que la naturaleza es ontológicamente plural desafía la concepción de los “recursos” como canteras para nuevos proyectos. Es habitual que las empresas y gobiernos decidan la viabilidad de un proyecto mediante un análisis costo/beneficio con todas las externalidades traducidas a dinero y a partir de una evaluación de impacto ambiental. Sin embargo, como ha señalado Joan Martínez Alier,
los afectados, aunque entienden el lenguaje económico y piensen que es mejor recibir alguna compensación económica que ninguna, acuden a otros lenguajes que están disponibles en sus culturas. ¿Vale argumentar en términos de la subsistencia, salud y bienestar humanos directamente, o hay que traducirlos a dinero? ¿Cuál es el valor estético de un paisaje, no traducido en dinero sino por sí mismo? ¿Cuánto vale la vida humana, no en dinero sino en sí misma? (Martínez Alier, 2004: 17).
Un elemento decisivo para que estos conflictos salgan a la luz y tengan repercusión pública es el cambio en su escala de influencia, es decir, el momento en que se transforman en cuestiones políticas que van más allá del ámbito inicial en que los afectados hicieron público el reclamo. Como ya señalamos en la introducción de este libro, la discusión sobre los efectos de la instalación de una planta de celulosa sobre la vida local y la actividad económica en una pequeña localidad como Gualeguaychú, en la provincia de Entre Ríos, se transformó en 2004 en un conflicto de alcance binacional cuando los manifestantes decidieron cortar el puente que permite la circulación entre la Argentina y Uruguay. La modificación del foco del conflicto, esto es, el reclamo a dos gobiernos nacionales, permitió además la incorporación de diferentes actores transnacionales como participantes en la disputa y esto aumentó la resonancia política de la protesta logrando poner en agenda una discusión sobre alternativas al desarrollo. En efecto, los argumentos planteados al calor de estos conflictos suelen cuestionar que el desarrollo deba ser entendido como un proceso lineal ininterrumpido de dominación de la naturaleza con el único objetivo de la acumulación incesante de mercaderías y materias primas.
Cuando la movilización trasciende las fronteras locales porque hay un cuestionamiento a los procesos de toma de decisión a escala nacional o regional, los conflictos tienden a una mayor duración, al punto en que pueden desestabilizar los sistemas institucionales de representación y dar lugar a nuevas modalidades de vinculación entre los reclamantes y la gestión gubernamental. En el marco de esas deliberaciones es posible reconstruir repertorios de problemas y soluciones que ponen en evidencia tanto los aspectos ignorados o subestimados de un territorio específico (paisaje, cultura, biodiversidad, impactos potenciales, etc.) como las disfunciones de la acción pública en términos de proteger ese mismo espacio.
Debido a que estas acciones no se adaptan con facilidad a los usualmente débiles canales existentes de participación y a las formas tradicionales de organización política, es frecuente que esos conflictos consigan desbaratar aquellas prácticas muy arraigadas en la forma de funcionamiento del Estado que sostienen ventajas y jerarquías de poder inmunes a cualquier forma de control político. Cuando estos casos logran instalarse en la agenda y desestabilizan los modos de hacer de las políticas públicas estamos ante “conflictos estructurales”, verdaderos casos testigo que amplían y modifican los aspectos considerados como problemáticos y tienen efectos institucionales perdurables.
Cuestiones de contexto. ¿cuáles son los aspectos que hacen surgir los conflictos ambientales?
Para entender los escenarios de conflicto que se presentan en las sociedades de América Latina es útil recurrir a los estudios de la ecología política latinoamericana, que han contribuido a resituar la persistente mirada colonial con la que suele abordarse la naturaleza de la región, tanto su realidad biofísica (flora, fauna, habitantes humanos, biodiversidad de sus ecosistemas) como su configuración territorial (la dinámica sociocultural que articula significativamente esos ecosistemas y paisajes).
En este capítulo se destacarán tres procesos relevantes que tienen que ver con la construcción social y política de la cuestión ambiental: el surgimiento y ampliación de esta como asunto político global en diferentes escalas, la aceleración de los procesos extractivos en el Tercer Mundo y la producción de desigualdades socioecológicas generadas por diferentes procesos de urbanización capitalista (Merlinsky, 2017a).
