Читать книгу En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible - Georges Ohnet - Страница 4

I

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En el comedor de los Extranjeros del Club Automóvil, los convidados estaban acabando de comer. Eran las diez de la noche y los jefes de comedor servían el café. Los mozos se habían retirado y en el salón contiguo estaban preparadas las cajas de cigarros para los fumadores. Había allí doce comensales, seis hombres y seis mujeres, además del anfitrión, Cipriano Marenval, célebre industrial que había hecho una inmensa fortuna fabricando y vendiendo una fécula alimenticia que lleva su nombre. En torno de la mesa, adornada de flores extrañas y chispeante de cristales y de argentería, las mujeres de dudosa moral y los amables vividores convocados por Marenval estaban agrupados en un desorden tan familiar como explicable, dada la excelencia de los manjares y la calidad de los vinos, y escuchaban á un joven alto y rubio que, á pesar de las frecuentes interrupciones de que era objeto, seguía hablando con tranquilidad imperturbable:

—¡No! no creo en la infalibilidad humana; ni siquiera en la de los que tienen la profesión de dictar sentencias y que pueden por consecuencia atribuirse una experiencia particular. ¡No! no creo que en el momento en que un ciudadano como ustedes y como yo se sienta en el banco de madera de la tribuna del jurado se vea súbitamente iluminado por revelaciones superiores que le otorguen la ciencia infusa. ¡No! no creo que unos honrados padres de familia, ni siquiera los solteros, en cuanto se endosan una toga, con ó sin armiño, no sean ya susceptibles de engañarse ni de dictar sentencias discutibles. En resumen, reclamo el derecho de creer en la ceguera de nuestros compatriotas en general y de los jueces en particular y siento, en principio, la posibilidad del error judicial!…

La concurrencia prorrumpió en voces tumultuosas, se elevó un concierto de imprecaciones y algunas de aquellas señoras empezaron á golpear los vasos con la hoja de los cuchillos. Los amigos del orador trataron una vez más de imponerle silencio con sus risotadas.

—¡Maugirón, nos estás aburriendo!

—¡Una cena de multa, Maugirón!

—¡Se escurre como un macarrón, este tipo!

—¡Qué cursi es eso! ¡Pues no se ocupa de la magistratura!…

—¡Oye! Pide una plaza de fiscal…

—¡Sois todos unos idiotas! exclamo Maugirón aprovechando un momento de calma.

—¡Qué grosero! dijo Marieta de Fontenoy. Oíd, debíamos marcharnos y dejarle solo.

—Marenval, ¿por qué nos invitas á comer con personas que tienen conversaciones serias á los postres? preguntó la linda Lucía Pithiviers.

—Mira, ahí tienes á Tragomer, dijo Lorenza Margillier á Maugirón, que escuchaba impasible todos esos apóstrofes. Ahí tienes un guapo muchacho que no es fastidioso en la mesa. Solamente ha hablado para decir cosas agradables. Tengo un capricho por él, y si él quiere te planto, para enseñarte á hacer conferencias.

—¡Digo, digo! exclamó Maugirón; ahí tienes un buen negocio, Tragomer, y yo también. Lorenza me quiere dejar por ti… No vaciles, amigo mío, tómala. No desperdicies tanta dicha, ni aun al precio de mi desesperación. Pero, ante todo, dinos qué opinas sobre los errores judiciales.

—¡Oh! basta… ¡Pues no vuelve á empezar! ¡Esta chiflado! ¡Al ateneo!

¡Hacedle tragar la servilleta!

Todas estas interrupciones surgían de un coro de carcajadas, mientras, el convidado á quien se había dirigido Maugirón permanecía silencioso é impasible. Era el tal un hombre como de treinta años, alto, fornido, de cabeza cuadrada, color tostado, negros y rizosos cabellos y magníficos ojos azules. Su boca se dibujaba grave bajo un oscuro bigote y su barbilla afeitada ofrecía todos los caracteres de la firmeza, casi de la obstinación. Su ancha frente limitada por las cejas, era blanca, surcada por admirables sinuosidades en las que se revelaban las facultades de reflexión y de imaginación. Al verle de pronto serio y un poco sombrío, la animación de los convidados se enfrió súbitamente. El viejo Chambol, amigo inseparable de Marenval, interrogó con una especie de inquietud al joven, cuya gravedad contrastaba tan fuertemente con la alegría de aquella comida.

