Читать книгу Vivir peligrosamente - Gemma Pasqual Escrivà - Страница 10
MELLADA
ОглавлениеQue nada nos limite. Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que la libertad sea nuestra propia sustancia.
SIMONE DE BEAUVOIR
«¿Se me ha parado el reloj? No. Pero las agujas no parece que giren. Mejor no mirarlas. Pensar en otra cosa, en cualquier cosa: en este día que dejo atrás tranquilo y cotidiano, a pesar de la agitación de la espera. Sartre no ha venido a dormir. Quizás no esperaba mi reacción, pero tampoco yo esperaba esa propuesta.»
Simone abre la ventana. París huele a tormenta asfaltada. Se planta frente al espejo con aire desamparado. Las morenas de ojos claros no son, según le han dicho desde pequeña, una especie común, y ella ha aprendido a considerar preciosas las cosas singulares. Se gusta y le gusta gustar, pero ahora se ve espantosa, mellada: le falta un diente. Además, un enorme grano rojo lleno de pus le sobresale en la barbilla. Sonríe sin ganas de sonreír; por las ironías de la vida, se ve fea, y a pesar de todo, piensa, él le ha hecho esta proposición: un pacto de dos años.
Se recoge el pelo con las manos, abre la boca y observa atentamente el vacío que ha dejado el diente. Cierra los labios: así, mucho mejor. Pero queda aún el grano colosal, imposible de disimular. Se acerca más al espejo, y con un dedo de cada mano, aprieta con fuerza el forúnculo enemigo. Empieza a supurar, le duele, pero Simone insiste en el pellizco. Por unos instantes el grano se ve más grande y rojo. Para y vuelve a abrir la boca, y el vacío del diente le trae a la memoria aquella mañana soleada cuando aún los conservaba todos.
Ella y Sartre iban de excursión, se dirigían en bicicleta a Grenoble, a casa de Colette Audry. Por el camino pararon a almorzar, se sentaron a la sombra de un peñasco a admirar el paisaje, bebieron vino blanco: no mucho, pero aquel sol a plomo bastaba para que el alcohol le subiera ligeramente a la cabeza. La agonía estridente de las cigarras le perforaba los oídos. Reanudaron el viaje con las ideas reblandecidas. En una pendiente, Sartre pedaleaba a unos veinte metros por delante de ella. De pronto vio a dos ciclistas que ocupaban como ella el centro del camino; intentó hacerse a un lado, pero inesperadamente se encontró cara a cara con ellos. Los frenos no le respondían, imposible parar; observaba el precipicio cuando un pensamiento relámpago le vino a la cabeza: ¿es eso la muerte?
«Y me morí…», se dice frente al espejo, apretando otra vez y con más fuerza si cabe el maldito grano que se le resiste.
Al abrir los ojos estaba de pie. Sartre la sostenía por un brazo, todo era confuso. Se acercaron a una casa en la que la socorrieron, le dieron un vasito de aguardiente y le lavaron la cara ensangrentada mientras Sartre montaba en la bicicleta para ir a buscar a un médico, que se negó a ir. Cuando volvió, ella ya había recuperado algo de lucidez; recordaba que iban de viaje, a visitar a Colette Audry. Por unos instantes pensó en seguir el viaje en bicicleta hasta la casa de su amiga, no quedaban más de quince kilómetros de pendiente, pero tuvo la sensación de que todas las células del cuerpo entrechocaban; imposible pedalear de nuevo.
Tomaron un pequeño tren cremallera. La gente de su alrededor la miraba fijo con aire asustado. Cuando llamó a la puerta de Colette Audry, esta lanzó un grito sin reconocerla. Había perdido un diente, tenía el ojo izquierdo cerrado, el rostro, hinchado, la piel, arañada. Estaba hecha una piltrafa.
Han transcurrido unas semanas desde el accidente. Poco a poco se le ha deshinchado el rostro, los rasguños se han cicatrizado y le ha crecido el grano descomunal en la barbilla. A veces sueña que se le caen todos los dientes y de repente se le viene encima la decrepitud, pero al despertarse todo sigue en su sitio. En esta ocasión es distinto, el vacío del diente está ahí. Otro pellizco enrabietado.
—Tiene que entenderlo, no estoy en mi mejor momento para recibir proposiciones de este tipo —conversa con Simone, que la observa desde el otro lado del espejo—. Necesito algo más de tiempo.