Surgimiento y ampliación de la cuestión ambiental como asunto político
En 1969, durante la misión Apolo 11, se tomaron las primeras fotografías del planeta Tierra captadas desde el espacio exterior. Maarten Hajer (1995) hace alusión a ese momento histórico como un punto de inflexión en la percepción humana: las imágenes permitían avizorar una esfera coloreada en azul, en parte cubierta por nubes etéreas, flotando aparentemente sin rumbo en un mar de oscuridad total. Esas fotos evocaron la interdependencia entre los humanos y no humanos que habitan este cuerpo celeste, pero también fueron una representación de la fragilidad de la Tierra, sus organismos y los procesos que la hacían habitable.
En aquel momento, esa imagen fue el soporte de un mensaje que exhortó a un esfuerzo político comprensivo para enfrentar los problemas ambientales y salvar “nuestro planeta común”. La primera conferencia sobre ambiente humano de las Naciones Unidas tuvo lugar en Estocolmo en 1972 bajo el lema “Solo un planeta”. La iniciativa surgió a partir de la presión que venían ejerciendo diferentes grupos de activistas ambientales, ya desde la segunda posguerra, en los Estados Unidos, Europa y Japón, y dada la influencia creciente de los primeros ensayos e informes científicos, publicados en la década de los sesenta y comienzos de los setenta, que alertaban sobre la crisis ambiental, investigaciones que tuvieron gran impacto en la comunidad científica y en la opinión pública.
En esos primeros llamados de alerta que, hasta nuestros días, nos hablan de la posibilidad de un colapso civilizatorio, se repiten como los más significativos los nombres de Rachel Carson (1962), Barry Commoner (1966), Paul y Anne Ehrlich (1987), Eugene Odum (1953), Fritz Schümacher (2010) y Garrett Hardin (1970), primeros “científicos oustsider” que actuaron como una suerte de oráculo de Delfos contemporáneo, porque produjeron verdaderos best sellers, se lanzaron a presentar sus trabajos en los medios de comunicación, a proponer nuevas políticas públicas, e incluso se constituyeron en una suerte de referentes morales de la sociedad (Worster, 1998). Ellos iniciaron una era de publicaciones ambientalistas que buscaban dar un mensaje más allá de las esferas científicas o expertas, con el propósito de influir en el orden político y social.
Sin embargo, no fue tan solo la incidencia del movimiento ambientalista y de estos y otros “científicos pioneros” lo que dio lugar a la creación de este ámbito multilateral global ligado al ambiente que, entre otras cosas, introdujo regulaciones internacionales en respuesta al peligro de un tercer conflicto mundial. La preocupación por el agotamiento de los recursos y su rol estratégico para la seguridad global se gestó en un período bien definido de la historia que comenzó a fines de la Segunda Guerra Mundial y que se extendió hacia el propio corazón de la Guerra Fría. Entre 1950 y 1970, el producto bruto del mundo creció en 250%, el comercio internacional se cuadruplicó y se produjeron miles de metros cúbicos de residuos radioactivos, al tiempo que la transformación masiva de los modos de producción, el comercio y el consumo implicó un aumento de la denominada huella ecológica,[5] que empezó a ser un tópico recurrente presentado en diferentes estudios científicos, informes internacionales y luego en diversos organismos como la FAO y la Unesco.
La consolidación del liderazgo de los Estados Unidos como eje del poder global estuvo vinculada a una visión sobre los recursos del mundo que, a su vez, debían ser gestionados desde un poder central y a escala planetaria. Las cuestiones de seguridad nacional e internacional se fueron fusionando progresivamente con el problema de la conservación de los recursos. Desde la perspectiva norteamericana, se trató de una política de seguridad enfocada en la contención del comunismo y una estrategia que buscaba garantizar el aprovisionamiento de los recursos en Occidente, que en buena medida estaban en las zonas subdesarrolladas del continente americano. Como lo definió el presidente Truman en 1949, el Plan Marshall, de hecho, estaba destinado a “la mejora y el crecimiento de las áreas subdesarrolladas”.
De esa manera, se fue construyendo una visión global del mundo natural basada en la interconexión y la interdependencia de los procesos naturales (energía solar, suelo, ciclo geoquímico e hidrológico, especies animales y vegetales, clima). La experticia ecológica también proveyó el lenguaje para una concepción política del ambiente global que tomó como base la cibernética y que luego avanzó hacia una definición de la biósfera entendida como un sistema complejo, múltiple y autorregulado.