—¡Eh! señor de Tragomer, ¿qué le pasa á usted? ¿Es que ese charlatán de Maugirón le ha impresionado con sus paradojas? ¿Ó es que la declaración de nuestra gentil Lorenza le parece á V. un cataclismo social? Muy silencioso está usted y muy triste para ser un hombre á quien se han puesto debajo de la nariz las más hermosas muestras de una bodega sin rival y ante los ojos los más bonitos hombros de París.

Tragomer levantó la frente y una sonrisa iluminó su semblante.

—Lorenza es encantadora, pero si aceptase su proposición, no me perdonaría el haberla hecho dejar á Maugirón y éste me guardaría rencor por habérsela quitado. No arriesgaré, pues, esta doble pérdida. Si me habéis visto un momento pensativo es que reflexionaba sobre lo que acaba de decir nuestro amigo y que bajo los excesos de elocuencia á que se ha entregado creo que hay un fondo de verdad…

—¡Ah! exclamó triunfalmente Maugirón. ¿Lo veis? Tragomer, noble bretón cuya sinceridad está fuera de duda, puesto que no quiere engañarme con mi… amiga que se le ofrece sin ambages, comparte conmigo la opinión que yo he tenido el honor de desarrollar ante esta honrada concurrencia… Habla, Tragomer; tú debes tener argumentos para estos mogigatos que me chillaban hace un momento y ahora te escuchan con la boca abierta porque tomas esos aires tenebrosos que les hacen esperar revelaciones sensacionales. ¡Anda, amigo mío, rompe los diques de tu elocuencia, convéncelos, aplástalos, á Marenval sobre todo, que ha estado innoble conmigo, interrumpiéndome continuamente, como si estuviese yo elogiando alguna falsificación de su fécula, que es, dicho sea de paso, la más sospechosa porquería que se ha fabricado nunca en los dos hemisferios!

—¡Adiós! ya se disparó… exclamó Marenval con desesperación. ¿Quién detiene ese molino de palabras?

—¡Cállate! gritó el coro de convidados.

—¡Tragomer! ¡Tragomer!

Y los cuchillos golpeaban los vasos en cadencia, con un ruido ensordecedor. El joven Maugirón hizo un signo con la mano para reclamar silencio y con voz aflautada dijo:

—El señor vizconde Cristián de Tragomer tiene la palabra sobre el error judicial y sus fatales consecuencias.

En seguida se volvió á sentar y un silencio profundo se produjo, como si todos los concurrentes sospechasen que Cristián tenía revelaciones importantes que hacer.

—No ignoráis, dijo entonces Tragomer, que partí hace dos años para un viaje al rededor del mundo que me ha tenido alejado de París y de mis amigos hasta el otoño último. Durante esos veinticuatro meses he recorrido numerosos y variados países y paseado por ellos mi aburrimiento y mi tristeza. Tenía serias razones para dejar la Francia. Una gran pena había alterado mi vida. Un suceso misterioso, todavía inexplicable para mí, había producido la prisión, el procesamiento y la condena de mi compañero de la juventud, de Jacobo de Freneuse…

—¡Sí! nos acordamos de aquel deplorable asunto, dijo Chambol, y aun creo que Marenval era algo pariente ó aliado de la familia de Freneuse y que este pobre amigo estuvo muy afectado por el escándalo horrible que produjo el proceso.

—No es divertido, ciertamente, dijo Marieta de

Fontenoy, para un hombre como Marenval, que es la corrección y la elegancia mismas, el ver á uno de sus parientes en el banquillo de los acusados.

Marenval dirigió á la hermosa muchacha una sonrisa de agradecimiento y, tomando una actitud solemne, declaró:

—Aquello me podía hacer un daño inmenso ante el mundo, en el que acababa de entrar y al que había conquistado, me atrevo á decirlo, por el lujo de mi casa, por la esplendidez de mis fiestas y por mis escogidas relaciones. No hacía falta más para hundirme por completo. Yo era ya un industrial enriquecido en los artículos alimenticios, variedad social difícil de imponer en los círculos y de implantar en la buena sociedad, y tenía que pasar de repente á la situación de pariente de un condenado á muerte… ¡La cosa no era halagüeña!

