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José Beltrán Llavador 1

Qué estimulante resulta adentrarse en esta correspondencia que mantiene George Santayana con dos de sus numerosos amigos durante cinco largas décadas que atraviesan el siglo XIX y el siglo XX Las cartas recién descubiertas constituyen una colección pequeña comparada con la totalidad de su actividad epistolar, que ocupa nada más y nada menos que ocho libros (el volumen 5) dentro de las obras de George Santayana que viene publicando el MIT con gran cuidado académico. Precisamente por ello, este nuevo legado cobra el valor añadido de lo inesperado, de lo insólito y de lo inédito. ¿Quién hubiera pensando que todavía iba a ser posible encontrar nuevos materiales con los que enriquecer un corpus tan extenso?

En estas cartas, cuya transcripción y traducción se hacen públicas aquí por primera vez, se destila lo más característico del pensador y del ser humano. Todas ellas son espejo y reflejo de una vida contada al tiempo que es vivida, la constatación de un interminable aprendizaje narrativo y la impugnación de un modo de hacer filosofía ajeno a la vida diaria. Son una muestra, más bien, de la vida acompañada de su relato, intensificada y conjurada por el ejercicio constante de la escritura. Y ahora tenemos la ocasión privilegiada de asomarnos una vez más, desde otros materiales que proporcionan nuevas vistas, a esa fascinante vida de la razón desplegada por el pensador universal y ciudadano del mundo George Santayana.

El origen de estas cartas se remonta a un jovencísimo Santayana, estudiante de 23 años en Harvard, y finaliza con 74 años, cuando ya había culminado la mayor parte de su obra y se había asentado definitivamente en Roma. Atendiendo a su cronología, el primer lote de cartas (27) va dirigido a Charles A. Loeser comenzando en septiembre de 1886 y prolongándose hasta el abandono definitivo de Santayana de Estados Unidos en octubre 1912; el segundo conjunto de cartas, más amplio (61), se dirige al Barón Albert von Westenholz y se inicia recién inaugurado el siglo, en julio de 1903, hasta enero de 1937, quince años antes de su fallecimiento en Roma. Ninguno de estos dos amigos singulares son personajes anónimos. Ambos, con perfiles distintos, forman parte de un cierto linaje social y encarnan la marca de distinción propias de una tradición y una herencia cultural, una marca de la que Santayana, más que partícipe directo, fue un testigo sensible, receptivo y desapegado, como apreciaremos en no pocos de sus envíos.

Si la lectura de esta constelación de cartas resulta estimulante por muchos motivos, el relato de su hallazgo por parte de Daniel Pinkas en la “Introducción”, es fascinante. Daniel Pinkas no solo es un lector perspicaz de Santayana, sino un investigador de prestigio internacional que ha dedicado una parte destacada de sus intereses académicos al análisis e interpretación de la obra del filósofo.

El hallazgo reciente que ha hecho Pinkas de estas cartas que ahora se editan por primera vez, en inglés y en español, es una muestra de su entrega y de su perseverancia. Como en el cuento de Edgar Allan Poe “La carta robada”, podría decirse que las cartas de Santayana estaban ahí, para quien las quisiera ver. Aun cuando los hechos son tal como los describe Pinkas, las cosas no son tan sencillas, y sería injusto hacer una simplificación de este asombroso descubrimiento. Primero, era necesario saber que esas cartas existían y sentirse intrigado por su ausencia en los volúmenes dedicados a su correspondencia dentro de las obras completas del MIT. Después, había que saber descifrar las señales que apuntaban al lugar donde se alojaban. Daniel Pinkas atribuye con modestia este asombroso hallazgo a una combinación de casualidad y causalidad, de azar y necesidad, que resume como un resultado de serendipia. Admitiendo que así sea, conviene recordar que detrás de esta afortunada coincidencia hay mucho trabajo previo de investigación y documentación, pues solo con una atención constante y consciente es posible seguir la pista y establecer las conexiones adecuadas, condiciones previas que permiten estar en el lugar y en el momento oportunos.

Por otra parte, que la página web de la Frick Collection de cuenta del legado de Loeser, y que la Biblioteca de manuscritos y libros singulares de la Universidad de Columbia registre la incorporación hace cinco años de las cartas de Westenholz, no deja de tener un significado simbólico que vale la pena resaltar. Tuve ocasión de visitar la Frick Collection en 2014 durante una estancia de algo más de una semana en la Gran Manzana. Allí pude no solo respirar el espíritu de una época, sino que también experimenté el resultado de una actitud, una disposición que combina arte y empresa, pragmatismo y altruismo, tradición y modernidad.