En América Latina, este debate también tuvo un momento de alta resonancia en 1970, cuando se presentó en Río de Janeiro un primer informe del denominado “Modelo Mundo III”, un ejercicio de construcción de escenarios de futuro realizado por los científicos del MIT por encargo del Club de Roma. El estudio, que Dennis Meadows publicó dos años más tarde bajo el título “Los límites al crecimiento”, proponía un enfoque sistémico para abordar la problemática global. El modelo computacional resultante, el World-3, ofrecía diferentes ecuaciones para analizar de forma interrelacionada cinco variables cardinales cuyas tendencias se proyectaban hacia el futuro: población, producción agrícola, recursos naturales, producción industrial y contaminación. La conclusión del informe era que la tendencia del mundo llevaba de manera inevitable a un colapso que iba a producirse antes de un siglo, provocado sobre todo por el agotamiento de los recursos naturales. Para remediarlo, proponía diferentes medidas correctoras que debían iniciarse en 1975, basadas sobre todo en la reorientación de la economía hacia los servicios y el control demográfico.
En la reunión de Río de Janeiro participaron expertos e investigadores de la Fundación Bariloche, una usina de producción de conocimiento creada por la Comisión Nacional de Energía Atómica de la Argentina en 1963. Recordando aquel momento, Enrique Oteiza (2004) relata que la inmediata respuesta de la región fue la propuesta de un modelo global latinoamericano. En efecto, la Fundación Bariloche decidió convocar a un conjunto de científicos de distintas disciplinas con la finalidad de discutir las premisas neomalthusianas del informe del Club de Roma, que partía de un modelo que no alteraba la distribución de los recursos ni cuestionaba la desigualdad en el mundo.
En el llamado “Modelo mundial latinoamericano”, la pregunta por los límites físicos al desarrollo se reemplazaba por el interrogante relativo a los límites sociopolíticos del modo de desarrollo capitalista, industrialista y consumista. Entre otros aspectos prominentes, este trabajo fue el primer intento de sustituir el coeficiente del producto bruto nacional por la “función necesidades básicas” como criterio para medir el desarrollo. El documento final se publicó en 1977 bajo un título sugerente que también es una pregunta: “¿Catástrofe o nueva sociedad?”, y abrió un debate todavía vigente sobre las contradicciones y formas de dominación que se presentan en relación con las exigencias (globales) de protección ambiental y el (mal)desarrollo de los países del Tercer Mundo.
De acuerdo con estas consideraciones, no es tan difícil comprender por qué la mencionada Conferencia de Estocolmo de 1972 continúa siendo un hito en la agenda internacional sobre el medio ambiente. Se trató de un momento histórico en el que se condensaron diferentes fuerzas que se venían gestando en décadas anteriores y que marcaron la emergencia de un nuevo orden internacional. En concreto, se empezó a hablar de una “crisis ambiental” a escala planetaria con posibilidad de poner en riesgo el crecimiento económico. En el documento de cierre de la Conferencia, el concepto de biósfera no está asociado a la cuestión ecológica per se. Por el contrario, es un asunto estrechamente ligado a temas de política internacional (el posicionamiento de los llamados países en desarrollo en el orden global) y, en un sentido similar, se abre el camino a una experticia ecológica a escala planetaria que inaugura un nuevo modo de relacionar aquellos aspectos vinculados al deterioro de los ecosistemas con las necesidades económicas a corto y mediano plazo (Mahrane y otros, 2012: XII).
La importancia que fue adquiriendo el discurso sobre el ambiente a escala global cristalizó en la problematización de una nueva cuestión pública. Se sintetizó en el concepto de “desarrollo sustentable”, que se volvió una de las narrativas más poderosas en el proceso de institucionalización de la cuestión ambiental. La alusión al desarrollo sustentable, definido como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer a las futuras generaciones, apareció por primera vez en el informe “Nuestro futuro común”, elaborado en 1987 para la ONU por una comisión encabezada por Gro Harlem Brundtland, entonces primera ministra de Noruega.
