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Introducción

El Tao Te King de Lao Tse es parte de mi historia personal. Eso quiere decir que, en lo fundamental, el modo de ver la vida de su autor coincide con el mío, pero no por haberlo yo adoptado a posteriori, sino porque mi coincidencia con él es constitucional y detectable desde que el asombro de vivir me impulsó a tratar de entender el mundo. Así, los treinta y más años que he dedicado al estudio del taoísmo no han hecho más que aclarar en mi mente lo que ya antes era en mí una tendencia innata. Y pongo en ello un especial énfasis porque creo que ha llegado el momento de decir cosas como esta a propósito de una investigación “científica”, pues si lo que uno toma más en serio es lo que le concierne profundamente como ser humano, a la postre resulta ser una garantía de seriedad que el tema de una investigación no sea para el investigador solo un tema sino un aspecto de su propia persona.

En relación a esto, conviene recordar lo que afirma el gran sinólogo alemán Richard Wilhelm sobre las traducciones al alemán del Tao Te King. Observa Wilhelm que en Alemania circulan varias versiones del “Viejo Chino” realizadas por aficionados, las cuales, no obstante, por el grado de intuición demostrado por sus autores, se hallan más próximas al verdadero sentido del texto que tantas otras realizadas por sinólogos profesionales pero carentes de toda empatía real con el mensaje del libro.

Lo dicho, evidentemente, es válido para cualquier tipo de investigación, pero, tratándose de Lao Tse, el problema se agudiza al extremo: en primer lugar, porque se trata de un autor chino; en segundo lugar, porque este autor vivió en el siglo VI antes de Cristo; y en tercer lugar (lo más importante), porque su cosmovisión es la antípoda de la actual concepción del mundo en Occidente, de lo que resultan serios inconvenientes para aproximarse al verdadero sentido de su mensaje.

Con esta premisa se entiende pues que a Lao Tse no se lo puede estudiar “en frío”, quiero decir, en un empeño puramente intelectual por captar el sentido de su “pensamiento”, asistido por conocimientos de alto nivel y el buen manejo de un sistema de conceptos. Creo que antes es preciso “amar” a Lao Tse, por así decirlo, esto es, “reconocerlo” como algo que en cierto modo nos pertenece, y eso solo puede ocurrir en la medida en que sus revolucionarias proposiciones y denuncias coincidan con las proposiciones y denuncias que a nosotros nos nacería hacer espontáneamente. Si esta condición vital no se cumple, el investigador queda fuera del ámbito real del Tao Te King, aunque en su investigación muestre poseer toda la erudición y la competencia que es posible imaginar.

Digo esto porque estoy persuadido de que para entender el Tao Te King como se debe, antes que poseer la competencia requerida es preciso haber sido atacado por esa abrumadora lucidez que nos abre los ojos sobre la deformidad del mundo actual, porque eso es lo único que puede darnos a gustar el amargo sabor de la experiencia vivida por Lao Tse en la decadencia de la civilización impulsada por la dinastía Tchu y entender el alcance real de los dramáticos autorretratos que él inserta en el libro y que nos muestran al Viejo Maestro como un huérfano perdido en las calles del mundo. Como también estoy persuadido de que para entender el aspecto más importante de este texto es necesario haber conocido la experiencia de la poderosa unidad que todo lo abraza y haber tenido acceso a la maravilla de la participación consciente en el todo. Solo eso puede situarnos debidamente en el sentido (Tao) que articula en totalidad el poético y sencillo discurso del Tao Te King.

Lao Tse

Sobre Lao Tse, el autor del Tao Te King, poco es lo que se sabe. La referencia histórica más antigua que poseemos es la que el historiador Se Ma Tsien

(s. I a. C.) incluye en sus Memorias Históricas. Esta referencia es extremadamente breve y dubitativa y lo escaso de la información que nos aporta sobre el personaje se debe, como el mismo historiador lo explica, a que Lao Tse procuraba vivir en la forma más oculta y anónima posible. Con todo, por ella conocemos lo que, para los intereses de este libro, es suficiente. A saber: que Lao Tse fue archivero, bibliotecario o guardador de los escritos de la dinastía Tchu en el palacio imperial de la ciudad de Lo Yang; que en su época aparece como un sabio de gran prestigio, encabezando una posición disidente respecto de la sabiduría oficial; y que, hastiado por la corrupción del régimen, decidió abandonar la corte y vivir en retiro, para lo cual viajó a las regiones occidentales y se perdió para el mundo.

Según Se Ma Tsien, el Tao Te King fue escrito a pedido del guardián de la frontera occidental, para quien, con motivo de su paso por el lugar, Lao Tse lo redactó, exponiendo en él lo esencial de su pensamiento y empleando cinco mil caracteres.

Sobre la historicidad de Lao Tse y la paternidad de la obra se ha dudado mucho, lo cual responde más a una característica psicológica de los investigadores que a otras razones más dignas de atención, por lo cual, y siguiendo en esto el criterio de otros sinólogos, partiré de la base que Lao Tse existió y que es el autor del Tao Te King, sin perjuicio de reconocer interpolaciones y enmiendas en el texto que se le atribuye. Más no necesito saber, en el entendido que el Tao Te King, como un escrito revelador del carácter y “virtud” de su autor, constituye una fuente de información sobre él más que suficiente, ante la cual, las que pudieran ser circunstancias de su vida, carecen de importancia.

