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HARTA

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La única cansada era yo, cansada de ceder.

ROSA PARKS

Querido Dios:

Tengo cuarenta y dos años. Creo que siempre he sido una buena persona, una mujer práctica con tanto juicio como sentimiento, más cauta que soñadora. Se me ocurre que tal vez puedas enviarme una señal que me aclare lo que me está pasando. Algo que pueda hacerme entender por qué estoy encerrada en una celda. ¿Cómo ha podido ocurrir? Hoy ha sido un día de diario como todos los de mi existencia. El primer día del mes de diciembre de 1955.

Al salir del trabajo pasadas las cinco de la tarde, hacía frío. El sol, que ya se había escondido, había sido incapaz de elevar el mercurio de los termómetros al aire libre más allá de unos pocos grados sobre cero. He hecho unas compras navideñas y a las seis he cogido el autobús número 2857 en la esquina de las calles Montgomery y Moulton. Como todos los días.

Los autobuses municipales de Montgomery tienen treinta y seis asientos. Según las leyes de Alabama, las cuatro primeras filas están reservadas para los blancos y la parte posterior para los negros. Nosotros también podemos ocupar la zona intermedia… siempre y cuando no la precise ningún blanco. Me he sentado en uno de los asientos del medio. En la parte de atrás no quedaban asientos vacíos. Tenía a mi izquierda a dos mujeres negras. A mi derecha, en el asiento de la ventanilla, un hombre negro. En realidad, entre los que cogemos el autobús, la mayoría somos negros.

Me duelen los pies, los tengo hinchados. Como todos los días. No es un jueves distinto. He mirado mi cara reflejada en el cristal de la ventanilla del autobús y me he visto mayor, y de repente, como en un espejismo, he visto la cara de Recy Taylor. Me he ajustado las gafas a la nariz y he cerrado los ojos. Al abrirlos, Recy había desaparecido. Me han visitado los fantasmas del pasado. Y eso no sucede todos los días. ¿Será esta la señal?

¿Qué hará ahora Recy? Sobrevivir como todas. ¿Por qué, ahora que las luces iluminan las calles anunciando la Navidad, que son tiempos felices, la sombra de ese recuerdo viene a atormentarme? Ya hace once años, cómo pasa el tiempo… Recuerdo como si fuera ayer el día en que vine a visitar a Recy. La noticia de su violación corrió como la pólvora entre la comunidad negra. La Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color me pidió que me trasladara a Abbeville para dar todo mi apoyo a Recy y no me lo pensé dos veces.

Andaba decidida hacia la casa de Recy. Caía un sol de justicia y aun así los niños jugaban a la pelota, daban patadas a una lata y saltaban a la comba. De pronto me asustaron las sirenas de un coche de policía. Me detuve. El coche del sheriff se detuvo; con una mano al volante, bajó la ventanilla del acompañante con la otra.

—¿Rosa Parks?

Me volví, parpadeando, confusa, creía no haberlo oído bien. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Cómo sabía aquel hombre quién era yo? Aspiré profundamente y enderecé la espalda al tiempo que asentía con la cabeza.

—Ya puedes volver por donde has venido si no quieres que te detenga —me dijo en tono amenazador.

Notaba calor en la cara y me temblaba la boca. Apreté los labios para que no me saliera ni una palabra de los pensamientos. No había hecho nada malo, no podía detenerme. Me alisé un poco el vestido e hice subir por el brazo el asa del bolso hasta apoyarla en el hombro, cogí aire y avancé decidida por la acera de la calle desierta. Solo un perro sarnoso y raquítico se cruzó en mi camino, era como si al oír la sirena del coche del sheriff todo el mundo hubiera desaparecido.

Me siguió hasta casa de Recy, aparcó allí mismo e hizo sonar de nuevo la sirena, quería intimidarme. Bajó del coche, se alisó el pelo y miró en todas direcciones. De repente lo tenía encima; sentía su respiración agitada, olía a tabaco, sudaba y tenía una mirada febril, amenazadora.

—Este es un pueblo tranquilo donde no son bienvenidas las negras conflictivas como tú, que solo traen problemas. Deja en paz a Recy Taylor o vas a lamentarlo —me dijo al oído.

Quería replicarle que los problemas no los llevaba yo, que ya existían, pero presioné los labios con fuerza y noté que la saliva me sabía a hierro, me había mordido literalmente la lengua.

Sin mirarme, dio media vuelta, subió de nuevo al coche y cerró la puerta. Apoyó el brazo en la ventanilla, con el codo hacia fuera, y se quedó allí, observándome.

En la sombra de la casa, un par de perros bostezaban sin demostrar mucho interés por mi presencia ni por la del sheriff. Me quedé plantada ante la puerta de Recy. Notaba la mirada del sheriff clavada en la nuca. Al no ver ningún timbre, llamé a la puerta; entonces vi luz por debajo, a la derecha del soportal y bajé un tramo de escaleras iluminado por una ventana. Más allá de esta, una puerta. Por la ventana vi a una chica de piel morena y brillante, como el color de los muebles de calidad, con el pelo rizado despeinado y una bata rosa de andar por casa, sentada ante una mesa con un montón de patatas por pelar. Golpeé con suavidad el cristal, la chica levantó la vista y se puso de pie. Avanzó despacio hacia la puerta.