En palabras de Maarten Hajer (1995), lo que el denominado Informe Brundtland estiliza como un proceso de aprendizaje social y de toma de conciencia es en realidad la consolidación de un discurso dominante sobre el problema ambiental, que el autor define como “modernización ecológica”. Según Hajer, ese discurso busca poner freno al potencial de crítica radical que tuvo el movimiento ambientalista en sus orígenes para sostener que el conflicto ambiental puede encontrar soluciones dentro de los esquemas institucionales vigentes. Esta perspectiva es reconocible en un conjunto de supuestos que afirman que es posible dimensionar la degradación ambiental mediante una equivalencia en dinero y que proponen la protección del ambiente como un “juego de suma positiva”: si antes se obligaba a las empresas a internalizar los costos ambientales de sus operaciones –un “juego de suma cero”–, ahora se afirma que una mayor eficiencia en el uso de materias primas y energía es suficiente para dar un resultado positivo. En otras palabras, la “modernización ecológica”, cuyo análisis ampliaremos en el capítulo 4, supone una visión del mundo en la que la gente, la economía y el ambiente pueden interactuar de maneras cohesionadas, colaborativas y replicables con la mediación de tecnologías e incentivos para internalizar la responsabilidad ambiental de las empresas. Por otra parte, plantea que los principales obstáculos para la protección ambiental residen en una adecuada organización de la acción colectiva –todos se beneficiarían si todos participan: el punto es cómo lograrlo–; de este modo, la cuestión se vuelve un problema de administración (Hajer, 1995: 33).
Otra forma de mirar este proceso histórico es considerar aquello que Sergio Leite Lopes ha dado en llamar la “ambientalización de los conflictos sociales”. Apoyándose en la perspectiva de Norbert Elias, el autor propone que la ambientalización es un neologismo semejante a algunos otros usados en las ciencias sociales para designar nuevas percepciones de fenómenos. Leite Lopes señala que la ambientalización es el proceso por el cual las personas y grupos sociales interiorizan las diferentes facetas de la cuestión pública ambiental, lo que también se puede observar en la transformación del lenguaje de los conflictos sociales y su institucionalización a nivel global mediante las conferencias del ambiente y a nivel nacional/regional a través de la elaboración de políticas ambientales (Lopes y otros, 2004: 17).
Esto también produce una mutación de las prácticas empresariales, que se van diversificando entre un polo que deja afuera las consideraciones del cuidado ambiental y otro de responsabilidad, que se orienta a la producción limpia y ambientalmente correcta, y que trae aparejado diferentes lucros materiales y simbólicos. A medida que surgen conflictos ante la degradación del entorno natural y avanzan los movimientos ambientalistas, son los propios empresarios –los principales causantes de esta devastación– quienes se apropian de las críticas y procuran usarlas a su favor. Entre esos polos se despliegan prácticas que utilizan elementos de uno y otro origen de manera pragmática y tanto los trabajadores como las organizaciones afectadas también apelan a la cuestión ambiental como repertorio de sus intereses y reivindicaciones.
Al considerar la “ambientalización de la cuestión social” como un nuevo asunto público podemos reconocer el fenómeno en diferentes campos de la vida social: desde la educación ambiental considerada como un nuevo código de conducta individual hasta las prácticas de estilos de vida saludables, pasando por las diferentes referencias a ecogestos y modos de consumo hasta llegar a la economía verde, un ámbito muy dinámico de acumulación económica mediante procesos de innovación tecnológica, expropiación y patentamiento del conocimiento.
El aumento de escala y la aceleración de los procesos extractivos
Sin embargo, la politización de la cuestión ambiental no responde meramente a una imposición de coaliciones discursivas y cambios en las prácticas de cuidado del ambiente. Hay un elemento de choque que tiene que ver con la reconfiguración del capitalismo que, como lo ha mostrado el historiador ambiental Jason W. Moore (2015), no es solo un sistema económico, sino que implica además una ecología que busca la explotación mundial de las naturalezas baratas para penetrar más y más fronteras de ganancias potenciales. En efecto, alrededor del 20% de la población mundial (el grupo de más altos ingresos que vive en los centros urbanos de los países más ricos) consume ya el 77% de todos los bienes y servicios que se producen en el planeta. Se requiere un flujo creciente de extracción de energía y materiales vía el mercado internacional para garantizar esos niveles de consumo y esta voracidad aumenta la presión sobre los recursos en los países del Tercer Mundo.