La época

El Tao Te King fue escrito en una época crucial de la historia de China, siglos de decadencia del antiguo Imperio, y más exactamente, de la civilización creada por la dinastía Tchu (1122-255 a. C.). Esta civilización hizo de la China de entonces algo semejante a lo que hoy llamaríamos una “gran potencia”, y, en la medida que este Imperio llegó a ser rico y poderoso como ningún otro en el mundo, manejado por una gigantesca máquina gubernamental y sustentado por un orden religioso y jurídico extremadamente complejo, considerado perfecto por sus fundadores, su decadencia, consumada hasta sus últimas y más destructoras etapas, fue algo así como un fin de mundo.

En lo político, esta decadencia se manifestó por la creciente incapacidad de los soberanos del linaje de los Tchu, lo que fue debilitando paulatinamente el poder imperial en beneficio de los estados feudales, cuyos señores se hicieron llamar reyes y vivieron en perpetuas guerras e intrigas diplomáticas. Este estado de cosas es el que los historiadores llaman “Época de los Reinos Combatientes”, la cual duró desde el siglo V hasta el III a. C., y que significó para la sociedad china un genocidio de varias decenas de millones de muertos.

Se observa, empero, que esta época de violencia y destrucción fue justamente el tiempo en que floreció en China el pensamiento filosófico, el cual, a partir de Confucio (s. VI a. C.), se fue diversificando hasta constituir un centenar de escuelas. Lo paradójico de este fenómeno, sin embargo, puede explicarse por la necesidad que entonces había de formular una sabiduría que diera a la vida un fundamento racional, en ese momento histórico en que todo lo que hasta entonces había sido un fundamento, se derrumbaba con sus valores e instituciones.

Contenido del Tao Te King

Mi proposición fundamental sobre el Tao Te King es que en este texto se ha reunido lo esencial de la sabiduría de los llamados santos soberanos de la antigüedad. En este sentido, no sería una enseñanza nueva ni marcaría un comienzo, sería más bien un epílogo del antiguo Imperio en decadencia, sin perjuicio de constituir un punto de partida como reedición de esa sabiduría para la posteridad. Y esa reedición, realizada con la intención de constituir un cuerpo de doctrina, habría sido motivada por el conflicto creciente que la civilización impulsada por la dinastía Tchu estaba creando en la organización de la antigua sociedad china.

Los escritos atribuidos al taoísta Tchuang Tse (s. IV a. C.) contienen una mención crítica de las principales escuelas de sabiduría que había en China en aquellos siglos, y en lo que se refiere a Lao Tse, se dice que fue justamente un propagador de la sabiduría de los antiguos. Sin duda por la gran cantidad de citas y refranes tradicionales que el Tao Te King contiene, se entiende que esa sabiduría había sido explicitada en enseñanzas verbales de forma precisa ya mucho antes de la redacción de este libro. Pero la constitución de este cuerpo de doctrina, fundamento de una de las principales escuelas de sabiduría de Oriente, por su carácter polémico y fuertemente crítico de la sabiduría oficial y del estado de cosas del Imperio en tiempos de la dinastía Tchu, muestra claramente que Lao Tse, de hecho, ha encabezado la pléyade de sabios disidentes (procedentes en su mayoría del Sur) que opusieron a la civilización de los Tchu el modelo del Imperio de las épocas aborígenes, consideradas por la tradición taoísta como tiempos paradisíacos.

Por lo que nos informa la historiografía clásica, en los archivos imperiales estaba puesta por escrito la tradición oral sobre el pasado remoto de los pueblos que en su conjunto formaron la raza china, como asimismo todo lo referente al origen del Imperio y a sus más antiguas etapas de evolución. Lao Tse conoció todos esos antecedentes históricos y mitológicos y de ellos derivó ciertamente la apretada síntesis de sabiduría y experiencia histórica que constituye el contenido del Tao Te King.

El mito del paraíso

En lo que respecta a ese pasado remoto del pueblo chino, según el tenor de los textos históricos que a él se refieren, reproduciendo otros textos y tradiciones más antiguas, este es presentado a la manera de un mito del paraíso, de gran desarrollo descriptivo, por el cual se nos informa sobre lo que fue la vida de la especie humana en esas edades lejanas. Fue basándose en esa tradición mítica que los historiadores clásicos dividieron el tiempo en diez edades del hombre y doce períodos cósmicos o zodiacales, correspondiendo la edad décima, esto es, la última (coincidente con el último período zodiacal), al advenimiento del mítico emperador Hoang Ti, el “Ancestro Amarillo”, abuelo de la raza china y fundamento de la cultura, ubicado, según la cronología clásica, entre los años 2705 y 2597 antes de Cristo.

Los historiadores chinos sostienen que este Hoang Ti fue el primero que puso por escrito la historia y la sabiduría, y en la tradición taoísta figura como el fundador de la escuela. Posteriormente, y durante un lapso de mil quinientos años, se sucedieron, junto a otros de menor importancia, los grandes soberanos presentados por Confucio como modelos de perfección humana. Ellos son, en orden cronológico: Yao el Grande (2357-2283 a. C.); Chun (2255-2205 a. C.); Yu el Grande (2205-2197 a. C.); Tang el Victorioso (1766-1753 a. C.); Wen Wang, conde del Oeste, patriarca de la dinastía Tchu (+1195 a. C.); Wu Wang (1122-1115 a. C.), fundador de la dinastía Tchu; y el Duque de Tchu, hermano, ministro y contemporáneo del anterior.

