Читать книгу La paz: perspectivas antiguas sobre un tema actual - Gemma Bernado Ferrer - Страница 9
1 ¿UN MUNDO SIN GUERRA? LA PAZ SIN PACIFISTAS * David Konstan New York University
ОглавлениеINTRODUCCIÓN: TIBULO SOBRE LA PAZ
Imaginamos a veces que el deseo de la paz es natural y universal, y que los obstáculos a la paz se deben a modos de pensar distorsionados. Sin embargo, las virtudes del guerrero han sido celebradas en muchas, si no en la mayoría de las sociedades, y la imagen misma de la paz varía de una cultura a otra. En lo siguiente, comienzo con el examen de un elogio entusiasmado de la paz que data del final del primer siglo antes de Cristo, e intento sacar un retrato más claro de su mensaje, situándolo en su propio tiempo, lugar y tradición. Estaremos entonces, espero, más alerta a los matices e implicaciones de las apelaciones a la paz, y quizá incluso en una posición mejor para mirar con un ojo crítico semejantes esfuerzos en nuestra propia época.
En el décimo poema del primer libro de sus elegías, el poeta romano Tibulo exclama: “Mientras tanto, la Paz cultive los campos. Por primera vez la Paz radiante condujo a arar los bueyes bajo el curvado yugo. La Paz alimentó las vides y conservó el mosto de la uva para que el ánfora paterna vertiera al hijo buen vino. Con paz la azada y la reja del arado brillan; en cambio, en las tinieblas el orín corroe las tristes armas del feroz soldado” (1.10.45-50; trad. Soler Ruiz, 1993). Estos versos emocionantes parecerían afirmar un ideal de la paz sin reservas, en el espíritu quizá de los pacifistas modernos que detestan la guerra en todos sus aspectos. Sin embargo, para comprender el poema de Tibulo correctamente, hace falta situarlo en su contexto histórico, a la vez inmediato —es decir, el recién establecido principado de Augusto—, y a más largo plazo, remontándolo a las tradiciones anteriores de Roma misma y a las ideas de los escritores griegos, que tuvieron una influencia masiva en el pensamiento romano.
EL REY PIRRO Y EL EPICÚREO CINEAS: ¿POR QUÉ LA GUERRA?
Podemos tomar como punto de partida una anécdota relatada por Plutarco en su Vida de Pirro. Pirro era el rey de Epiro, en la costa noroeste de Grecia, del que deriva la expresión victoria pírrica, que significa una victoria tan costosa que casi equivale a una derrota. Pirro había invadido Italia dos veces y se había enfrentado con los romanos, y a pesar de que ganó ambas batallas, se alega que dijo que “Una victoria más sobre los romanos y estaremos completamente perdidos” (21.14-15). Pirro era un general excepcional, alabado por Aníbal mismo como el mejor estratega que nunca ha vivido o después únicamente de Alejandro Magno; además, era valiente y tenía pasión por la guerra. Nos cuenta Plutarco que “Había por aquella época un tesalio de nombre Cineas que gozaba de una gran reputación como hombre inteligente y que había sido discípulo del orador Demóstenes” (14.1; trad. Guzmán Hermida y Martínez García, 2007). Pirro aprovechó su sabiduría y habilidad para enviarlo en función de embajador a varias ciudades, y afirmaba que “más ciudades había adquirido por los discursos de Cineas que por las armas” (14.1). En aquel momento, cuando Pirro estaba preparando una expedición a Italia, le dijo Cineas: “Dícese, ¡oh Pirro!, que los romanos son guerreros, e imperan a muchas naciones belicosas: por tanto si Dios nos concediese sujetarlos, ¿qué fruto sacaríamos de esta victoria?” (14.2). Pirro respondió que, una vez vencidos los romanos, ya no quedaría ninguna ciudad, ni bárbara ni griega, que pueda oponérsele y que él sería dueño de toda la Italia. Cineas persistía y preguntó: “Bien, ¿y tomada la Italia, Rey, qué haremos?” (14.3). Pirro replicó que el próximo objetivo sería Sicilia, que sería fácil de conquistar. “¿Y entonces?”, Cineas preguntó, y contestó Pirro: “¿quién podría no pensar después en el África y en Cartago, que no ofrecía dificultad”. Pues entonces dijo Cineas: “Que es muy claro que con facilidad se recobrará la Macedonia, y se dará la ley a la Grecia con semejantes fuerzas; pero después que todo nos esté sujeto, ¿qué haremos?” (14.6). Y con eso Pirro echándose a reír, “descansaremos largamente —le dijo— y pasando la vida en continuos festines y en mutuos coloquios, nos holgaremos”. En este momento le rogó Cineas: “¿Pues quién nos estorba si queremos el que desde ahora gocemos de esos festines y coloquios?” (14.7). Pirro estaba ya en condiciones de disfrutar de estos deleites, sin guerras ni grandes trabajos, “haciendo y padeciendo innumerables males” (14.7). Plutarco comenta que, al oír este consejo, “Cineas con este discurso más bien mortificó que corrigió a Pirro; pues aunque entró en cuenta del gran sosiego que gozaba, no fue dueño de renunciar a la esperanza de los proyectos y empresas a que estaba decidido” (14.8; cf. Dión Casio Historia romana 9.40.5).
He contado esta historia porque ilustra un aspecto interesante de la manera en que los griegos antiguos consideraban la paz. La cuestión de la paz frente a la guerra se presenta fundamentalmente como función de carácter y de valores. Pirro se siente forzado a confesar que el último propósito de la guerra es poder disfrutar los beneficios de la paz, representados por los típicos deleites del simposio, como el vino y el habla. No obstante, aunque profesa que eso es el objetivo, en realidad le gustan las batallas y el poder y el honor que el éxito en la guerra lleva consigo, y por eso lanza el asalto a Italia que al fin le causará tanta aflicción. Si las naciones no consiguen alcanzar la paz, es básicamente porque prefieren la guerra —o por lo menos la prefieren sus reyes, o la ven como necesaria—.