—Bien puedes decir, amigo mío, afirmó Lorenza Margillier, que para ser un snob, tuviste una entrada que no fué ordinaria…

—Yo no soy un snob, dijo vivamente y en tono de protesta Marenval. Solamente, me gusta la distinción en todo. Toda mi vida ha transcurrido en el trato de gente nauseabunda y ya estoy harto. ¡No quiero ya ver más que personas correctas!

—¡Te dejarías azotar por tutear á un duque!

—Tienes razón, Marenval; debemos fijar siempre nuestra vista en las alturas.

—¡Y buscar á los que nos desprecian!

—En todo caso, corrí gran riesgo de ser despreciado á causa de ese maldito asunto! replicó Marenval con aire ofendido. Así, podéis creer que la cosa me hizo brotar canas…

—¿Dónde las tienes?

—¿Te las tiñes?

—¡Para no exponerlas á enrojecer!

—Pero, eso sí, cumplí mi deber con la familia de Freneuse, pues me puse á la disposición de la madre del desgraciado y culpable Jacobo.

—¿Culpable? interrumpió bruscamente Tragomer. ¿Está usted seguro?

Á esta pregunta, tan directamente formulada, se produjo un efecto de estupor.

—He participado, por desgracia, de la convicción de los magistrados, del jurado y de la opinión pública, dijo Marenval, pues, en realidad, era imposible dudar. El mismo acusado, en medio de sus protestas, de su exasperación, no encontró ni un argumento, ni un hecho que citar en su defensa. Ni una declaración le fué favorable, y en cambio hubo en contra suya veinte de las más abrumadoras. ¡Oh! Se puede decir que todo contribuyó á perderle, su misma imprudencia, su conducta anterior, todo, en fin. Me duele en el alma hablar así, pero me obliga á ello el convencimiento. No creo, no puedo creer en la inocencia de ese desgraciado, á menos de ser un insensato. Es imposible dudar que mató á su querida, la encantadora Lea Peralli.

—¿Para robarla? añadió irónicamente Tragomer.

—Él mismo había empeñado, el día anterior, en el Monte de Piedad, todas las alhajas de la víctima.

—Entonces, ¿por qué matarla, pues que ella misma le había dado todo cuanto tenía?

—Las papeletas valían, lo menos veinte mil francos… Jacobo debía una suma igual á la caja del círculo. La deuda fué pagada en el momento preciso, las papeletas fueron presentadas el mismo día y las alhajas desempeñadas… Lea Peralli vivía aún en ese momento; murió aquella misma noche… ¡Ah! Ese maldito asunto está muy presento en mi espíritu.

—Sí, todo lo que acaba usted de contar es exacto, repuso Tragomer; el pobre Jacobo desempeñó las joyas, pero negó siempre haber vendido las papeletas. Pretendía que el verdadero asesino las había robado y desempeñado las alhajas antes de que el crimen fuese conocido. Pues bien, si Jacobo no hubiera cometido el crimen por el cual fué condenado, ¿qué diríais?

Esta vez el bello Cristián no pudo dudar de que se había apoderado de su auditorio. Todos se callaron y sus ojos fijos en él con apasionado ardor, sus actitudes violentadas por una intensa curiosidad, indicaban el interés que había sabido excitar en todos los espíritus.

—¿Y entonces? preguntó, por fin, Marieta.

—Entonces, dijo lentamente Tragomer, creo que se ha cometido en este asunto un error judicial y que nuestro amigo Maugirón hablaba hace un momento con mucha razón.

—Yo he conocido mucho á Lea Peralli, dijo Lorenza Margillier. Era una muchacha muy agradable y que cantaba deliciosamente.

Los demás perdieron la paciencia y, no pudiendo contentarse con tan poco, exclamaron:

—¡La historia! ¡La historia! ¡En esto hay una historia!

—Sí, por cierto, respondió tranquilamente Tragomer; pero no esperéis que os la cuente.

—¿Por qué no?

—Porque sé que tengo que habérmelas con las diez lenguas mejor cortadas de París, y no quiero que mi secreto…

—¿Hay un secreto?

—Que mi secreto corra mañana por las calles, por los salones y por los periódicos.

—¡Oh!