De las edades anteriores a la décima que, en su conjunto, constituyen los tiempos paradisíacos, los textos de los historiadores clásicos mencionan interminables genealogías de soberanos misteriosos descritos con rasgos semidivinos, a veces como arcángeles, genios o potencias cósmicas. Sus nombres figuran también en los textos taoístas antiguos, por lo que se puede concluir que se trata de una tradición de público conocimiento en la época, algo semejante a las genealogías de patriarcas antediluvianos que figuran en la Biblia y las tradiciones que de ellos se conservaron.

Ahora bien, si la disidencia del taoísmo frente a la sabiduría oficial de la dinastía Tchu reside en el carácter disociador que aquel atribuye a la empresa civilizadora, ello se debe a una concepción del mundo propia de la antigüedad, por la cual el universo es visto como un orden gobernado por un poder invisible, cuya acción es perceptible en el sentido del acontecer y, en consecuencia, no hay ningún ordenamiento del mundo proveniente de la inventiva humana que pueda sustituir al orden divino preexistente. Tal es lo esencial de un mito del paraíso, por una parte, y por otra, lo que implícitamente subyace en las cosmovisiones aborígenes.

Es cierto que la ideología civilizadora de los Tchu en principio concebía el mundo de la misma manera, como el Sistema de las Mutaciones, propio de la dinastía, lo demuestra, pero la diferencia con la doctrina disidente está en la importancia atribuida a la creatividad humana. Los sabios de la dinastía Tchu demuestran creer, como lo corrobora Confucio, que el sentido del mundo se manifiesta plenamente en las instituciones creadas por la cultura de esa dinastía, en tanto que el taoísmo vio en todo eso una grave alteración del orden. El derrumbe espectacular de la dinastía, y el caos en que quedó sumido el Imperio a causa de esa decadencia, estaría sugiriendo que las críticas y aprensiones de Lao Tse no carecían de fundamento.

Confucio y la historia

Los documentos imperiales de la dinastía Tchu, en lo que a la historia se refiere, eran mucho más voluminosos que el Sagrado Libro de la Historia (Shu King) que nos ha legado la escuela confuciana. Según el testimonio de los historiadores clásicos, la historia de los Tchu se iniciaba con la figura del mítico emperador Tai Hao o Fu Hi (cuarto milenio a. C.), considerado como el primer héroe creador de cultura de la raza china, tanto más si los Tchu, interesados en el manejo del Sistema de las Mutaciones como método de gobierno, atribuían a este Tai Hao la creación del sistema.

Al parecer, esta historia de los Tchu fue minuciosamente revisada por Confucio y su escuela con la intención de expurgar estos textos y eliminar de ellos todos los elementos míticos. Así, la historia ejemplar, la que debía ser conocida por la posteridad como el paradigma ordenador, comienza para Confucio con el emperador Yao antes mencionado, que vivió más de mil años después de Tai Hao, con lo cual se transparenta la intención de decir que de lo acontecido antes no vale la pena recordar nada. Sobre este particular, es interesante saber que muchos sabios de la corriente humanista de Confucio odiaban ese pasado no civilizado, considerado por los taoístas como un paraíso. Así, Confucio, en refuerzo de la ideología civilizadora, dio una especial versión de la historia en la cual debían ser educadas las futuras generaciones.

El estilo de los textos confucianos sobre la historia más antigua del Imperio viene a ser por momentos algo así como una ficción dramática en la cual se hace actuar a ciertos personajes de la prehistoria, poniendo en boca de ellos un discurso propio de la mentalidad civilizada. Pero, a pesar de ello, algo debe justificar el hecho de que Confucio haya elegido a Yao como comienzo de la historia. Por lo que se entiende a través de la historia clásica, habría sido este Yao el primer soberano chino que habría evolucionado de una cultura arcaica hacia un incipiente humanismo, acuñando el concepto de virtud o humanidad (Jen). En ese sentido, cabe considerar también que, según la tradición, Yao gobernaba un imperio dividido en nueve provincias, a la cabeza de las cuales había un príncipe vasallo, y que la organización de este imperio comportaba una máquina gubernamental de cierta envergadura. De modo que la elección de este príncipe por Confucio como el principio de la historia, estaría basada en estas características propias de una naciente civilización, la cual no se había manifestado aún en tiempos de los soberanos anteriores, a pesar del gran ascendiente que Hoang Ti, el “Ancestro Amarillo”, ejercía como fundamento de la cultura. La figura de Yao se ajustaba mejor a lo específicamente humanista que tiene el sistema confuciano.

Es dable suponer, a juzgar por los textos históricos procedentes de la antigüedad china, que el estilo en que estaban redactados los documentos de los Tchu era muy diferente al estilo parco en que la escuela de Confucio redactó el clásico Libro de la Historia. Puede así apreciarse, por ejemplo, la incongruencia en que cae Confucio al suprimir de los documentos imperiales antiguos los elementos míticos y al tratar, por otra parte, en tono humanista y práctico, acontecimientos que pertenecen a una mitología, como los hercúleos trabajos del emperador Yu para vencer la gran inundación (diluvio), que lo hacen aparecer como un genio dotado de poderes paranormales, capaz de transportar montañas.

Ciertamente Confucio no participaba del criterio científico con que el historiador moderno trata de dilucidar eso que se llama la verdad histórica, y como todo historiador de la antigüedad, daba crédito a la tradición que había llegado hasta él sobre las edades remotas. Pero su reserva sobre ese pasado, como ya quedó explicado, se debe a la no existencia de la civilización, la cual parece despuntar en tiempos de Yao, como lo afirma el mismo Tchuang Tse, y no a una supuesta imposibilidad de certificar hechos, pues tan inciertos debieron ser para Confucio (desde nuestro punto de vista) los hechos narrados sobre los tiempos paradisíacos como las proezas de sus héroes predilectos.