Podría ser que nosotros nos inclinemos a ver aquí un contraste entre el comportamiento de los monarcas y los deseos del pueblo, que al fin y al cabo tendrán que soportar el peso de las batallas, aunque Pirro nunca huía del peligro y a menudo se enfrentaba con el enemigo mano a mano. Sin embargo, tal opinión sería errónea, al menos en el contexto de la Grecia y Roma en la Antigüedad. Como ha comentado Hans van Wees, en la época moderna se asume que “los intereses de la mayoría de la población son mejor servidos por la paz, y que las repúblicas y democracias permitirán a esta mayoría perseguir sus intereses pacíficos en las relaciones internacionales —mientras los reyes, dictadores, y oligarcas recurrirán a la guerra para promover sus propios intereses a coste de sus súbditos—” (2016, p. 165). Van Wees afirma que “los intelectuales griegos mantenían precisamente el punto de vista contrario: las élites llevaban los costes financieros de la guerra y buscaban maneras de evitarlos, mientras las masas se beneficiaban materialmente del servicio militar y estaban ansiosas de hacer la guerra” (p. 171), y cita al orador Isócrates que dice en su oración Sobre la paz: “a los que desean la paz los aborrecemos como si fueran simpatizantes a los oligarcas, mientras que tenemos por buenos y preocupados demócratas a los partidarios de la guerra” (8.51; trad. Guzmán Hermida, 1979). Hay de hecho muchos textos que confirman la opinión de Isócrates, incluidos Aristófanes (en su Acarnienses y en otras comedias) y Tucídides, quien indica que la expedición a Sicilia, en la que Atenas sufrió una derrota desastrosa, era promovida sobre todo por el líder populista Alcibíades. Tucídides informa que, a pesar de las advertencias de Nicias:
[…] todos tenían más codicia de ir a esta jornada que antes: los viejos, porque pensaban que ganarían Sicilia o a lo menos que, yendo tan poderosos como iban, no podrían incurrir en daño ni peligro ninguno; los mancebos, porque deseaban ver tierras extrañas seguros de que regresarían salvos a la suya; y finalmente el pueblo y los soldados, por el deseo de sueldo que esperaban ganar en aquella empresa, entendiendo que, después de conquistada Sicilia, se lo continuarían dando por el aumento y crecimiento que había de proporcionar al Estado y señorío de los atenienses. (6.24.3; trad. Gracián de Alderete, 1967)
La guerra no solo era atractiva, era también rentable, y sobre todo para los que tenían poco que perder y podían ganar un buen sueldo en las campañas.1
Después de la primera batalla entre Pirro y los romanos, los romanos mandaban una embajada para negociar la liberación de los cautivos. A la cabeza de la embajada estaba Cayo Fabricio, un hombre honrado pero bastante pobre. Pirro intentaba ganar su apoyo con ofertas de oro y luego por intimidación, pero Fabricio permaneció indiferente. En la cena, Cineas mencionó el nombre de Epicuro y explicó que esa escuela consideraba el placer como el bien supremo, y evitaba compromisos en la política porque minaban la felicidad. Ellos mantenían también que los dioses no se preocupaban en absoluto por los seres humanos sino que llevaban una vida de tranquilidad completa. En este momento Fabricio interrumpió a Cineas y exclamó: “¡Oh Hércules, estas sean las opiniones de Pirro y de los Samnitas [aliados de Pirro en el conflicto con Roma] mientras mantienen guerra con nosotros!” (20.4).2 El más virtuoso de los romanos y el héroe de la narrativa de Plutarco rechaza los valores epicúreos porque fomentaban la blandura en combate y por eso eran incompatibles con la virtud y el éxito militares.
LA VISIÓN DE UN MUNDO PACÍFICO: EL EPICÚREO DIÓGENES DE ENOANDA Y ARISTÓFANES
La guerra era un constante en las vidas de los griegos y romanos en la Antigüedad, y la posibilidad de un mundo en paz se consideraba utópica. Incluso para los epicúreos, que mantenían que la verdadera felicidad quedaba en la tranquilidad del alma y veían la causa de la avaricia, la ambición y otras perturbaciones psicológicas en el miedo irracional de la muerte, era difícil imaginar la eliminación completa de la guerra. En el siglo II d. C., no mucho después de la época de Plutarco mismo, un hombre que se llamaba Diógenes ordenó la construcción de un muro de unos ochenta metros de largo en su pueblo de Enoanda (actualmente en el suroeste de Turquía), en el que inscribió un resumen de las doctrinas epicúreas para edificar a sus compatriotas y a los visitantes extranjeros —o más bien, a “los que se llamaban ‘extranjeros’ aunque en realidad no lo son” (fr. 30), porque Diógenes tenía una visión ecuménica de la humanidad—. Diógenes proclama:
Entonces verdaderamente la vida de los dioses pasará a ser la de los hombres. Por todo va a estar lleno de justicia y amor mutuo, y no habrá más necesidad de fortificaciones o leyes, ni todas las cosas que nos ingeniamos para lidiar unos con otros. En cuanto a las necesidades derivadas de la agricultura, ya que no tendremos esclavos en ese momento (porque nosotros mismos araremos, cavaremos, cuidaremos las plantas, desviaremos los ríos y velaremos por los cultivos). (fr. 56, en Ferguson, 1993, p. 243)
Esta imagen de un futuro reino de paz recuerda esa famosa profecía de Isaías (2:4): “Forjarán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en podaderas. No alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra”.3 Desgraciadamente, la inscripción está en un estado lamentable de conservación, y Jürgen Hammerstaedt, que ahora es el editor principal del texto de Diógenes de Enoanda, prefiere interpretar la visión como meramente hipotética, dado que los epicúreos no creían que fuera a llegar jamás un momento en el que todos fueran sabios —una condición previa de un mundo verdaderamente pacífico y sin violencia—, y el texto del fragmento de Diógenes, enmendado por Hammerstaedt, lo dice explícitamente al inicio: “Así que no vamos a alcanzar la sabiduría universalmente, ya que no todos son capaces de ello. Pero si asumimos que es posible, entonces”, etc.4 Tales esperanzas de un reino pacífico siempre tienen la cualidad de un sueño, basadas más bien en la ilusión que en la confianza racional.5