El extractivismo puede definirse como una acumulación de capital que gira alrededor de la extracción intensiva, masiva y monopólica de recursos naturales (a través de prácticas como la agricultura, ganadería, silvicultura, pesca, y sistemas de explotación de la biota y de minerales-metales), y recurre a la aplicación de tecnologías que permiten convertir la naturaleza en mercancías de exportación con bajo valor agregado. El fin del extractivismo es lograr el aumento de la renta diferencial con respecto a los pequeños y medianos productores, mediante su descapitalización, su desestructuración y la dominación cultural. Su carácter global se constituye a partir de una producción destinada a un mercado internacional, concentrada en empresas transnacionales y asociada a la especulación financiera. Lo que impulsa su expansión es la división internacional entre algunos países que producen materias primas y otros que pueden orientar la dirección del proceso global con el movimiento de divisas.
El volumen de negocios en los mercados de las commodities es hoy en día veinte a treinta veces superior a su producción física, aspecto que produce grandes vaivenes de precios y volatilidad de los mercados. Las economías de los países productores de materias primas son muy vulnerables a estas oscilaciones y su estabilidad económica es muy dependiente de las señales de esos mercados.
En los países del Tercer Mundo, el avance de las industrias extractivas está acompañado de incentivos estatales como el otorgamiento de derechos especiales a los inversionistas a través de acuerdos comerciales, políticas de promoción, subsidios y contratos que ofrecen garantías de estabilidad y diversas facilidades para las concesiones de territorios para la explotación de recursos. En diferentes regiones de Asia, África y América Latina, estos procesos tienen un impacto decisivo sobre el ambiente por la consolidación de modelos monoproductores, la destrucción de la biodiversidad, el aumento en la tasa de extracción de minerales energéticos y no energéticos, el acaparamiento de recursos y la reconfiguración de vastos territorios que van perdiendo su potencial de desarrollo endógeno.
Un aspecto determinante en la expansión de la frontera extractiva es el acaparamiento de tierras –conocido por su voz inglesa land grabbing–, es decir, el proceso mediante el cual inversores privados, fondos de inversión o gobiernos adquieren o arrendan tierras en gran escala para la extracción de minerales o la agricultura, para la inversión en proyectos inmobiliarios o la especulación financiera. Un signo regresivo de nuestro tiempo es que este acaparamiento de tierras se despliega incluso en aquellas regiones donde hubo históricos avances en materia de reforma agraria en el siglo XX. En muchos países está ocurriendo una contrarreforma, una reforma agraria en reversa, que se hace patente en la apropiación de tierras por las corporaciones en África, los golpes de Estado impulsados por los empresarios agrícolas, la expansión masiva de las plantaciones de soja en América Latina, la apertura de regiones enteras a los inversionistas extranjeros o la expansión de un modelo agrícola de monocultivo hacia el este de la Unión Europea. Estas tramas llevan a los pequeños productores y sus familias a verse desplazados por élites y poderes corporativos que van arrinconando a la gente en propiedades cada vez más acotadas (Grain, 2014).
En la Argentina, el acaparamiento de tierras, la expansión del monocultivo y la pérdida de soberanía alimentaria forman parte de un proceso de concentración de la producción en manos de un reducido grupo de actores. Este grupo se destaca por su rol gerenciador de los medios de producción de terceros mediante el arrendamiento de tierras ajenas, el uso masivo de nuevas tecnologías como la siembra directa, la utilización de insumos sobre la base de semillas genéticamente modificadas (soja RR) y una alta incidencia en el uso de herbicidas asociados (glifosato) y fertilizantes. De hecho, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) ubicó a la Argentina entre los diez países que más desmontaron entre 1990 y 2015: se perdieron 7,6 millones de hectáreas, a razón de 300.000 hectáreas al año (FAO, 2015; Greenpeace, 2020). El avance de la soja no solo trajo aparejado el problema de la deforestación, sino también conflictos asociados al uso de agroquímicos y sus efectos nocivos para la salud. Como veremos en el capítulo 5, las manifestaciones de los “pueblos fumigados” representan un último límite a esa expansión de la frontera agropecuaria.
Otro ejemplo de expansión acelerada de la frontera extractiva puede verse en la minería a cielo abierto, una actividad que no solo creció en los países donde ya estaba implantada, sino también en otros en los que se desarrollaba a muy pequeña escala. Lo cierto es que en la actualidad la minería se ha insertado en regiones antes inexploradas: Asia Central y África Occidental, Oceanía y desde Alaska hasta la Patagonia en América del Sur.