—¿Qué desea? —preguntó. Había abierto la puerta para que se le viera justo media cara, tenía el ojo más triste que jamás hubiera visto, cansado, con el blanco amarillento, una aureola lila lo rodeaba.

—¿Recy Taylor?

Asintió con la media cara.

—Soy Rosa Parks.

Bajó la vista y la fijó en el suelo. Abrió la puerta despacio, se llevó la mano a la cadera, alzó la vista, me miró de arriba abajo —creo que le parecí poca cosa— y me dejó pasar. Olía a café quemado. Vi platos sucios en el fregadero, el papel de las paredes que un día había sido verde oliva se veía amarillento como sus ojos. No vi fotos ni calendarios colgados en las paredes. Se habría dicho que la tristeza de Recy impregnaba muebles y ollas.

La muchacha se sentó de nuevo en la mesa, contempló las patatas frunciendo la nariz, como si escondieran un gran misterio, y empezó a pelarlas. Observé su magra muñeca y lo frágiles que parecían sus brazos. Tenía las manos pequeñas y las uñas mordidas hasta la carne viva. Vi otro cuchillo en la mesa y me puse a imitarla. No sé cuánto tiempo estuvimos las dos sin decir nada, pelando patatas. El mes de setiembre de 1944 fue muy caluroso. Solo el silencio aportaba sensación de frescor. Por fin habló:

—Vi el coche que paraba detrás de mí. Eran hombres blancos. Vale, no dijeron nada de lo que iban a hacerme. Me metieron en el coche y me vendaron los ojos. Les rogué que me dejaran en paz, que no me dispararan, que tenía que ir a casa a ver a mi crío. No me soltaron. No puedo callar la verdad, tengo que contar lo que me hicieron. —Sollozaba, seria. Sus ojos brillantes irradiaban dolor como si fueran de cristal resquebrajado. — ¿Me escuchas o qué? Te estoy dando una información importante. Tendrías que anotarlo. —Golpeó lentamente la mesa con el dedo índice para subrayar determinadas palabras.

Tardé unos segundos en tomar conciencia de lo que me estaba contando. Enseguida dejé las patatas, saqué del bolso una libretita azul y fui anotando en ella con todo detalle lo que me decía. Hablaba con los ojos cerrados, su cabeza oscilaba de un lado a otro. La tarde era sofocante.

La habían retenido unas cuatro o cinco horas en el bosque. Siete hombres, de noche. Le dijeron que querían que se comportara como lo haría con su marido. No solo tuvieron relaciones sexuales con ella. Después la mutilaron, jugaron con su cuerpo.

Unos golpes en la puerta nos sobresaltaron. Me quedé helada, no me atreví a mover un pelo. Recy estaba con los ojos como platos y me observaba con mirada angustiada. Yo le devolví la misma expresión.

—¡Se acabó la entrevista! —gritaba el sheriff desde el otro lado.

Intentaba abrir la puerta sacudiendo el tirador. Notaba mi corazón golpeando contra las costillas. Recy se mordió las uñas y, mirando la puerta de reojo, con los dos pulgares se colocó bien las solapas de la bata rosa de andar por casa, acercó más la silla a la mesa, me lanzó una mirada —pude ver una sombría y profunda tristeza en su interior—, cogió una patata y mientras la pelaba siguió su relato. Yo escribía precipitadamente en la libretita azul.

El sheriff, al no obtener respuesta, volvió a la ventana y empezó a golpear el cristal con la mano derecha abierta. Recy dejó de pelar patatas, se acercó a la ventana y taladró al sheriff con una mirada de enojo.

—¡Abre la puerta, Recy Taylor! —le ordenó.

Se movió, nerviosa, se arrancó otro trocito de uña con los dientes, señaló la puerta con la cabeza y desapareció de la ventana, pero sin que antes centelleara y se apagara en sus ojos una especie de pánico.

El sheriff entró con malas maneras, se dirigió hacia mí; me zarandeó con violencia, me cogió el brazo, me lo apretó con tanta fuerza que la piel me quemaba entre sus dedos. Me arrastró hacia fuera gritando:

—¡Sal de la ciudad si no quieres que te detenga!

Tragué saliva haciendo un verdadero esfuerzo por no llorar, me las ingenié para soltarme y salir corriendo escaleras arriba, asustada y nerviosa. Pero no arrojé la toalla: el Comité se aseguró de que el caso recibiera atención nacional y en octubre era noticia titular. Un gran jurado realizó una investigación indagatoria. No hubo justicia para ella. A pesar de que identificó a los violadores, no se les acusó, algo que no sorprendió a nadie.

Aun cuando la habían advertido repetidamente de que la matarían si hablaba, Recy Taylor denunció a sus violadores. Tuvo la valentía de alzar la voz. Muy pocas mujeres lo hacen, temen por sus vidas. Amenazan también a la familia y a los amigos. No es fácil mantener la racionalidad y la cordura en un entorno como este. Lo que hizo ella es extraordinario. Siempre me acuerdo de Recy Taylor en mis plegarias.