A pesar de que los epicúreos rechazaban la mitología tradicional, se puede reconocer en el futuro previsto por Diógenes un eco de un tema antiguo en la literatura griega y romana, según el cual un mundo antiguamente pacífico, bajo el reinado de Crono o Saturno, cedía a una época de conflicto y trabajo, simbolizado por el reino de Zeus o Júpiter, que, no obstante, ofrecía la promesa de una redención futura, o sea bajo Zeus mismo o, más a menudo, bajo la égida de un nuevo dios o uno antiguo restaurado en el poder. En las Aves de Aristófanes, por ejemplo, el protagonista Pistetero convence a los pájaros de que ellos eran originalmente dueños del universo, y que su reino fue usurpado por los dioses olímpicos, bajo la dirección de Zeus. Una vez que los pájaros recuperen el poder, van a instalar una nueva era de prosperidad y paz: van a eliminar las plagas agrícolas, indicar el buen tiempo para navegar para que los comerciantes prosperen, revelar los lugares de tesoros enterrados y prolongar las vidas de los seres humanos, dándoles la longevidad de sus propios años. También en el Ploutos o Riqueza de Aristófanes, el dios de la riqueza, que anteriormente presidía un primitivo mundo abundante, ha sido expulsado por un Zeus severo que ha impuesto un régimen de trabajo duro a los seres humanos. En esta época cruel, la escasez combinada con la avaricia y la ambición perversas de la humanidad ha resultado en guerras y conflictos permanentes; los malos prosperan y los buenos están empobrecidos. Sin embargo, el momento ha llegado en que las antiguas deidades van a volver y todos serán ricos.6 La inspiración de una visión de la renovación se debe a las cosmogonías órficas y tradiciones semejantes, que consideraban el reino de Zeus no como el último, como por ejemplo en la Teogonía de Hesíodo, sino como una etapa de transición a una era nueva y bendita, presidida por un Dioniso benevolente.7
LA VALENTÍA Y EL AFÁN DE GUERRA
Sin embargo, aunque tales sueños reflejan una aspiración genuina a la paz, que muchos escritores calificaban de un estado deseable, la realidad es que la guerra era omnipresente y condicionaba profundamente los valores y actitudes de los griegos y romanos en la Antigüedad. Entre las virtudes que los romanos celebraban estaban la valentía y la proeza militar y la guerra era inevitablemente el espacio donde estas virtudes se ponían a prueba. De hecho, el término en latín que significaba virtud (virtus) se refería principalmente a la valentía o coraje, y paulatinamente se extendía la esfera semántica para incluir las ideas morales que nosotros asociamos con la palabra. La habilidad militar es valorada sobre todo en los dos poemas fundacionales de la Grecia antigua, la Ilíada y la Odisea, y hasta Aristófanes, quien favorecía un acuerdo con Esparta en sus comedias Acarnienses, Paz, y Lisístrata, jamás despreciaba el valor en sí.8 Como nota Kurt Raaflaub:
Ya en el siglo V, la guerra penetraba las vidas y pensamientos particularmente de los ciudadanos atenienses: la experimentaban en el mar y en tierra casi todos los años, la veían en el teatro en tragedias y comedias, concurrían en actividades relacionadas con la guerra en los festivales panatenaicos, hablaban de ella en sus tiendas, tabernas y asambleas, y veían representaciones de la guerra en estatuas, relieves, monumentos y cuadros en los edificios públicos y los santuarios. (2014, p. 15)
Se les recordaba permanentemente a los atenienses los logros de sus antepasados y “se esperaba que los emularan en su propia entrega al poder ganado por la guerra y conservado por la dominación imperial” (2014, p. 15).9 Estudiosos modernos se han preguntado cómo esas sociedades, especialmente las democracias como Atenas pero también las oligarquías que forzosamente dependían de la buena voluntad de sus soldados-ciudadanos, mantuvieron esa disposición aparentemente voluntaria a luchar una y otra vez con pérdidas tan graves, sin padecer un colapso masivo de moral y los traumas psicológicos que tales experiencias producen hoy en día. Jason Crowley explica que “dado que la soberanía y la supervivencia de su polis se mantenían a través de la guerra, los griegos consideraban los aspectos no-militares de la virilidad secundarios a la valentía en el campo de batalla, que veían como un bien social incondicional que a la vez definía al hombre y determinaba su valor” (2014, p. 111). Aristóteles afirmaba que la valentía en el sentido estricto de la palabra se manifiesta precisamente en la guerra: “la pobreza ni la enfermedad no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso” (EN. 3.5.1115a).10 Aristóteles continúa:
Parece, pues, que ni aun en todo género de muerte se muestra el hombre valeroso, como en el morir en la mar, o de enfermedad. ¿En cuál, pues?: en el más honroso, cual es el morir en la batalla, pues se muere en el mayor y más honroso peligro. Lo cual se muestra claro por las honras que a los tales les hacen las ciudades, y asimismo los reyes y monarcas. De manera que, propiamente hablando, aquél se dirá hombre valeroso, que en la honrosa muerte y en las cosas que a ella le son cercanas no se muestra temeroso, cuales son las cosas de la guerra.11
Ese es el ambiente ideológico con el cual el epicureísmo y otras tendencias que promovían la serenidad propia se tenían que enfrentar. Como demuestra lo dicho por Fabricio en la corte de Pirro, era una batalla perdida.