De modo que Confucio, al constituir el texto histórico base de la cultura china, cortó deliberadamente toda vinculación con la antigüedad mítica no civilizada y el ascendiente espiritual de los soberanos aborígenes, príncipes tribales de la China prehistórica, cuyo culto continuó, no obstante, en la tradición taoísta. Por eso ambas escuelas dicen ser depositarias de la sabiduría de los antiguos, entendiendo por “antiguos” algo diferente en cada caso. Los antiguos confucianos son los ya enumerados, a cuya cabeza figura Yao el Grande. Los antiguos taoístas son: Tai Hao o Fu Hi (3462-3398 a. C.); Chin Nong (3223-3078 a. C.); y Hoang Ti (2705-2597 a. C.). Al primero se le atribuye la creación del Sistema de las Mutaciones, y al segundo se le atribuye la institución de la agricultura y la medicina. El tercero ha pasado a ser el santo patrono del taoísmo, al par de ser el ancestro único de todos los linajes imperiales posteriores a él.

Mitología e historia

Naturalmente, como no hay pruebas de la existencia de los santos soberanos de la prehistoria, las mentalidades positivistas se detienen ante la imposibilidad científica de certificar los hechos narrados por los historiadores conforme a la tradición sobre esas edades lejanas, y dan crédito solo a la inmediatez histórica científicamente acreditada.

No obstante, y en abono de la mitología, cabe considerar que la existencia de dichos soberanos sabios y santos es como la viga maestra de la cultura china, tanto para la escuela confuciana como para la escuela taoísta, y ante ese hecho irrecusable, cabe preguntarse: ¿qué sentido o valor puede tener que un investigador contemporáneo afirme o suponga que los grandes hombres del pasado remoto no existieron, dado que, por otra parte, bajo la influencia de esos supuestos inexistentes, los pueblos han orientado su vida por milenios?

A este respecto, cabe observar que en la historia no se registra el caso de una gran cultura que no haya tenido su raíz en la fuerza espiritual de algún o algunos fundadores dotados de una virtud eminente absolutamente excepcional para la medida humana. Pero este dilema no se solucionará con nuevos descubrimientos arqueológicos en la esperanza de hallar algún vestigio que acredite la existencia de aquellos santos varones, aunque se produzcan en el futuro (como fue el caso de la dinastía Yin, cuya existencia quedó recientemente acreditada por la arqueología), sino en la superación de las muchas limitaciones de que adolece el paradigma científico moderno. Una cultura es un orden, un mundo en cuyo marco los pueblos realizan su destino histórico. Ahora bien, ese orden supone la operación de un principio ordenador de carácter trascendente, espiritual, creativo. Ese principio ordenador no surge espontáneamente de las costumbres del pueblo, ni de una planificación llevada a cabo por un equipo de notables. Siempre emana concentradamente de un hombre, y la cultura resultante viene a confundirse en sus orígenes con la vocación singularísima de ese o esos hombres que obraron como mediadores entre lo invisible arquetípico y lo visible contingente. Así, el fenómeno mismo de la cultura supone necesariamente la existencia de esa categoría de seres.

Los principios

Inserta la doctrina del Tao Te King en su verdadera problemática histórico-cultural, se establece una perfecta coherencia entre esa problemática y los principios del taoísmo primitivo tal como han sido expuestos en ese libro. Así, si la disidencia de Lao Tse con respecto a la sabiduría civilizadora de la dinastía Tchu consistió, como se dijo antes, en oponer a esa sabiduría el modelo del Imperio de las épocas aborígenes, es en referencia a dicho modelo arcaico de sociedad y de tipo humano que debemos entender lo que en este libro se quiere significar con las expresiones Tao, Virtud (Te), no-obrar, simplicidad, espontaneidad, Cielo y Tierra, Sabio, iluminación, santo soberano, Unidad, fuerza y debilidad, retorno, rigidez y flexibilidad.

El Tao de Lao Tse es el sentido del mundo presente en toda cosa y en todo acontecimiento. El hombre primitivo capta ese sentido por intuición en una experiencia directa del entorno y de sí mismo. Tal es su única posibilidad de vida. Pero el sentido del mundo se capta en el movimiento, en las mutaciones de todo acontecer. Este movimiento, que en la naturaleza es de una variedad infinita, tiene sin embargo una estructura, una ley interna, captada la cual, puede ser discernido, entendido en su dirección y desarrollo y asumido. Esa estructura o ley interna del movimiento es de naturaleza dialéctica, vale decir, está constituida por dos principios o polos, uno oscuro y suave, y otro luminoso y fuerte, los que en tiempos de Confucio tomaron los nombres de Yin y Yang, respectivamente. La comprensión de la acción alternada de ambas polaridades en la vida es la perfección de la sabiduría. Permite entender el sentido de todo acontecer y estar siempre a la altura de cualquier situación. Tal es la esencia de toda sabiduría primitiva y la urgente necesidad de todo hombre primitivo.

Pero este Tao de Lao Tse no es solo el sentido del mundo, sino también el principio único, el Uno, que se sitúa antes del mundo manifestado y su dinámica bipolar (la Gran Unidad de Confucio), el ser puro e inmutable, premisa de todo. De este Uno emana la vida, a modo de una virtud o poder (en chino, Te) que forma y sostiene a todos los seres, de manera que todo cuanto existe es lo que es y cumple en el conjunto la función que cumple por la acción de la virtud formadora del principio único. Y justamente el Tao, como sentido del mundo, se hace perceptible en la operación de Te, su Virtud.