Aquello fué un grito de reprobacción general y el mismo Maugirón abandonó el partido de Cristián y se pasó al enemigo, gritando más fuerte que todos.

—¡Abajo Tragomer! ¡Fuera Tragomer!

Pero el noble bretón les miraba con sus hermosos y tranquilos ojos, y escuchaba impasible sus maldiciones, el codo sobre la mesa y la barba apoyada en la mano. Dejó que se exhalase el descontento general y dijo con voz sosegada:

—Si el señor Marenval quiere escucharme, voy á contarle lo que sé.

—¿Y por qué á él y no á nosotros?

—Porque él está unido á la familia de Freneuse y porque, como él decía hace un instante, esos sucesos le han hecho sufrir grandemente. Es, pues, equitativo darle hoy ocasión de sacar algún provecho…

—¿Y cómo?

—Eso es lo que me propongo explicarle dentro de un momento…

—¡Muy bien! ¡Nos pone en la puerta, por añadidura!

—Maugirón, te perdono; has encontrado la horma de tu zapato. Tragomer es todavía más fastidioso que tú.

—¡Como! ¿No dejáis quedarse ni á Chambol, el indispensable Chambol?

—Son las once, dijo Tragomer, y la ópera reclama á Chambol: hoy hacen Coppelia. Si no va por allí, ¿qué dirán las bailarinas?

—¿Veis, amigos? Nos esforzamos por ser buenos y no se nos hace quedar…

—¡No! Marenval; excusas insistir para que nos quedemos…

—¡Es inútil que nos supliques; somos inflexibles Nos vamos, Marenval, nos vamos.

—Entonces, no hagáis el tonto, dijo Marenval con solemnidad. Las circunstancias, como veis, son graves. Dejadme amablemente con Tragomer. Y en recompensa…

—¡Ah! ¡ah! Un regalo! exclamaron las damas.

—¡Bueno! sí, un regalo, dijo Marenval. Mañana, en todo el día, recibiréis un recuerdo mío.

Las mujeres batieron palmas. La generosidad de Cipriano era conocida: el recuerdo sería de valor. Maugirón entonó, con la música de la marcha del Profeta:

—¡Marenval! ¡Honor á Marenval!

Y todos entonaron en coro el himno solemne hasta que el héroe de aquel homenaje les interrumpió diciendo:

—¡Silencio! Vais á hacer venir los comisarios del círculo. Sed razonables y marchaos con orden. Un beso y buenas noches.

Todas aquellas bonitas caras se aproximaron á los labios glotones de Marenval y se rozaron con su rudo bigote. Se cruzaron unos cuantos apretones de manos y la alegre cuadrilla pasó al salón inmediato para vestirse. Marenval cerró la puerta, y una vez solo con Tragomer, se sentó de nuevo, encendió un cigarro y dijo al joven:

—Ahora, podemos hablar.

—Bien sabe usted, querido amigo, los lazos de cariño que me unían desde la niñez á Jacobo de Freneuse. Hemos sido compañeros de colegio y servido juntos en el regimiento. Nuestra existencia ha sido, por decirlo así, común. He participado de todas sus locuras juveniles. No hemos sido ciertamente muy moderados en nuestros placeres y con frecuencia hemos dado lugar á críticas, pero estábamos llenos de ardor y de fuerza y merecíamos un poco de indulgencia.

—Usted sí, amigo mío, usted, que siempre ha conservado, aun en los excesos, una corrección perfecta; pero Jacobo…

—Sí, bien sé; Jacobo pasaba los límites y no sabía detenerse á tiempo. Era un exagerado y así en los goces como en las penas iba hasta el último extremo… Le he visto llorar arrepentido en los brazos de su madre, como un niño, después de alguna calaverada gorda, lo que no le impedía repetirla el día siguiente. Lo peor del caso era que la fortuna de su familia no permitía las prodigalidades á que él se entregaba, por lo que, disipada la herencia de su padre, mi desgraciado amigo tuvo que estar á cargo de su madre y de su hermana.

—¡Ah! querido amigo, ahí es donde yo dejé de comprenderle y me hice severo para él. Mientras no hizo más que derrochar su capital, le juzgué imprudente, sabiendo que era incapaz de bastarse á sí mismo, pero no le vituperé. Cada cual tiene derecho de hacer lo que quiere de su dinero. Uno atesora y otro malgasta; cuestión de gusto. Pero imponer sacrificios á los parientes, estar á cargo de dos pobres señoras para ir después á correrla con mujeres perdidas, creo que merece todas las severidades.