VOLVIENDO AL SUEÑO DE TIBULO
A pesar de que la paz era elogiada, sin duda sinceramente, por muchos, hay sin embargo algo notable en el poema que concluye el primer libro de las elegías de Tibulo, que es efectivamente un himno a la paz o a la diosa Paz personificada, escrito probablemente al comienzo del principado de Augusto. Arturo Soler Ruiz (1993), el traductor al castellano de Tibulo, afirma que la décima elegía es “uno de los elogios más conmovedores de la paz en el mundo clásico”. Comienza el poema: “¿Quién fue el primero que forjó las horribles espadas? ¡Qué salvaje y verdaderamente de hierro fue él! Nacieron entonces los asesinatos y las guerras para la raza humana; entonces se abrió un camino más corto de muerte cruel” (1.10.1-5). No contento con atribuir la causa de la guerra solamente a una invención afortunada, Tibulo pregunta en seguida: “¿O es que no tiene culpa el infeliz? ¿Nosotros para nuestro mal cambiamos lo que nos dio contra las fieras salvajes? Este es el defecto del oro opulento: no había guerras cuando una copa de haya se alzaba delante de los platos. No había ciudadelas, ni empalizadas” (6-9). Tibulo nos da una imagen de la felicidad pastoral en tiempos antes de que hubiera guerras, mientras que ahora teme estar arrastrado al combate y golpeado por una espada hostil, y ruega a los dioses de la casa que lo mantengan a salvo. En cuanto a las guerras, “sea otro valiente con las armas y eche por tierra con Marte a su favor a los generales enemigos para que pueda contarme, mientras bebo, sus hazañas el soldado y pintarme con vino el campamento en la mesa” (29-33). Esta afirmación suena egocéntrica: parece que lo que le importa a Tibulo no es la abolición de la guerra tanto como proteger su propia piel y dejar a otros el duro trabajo de defender el imperio. Como escribe Arturo Soler Ruiz (1993) en su comentario a estos versos: “en Tibulo no hay una condena de la guerra, aunque él sea un espíritu pacifista. La guerra es la ocupación de otros como su amigo Mesala, y él mismo le ha seguido en sus campañas. Al evocar la figura del soldado que cuenta sus triunfos y traza en la mesa con el vino las tácticas militares, Tibulo no hace una caricatura, muy fácil, por otra parte, sino que sonríe con simpatía y comprensión”. Se puede objetar que Tibulo no hace más que reconocer, no aprobar, las condiciones prevalentes en su época. De hecho, declara en seguida: “¿Qué locura es llamar con guerras a la espantosa Muerte?” (33), y añade: “Mucho más digno de elogio es este a quien en medio de una familia servicial le sorprende la perezosa vejez en estrecha cabaña” (38-41). Y luego ofrece un elogio explícito de la paz, casi personificada: la Paz, afirma, favorece no solo la vida tranquila del campo sino que también el amor y “los combates de Venus” (54) que causan lágrimas en los ojos de la chica, aunque sigue por condenar tal comportamiento, asegurando que “es de pedernal y de hierro todo el que pega a su joven amante” (58-59): se nota que un amante abusivo es igual de malo que el hombre que inventó el hierro y la espada.12 Tibulo concluye: “Mas ven a mí, Paz bienaventurada, con una espiga en tu mano. Delante de ti deje caer frutas tu blanco regazo”.
¿Como interpretar la naturaleza de la paz en este poema? Los editores y traductores discrepan sobre si se debe escribir Paz con mayúscula: algunos lo hacen por todas partes, otros solo en el penúltimo verso, donde se dirige a la Paz directamente, y otros en absoluto. Se puede defender la idea de que Eirene esté representada como una diosa en la Paz de Aristófanes y de que recibía devoción en una u otra forma en la Grecia antigua, aunque los testimonios para el tiempo de Aristófanes mismo no son concluyentes (Plácido, 1996). En cuanto a Tibulo, sabemos que Pax recibió reconocimiento oficial y un culto en la era de Augusto, quien le dedicó la famosa Ara Pacis y también un templo en el Forum Pacis, y Ovidio la llama “madre adoptiva” o “nodriza de Ceres”, con la cual comparte algunos rasgos conspicuos (Fast. 1.697-704). Así que se puede documentar un interés particular en la paz precisamente en el momento en el que Tibulo escribía estos versos.