El santo o sabio es el hombre dotado de Te, el miembro de la tribu en quien se manifiesta de un modo excepcional esa Virtud del Tao. Sus altas cualidades son el trasunto espontáneo de ese poder conferido de lo alto, y no el fruto de un esfuerzo (moral) por ajustarse a los cánones de comportamiento que son propios del orden civilizado.

Inserto en el orden nativo del mundo, el hombre tiene como supremo imperativo conocer ese orden e integrarse a él. En eso consiste el verdadero conocimiento. En ese sentido, el comportamiento sabio es lo que Lao Tse llama el no-obrar, vale decir, el no interferir, pues en el supuesto de que el orden nativo es perfecto, ningún expediente derivado de la inventiva humana puede igualarlo ni reemplazarlo, de modo que toda iniciativa de acción generada en un proyecto personal de vida independiente de toda consideración trascendente es, a la postre, una alteración del orden, y toda alteración del orden trae confusión, sufrimiento y muerte.

La vida ejecuta su tarea sin actuar. Es como un impulso global que opera sobre una totalidad y no en referencia a seres o situaciones considerados aisladamente. El no-obrar es, en este sentido, un trasunto del comportamiento de Te en la conducta humana.

Esta vida, que es la Virtud del Tao, forma, nutre y perfecciona a las creaturas, dándoles lo que les falta para completarlas, pero sin hacer acepción de personas. Lo hace igualmente con el bueno como con el malo. En la observación de este hecho se halla la base de una sabiduría ética natural, que no hace acepción de personas, diferente de la moral civilizada basada en la artificiosa ciencia del Bien y del Mal. Originalmente, según Lao Tse, no existen el Bien ni el Mal. El Bien racionalmente formulado es un artificio que violenta la vida. Por eso el incremento del Bien lleva siempre aparejado un incremento proporcional del Mal. Tantos más hombres de moralidad superior se destacan, tantos más ladrones y asesinos surgen. Tanto más perfectas son las leyes, tanta más confusión y degradación moral habrá.

El Sabio se atiene a la simplicidad. Establecerse en el conocimiento verdadero del mundo, amar y servir a los hombres son su razón de existir, pero no en nombre de la moral sino por espontánea inclinación. Frente a la omnipotencia del Uno inmanifestado, su respuesta es la humildad. Todo engrandecimiento personal, toda manipulación de la vida contradice el sentido del mundo, y todo lo que contradice el sentido del mundo perece rápidamente.

La suprema manifestación de la dialéctica universal es el par Cielo y Tierra. Entre ambos está el hombre y sobre todos está el Tao. Hay un Tao del Cielo y un Tao del hombre. El Tao del Cielo es otro modo de nombrar el sentido del mundo. El Tao del hombre tiene un sentido peyorativo, como un comportamiento no ajustado al Tao. Tal es por excelencia el comportamiento del hombre civilizado.

Del hombre que conoce el sentido del mundo se dice que está iluminado. Tal es la condición del Sabio. Los grandes sabios nacen iluminados, pero la iluminación se puede cultivar por medio del yoga taoísta. En esencia, este yoga consiste en vaciarse de todo deseo y pretensión y asumir la simplicidad y la humildad que son inherentes al ser humano. En este vaciamiento personal, el hombre deja actuar en sí mismo a la Virtud del Tao.

Ese estado constituye la paradójica debilidad taoísta, actitud fundamental en la vida que consiste en preferir la frágil flexibilidad de la caña a la rígida robustez de la encina. Corresponde a una conducta en la que el polo Yin materno recupera su lugar ante la avasalladora hegemonía del polo Yang, exigida por la empresa civilizadora. Ambos polos suponen una constelación de virtudes que son propias de su esfera de acción, y justamente la civilización se construye cultivando en los hombres las virtudes paternas de la creatividad, el intelecto y la acción, en tanto que la vuelta a la armonía original de la naturaleza supone el desarrollo de las virtudes maternas de la receptividad, la intuición y el afecto, en armonía con la constelación paterna.

El Sabio rechaza la ciencia, rechaza la habilidad y se atiene a lo esencial, él recibe su verdadero alimento de la vida misma. La sabiduría taoísta no consiste en saber. El saber corresponde a una forma inferior de conciencia. La verdadera sabiduría es un estado superior del ser que se da sobre el funcionamiento ordinario de la mente. En ese estado se toma conciencia del sentido del mundo, a modo de una vivencia y no intelectualmente. Así, el Tao deviene para el hombre como la verdadera dimensión de su propio ser.

Cuando el Sabio gobierna, protege al pueblo de la influencia de los hombres talentosos y geniales, protege al pueblo de la vanidad, el saber y el apego a los bienes materiales. El Sabio gobierna a la sociedad no solo como grupo humano, gobierna sobre un total de vida natural que incluye a los hombres junto a las demás creaturas. Gobierna en nombre del Tao. Para eso evita actuar, evita interferir en el orden nativo del mundo en el cual los humanos alcanzan su plenitud y cumplen sin alteración su verdadero destino como seres vivos, junto a otros seres vivos, en libertad y autonomía. Por eso el sabio taoísta rechaza toda forma de artificio, regresa por el camino dejado atrás por la civilización, regresa desde el mundo exterior a su propia esencia.

Destino histórico del mensaje de Lao Tse

De más está decir que si Lao Tse gozó de algún prestigio en su tiempo por su sabiduría y su santidad, también se creó entre sus contemporáneos y pares la fama de retrógrado. Hay en esto, empero, un punto que conviene aclarar a fin de justificar lo que se desprende de este trabajo como conclusión sobre el Viejo Maestro, es decir, que el Tao Te King es la obra de un verdadero iluminado.