—No es usted el único que piensa de ese modo; todos los consejos que le dí entonces estuvieron conformes con los principios que usted sustenta muy justamente. Pero Jacobo, arrebatado por la fuerza de las pasiones, no tuvo en cuenta mis advertencias. Me respondía que á mi me era fácil la moral, porque la basaba sobre cien mil libras de renta; que los ricos tenían gran facilidad en predicar la virtud á los que están sin un céntimo y que, ciertamente, si él pudiera no contraer deudas, sería el hombre más feliz del mundo. Y las contraía, lo sé por experiencia. Si le hubiera dejado hacer, hubiera dado al traste con mi caja, pero, aunque le quería tiernamente, tuve que calmar su afición desmedida á pedirme prestado, porque vi que muy pronto me pondría en apuro, sin salir de ellos él mismo. Por otra parte, la señora de Freneuse me suplicó que no fomentase con mi dinero los desórdenes de Jacobo. La pobre señora creía que se detiene un caballo desbocado tirándole de las riendas, como si toda presión y toda resistencia no sirviesen, por el contrario, para exasperar su locura.

—¿No existió en aquel momento un proyecto de enlace entre la señorita de Freneuse y usted?

Tragomer palideció y su cara tomó una expresión dura y dolorosa. Sus ojos se hundieron bajo las cejas y su color azul se ensombreció como un lago sobre el cual pasa una negra nube. Bajó la voz y dijo:

—Me recuerda usted uno de los momentos más dolorosos de mi vida. Sí, yo amaba y amo aún á María de Freneuse. Iba á casarme con ella cuando ocurrió la catástrofe… Parece que estoy viendo á la madre de Jacobo cuando llegó á mi casa una mañana, medio loca de dolor y de espanto, se dejó caer en un sofá, pues no podía tenerse en pie, y me dijo sollozando: acaban de prender á Jacobo… en casa… hace un momento…

—¿Se acababa de descubrir la muerte de Lea Peralli?

—Sí, se acababa de encontrar en el cuarto de Lea una mujer muerta de un tiro de revólver y con la cara enteramente desfigurada por la herida…

—¡Una mujer! repitió Marenval, muy extrañado de la forma de la frase y del tono en que Tragomer la había dicho. ¿Acaso duda usted que la muerta fuese Lea Peralli?

—Lo dudo.

—Pero, amigo mío, replicó Marenval con viveza, ¿por qué no ha dicho usted eso más pronto? ¿Al cabo de un año viene usted á aventurar una opinión tan extraordinaria? ¿Quién le ha impedido á usted hablar en el momento del proceso?

—En aquella época no tenía las mismas razones que hoy para dudar.

—Pero, ¿cuáles son esas razones? ¡Diablo! ¡Me hace usted saltar con su sangre fría! Cuenta usted cosas que le hacen á uno caerse de espaldas, con el tono de un caballero que está leyendo los carteles de los teatros… ¿Por qué cree usted que Jacobo de Freneuse no ha matado á Lea Peralli?

—Pues, sencillamente, porque Lea Peralli está viva.

Esta vez Marenval se quedó aturdido. Abrió la boca, pero no acertó á articular ningún sonido; sus ojos se abrieron desmesuradamente y toda su emoción se tradujo en un movimiento de cabeza y un chasquido de manos, aplicadas con fuerza al borde de la mesa. Pero Tragomer no le dió tiempo para reponerse y añadió en seguida:

—Lea Peralli está viva. La he encontrado en San Francisco, hace tres meses, y justamente porque tuve el convencimiento de que la tenía delante, di por terminado mi viaje y he vuelto á Francia.

El entusiasmo que este relato produjo en Marenval fué más fuerte que su escepticismo. Se levantó, dió la vuelta al comedor y dijo con voz entrecortada:

—¡Increíble! ¡Asombroso! Este Tragomer… Ahora comprendo por qué ha hecho marcharse á los demás… ¡Vaya un escándalo que hubieran armado! ¡Este sí que es asunto!