Además, Tibulo ha dotado su himno a la paz de una estructura tripartita que, como hemos visto, era típica de tales profecías optimistas de una nueva era. Así que empieza con evocar el momento en el que una época primitiva en la historia humana, simple pero a la vez segura y tranquila, cedió a un nuevo orden de guerra y de avaricia extendida, gracias al descubrimiento del hierro y del oro. Esa es una imagen del mundo de Tibulo mismo, por lo mucho que añoraba la vida sencilla del campo. Sin embargo, sueña con una era presidida por la Paz, que fomentará la agricultura otra vez y restaurará aquel régimen de paz y prosperidad que marcaba la vida humana en las etapas más tempranas de la civilización. Es exactamente el modelo que adoptaba Aristófanes en su Aves y su Ploutos o Riqueza, donde las divinidades desplazadas que presidían una especie de edad de oro recuperan la autoridad y ponen fin a las duras realidades del mundo actual. No está claro si Tibulo quiere decir que la Paz misma reinaba en la época más temprana de la historia humana, pero no cabe duda de que hubiera paz en la tierra antes de que el inventor de la espada de hierro hizo posible la guerra, y es plausible que Paz misma estuviera a cargo, particularmente porque se le atribuye, aparentemente, la invención del arado y por eso de la agricultura, un papel normalmente reservado para Deméter o su hijo, Triptólemo. En este caso, en el poema de Tibulo la paz hace una reaparición, y es precisamente el reino de Augusto el que ha creado las condiciones previas para su vuelta.13
La imagen sentimental de Tibulo de un nuevo orden de paz, en el que él y sus semejantes puedan pasar los días en la tranquilidad rural sin más molestia en sus vidas que un desacuerdo casual de vez en cuando con la novia, es encantadora, pero podemos preguntar con todo el derecho cómo esta visión concuerda con el ideal romano del valor militar, que era y seguía siendo la base del vasto Imperio romano. Desde luego, la poesía del amor se oponía a la exaltación de los valores militares tanto como la de Safo, que declaró que, aunque unos consideraban una flota de naves o una formación militar lo más hermoso, ella creía que era la persona amada (cf. fr. 16 Voigt). Esta tradición alcanzó su apogeo en la elegía romana, en la que Propercio se atrevía a afirmar abiertamente que él jamás se casaría, porque no quería que ningún hijo suyo sirviera en el ejército. “¿Es mi tarea suministrar a hijos para los triunfos de nuestra patria?” pregunta retóricamente, y se contesta: “¡No saldrá ningún soldado de mi estirpe!” (2.7.13-14). Ovidio, por su parte, afirmó que los amantes eran de hecho soldados (militat omnis amans; cf. Ars Amatoria 2.233-236: militiae species amor est), dado que soportaban todas las privaciones de la batalla para conquistar a sus amadas.14 Sin embargo, ni Propercio ni Ovidio imaginaban un mundo sin guerra, así como tampoco Tibulo.
EL EMPERADOR AUGUSTO Y LA PAZ
Alice Borgna ha llamado la atención sobre la dificultad que Augusto mismo enfrentaba para encontrar una solución de la crisis romana, que dependía de la paz en lugar de la postura belicosa con la cual Roma tradicionalmente respondía a cualquier supuesto enemigo (las normas de la guerra justa eran suficientemente flexibles para permitir la atribución de motivos agresivos al enemigo cuando les daba la gana) (Borgna, 2015). La crisis empezó no con las guerras civiles en sí, que sin duda contribuían mucho al deseo que sentían los romanos de poner fin a los conflictos y aceptar el reino de un único princeps.15 La guerra civil siempre tenía mala prensa en comparación con guerras entre estados, y se veía como una violación del orden natural. Sin embargo, el problema con que se enfrentaba Augusto no era tanto negociar con sus oponentes interiores, a los que al fin y al cabo había derrotado completamente, sino las secuelas del conflicto abortado con Partía. Era Craso, con fama de ser el hombre más rico en Roma, el que comandaba la expedición, y, como comenta Alice Borgna: “si se piensa en Craso, será difícil poder evitar la asociación mental inmediata con la figura de un hombre político y de negocios marítimos que, por su inquietud por conseguir la gloria militar, con una incapacidad decisiva se metió de cabeza en una expedición hacia el oriente que concluyó de una manera desastrosa” (2015, p. 132). Encargado, sin embargo, de la dirección de varias legiones experimentadas, no puede ser que Craso llevara a cabo sus operaciones sin previsión y planificación deliberadas. Además, sus campañas previas dan pruebas de que era un general dotado, y la victoria de los Partos no se puede atribuir sencillamente a su propia incompetencia. ¿De dónde, entonces, surgió la versión popular, evocada más vívidamente en la Vida de Craso escrita por Plutarco? La reacción inicial a la derrota de Carras fue vengar la pérdida de los estandartes romanos, como planeaba Julio César, pero después de ser asesinado César, Octaviano se dio cuenta de que tal aventura sería temeraria y finalmente resolvió la crisis por medio de negociación. Como observa Borgna: “Paralelo a esta iniciativa diplomática, se debe también notar cómo la propaganda comienza con insistir en el valor de la pax y en la idea de un mundo dividido en dos esferas de influencia, con el fin aparente de desanimar aquella política externa agresiva que muchos todavía cortejaban” (2015, p. 141). Así que Augusto podía escribir en sus Res gestae.: “El templo de Iano Quirino, que nuestros antepasados quisieron que fuese cerrado cuando [en] todo el imperio romano, ya fuese en tierra o mar, hubiese paz como frutos de las victorias y que según la tradición se cerró solo dos veces desde la fundación de la ciudad, el senado decretó que fuese cerrado tres veces durante mi principado” (13), y luego: “Obligué a los partos a restituir las insignias de tres ejércitos romanos y a solicitar la amistad del pueblo romano” (29.2). Sin embargo, afirma Augusto justo antes: “Vencido completamente el enemigo, recuperé de la Hispania la Galia y los Dálmatas, muchas insignias militares perdidas por otros jefes” (29.1; trad. Cruz, 1984). La expresión devictis hostibus matiza la siguiente supplices... coegi, y da a esta fórmula el sentido de una victoria militar más. Al mismo tiempo, la debacle de Craso ha sido revalorada como un percance menor en la historia de la superioridad militar irrebatible de Roma.16
Ya podemos ver cómo el poema de Tibulo sobre la paz compagina muy bien con el programa de Augusto. Su argumento no es que el amor y una apreciación de las virtudes de una vida casera sean una alternativa a la guerra, en la manera de los epicúreos que suponían que la tranquilidad psicológica podía eliminar los deseos inquietos e irracionales que nos llevan a las guerras y la disensión. Más bien, Tibulo ve la realización de la paz como condición previa de las satisfacciones privadas, y esa depende del poder imperial de Roma, que mantiene a raya a todos sus enemigos. Mantener la capacidad de Roma de imponer la paz al mundo requiere fuerza militar y preparación, es decir, un ejército de soldados que valoran la valentía y su manifestación en el combate, justo como reconoció Aristóteles. Cuando declara Tibulo, “sea otro valiente con las armas y eche por tierra con Marte a su favor a los generales enemigos para que pueda contarme, mientras bebo, sus hazañas el soldado y pintarme con vino el campamento en la mesa” (trad. Soler Ruiz, 1993), el poeta quiere decir precisamente eso, aun si cree que es una locura invitar a la muerte de este modo. Aristóteles también, al elogiar la vida contemplativa, podía afirmar que
[…] los ejercicios, pues, de las virtudes activas consisten, o en los negocios tocantes a la república, o en las cosas que pertenecen a la guerra, y las obras que en estas cosas se emplean parecen obras ajenas de descanso, y sobre todas las cosas tocantes a la guerra. Porque ninguno hay que amase el hacer guerra sólo por hacer guerra, ni aparejase lo necesario sólo por aquel fin, porque se mostraría ser del todo cruel uno y sanguinario, si de amigos hiciese enemigos sólo porque hubiese batallas y muertes se hiciesen. (EN. 10.7.1177b; trad. Simón Abril, 1918)
Igualmente, nadie confiesa que haga la guerra solamente para crear una arena donde se pueda presumir de su coraje. Pero siempre hay estados enemigos en el mundo, y la valentía es imprescindible para impedir que nos ataquen —aun si eso necesita una acción preventiva en forma de un ataque primero a un poder hostil—. Oportunidades para una manifestación del valor nunca faltan.