En este sentido, conviene tener claro que el paradigma de la sociedad arcaica y el tipo de hombre sabio de los tiempos aborígenes no se propone en el Tao Te King con el propósito definido de abolir la civilización, porque eso es imposible (y así debió entenderlo Lao Tse), sino para evitar que en el desarrollo de la empresa civilizadora se pierdan ciertos principios de validez universal que proceden justamente del estado de armonía original, los cuales no son relativos a la cosmovisión de alguna cultura en particular, sino al simple hecho de vivir inmerso en el orden natural, en ese estado de inocencia histórica, principios que por lo demás han sido comunes a todos los pueblos. En este sentido, los dichos principios, expuestos en el acápite anterior, vendrían a ser transhistóricos, y su conocimiento y vivencia íntima vendrían a ser el objeto de una conciencia iluminada que en los tiempos civilizados se da solo en forma muy excepcional. Esto explicaría por qué los grandes iluminados que han aparecido en las épocas históricas enseñan una sabiduría en la cual reaparecen siempre esos mismos principios.

Por eso conviene formarse una idea clara de lo que el aporte de Lao Tse fue real y finalmente en el desarrollo de la cultura china posterior, esto es, el polo espiritual Yin frente al polo Yang representado en el confucianismo. De modo que, una vez estructurado el paradigma cultural de la China clásica, a partir de la dinastía Han, confucianismo y taoísmo llegaron por aproximación a constituir la verdadera dialéctica del alma china, así el taoísmo cumplió frente a la ortodoxia oficial la función de un paliativo materno capaz de mantener el equilibrio frente a los excesos de la empresa civilizadora de un gran Imperio.

El tenor mismo de los epigramas del Tao Te King supone que el Viejo Maestro está entregando su mensaje a una sociedad civilizada en la cual es preciso rectificar muchas cosas en el sentido de los dichos principios originarios. Tal fue, por lo demás, el sentido que tuvo el servicio desinteresado prestado por muchos taoístas (sabios ocultos) en la administración del Imperio (y sabemos que los hubo hasta en el equipo de ministros), todos plenamente conscientes de lo que hacían.

De manera que la síntesis del confucianismo y del taoísmo, operada paulatinamente hasta constituir esa bipolaridad fundamental de la cultura china (la racionalidad confuciana penetrada por el aliento taoísta), configuró ese rasgo inconfundible que todo lo chino tiene, visible en expresiones culturales de un fuerte atractivo poético y estético, donde todo, en última instancia, hasta lo más ínfimo de la vida humana, está referido al inefable misterio del Tao y al encanto de lo natural.

Problemas de la interpretación del Tao Te King

Considerando al Tao Te King como un documento de sabiduría inserto en una época, corresponde ahora referirse al modo cómo hoy el investigador enfrenta ese pasado de la cultura china, poniendo de manifiesto algunos supuestos distorsionadores que impiden ver claro al respecto, los cuales no proceden sino del paradigma científico en el cual se basa el estudioso contemporáneo para enfrentar los mundos del pasado.

Es un hecho que la cosmovisión personal del investigador tiene mucha incidencia en las conclusiones a que él llega en su investigación. Y esa cosmovisión, o paradigma, está constituida por un complejo de supuestos en base a los cuales él piensa y actúa sin llegar a cuestionarlos. Entiendo que este es un problema que se da en toda investigación, aunque creo necesario advertir que se agudiza al extremo tratándose de un tema como la filosofía de Lao Tse, pues el paradigma en que este sabio antiguo se basa para formular su pensamiento difiere tan radicalmente del nuestro, que por su crítica fundamental a la civilización, se vuelve básicamente extraño a todo paradigma que parta del supuesto de que el estado civilizado es el modo propiamente humano de ser.

Frente a una posición como esta, resulta pertinente considerar la limitación que implica en un investigador el que, basado en sus supuestos inconscientes, no capte debidamente ese aspecto del Tao Te King.

Es lo que más frecuentemente ha ocurrido entre los comentaristas occidentales.

Entiendo que la tarea a este nivel más sutil no es fácil, pues ante lo insólito que resulta a veces el mensaje de Lao Tse, por esta y otras razones, me asiste la convicción de que para captarlo se requiere, como antes se dijo, de cierta empatía con su cosmovisión. En consecuencia, no parece ser lo más indicado para emprender la tarea de estudiar este texto de sabiduría que el investigador sienta una incompatibilidad radical con sus puntos de vista, pues no son pocos los investigadores que, por las razones antes anotadas, han proyectado sobre este y otros escritos taoístas, en sus traducciones e interpretaciones, consciente o inconscientemente, sus sistemas de valores.

De modo que, si en el Tao Te King se cuestionan los valores de la civilización y se promueven los valores aborígenes, el investigador debe actuar con la libertad de espíritu que le permita enfrentar en toda su crudeza ese desafío sin tratar de domesticar a Lao Tse.