Cristián, con mucha calma, le dejaba agitarse y hacer exclamaciones de asombro y esperaba que su interlocutor volviese á él, atraído por su violenta curiosidad. No le miraba; su vista parecía seguir una visión lejana mientras una triste sonrisa se dibujaba en sus labios. Después de un instante de silencio, dijo lentamente:

—Cuando pienso que Jacobo está rodeado de bandidos, encerrado en un presidio por un crimen que no ha cometido, se apodera de mí una profunda tristeza. No hay destino más espantoso que el de un desgraciado que oye afirmar violentamente su culpabilidad, que oye probarla, á quien se arroja en un calabozo y se pone en incomunicación, y que al oirse insultar en el despacho del juez de instrucción y en el banquillo, sufre en público la agonía moral y física del más atroz martirio y repite á los demás y á si mismo hasta volverse loco: ¡Soy inocente! Sus protestas son acogidas con voces y sarcasmos. Los jueces se dicen: ¡qué monstruo! Los jurados piensan: ¡vaya un malvado endurecido! Los periodistas hacen á su costa frases ingeniosas y el público entero se deja llevar por ellos. He aquí un hombre cuya suerte está decidida sin apelación posible. La sociedad, por medio de sus jueces, le ha puesto el estigma de asesino y es preciso que lo sea para siempre. No tratéis de discutir; la ley está ahí y detrás de ella los jueces, que nunca se engañan, pues, como se ha dicho aquí hace un momento, el error judicial no existe, es una impostura inventada por los periodistas. Si de vez en cuando se rehabilita algún condenado, cuya inocencia ha logrado salir á luz, casi siempre después de muerto el víctima, ha sido que una facción poderosa ha logrado arrancar á la justicia infalible la confesión de su error. Y aun entonces se retracta de mala gana. Si, por una gran casualidad, el sentenciado vive todavía, la fuerza pública, en vez de darle solemnemente todo género de excusas, en vez de reparar el daño moral y material que ha sufrido aquel hombre, confiándole un puesto honroso y lucrativo, le declara á regañadientes que está libre y le pone en la calle diciéndole, poco más ó menos: "Anda, buen mozo, y que no te dejes pescar otra vez…" ¡Oh, justicia! ¡Hermosa justicia! ¡Bien pagada, muy condecorada y grandemente honrada justicia! ¡Yo te admiro!

Al decir esto Cristián prorrumpió en una carcajada. Ya no era el frío y tranquilo Tragomer, del que se burlaban amablemente las muchachas por encontrarle demasiado reservado. La sangre asomaba á su tez y sus ojos brillaban. Se volvió hacia Marenval, que no acertaba á decir palabra, y continuó:

—Hace dos años que Jacobo está agonizando bajo el peso abrumador de una condena no merecida. Su madre está en duelo y su hermana, desesperada, quiere hacerse religiosa. Y todo porque un bribón desconocido ha cometido un crimen y con extremada habilidad ha sabido atribuírselo á ese infeliz, quien por su parte no parece sino que lo había preparado todo de antemano, á fuerza de desorden, de imprudencia y de locura, para que se le supusiese culpable y para que le fuese imposible probar que no lo era.

Marenval empezaba á estar inquieto. Los comentarios de Cristián sobre la pretendida infalibilidad de los jueces habían enfriado su entusiasmo. Encontraba que el interés del relato había languidecido y con todo el rigor de un crítico que reclama un corte en el diálogo, dijo:

—Nos estamos extraviando, Tragomer: volvamos á Lea Peralli. Me ha dicho usted que la encontró. Pero, dónde, en qué circunstancias… Eso es lo que yo quiero saber. Ahí está el nudo de la intriga. Dejemos lo demás para otra ocasión y hábleme usted de Lea Peralli. Estaba usted en San Francisco y se encontró con ella. ¿Dónde? ¿Cómo?