El pacifismo nunca era una opción política seria en la Antigüedad, y quizá no lo es tampoco hoy en día. Por los muchos esfuerzos de los filósofos y otros por transformar los valores humanos para acabar con las guerras, en efecto hay solo dos modos de realizar la paz, al menos temporalmente. Uno ha sido que un Estado domine a todos los demás, así garantizando su propia seguridad (aparte del peligro de la guerra civil) y suprimiendo el conflicto entre las poblaciones bajo su esfera de influencia. El otro ha sido un equilibrio de poder entre adversarios más o menos iguales en cuanto a sus fuerzas, de modo que ninguno de los dos esté dispuesto a arriesgar hostilidades posiblemente desastrosas —recuérdese el eslogan MAD o mutually assured destruction (“destrucción mutua asegurada), mad significa también “locura”—; esa doctrina de los años 1950 y 1960 que veía en las impresionantes capacidades nucleares de los Estados Unidos y la Unión Soviética un motivo para que ninguno de los dos superpoderes iniciara nunca la guerra, y los estados menores que dependían del uno o del otro también se encontraban inhibidos de participar en conflictos locales (salvo de vez en cuando como sustitutos de los dos poderosos países). Sin embargo, tal empate o equilibrio requería que los dos siguieran permanentemente preparados para la guerra, para que ni el uno ni el otro se quedara atrás y se encontrara así vulnerable a una agresión.
ALEJANDRO MAGNO, SEGÚN PLUTARCO
La posibilidad de un estado ecuménico bajo el dominio de Macedonia se presentó con las conquistas de Alejandro Magno, que por un breve período unificaba bajo un mando único Grecia y el ya derrotado Imperio persa, junto con tierras aún más al este (Konstan, 2009). Plutarco, en una obra retórica con el título Sobre la fortuna o la virtud de Alejandro, atribuye a Alejandro la intención consciente de formar un estado mundial (329a-329c):
La muy admirada República de Zenón, fundador de la secta estoica, se resume en este único principio: que no vivamos separados en comunidades y ciudades y diferenciados por leyes de justicia particulares sino que consideremos a todos los hombres conciudadanos de una misma comunidad y que haya una única vida un único orden para todos como rebaño que se cría y pace unido bajo una ley común. Esto lo escribió Zenón como si modelara un sueño o una imagen de un gobierno y de una buena constitución filosófica; pero Alejandro, en cambio, suministró a la palabra la acción. Pues no trató a los griegos como caudillos y a los bárbaros despóticamente, como Aristóteles le había aconsejado […]. Por el contrario, se consideraba enviado por la divinidad como gobernador común y árbitro de todos […], con el fin de reunir los elementos diseminados en un mismo cuerpo, como mezclando en una amorosa copa las vidas, los caracteres, los matrimonios y las formas de vivir.
Plutarco (329d-330a) trata la decisión de Alejandro de adoptar el traje persa y de promover el matrimonio mixto entre griegos y extranjeros como parte de un gran plan de unir a todos los pueblos por afinidad o parentesco. Explica (330c-d):
Pues no recorrió el Asia a modo de bandido ni estaba en su mente saquearla ni arrasarla cual presa y botín de una inesperada buena fortuna, como hizo después Aníbal al invadir Italia […]. Alejandro quería que toda la tierra estuviera sometida a una única razón y a un único gobierno y que todos los hombres se revelaran como un único pueblo, y así se formó él mismo. (trad. López Salvá, 1989)
La visión de Plutarco de un mundo único y homogéneo bajo la autoridad de Alejandro parece tratar las costumbres locales como nada más que impedimentos a la armonía internacional, fenómenos superficiales que un soberano sabio como Alejandro o pasará por alto o intentará combinar en una mezcla uniforme. Pero Plutarco también considera el dominio de Alejandro como una misión civilizadora que remplazará las tradiciones bárbaras por prácticas basadas en la razón:
Y si te fijas en la pedagogía de Alejandro, educó a los hircanos en el respeto al matrimonio, enseñó a los aracosios a cultivar la tierra y persuadió a los sogdianos a cuidar de sus padres y no matarlos y a los persas a respetar a sus madres pero no a casarse con ellas. Maravillosa filosofía por la que los indios adoran a las divinidades griegas […]. Los niños de Persia, de Susa y de Gedrosia cantaban las tragedias de Sófocles y Eurípides […]. A través de Alejandro […], Bactria y el Cáucaso adoraron a las divinidades griegas […]. Alejandro […] fundó más de setenta ciudades en pueblos bárbaros y sembró Asia de magistraturas griegas y se impuso así sobre su modo de vivir salvaje e incivilizado. (López Salvá, 1989, pp. 238-239)
Como se puede ver, con el pretexto de armonizar las costumbres variadas de los muchos pueblos que poblaban el mundo conocido, la misión de Alejandro era, de hecho, como la describe Plutarco, la de imponer los valores de una única cultura —que Plutarco hubiera visto como grecorromana— a todas las naciones. Hay una analogía evidente con la visión de la Ilustración de un sistema mundial, a condición de que se basara en los valores humanistas de la Europa moderna. El mismo Plutarco que celebró el rechazo por parte de Fabricio de los valores epicúreos como incompatibles con el poder romano trata a Alejandro Magno aquí como un modelo de la dominación mundial.