Algo semejante a lo que ocurre en Teología Bíblica con la interpretación de los capítulos II y III del Génesis, en los cuales parece sugerirse algo que ningún teólogo estaría dispuesto a enfrentar en toda su crudeza, esto es, que la descripción del estado paradisíaco conlleva la intención de decir que la vida, básicamente como Dios la da, en contraste con la inventiva humana, es perfecta, y que el modelo propuesto en la persona de Adán corresponde al deber ser de las cosas. En este orden de ideas, y dada la simbología empleada en la narración bíblica en esos pasajes, tomada en gran parte del poema de Gilgamesh, el texto parece sugerir que el pecado por excelencia para el monoteísmo de Israel, aquel que acarrea la muerte no solo de los individuos sino de los pueblos, consiste en seguir la escuela de sabiduría de los dioses civilizadores del paganismo, por cuyo mandato e inspiración se han levantado gloriosos imperios y se ha seguido el modelo del superhombre. La tendencia reiterada del Israel bíblico a despreciar eso que llamamos las maravillas del mundo, llevada al extremo en la tentación de Jesús en el monte, cuando Satanás aparece ofreciéndole todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, permitiría abrir un horizonte en ese sentido coincidente con la posición de Lao Tse.

Ahora bien, dadas las dificultades que la debida comprensión de la filosofía de Lao Tse presenta por las razones antes anotadas, lo más ecuánime y justo que he leído sobre el particular es el ensayo que Richard Wilhelm escribió bajo el título de “Lao Tse y el Taoísmo”, tanto más ecuánime y justo que siendo él un cristiano militante y pastor luterano, debió enfrentar grandes dificultades de adaptación al comienzo de sus investigaciones. Pero ocurrió que con el tiempo su entusiasmo y adhesión a la filosofía china fue tal, que al fin hasta pudo dudarse de su ortodoxia cristiana. En el ensayo antes mencionado se puede apreciar el respeto y la apertura de espíritu con que este gran sinólogo enfrenta el mensaje de Lao Tse aun en sus expresiones más aparentemente incompatibles con la cosmovisión occidental. Con todo, su adhesión al confucianismo le impidió ver que el filósofo taoísta Tchuang Tse, en numerosos pasajes de ficción de sus escritos, deja a Confucio en mala postura, ya sea poniendo en boca de este discursos en que aparece reconociendo la superioridad del taoísmo en una controversia, o, convertido al taoísmo, impartiendo enseñanzas que son propias de esa escuela, a lo cual se agregan no pocos pasajes irrespetuosos para el maestro y sus discípulos. Resulta pues curioso que Wilhelm, ante la evidencia de este flagrante rechazo del confucianismo que, por momentos, se vuelve violento en los escritos de Tchuang Tse, diga que este filósofo veneraba a Confucio como a un gran maestro. Este es el caso típico de error subjetivo en un gran investigador, error que cualquier lector medianamente informado podría detectar sin que para eso se requiera tener la competencia de un Wilhelm.

Entre los católicos (León Wieger, Carmelo Elorduy) se observa que no resisten la tentación de agregar en sus interpretaciones y comentarios algunas reflexiones impertinentes, y por demás ingenuas, para advertir al lector de los peligros que implican algunos asertos de Lao Tse, exponiendo como contrapartida lo que sobre el particular enseña la “sana doctrina católica”, en circunstancias que lo que podría ser más peligroso en el taoísmo, cual es su crítica radical a la civilización como fenómeno humano, no parece inquietarlos. En este sentido, está claro también que León Wieger y otros investigadores católicos no han podido seguir al taoísmo hasta sus verdaderos extremos por razones de formación doctrinaria.

Entre los más desprejuiciados cito aquí al notable sinólogo inglés Arthur Walley, quien, aunque libre de prejuicios en muchos aspectos, ha caído en el prejuicio mayor de calificar al taoísmo de quietista, introduciendo la confusión en lo que es la cosmovisión de Lao Tse, con toda la carga negativa y equívoca que la palabra quietista tiene para la mentalidad activista occidental. El ensayo que escribió a modo de prólogo a su traducción (histórica, según él) del Tao Te King, con todo lo iluminador que resulta desde la perspectiva histórico-cultural de los siglos posteriores a Lao Tse, y en busca de una verdad histórica (objetiva) que para los siglos anteriores no se posee, pierde el sentido de la totalidad de la cultura china, quedando el Tao Te King fuera del verdadero contexto espiritual en que se generó y proyectó. Basta constatar que él confunde el yoga taoísta con vulgares prácticas de hipnosis, reduciéndolo a un simple chamanismo tribal, para comprender que él se sitúa fuera de la perspectiva espiritual del libro, cayendo en el error común a todos los intelectuales que no ven en el hombre una totalidad (“Pienso, luego existo”).

Igualmente fuera de la perspectiva espiritual del libro muestran hallarse James Legge y Alberto Castellani, aunque sus traducciones no pueden desestimarse.

En lo que se refiere a Wilhelm, cabe observar también que en su excelente traducción no haya captado el verdadero sentido del Epigrama XXVII, en el cual se deja en mala postura al sabio que se erige en maestro de los hombres. De este capítulo, Wilhelm da una traducción insostenible, donde el maestro, como tipo humano, sale magnificado, lo cual disuena claramente en el contexto de las enseñanzas taoístas. Se trata también de un error subjetivo no imputable a alguna supuesta incompetencia de Wilhelm, lo que está fuera de toda duda, sino a una maniobra inconsciente destinada a evitar la violencia anticonfuciana de ese pasaje, pues la posibilidad de interpretar en otro sentido el texto lo habría enfrentado a una incompatibilidad con su predilecto (Confucio) que él no habría podido resistir dada la autoridad que él mismo le reconoce al autor del Tao Te King.

En suma, se entiende que el taoísmo, que entre otras cosas contiene una crítica radical a la civilización, al ser enfrentado por algunos investigadores occidentales, produce en ellos una especie de conflicto existencial que no llega a explicitarse ni a enfrentarse como tal, pues es proverbial también en los occidentales una objetividad científica que extrapola al sujeto del acto de conocer, con lo que se abre un ancho cauce para que se mezclen en esa pretendida objetividad todas las subjetividades imaginables sin que el investigador se dé cuenta.