—De un modo tan sencillo como inesperado. Había yo llegado el día anterior con Raleigh-Stirling, el famoso sportman escocés, que se dedica á la pesca del salmón y al que había encontrado en el lago salado capturando monstruos. Se vino conmigo, dispuesto á seguir su pesca en Sacramento, y yo me entretuve en cazar en el Canadá, donde maté algunos bisontes. Hacía, pues, algunas semanas que ambos vivíamos en el desierto y fué para nosotros un cambio agradable el encontrarnos en medio de la animación civilizada de una ciudad, entre compañeros amables. Precisamente, el banquero más rico de la ciudad, Sam Poetor, era pariente de mi compañero de camino, y en cuanto supo nuestra llegada, nos envió á buscar en su coche, hizo recoger nuestros equipajes en el hotel y de grado ó por fuerza nos instaló en su casa. Era el tal un solterón de cincuenta años, y rico como lo son los de aquel país, vivía como un príncipe sin privarse de ningún placer. El primer día, después de una comida excelente, nos dijo: "Esta noche hay ópera: se canta Otello, por Jenny Hawkins, que hace de Desdémona, y el gran tenor italiano Novelli, en el personaje del moro. Iremos, si queréis, á oirlos en mi palco. Si os aburrís, volveremos á casa ó nos iremos al círculo Californiense; como queráis." Á las diez entrábamos en el proscenio de Pector y nos encontramos un público entusiasmado con los cantantes, que realmente tenían talento, pero que estaban secundados por detestables artistas que convertían la representación, fuera de las escenas de los protagonistas, en un verdadero escándalo musical. Jenny Hawkins no estaba en escena ni apareció hasta el final del acto. Al verla, experimenté la impresión muy clara de conocer á la mujer que acababa de presentarse ante mí. Era una morena de facciones acentuadas, ojos atrevidos y aventajada estatura. Se adelantó hacia el proscenio y empezó á cantar. En el mismo instante, como si la memoria me acudiese repentinamente, me di cuenta del parecido que me había chocado. Jenny Hawkins era el vivo retrato de Lea Peralli, pero una Lea tan morena como rubia era la otra, más alta y más gruesa. La impresión que experimenté fué sumamente penosa. Me volví á mirar hacia el público para no ver aquel fantasma que allá, en el fin del mundo, venía á recordarme precisamente las dolorosas circunstancias que me habían hecho expatriarme. Pero si no la veía, oía su voz, que cantaba la hermosa melodía de la plegaria. Con mucha frecuencia había oído cantar á Lea cuando iba á su casa con Jacobo, pero no reconocía su voz. Era la misma y no lo era, así como la cara de Jenny era la de Lea y sin embargo se diferenciaba de ella en ciertos detalles. Y después, ¿cómo había de ser aquella cantante Lea Peralli, que había muerto en la calle Marbeuf dos años antes y cuya muerte expiaba Jacobo en la Numea? ¡Locura! ¡Ilusión! Encuentro fortuito que no podía tener ninguna consecuencia. Sensación que duraría el espacio de una velada y que se desvanecería en cuanto cayese el telón. ¡Ay! La terrible realidad que aquel parecido evocaba en mí se grabaría en mi alma más irrevocable que nunca. Pensaba yo todo esto mientras oía cantar á la artista y, sin embargo, la emoción que había sentido al verla aparecer en escena había sido tan viva, que quise comprobarla por un nuevo examen. Me volví y miré á aquella mujer. Estaba arrodillada en un reclinatorio, con la hermosa cabeza apoyada en las manos cruzadas y con los ojos fijos en el cielo como para implorarle. Me estremecí. Por segunda vez y con mucho mayor intensidad que la primera, tuve la sensación de que Lea Peralli estaba delante de mí. Una noche, en que Jacobo la había maltratado, después de una de sus violentas y frecuentes querellas, la vi arrodillarse así delante del sillón en que su amante estaba recostado. En aquel momento me parecía verla con los codos en los brazos del sillón y la mejilla apoyada en las manos cruzadas, dirigiendo á Jacobo una sonrisa tierna y suplicante. Era la misma fisonomía, la misma actitud, la misma mirada, la misma sonrisa. ¿Era posible que existiera tal semejanza, no ya tan sólo física, sino moral? Aquella prueba afirmó mi creencia más de lo que yo deseaba y una turbación extraordinaria se apoderó de mí. Me incliné hacia el banquero y le pregunté:

—¿Conoce usted á esta Jenny Hawkins?

—Ciertamente. Es la tercera vez que viene á cantar en San Francisco y siempre ha tenido mucho éxito.

—¿Ha hablado usted con ella?

—Más de diez veces. He cenado con ella cuando era querida de mi amigo John-Lewis Day, el gran tratante en oro del Sacramento. Es una muchacha muy amable.