AUGUSTO Y LA PAZ MUNDIAL
Plutarco escribía, por supuesto, en el auge del Imperio romano, y es fácil suponer que Roma es el objeto implícito de su encomio. Gnaio Pompeyo Trogo, contemporáneo de Augusto y de Tibulo, que escribió en el siglo I a. C. una historia comprensiva organizada en torno de Macedonia —de la cual tenemos un epítome hecho por Marco Juniano Justino Frontino—, después de describir el mundo entero conocido, volvió al final de su estudio a Roma misma:
[…] cuando había descrito los asuntos de los partos y los orientales y de casi todo el mundo, Trogo volvió a los principios de la ciudad romana, como si fuera regresando a casa después de una larga peregrinación; consideraba como característica de un ciudadano desagradecido si, después de iluminar los hechos de todos los pueblos, se quedó mudo solo de su propia patria. Brevemente, entonces, narraba los comienzos del Imperio romano, para que no excediera los límites de la obra que propuso ni pasara en silencio el origen de la ciudad que es la cabeza del mundo entero. (43.1.1-2)17
La afirmación de que Roma gobierna todo el mundo parece contradecir el hecho de que Roma negociara el arreglo con Partia, según el cual el mundo estaba dividido en dos esferas de influencia; sin embargo, podemos ver una imagen de cómo Augusto quería representar aquel pacto en la coraza que lleva puesta en la estatua de Prima Porta.
La imagen central, según la mayoría de los estudiosos, representa la devolución de los estandartes por los partos: la figura al lado derecho, que los entrega, lleva una túnica y pantalones holgados, que se asume son típicos de los partos, mientras que al lado izquierdo la figura que los recibe está vestido de armadura militar.18 Al lado izquierdo de este grupo hay dos figuras femeninas, que representan cautivas bárbaras (no se puede identificarlas con precisión, la de la derecha lleva un instrumento con cabeza de dragón que se asemeja a la trompeta gálica llamada carnyx). La impresión que dan es que los bárbaros en general han sido derrotados, y la indicación del poder romano es precisamente la entrega de los estandartes.19 Se proclama que la paz es resultado de la victoria romana.
Figura 1. Prima Porta Augustus. Siglo I d. C. Museos Vaticanos
Fuente: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/eb/Statue-Augustus.jpg
El ideal de un único orden mundial y la paz que resultará iban a tener unas largas secuelas.20 Elio Aristides (siglo II d. C.), en su Encomio de Roma (207), salmodia: “vosotros [romanos] gobernáis el mundo como si fuera una sola ciudad” (mi traducción). Un discurso de Temistio (34.25), quien fue tutor de los hijos de los emperadores romanos Valens y Teodosio I, servía de senador en Constantinopla desde 355 y compuso paráfrasis de los tratados de Aristóteles, alababa la gentileza de los romanos, que no odian a sus enemigos sino que “los consideran dignos de ser perdonados, como seres humanos” (mi traducción). Sigue explicando que “quien avanza al máximo contra los arrogantes bárbaros se hace rey solo de los romanos, sin embargo quien los conquista pero los perdona se reconoce como rey de todos los seres humanos, y se puede decir justamente que este hombre es verdaderamente humano [philanthrôpos]”. Roma lleva paz; pero al costo de la sumisión.
TIBULO Y MESALA
Podemos ver más claramente el acuerdo de Tibulo mismo con esta visión, al echar un vistazo a la séptima elegía del primer libro, una celebración de los cumpleaños de su patrono y amigo, Mesala. El poema comienza (1.7.1-8):
Este día lo han profetizado las Parcas que tejen los hilos del destino, que ningún dios puede romper: que éste iba a ser el día que podría hacer huir a los pueblos de Aquitania, ante el que temblaría Átax, vencido por un ejército de valientes soldados. Se han cumplido las profecías: la juventud romana ha visto nuevos triunfos y generales prisioneros con cadenas en sus brazos. En cuanto a ti, Mesala, ceñido del laurel de la victoria, te transportaba un carro de marfil de caballos resplandecientes. (trad. Soler Ruiz, 1993)
Luego Tibulo se jacta (9-16):
No sin mí has conseguido este honor: el Pirineo tarbelo es testigo y las playas del Océano santónico; testigo el Arar y el Ródano veloz y el ancho Garona y el Líger, agua azulada del rubio carnuto. ¿Te he de cantar, Cidno, que en el silencio de tu suave corriente reptas azulado por tu cauce con serenas aguas y la excelencia del frío Tauro, que con su elevada cima toca las nubes y alimenta a los cilicios de larga cabellera?