En este caso, los conflictos se acentúan porque las mineras acceden a zonas que hasta hace muy poco se consideraban áreas protegidas: por ejemplo, Mongolia ha permitido el ingreso de inversores extranjeros a sus territorios para la exploración y eventual explotación de recursos naturales. En México, por otro lado, el empalme de polígonos mineros con áreas naturales protegidas atenta contra la conservación ambiental, pues de las 24.715 concesiones mineras otorgadas al año 2010, más de 1600 se superponían con un tercio de las áreas naturales protegidas, cubriendo así casi un millón y medio de hectáreas bajo protección ambiental.
En los últimos años ha habido un auge de las exportaciones mineras en América Latina, que hoy recibe la tercera parte de las inversiones mundiales en esta industria. Las ganancias de la minería a cielo abierto son extraordinarias dado que toda la producción se destina a la exportación y que existen importantes exenciones impositivas y ventajas concedidas a las empresas. Aun así, los megaproyectos de corte extractivo, forma más extendida que toman las actividades mineras, amplían los factores de conflictividad ambiental (Cárdenas y Reyna, 2008; Urrea y Rodríguez Maldonado, 2014), pues el uso cuantioso de agua y energía que requieren estos emprendimientos, así como el impacto que tiene la utilización de químicos para la separación de los metales, genera tensiones irreconciliables.
En la Argentina existen 322 proyectos mineros en distinto grado de avance, de los cuales 77 están en las cuencas relevadas por la autoridad responsable de efectuar el inventario nacional de glaciares. De estos proyectos, 44 se encontrarían cercanos a o sobre cuerpos de hielo, que deben estar protegidos (Política Argentina, 2016).
Es importante observar la velocidad de estas transformaciones económicas, que producen cambios a gran escala en períodos muy cortos de tiempo y con severos impactos territoriales que comprometen el uso futuro de recursos naturales. Estos procesos de orden global llevan un ritmo de expansión muy intenso en comparación con el lento avance de la aplicación efectiva de las regulaciones de protección ambiental. Sin duda se trata de una confrontación de los órdenes local y global. Como lo ha señalado Milton Santos, la globalización ha convertido al mundo en el “lugar de las ocasiones”, es decir, de las oportunidades de negocios: los territorios se transforman en espacios nacionales de la economía transnacional y todo ello produce contradicciones entre un orden global cuyo imperativo es la desregulación y otro local donde es el territorio (en el que están la población y sus actividades) el que constituye una norma para el ejercicio de las acciones (Santos, 1996: 267).
La producción de desigualdades socioecológicas generadas por diferentes procesos de urbanización capitalista
Ni los trabajos de la ecología política, que se han concentrado en los conflictos por el avance de las fronteras extractivas –que por lo general afectan a comunidades campesinas e indígenas–, ni las investigaciones de las ciencias ambientales, que buscan abordajes multidisciplinarios para estudiar el cambio climático, la deforestación, la desertificación o el agotamiento de recursos naturales no renovables, han prestado suficiente atención al papel que juega la urbanización capitalista en la transformación de la totalidad de los bienes y servicios, incluidos los ambientales, en productos que pueden transarse libremente en el mercado. En efecto, la ciudad es el lugar donde se despliega uno de los procesos más audaces e intensos de apropiación y transformación de la naturaleza.
Una mirada moderna sobre la ciudad la entiende como opuesta a la naturaleza, y la considera a su vez como salvaje y no humana. Se piensa que lo urbano es el punto de llegada del progreso humano, un espacio conquistado y separado del entorno natural. Es esta concepción la que favorece la despolitización de la cuestión ambiental, un fenómeno muy marcado en las grandes ciudades de América Latina.
La ecología política urbana es uno de los campos de las ciencias sociales que más ha contribuido a confrontar con estas ideas, al mostrar que en las sociedades capitalistas la urbanización y el cambio ambiental son diferentes caras de un mismo proceso mediante el cual el agua, la tierra, el paisaje o la flora y fauna han sido privatizados y asignados como propiedad individual para facilitar el funcionamiento de los mercados. Es importante recordar que la “sostenibilidad” de la vida urbana contemporánea es responsable del 80% del uso mundial de recursos (Bulkeley y Betsill, 2005) así como de la producción de la mayor parte de los residuos del mundo.