Él la había dejado sola toda la noche. Había cerrado con suavidad la puerta del dormitorio y la del piso y había salido. Simone sintió que se le debilitaba el corazón.
Las horas pueden arrastrarse lentamente, Simone lo sabe muy bien; cuenta los minutos para volver a verlo. Sobre el escritorio, los ficheros, el papel blanco, la invitan a trabajar, si bien las palabras que bailan en su mente le impiden concentrarse.
Recuerda las palabras exactas de Sartre: «Firmemos un contrato de dos años. Podría arreglármelas para quedarme en París estos dos años y los pasaríamos en la más estrecha intimidad».
La mirada del fondo de los ojos de Simone: parecía que consultara, más allá de su cara, una bola de cristal. Un fuerte gong resonó en su pecho, la sangre en las mejillas, reunió todas sus fuerzas para reprimir el temblor de los labios.
Una vez pasado este tiempo, vivirían separados dos o tres años y después se encontrarían en algún lugar del mundo, en Atenas, por ejemplo, para reemprender un periodo largo de vida en común. Nada podía ser más sólido que esta alianza, pero no tenía que degenerar ni en obligación ni en costumbre.
«¡Como si fuera tan fácil!», exclama mientras observa el monstruo de pus que cada vez supura más. Ella no se rinde y va apretando con más fuerza.
En realidad, lo que la asusta no es el pacto de dos años, es la separación posterior. Pero confía en Sartre, en la solidez de sus palabras. Con él, un proyecto no es un parloteo incierto, sino un momento de realidad. Si un día le dice: «Cita dentro de veintidós meses a las diecisiete horas en la Acrópolis» está segura de que lo encontrará en la parte alta de la Acrópolis, a las diecisiete horas en punto, veintidós meses después. Sabe que ninguna adversidad vendrá de él, salvo que muera antes que ella.
Aparta el pensamiento de la muerte, cierra los ojos, en el silencio oye el tictac de un reloj de péndulo. Al abrir los ojos vuelve a concentrarse en el grano asqueroso.
Es un pacto: no solo ninguno de los dos mentirá al otro, sino que no van a ocultarse nada. Simone está habituada al silencio y esta regla la ha incomodado. Por otra parte, Sartre le resulta tan transparente como ella misma.
«La fraternidad que suelda nuestras vidas hace superfluos e irrisorios todos los lazos que hayamos podido forjarnos. ¿Para qué, por ejemplo, vivir bajo un mismo techo cuando el mundo era nuestra propiedad común? ¿Y por qué temer poner entre nosotros distancias que nunca podrían separarnos?» Tuerce el gesto al ver cómo explota el volcán blanquecino. «Lo que nos ata es lo que nos desata: y por esa libertad nos encontrábamos atados en lo más profundo de nosotros mismos…»
Aprieta los labios para no hacerse más preguntas. No puede seguir hablando sola, aunque lo haga mirándose al espejo. Pone música, la sonata K 448 de Mozart va a calmarla. Enciende un cigarrillo. Entre las volutas de humo adivina su silueta a través del espejo; al irse desvaneciendo el humo, el grano prominente la desafía cada vez más. Con la mano libre que le deja el cigarrillo puede hacer poco. Deja que este se consuma en el cenicero y se concentra en hacer desaparecer el monstruo.
«No es posible…» Parece ser que un núcleo de pus se ha solidificado dentro del grano. Aprieta con más fuerza y durante una fracción de segundo vive una especie de pesadilla surrealista: el diente que había perdido en el accidente de bicicleta había quedado incrustado allí durante semanas, ¡en su rostro! Presiona el grano con toda la fuerza. Le arde la cara, el dolor es insoportable, las lágrimas se deslizan por sus mejillas. Por fin extrae el diente cubierto de pus y sangre. Simone sonríe triunfal, el grano ha desaparecido, ha dejado una herida exagerada, y ha recuperado el diente del accidente, que nunca volverá a su sitio, pero es suyo.
De pronto oye la puerta. La llave gira en la cerradura. Es Sartre. Corre a recibirlo. Cuando la toma entre sus brazos, se pega a él y le murmura al oído:
—Acepto. —Y le da un beso mientras agarra con la mano izquierda el diente como si se estuviera protegiendo el corazón.