Tanto las bibliotecas de la Universidad de Columbia, con cerca de 12 millones de ejemplares, como la Frick Collection, que custodia un impresionante patrimonio artístico y cultural, revelan que la historia de Estados Unidos es comparativamente reciente y tal vez por ello instituciones como estas atesoran toda huella o vestigio, todo documento testimonial, que puedan contribuir a recrear y enriquecer las narrativas fundacionales de su pasado y proféticas de su futuro.

De manera que en estas cartas encontramos, formando parte de esa narrativa, una suerte de sorprendente patchwork, un microcosmos de piezas de vida que laten en cada mensaje, en cada palabra, con ecos muy sugerentes que resuenan en el resto de la obra del pensador. El género epistolar, tal y como lo cultivaron Santayana y sus coetáneos, es cada vez menos frecuente, una práctica social que se va perdiendo, barrida por la velocidad y formatos propios de los medios digitales. Por eso mismo, estas cartas escritas a mano cobran ahora un valor añadido al poder ser consideradas como etnotextos, materiales nobles y únicos de un género anacrónico.

Por otra parte, las cartas de Santayana forman parte de una rica conversación, en la que se entremezclan las reflexiones profundas con los asuntos más cotidianos, y convive un aura de intereses y una pluralidad de perspectivas muy variados. Aquí se percibe con claridad el pensador de fondo y el ser humano, la lucidez del primero y las fragilidades del segundo, los claroscuros que el propio Santayana detecta en sí mismo y sobre los que ejerce una enorme capacidad de humor, ironía y autocrítica. Se encuentra un poco de todo en este volumen, que actúa como un buzón en el que se han ido depositando mensajes, año tras año, a lo largo de medio siglo. Junto con las cartas breves e instrumentales, hay cartas tipo-tratado con argumentos enjundiosos y concentrados que evocan los desarrollos que encontramos en las obras mayores del pensador. Leídas en conjunto, expresan de manera elocuente sus preocupaciones materiales y vitales entrelazadas con sus especulaciones y dilemas habituales: desde su temprano extrañamiento por estar en Harvard hasta su deseo largamente acariciado de abandonar la universidad con el fin de practicar la filosofía como forma de vida, antes que ser un profesor de filosofía; reflexiones sobre el amor y la muerte; los contactos con editoriales –con rechazos y aceptaciones para publicar sus obras, la planificación constante de sus viajes y estancias, digresiones sobre los tiempos homéricos, apuntes sobre la percepción de la vida como un sueño, o breviarios sobre su propio proceso de escritura…

Uno se transporta fácilmente al leer estos textos al mismo espacio de silencio del pensador mientras está leyendo o tomando notas en la soledad de su estudio, y también intuye el ruido de las calles que comienzan a ser bulliciosas cuando el escritor describe el paisaje urbano de las grandes ciudades. Al leer estos textos, de una admirable plasticidad y potencia visual, experimentamos la sensación de ir pasando por distintas atmósferas, más densas o más ligeras, y donde el aroma de lo clásico permea en los momentos y vivencias más actuales, como cuando visita la vendimia en Ávila y la asocia al estilo de vida de Las Geórgicas. Las cartas también parecen abrirnos a un mundo lleno de evocaciones y de aventuras — aventuras de la inteligencia y de la razón— a través de la primacía de nombres que reverberan y estimulan nuestra imaginación: esos barcos legendarios (“zarparé en el ‘Lusitania’”, “me embarco en el ‘Kaiser Wilhelm II’”, “tengo paisaje para el ‘Kaiserin Auguste Victoria’”), esas residencias siempre temporales (Colonial Club, King´s College, Hotel Manin, Hotel du Quai Voltaire, Grove Street…), esas sociedades filosóficas con títulos casi ficcionales, esos topónimos tan expresivos de lugares y países distantes, pero que nos hacen sentir el mundo como un espacio doméstico.

Y entre los nombres, como señala Daniel Pinkas, destacan los que se refieren a cuadros y libros. Pintura y lectura, a las que se suman diferentes expresiones del arte de las que Santayana da buena cuenta al recrear para sus amigos sus frecuentes visitas a museos, al teatro, a la ópera, a conciertos musicales e incluso a tours culturales, así como sus paseos y observaciones acerca de la arquitectura (sobre la que tiene intención de escribir un libro —“si alguna vez lo escribo”— como menciona en su correspondencia a Westenholz en 1905), una de las profesiones que habría cultivado de haber tenido, como Pessoa, heterónimos.