La naturaleza ha sido incorporada a los circuitos de acumulación de capital a través de diferentes líneas de desterritorialización y reterritorialización en las que la ciudad juega un rol central como ámbito de valorización económica. Como ya lo había señalado de manera temprana Henri Lefebvre, “el capitalismo ya no se apoya solamente sobre las empresas y el mercado, sino sobre el espacio, incluso en aquellos territorios otrora vacantes como las montañas y playas, lugar en el que se expande mediante la industria del ocio” (Lefevbre, 1974: 221).
Si consideramos los dos ejes en forma interdependiente, es decir, el uso de materia y energía por parte de la ciudad y el modo en que esto afecta ambientes distantes, ya no podemos hablar de “la naturaleza”, sino de una colección heterogénea de toda clase de naturalezas que son histórica y geográficamente producidas por el proceso de urbanización.
Para dar un ejemplo, en la zona norte del Área Metropolitana de Buenos Aires, los fenómenos de la urbanización cerrada han generado cambios muy importantes en el paisaje y han creado lagunas artificiales que alteraron los humedales, ecosistemas estratégicos para la estabilidad del ciclo del agua. Todo ello sucedió al amparo de mecanismos de gestión del territorio caracterizados por algunos autores como propios del “urbanismo neoliberal”. En la cuenca del río Luján, por caso, esas urbanizaciones ocupan el 10% del territorio y a su vez han intervenido sobre el humedal para la producción de lagunas artificiales y canales en un total de 1882 hectáreas, es decir el 25% del total de las urbanizaciones acuáticas (Pintos y Sgroi, 2012: 31).
Esto permite abonar la idea de que en la ciudad hay diferentes tipos de naturalezas (los humedales, pero también los pólderes construidos por el mercado inmobiliario) que son socialmente movilizados, económicamente incorporados (comodificados) y físicamente metabolizados/transformados para sostener el proceso de urbanización (Heynen, Kaika y Swyngedouw, 2005).
Estudiar los procesos de urbanización implica no solo prestar atención a los modos de habitar las ciudades, sino también a la manera en que diferentes actores sociales y grupos económicos están implicados, ya sea de forma directa o indirecta, en asegurar la continuidad de las transformaciones del espacio. En ese sentido, el acceso dispar al suelo, los servicios urbanos, la distancia respecto del lugar donde se concentran actividades esenciales y comerciales tienen como contrapartida una distribución diferencial de las cargas ambientales.
En este contexto es importante prestar atención a la función que cumplen las políticas públicas. El transporte, por ejemplo, permite mejorar la conectividad, pero si solo lo hace en las áreas donde viven los grupos de alto nivel económico, entonces produce desigualdades socioespaciales para aquellos que viven en sectores más alejados de la conurbación. En el caso de la provisión de redes de agua potable y cloacas, la distribución asimétrica en favor de los municipios que tienen población con mayor capacidad económica da como resultado diferentes probabilidades de sufrir “enfermedades hídricas”.
Por otra parte, la capacidad de acceder a la vivienda propia varía según las clases sociales. De acuerdo con el estado actual de cosas, las mejores construcciones, los servicios de mayor calidad y el espacio público se adjudican a los “mejores” consumidores, es decir, a las clases medias y altas. Sin embargo, las externalidades negativas de la vida urbana tienden a exportarse hacia los barrios periféricos y, en este proceso, las cuestiones de clase, género, etnicidad, entre otras, claramente son centrales en términos de las probabilidades de estar expuesto a diversos riesgos ambientales.
Considerando que los procesos de cambio socioambiental no son neutrales, es necesario preguntarse: ¿sostenibilidad urbana para qué, para quién y bajo qué circunstancias? (Swyngedouw y Heynen, 2003).
En la zona metropolitana de Buenos Aires, el conflicto por la recomposición ambiental de la cuenca Matanza-Riachuelo que analizaremos en profundidad en próximos capítulos es el resultado de la apropiación histórica desigual del territorio mediante un proceso de urbanización de mercado que facilitó a los grupos de mayores recursos la ocupación de las zonas altas y centrales de la ciudad (Merlinsky, 2016). Los grupos de clase trabajadora que no pudieron acceder al mercado de tierras fueron ocupando terrenos inundables en extensiones próximas a sitios de descargas industriales no controladas. A esto se sumó la insuficiente provisión de políticas de vivienda, transporte e infraestructura, lo que en la actualidad ha desembocado en que cerca de dos millones de habitantes se encuentren en situación de riesgo sanitario por vivir en áreas inundables y por insuficiente cobertura de agua potable y cloacas.
