Читать книгу Gualicho - Gael Policano Rossi - Страница 5

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Hay una calle bien angosta, por el barrio de Once, que a la tarde tiene la penumbra perfecta y el lumpenaje adecuado para que la oferta de prostitución pueda trabajar sin complicaciones.

Sin llegar a la plaza, entre dos calles cortadas, hay algunos edificios sin ventanas y veredas angostas donde los tacheros, colectiveros, obreros de provincia y policías de la federal pueden pasar por turnos breves a conocer mujeres que después no vuelven a ver.

Daniel cruzó la avenida y se metió por las callejuelas camino a su casa. Se bajó antes del colectivo porque estaba mareado y aturdido, el calor lo tenía ahogado y la calentura se le había convertido en un dolor de huevos.

Con cincuenta pesos se puede hacer algo, pensó. Una doña lo chistó pero no se dio vuelta.

En verano los aguantaderos se vuelven insoportables. Las chicas sacan reposeras a la vereda, toman sol toda la tarde y algunas hacen topless mientras toman tereré.

Marilyn tenía unas bucaneras de cuero negras que le habían traído de Brasil, con taco largo, fino y cubierto de látex: rajaba la tierra. Un top de red rojo le cubría el piercing de su pancita y se trepaba hasta sus pechos. Fiona, de 25 años, meneaba su cola de caballo mientras caminaba con un pie delante de otro, desde una punta hasta la otra de la cuadra. Eva, morena y con dos pechugas bien turgentes, tenía una cartera sobre llena de estupefacientes y forritos: su minifalda era un escándalo. Ese orto despampanante le doblaba el cuello a más de uno: orgullosa lo pavoneaba.

Daniel pasó por la puerta de dos lugares que creía recordar y recibió piropitos, saluditos y ofertitas. Un chico de 1.90 no pasaba desapercibido entre tantas lobas. De las puertas de los aguantaderos salía un vaho inenarrable. Las madamas ventilaban el mormazo abriendo puertas y ventanas y ofreciendo la carne calenturienta al aire libre. Combatían el calor con abanicos y seducían mariposeando las pestañas, esperando que sea carnaval y con baldazos y bombuchas alguien las refresque un poco. Daniel no tenía bombuchas pero las pelotas le estallaban de leche y contra algo había que reventarlas.

Elizabeth estaba abajo de un álamo; entre los árboles y los edificios aparecía detrás suyo la luna sobre el cielo celeste. Cuando lo vio se descruzó de piernas y le cerró el paso. Daniel, atontado por el calor, vio la mujer que quería ver y hablándole de cerca al oído le preguntó dos o tres cosas. Hace mucho estás acá, tenés ganas de hacer algo, a dónde se puede ir.

Las chicas de la cuadra saben que los hombres hablan bajito por los nervios, tipo los actores cuando son amateurs. Para ahorrarles rápido la vergüenza que los invade, se muestran prontas a resolver la ubicación, las condiciones y lo necesario para llevar adelante el encuentro: hay que abrir una puerta de madera, pesada y algo podrida de un “hotel familiar”, y sin subir la escalera de mármol, en el pasillo, ahí mismo, podían hacer lo que el hombre necesitaba hacer.

Elizabeth no fue directo al grano porque si algo disfrutaba era enseñar su cuerpo. Daniel temblaba nervioso, mareado y con la vista nublada. Se echó de espaldas contra la pared en el estrecho pasillo y la miraba. Elizabeth, contra la pared opuesta, abrió sus piernas y se reclinó dándole la espalda. La raya colorada de una tanga calada expuso sobresaliente sus glúteos: infartante. Subía por la lumbar una cadenita de plata que cruzaba su espalda, delgada, finísina, hasta el cuello: una correa de plata para que la saquen a pasear. Una perra. Flor de perra. Daniel soltó un resoplido aliviado: eso es un orto, la puta madre que lo parió.

Abiertas y bien separadas, las dos gambas tenían medias oscuras, muy suaves al tacto. Daniel recorrió sus piernas largas con la punta de los dedos. El perfume de un jazmín le acarició la nariz. Con sus dedos largos subió hasta la tela tensa de la tanga colorada que le cubría el ano, y subió más surcándole toda la raya hasta la cintura. La agarró con las manos y la acercó hasta su pelvis pero ella se resistió. Usando esas manos la envolvió hasta sentir sus pechos: duros, durísimos, dos repollos bien calientes. Con la yema de los dedos hizo circulitos sobre sus pezones: el corpiño de cuerina negro los dejaba traspasar, puntiagudos, paraditos.

Daniel pasó las manos por su cuello y su clavícula. Elizabeth se relajó y movió a un lado su trenza rubia, sintió el calor y la humedad de esas palmas recorrerle la cervical. Cediendo despacio reclinó su cola, ahora sí, contra su entrepierna. Se frotaron, respirando hondo por la nariz, pero la erección no se sentía.

Se la quería mandar adentro a toda costa y con una mano se desabotonó los jean negros y con la otra la agarró del cuello. Con movimientos suaves y sin dejarse llevar, Elizabeth se reclinó sobre sus tacos altos y enfrentó el pubis de Daniel. El pubis estaba sudado y caliente. Lo ayudó maternalmente a bajar el jean hasta la entrepierna e inspeccionó la zona: o no estaba erecta o era un micropene.

Descubrió con delicadeza la verga de Daniel bajando el bóxer de tela: estaba fría, achicharrada, tipo un acordeón cuando no va a sonar. Lo tomó de las hinchadas pelotas con la palma de la mano y la acercó a su boca. El labial pegajoso recorrió el miembro; la boca, húmeda y golosa, lo hizo entrar hasta pasada la lengua pero estaba fría. Lo masajeó con su lengua dando movimiento circulares, para reanimarla, pero la verga no respondía. Dio cinco o seis vueltas con su lengua por la pija pero seguía igual. Daniel, mareado y con la cabeza caliente, tenso y nervioso, no entendía. El cansancio, el sueño o lo que sea que le estaba pasando no lo dejaba comprender por qué no andaba la herramienta, qué carajo estaba pasando que no se paraba ni cómo iba a poder cogerse tremendo pedazo de culo.

Le hizo mimitos en el pelo y en la frente y Elizabeth seguía empujando con su maxilar para adentro y para afuera. La pija estaba blanda, retraída completamente. Le mandó una mirada fulminante desde abajo, inquisidora, sin entender. Elizabeth se lamentó que un muchacho tan bonito tuviera problemas de este tipo, pero la disfunción eréctil no era una novedad en su trabajo.

Confundido y sin entender qué le pasaba, Daniel la miró con un gesto espontáneo, entre asustado e impotente, tipo “en serio no sé qué le pasa que no se sube”. Elizabeth se puso de pie. Él sintió que tenía que besar a esa mujer y le besó la boca. Estiró su cuello largo y le enchufó un beso de esos que te mastican la cara. Hermoso.

Daniel tanteó su bolsillo y le ofreció los cincuenta pesos que tenía. Elizabeth los miró, en el pasillo, sin nada de luz, casi no se veían.

—Qué te puedo cobrar –le dijo con su voz aflautada.

—Disculpá.

—No tomes frula.

—No tomé.

—Hacete ver.

—Aunque sea dejame tu celu… –le dijo, tímido. Elizabeth le regaló media sonrisa.

—Llamame cuando reviva.

Gualicho

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