El texto y la traducción

La versión más antigua de que disponemos del Tao Te King data del siglo III antes de Cristo, la cual, según la cronología atribuida a Lao Tse, se ubicaría tres siglos después de su redacción original. Dicha versión transcrita por el joven filósofo Wang Pi, acompañada de un extenso comentario, presenta, no obstante, dificultades en lo que se refiere al exacto alcance de algunos términos y pasajes, y a variaciones de sentido motivadas por diversas formas de puntuación. Así, los problemas planteados por la traducción son en parte la causa de que circulen hoy en el mundo tantas versiones aparentemente distintas del Libro del Tao, pues desde el primer epigrama de este libro es preciso reconocer que nos hallamos ante un texto oscuro de difícil interpretación. Esa dificultad consiste, como se echa de ver fácilmente, en la aparente indeterminación de los referentes de la terminología empleada en el texto y en la posibilidad de ver en él varios sentidos, aunque toda esa indeterminación no se plantea solo con motivo de la traducción a las lenguas europeas, pues si oscuro es este texto para los europeos, también lo es para los chinos.

En el desarrollo de nuestro trabajo hemos consultado las más importantes traducciones y comentarios realizados en idiomas europeos, especialmente la de Richard Wilhelm, que nuestra versión sigue pero con variantes. También hemos consultado los principales comentarios chinos, especialmente de los siglos inmediatamente posteriores a Lao Tse.

En lo que se refiere a la traducción de Wilhelm es preciso reconocer que, a pesar de lo apropiada que ella resulta desde el punto de vista filosófico, no siempre es buena desde el punto de vista del lenguaje, y toda buena traducción lo debe ser no solo por la acertada equivalencia establecida entre las palabras de uno y otro idioma, sino también por el acertado empleo de las modalidades literarias del idioma al cual se vierte la traducción.

El Tao Te King hoy

El Tao Te King es el texto de sabiduría oriental más traducido en Occidente. Su difusión en la labor editorial de Europa y América sorprende por su volumen, como asimismo la de la literatura escrita sobre él por investigadores y comentaristas occidentales. Pero la razón de esta boga no se explica solo por el progreso de los estudios orientales en Occidente, pues está claro que la razón de por qué circulan por el mundo y al alcance del lector anónimo y no iniciado una cantidad tan grande de ediciones y reediciones de este libro, en un mercado que se incrementa día a día, dice relación más con las inquietudes espirituales del hombre de hoy que con el trabajo académico. En este sentido, se advierte que el Tao Te King, aunque esté lleno de pasajes oscuros y enigmáticos, en lo que es claro y directo responde de una manera original y profunda a muchas interrogantes fundamentales del hombre contemporáneo, y no parece incompatible, en lo esencial, con la tradición espiritual occidental, pues hay numerosos pasajes también en los cuales conceptos tales como humildad, amor, paz, tolerancia, resuenan con acentos conocidos para nosotros. Aun las grandes paradojas que son características del texto y que sorprenden por la insospechada perspectiva que abren al pensamiento, no sin encanto poético, no debieran sorprendernos, pues el lector occidental debiera estar ya familiarizado con cosas semejantes, porque eso de que los últimos serán los primeros, que los que pierden su vida la hallarán, que las cosas consideradas sublimes en este mundo se ven como abominables miradas desde el Cielo, eso de amar a los enemigos e imitar al Cielo que beneficia por igual a buenos y malos, todo lo cual está claramente presente en este texto de Lao Tse, hace muchos siglos que yace en el fondo de nuestra memoria y constituye una premisa capaz de motivar por esta vía nuestro interés.

Por otra parte, y aunque uno no profundice en el pensamiento de Lao Tse y se contente con el texto tal como la edición adquirida se lo entregue, se trata en todo caso de un documento de gran belleza, en cierta medida exótico, cuyo encanto no se pierde con la traducción.

Aclarada así la causa de esta aceptación universal, me apresuro a explicar el motivo que llevó a emprender esta obra a un obscuro académico latinoamericano, no sin estar consciente de la alta pretensión que supone querer aportar algo más sobre Lao Tse, habiendo tantos trabajos realizados sobre el tema por sinólogos eminentes. Para justificar esta osadía, comenzaré explicando que, para el suscrito, los que se interesan por el Tao Te King pueden ser clasificados en dos categorías. Por una parte, están los investigadores, cuya labor está dirigida a traducir, interpretar y comentar correctamente, y cuyo propósito determinante es hacer ciencia. Y, por otra, están los que se interesan en este libro sobre todo por conocer y asimilar una sabiduría altamente estimable por motivos espirituales. Pues bien, habiendo conocido ambas categorías de lectores, el autor de esta obra se dirige a los segundos, esto es, a los que quieren beneficiarse espiritualmente con la sabiduría de Lao Tse, aunque eso no contribuya al progreso de la ciencia, personas que, por lo general, se hallan en la gran masa anónima.

Mirado en su conjunto, este trabajo podría ser calificado de erudito, por lo minucioso y exhaustivo que aparece a los ojos del lector; con todo, nada más lejano al propósito básico de él que la erudición, pues lo único que el suscrito se ha propuesto al emprender tan ardua tarea es entregar al lector una versión contable del texto original y un comentario igualmente confiable, que le permita, en lo posible, aclarar las dudas que surgen en la lectura de un texto tan antiguo.

Gastón Soublette

Tao Te King

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