Si el modo en que fluyen las aguas de la cuenca es una condición históricamente legible de la relación localizada entre sociedad y naturaleza, los problemas ambientales no son otra cosa que la cara aumentada y magnificada de las contradicciones de un crecimiento metropolitano a espaldas y a expensas de los ríos, con asimetrías en la cobertura de los servicios urbanos, y bajo un patrón de ocupación del suelo que empuja a los sectores populares a vivir en los sitios contaminados y en las áreas bajas e inundables de la ciudad.
Delgado y otros (2014) revisan el caso de la ecología política urbana en la zona metropolitana del Valle de México y muestra que la escasez de recursos no solo es definida desde el punto de vista biofísico, sino que está además socioeconómicamente construida. No son todos los habitantes quienes tienen problemas de acceso al agua, sino aquellos que no pueden influir en el acceso, gestión y usufructo del ciclo urbano del agua.
A la luz de estos ejemplos cabe reparar en la reflexión de Francisco Sabatini (1997) que ha mostrado que la falta de orientación en la planificación urbana también es un elemento desencadenante de los conflictos ambientales.
En las últimas décadas, a la par de la globalización y financiarización de los movimientos de capitales en las ciudades, se ha ido desarrollando un urbanismo flexible comandado por un proceso de negociación entre la autoridad territorial, los inversionistas y los agentes de desarrollo urbano. Hay un aprovechamiento de las ventajas que ofrecen los centros urbanos que cuentan con infraestructuras de calidad por parte de grandes negocios especulativos que elevan el precio del suelo y la vivienda, al punto que solo las clases más afluentes pueden ocupar los barrios con equipamiento y áreas consolidadas de las ciudades. A su vez, como hemos mencionado, esto les permite exportar –en especial hacia áreas segregadas– las externalidades negativas, tanto ambientales y funcionales, como sociales (Sabatini, 1997). De este modo, la degradación ambiental en los territorios de localización de las clases trabajadores se va intensificando junto con la expansión urbana no planificada.
Un ejemplo muy elocuente es la gestión de los residuos sólidos urbanos, que tiende a ser centrífuga respecto de la localización de los rellenos sanitarios. Aun cuando el mayor volumen de residuos se genera entre los grupos más afluentes que habitan áreas de centralidad urbana, la disposición final de la ciudad produce impactos ambientales y efectos sobre la salud de aquellos habitantes que viven en las proximidades del vertedero, donde se sitúan viviendas populares, pues allí los terrenos son más baratos porque la degradación ambiental es de por sí preexistente y la capacidad de influir políticamente para transformar las circunstancias es menor.
Los conflictos ambientales urbanos dan lugar al descontento y provocan la consiguiente movilización de grupos de ciudadanos que no aceptan una distribución de externalidades basada exclusivamente en la lógica de la renta urbana. Hechos como la oposición a la instalación de nuevos rellenos sanitarios, las demandas por la expansión de los servicios de agua potable e infraestructura, las manifestaciones en defensa de humedales y sitios de valor ecológico y la resistencia al peligro tóxico derivado de la convivencia de asentamientos con áreas de riesgo tecnológico son evidencias palpables del impacto que tiene la urbanización capitalista sobre la emergencia y multiplicación de conflictos ambientales.
[2] El crecimiento de los flujos de energía y materiales en la economía y la salida de residuos es lo que los economistas ecológicos denominan “metabolismo social”. Se trata del conjunto de procesos por medio de los cuales los seres humanos organizados en sociedad, independientemente de su situación en el espacio (formación social) y en el tiempo (momento histórico), se apropian, circulan, transforman, consumen y excretan materia y/o energía proveniente del mundo natural (Toledo y otros, 2009: 343).
[3] Los comunes [commons] refieren a un ámbito del entorno socionatural que rebasa la posesión individual, es indispensable para la subsistencia y la seguridad de las personas y cuya administración, consecuentemente, requiere que se tomen en cuenta criterios de interdependencia.
[4] La nominación ambiental se establece cuando en la dinámica contenciosa los actores utilizan argumentos ambientales, aun si estos no son los prevalecientes.
[5] La huella ecológica es la superficie de tierra y la cantidad de agua que se precisan para satisfacer diferentes necesidades sociales y para reciclar el CO2 emitido por las actividades antropogénicas.