Como un artefacto poliédrico, este volumen de cartas también admite diferentes aproximaciones y ángulos de lectura. Por una parte, invita a ser leído como el catálogo de un museo imaginario, a la manera de André Malraux, nutrido de apuntes impresionistas. En este sentido, muy bien podrían dar lugar estas páginas a otro ejemplar paralelo o complementario si lo ilustráramos con cada una de las obras de arte mencionadas, sería sin duda un díptico precioso. Y, por otra parte, también esta correspondencia, que suma un total de 90 cartas desde 1886 a 1937, se podría considerar una extensión o apéndice de su autobiografía Personas y lugares, o una suma de apostillas a los Pequeños ensayos. Consideradas como variaciones sobre una serie, estas cartas encierran materiales que, aunque nos resulten familiares porque nos remiten a buena parte de sus obras, siempre ofrecen, en su meditada espontaneidad, aquello que es propio de la filosofía: la ocasión inapreciable de volver a pensar la realidad y evaluar nuestro contrato con la misma durante nuestra frágil y efímera existencia.

Cuadros y libros, personas y lugares, paisajes y pasajes. Tantas idas y venidas, tantas partidas y llegadas, atravesando países en trenes y cruzando continentes en barcos, alojándose en hoteles y residencias universitarias, con paradas en cafés memorables, pronunciando conferencias aquí y allá, leyendo y escribiendo sin cesar. “He escrito tantas cartas —le dice a Loeser en 1887, cuando su actividad epistolar es todavía muy reciente—, que nunca sé que he dicho a uno y qué a otro”… Este puñado de cartas, que se suma al resto de su abundantísima correspondencia, es la prueba material de que la escritura para Santayana, en cualquiera de sus registros, es una manera más —cotidiana, inmediata, plagada de geniales impromptus—, de practicar la actividad filosófica. Una actividad que el filósofo ejerció también, no solo en soledad, sino también como una forma genuina de amistad intelectual. La mejor definición de filosofía para Santayana es la que la identifica con la vida de la razón, una vida que puede ser compartida y enriquecida a través del placer del diálogo y la conversación. Estas cartas recién descubiertas son una muestra sensible, lúcida y deliciosa de esa conversación. Ahora tenemos la ocasión inigualable de sumarnos a ella enriqueciéndonos también como lectores, compartiendo el propósito común de alcanzar la mejor versión de nosotros mismos, nuestra dimensión más humana. De alguna manera, al participar también de la experiencia que ofrecen estas páginas, guiados de la mano de Santayana, también podremos decir con sus propias palabras al finalizar estas cartas: “Vi cosas que nunca olvidaré.” Y de paso, habremos conocido un poco mejor al autor de estas cartas pues, como afirmó William James en Un universo pluralista, “la visión de un hombre es lo más importante acerca de él.”

Las cartas originales están disponibles en la página web de la Santayana Edition, sección Texts gracias a la encomiable gestión de su director, Martin A. Coleman. Debemos a Megan Young Schlee la transcripción de las cartas a Charles A. Loeser, y a Matthew N. Preston II la transcripción de las cartas a Albert W. von Westenholz, con la cuidadosa revisión de Martin Coleman, a quienes reconocemos su dedicación. La traducción y edición crítica de este libro son de Daniel Moreno, con la tarea minuciosa y rigurosa a la que nos tiene acostumbrados. Tanto Daniel Pinkas como Daniel Moreno pensaron desde el principio publicar este volumen en la Biblioteca Javier Coy dÉstudis Nord-Americans de la Universitat de València, que añade este nuevo título a otras publicaciones previas sobre el autor. Esta edición no hubiera sido posible sin su decisión y empeño, como tampoco hubiera sido posible sin la implicación entusiasta y el generoso apoyo, una vez más, de la directora de esta colección única de Estudios Norteamericanos, la Dra. Carme Manuel. Quede constancia de nuestro agradecimiento a todos ellos por hacer accesible esta nueva edición en inglés y en español para que pueda alcanzar una lectura más amplia en las dos orillas del Atlántico, y más allá.


Almacén del padre de Loeser/Loeser’s father establishment

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