No, las mujeres negras no somos pedazos de carne al servicio de los hombres blancos. Yo tuve más suerte que ella cuando el señor Charly intentó abusar de mí hace más de veinte años. Era mi vecino, yo cuidaba de sus hijos en su casa. Estábamos solos, me ofreció una copa, que yo, naturalmente, rechacé. Se mostraba muy amable, excesivamente amable, y me puse en guardia. Se sentó a mi lado, me puso aquellas manos asquerosas en la cintura. Me daba miedo, mejor dicho, pánico, y pegué un salto que lo sorprendió. Me dijo que no tuviera miedo, que yo le gustaba y que no quería que estuviera sola, que fuera dulce con él. Me sugirió que tenía dinero para pagarme las atenciones que le ofreciera.

Me trató como una puta, vaya. Supe que, pasara lo que pasara, no iba a librarme de la bestialidad de aquel hombre blanco. Estaba preparada para morir y dispuesta a ello. Pero no le daría consentimiento alguno, jamás.

—Si quiere matarme y violar un cadáver, hágalo, pero primero tendrá que quitarme la vida —le dije mientras me zafaba de él.

No me puedo creer que después de tanto tiempo note aún el calor de las lágrimas en los ojos al recordarlo. Este primer día de diciembre de 1955, en el autobús, después de ver desaparecer el espejismo de Recy Taylor, he recordado la sensación de sentirse como un trapo, como un pedazo de carne.

Iba tan absorta en mis pensamientos, en ese viaje al pasado, que ni siquiera me he dado cuenta de que el autobús hacía la tercera parada frente a The Empire Theater, donde han subido unos cuantos pasajeros blancos. El autobús circulaba por la avenida Cleveland cuando el conductor se ha percatado de que un hombre blanco con traje y sombrero marrones viajaba de pie agarrado a la barra, leyendo el periódico. Pese a que había asientos vacíos, nos ha pedido a los cuatro pasajeros negros que nos fuéramos atrás, que estaba hasta los bordes, y que dejáramos tres asientos vacíos en el centro. Dado que las normas de la compañía estipulan que ningún pasajero negro puede quedarse al lado de un blanco, los demás se han levantado, pero yo me he mantenido inmóvil. El conductor ha arqueado las cejas, sorprendido.

—¡Muévete! —me ha ordenado, bruscamente.

He levantado la vista, he parpadeado unos segundos, incrédula. El conductor era James Blake. ¿Cómo ha podido pasarme? Desde aquel día que llovía a cántaros y subí al autobús por la puerta principal, Blake me obligó a salir y a entrar de nuevo por la puerta de atrás y cuando iba a subir otra vez puso el motor en marcha y me dejó con un palmo de narices bajo la lluvia, no había vuelto a subir a un autobús que condujera él, o espero el siguiente o voy a pie, pero hoy me ha despistado. He cerrado los ojos para tranquilizarme el corazón y al abrirlos no había duda: era él, la piel de calabaza y aquel lunar tan característico junto a la boca.

Me ha sorprendido el nudo que se me ha hecho en la garganta. He aprendido a controlar ese sentimiento de humillación. He bajado la vista y he agarrado con fuerza mi bolso negro, como si fuera la única cosa que me quedara en este mundo. Automáticamente he sacudido la cabeza, negándome a levantarme, mientras retorcía los dedos de los pies dentro de los zapatos. Se me ha parado el corazón, durante un instante me he convertido en un cuerpo vacío, con las venas heladas.

A Blake se le ha acelerado la respiración, se le ha encendido la cara y ha levantado las orejas. Todos permanecían a la expectativa, incapaces de hacer nada, observaban con los brazos a uno y otro lado del cuerpo; era penoso, nadie articulaba una sola palabra.

El conductor me ha lanzado una mirada furibunda. He tragado saliva. Él ha dado un resoplido, ha detenido el autobús, ha parado el motor y mi asiento ha dejado de temblar, ha quitado las manos del volante y se ha levantado. De pronto lo he tenido encima. No me he movido, he seguido sin decir nada, con la cabeza gacha. Se me ha secado la boca y me temblaban los dedos. He notado el ardor de las miradas que se dirigían a mí, como si un foco me iluminara la cabeza.

—Haré que te detengan —me ha dicho Blake.

Lo he mirado a los ojos sin parpadear, cansada, respirando profundamente.

—Hágalo —he contestado.

No tengo ni siquiera la certidumbre de sobrevivir hoy. Simplemente estoy cansada del maltrato. El joven blanco que estaba de pie no ha pedido asiento. Ha sido el conductor quien ha decidido crear un problema. La libertad es importante para mí. Cuanto más cedemos y obedecemos, peor nos tratan. Estoy fatigada y cansada. Harta de ceder.

Dios mío, siempre me has dado fuerzas para decir lo que está bien. Llevo conmigo tu fuerza y la de mis antepasados, los que un día fueron esclavos. Mándame una señal.

Vivir peligrosamente

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