Hay más en esta línea, y Tibulo sigue enumerando los sitios que ha visto en el séquito de Mesala, hasta que llega a Egipto, cuando Tibulo se detiene para describir el Nilo, siempre una fuente de fascinación para los griegos y romanos (27-32):
A ti cantan y a su Osiris admiran estos jóvenes extranjeros, enseñados a llorar al buey de Menfis. Fue Osiris el primero que con mano hábil fabricó el arado y removió con su reja la tierra tierna, el primero que lanzó semillas a un suelo sin experimentar todavía y cosechó frutos de árboles antes desconocidos. (trad. Soler Ruiz, 1993)
Tibulo recita después como Osiris enseñó el cultivo de la vid y la fabricación del vino, y a partir de esa las artes del canto y de la danza, y añade (39-48):
Y Baco ha concedido al labrador, agotado por el enorme esfuerzo, disipar de su corazón la tristeza. Baco también ofrece descanso a los afligidos mortales, aunque sus piernas resuenen golpeadas por duras cadenas. No te gustan ni los tristes cuidados, ni el llanto, Osiris, sino la danza, el canto y las ligaduras de un amor pasajero, también las flores diversas y la frente ceñida de yedra, incluso el manto azafranado suelto hasta los tiernos pies y los vestidos de Tiro y la flauta de dulce canto y la ligera canastilla que sabe de ocultos misterios.
El mundo que presiden Osiris y Baco semeja la época temprana de la humanidad descrita en la décima elegía, antes de la invención de la espada, cuando Paz reinaba en la tierra. Pero la alegría que ofrecen estas deidades se da a los hombres en cadenas. Lo que implica que Roma es la que ha llevado la libertad a Egipto, pero lo ha hecho con la espada. Egipto se incorporó como provincia del Imperio romano solo tres años antes del triunfo de Mesala —un espectáculo en el que el triunfador procedía en modo de encarnación de Júpiter Óptimo Máximo—. Se puede leer la trayectoria del poema como una transición desde una época temprana de tranquilidad primitiva al reino de Júpiter, que introduce la guerra en el mundo pero a la vez la unidad bajo el reino romano. Pero esta era cede su turno a otra, bajo la égida de la divinidad propia o Genius de Mesala (49-50), y al final, los labradores mismos cantarán, al disfrutar de los frutos de la vid y celebrar —entre todas las cosas posibles— el trecho recién pavimentado de la Via Appia que Mesala supervisaba en su función de comisario de carreteras (59-62):
Que no calle el recuerdo de las obras de tu carretera a quien retienen la tierra de Túsculo y la blanca Alba de antiguo Lar, pues con tus recursos este camino se cubre de una capa de grava y de piedras unidas con arte singular. Te cantará el labrador, cuando vuelva de la gran ciudad por la tarde y al desandar sin tropiezo el camino.
Gracias a las habilidades de los romanos en el tema de la tecnología, que incluye el arte de la guerra, los agricultores pueden disfrutar ahora los beneficios genuinos de la paz, liberados de las cadenas (Konstan, 1978; Bowditch, 2011, p. 95).
CONCLUSIONES
Ya es hora de combinar o tejer las múltiples hebras que hemos identificado en los argumentos sobre la paz en el mundo clásico. El tenor moralizante del discurso clásico subrayó las causas psicológicas de la guerra. En su discurso Sobre la paz, Isócrates proclamó:
[…] mas si hiciéremos la paz, y fuéremos tales, cuales previenen los tratados, viviremos con la mayor seguridad en nuestras casas, libres de los combates, peligros y alborotos en que nos hallamos enredados; cada día gozaremos de mayor abundancia, aliviados de los tributos y de las gabelas marítimas, y de todas las demás contribuciones para la guerra, cultivando ya con gusto los campos, navegando los mares, y volviendo a entrar en todas las demás negociaciones que estaban por la guerra abandonadas. (8.19-20; trad. Guzmán Hermida, 1979)
Sin embargo insiste más tarde el mismo Isócrates: “Pero de todo eso no es fácil que podamos lograr nada, si antes no os llegáis a persuadir, ser mucho más útil y de mayor provecho la paz y tranquilidad, que la guerra y sus tumultos; la justicia que la injusticia; y el cuidado de lo suyo, que el ansia por lo ajeno” (8. 26). Isócrates estaba convencido de que si Atenas adoptaba tal postura, las otras ciudades iban a conformarse. Sin embargo, ningún estado estaba dispuesto a abandonar sus defensas o sus ambiciones, y solo cuando hubo un aproximado equilibrio de poder podía pensar un rey como Pirro o una democracia como Atenas en renunciar al objetivo de extender su dominio. E incluso entonces, sin embargo, tal moderación, que corría en contra de la ideología de la valentía que sostenía la máquina militar, se representaba a menudo como una victoria o conquista, y la paz se redefinió como la seguridad que resulta de haber rebasado o anulado todos los enemigos potenciales, como pretendió Pirro (Valdés Guía, 2017). La paz concebida en esta manera se podía considerar noble y varonil. Tal era la base de la jactancia de Augusto de haber conferido la paz a todo el mundo, lo que minimizaba el poder duradero de Partia. El elogio de la paz, o de la Paz, con mayúscula, que compuso Tibulo, tan conmovedor como es, era parte, en último término, de la estrategia de Augusto y tenía poco que ver con el pacifismo incondicional.21 No había ni manera ni intención de volver a un estado primitivo de la civilización, antes del reino de Júpiter; la paz restaurada era una paz realizable en el mundo como era y con seres humanos que ya habían dejado atrás la simplicidad de la edad del oro. En las palabras de Publio Flavio Vegecio Renato: qui desiderat pacem, praeparet bellum; qui uictoriam cupit, milites inbuat diligenter; qui secundos optat euentus, dimicet arte, non casu (Mil. 3, prefacio). La popularidad de la paráfrasis del lema de Vegecio comúnmente citada hoy en día, si vis pace, para bellum, muestra que en el mundo moderno no faltan ejemplos semejantes.
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