—¿Qué edad cree usted que tendrá?

—Podrá tener, acaso, unos veinticinco años. Parece de más edad en la calle que en la escena, porque allí no está pintada, y además la existencia de artista en expedición aja mucho la belleza de una mujer. Es muy agradable. En este momento no tiene á nadie; si le gusta á usted, le presentaré.

El pensamiento de encontrarme en presencia de aquella mujer hizo latir violentamente mi corazón y debí palidecer, porque Pector se echó á reir y me dijo:

—¡Diablo! ¿Tan impresionable es usted, querido? ¿Ó es que está usted bajo el imperio de la abstinencia? La verdad es que la hospitalidad de las indias de los lagos no es muy halagüeña, ¿verdad?

La bulliciosa alegría del americano me dió tiempo para reponerme y continué mi interrogatorio.

—Jenny Hawkins ¿habla el inglés sin acento extranjero?

—Le habla con mucha pureza, pero usted sabe que en América, como en Francia, tenemos diversas pronunciaciones, según las provincias. No me sorprendería que Jenny fuese canadiense. Hay un ligero matiz francés en su manera de acentuar ciertas palabras.

—Habla asombrosamente el italiano…

—¡Oh! Ha tenido forzosamente que aprenderlo en interés de su carrera. Todas las compañías que pasan por aquí cantan en italiano ó en alemán…

—¿Es de carácter alegre?

—No; mas bien melancólico.

—¿Y el cabello que enseña en su papel es suyo ó es una peluca? ¿Es realmente morena?

—¡Qué cosas tiene usted! ¿Qué puede importar eso? ¿No lo gustan á usted las mujeres si no son de un color determinado? Con los tintes no se puede hoy saber si una cabellera es natural. ¿Quiere usted saber mi opinión? Pues creo que Jenny es naturalmente morena, pero que debe haberse pintado de rubio en otro tiempo…

—¡Rubia! exclamó muy turbado. ¡Tiene un ligero acento francés y se ha teñido de rubio!

—¡Vamos! querido, ya verá usted cómo todo le sale á pedir de boca:

Jenny resultará, de fijo, una verdadera morena y una falsa americana…

Pero baja el telón. Vamos al escenario, si usted quiere; hablaremos con

la prima donna y la invitaremos á cenar.

—Otro detalle, dije. ¿Cuánto tiempo hace que Jenny viene á América?

—Seguramente, hace tres años.

—¡Tres años! ¿Y con el nombre de Hawkins?—¡Claro está!

Todas mis combinaciones caían por tierra ante aquella afirmación de que la cantante era conocida en san Francisco hacía tres años y con el nombre que llevaba actualmente, ¿Cómo podía haber sido Lea Peralli en París y Jenny Hawkins en América, al mismo tiempo? Lea había pasado un año entero ante mí, hacía dos solamente, en aquel cuarto de la calle Marbeuf donde una mañana se la encontró muerta. Esa doble presencia era inadmisible. La identidad de la americana estaba establecida con claridad y, sin embargo, era la viva imagen de la desgraciada cuya muerte expiaba Jacobo. Una fuerza más poderosa que el razonamiento, que la verosimilitud y que la cordura me oprimía el pensamiento y me repetía á pesar de todo: "Es Lea Peralli".

Salimos del palco y atravesamos el pasillo del vasto teatro. Con una llave que sacó del bolsillo abrió Pector la puerta de comunicación y pasamos desde la luz de las lámparas eléctricas á las tinieblas de los bastidores. Seguí á mi guía, que evolucionaba entre los trastos, los accesorios y las decoraciones con la seguridad de un antiguo abonado. Todo el mundo le saludaba al pasar y el director de la compañía se precipitó ante él como si fuese un soberano. Pregunté el porqué á Raleigh-Stirling y me respondió flemáticamente que su pariente era uno de los cuatro propietarios del teatro que ponían aquella magnífica sala á disposición de los empresarios, casi de balde, á fin de que ni sus conciudadanos ni ellos mismos careciesen de placeres artísticos. Desde aquel momento nos conducía el empresario en persona. Subimos un piso, seguimos el corredor de los cuartos de los artistas y nos detuvimos ante una puerta á la que nuestro guía llamó discretamente, diciendo:

—¿Se puede, mi querida miss Hawkins?

—¿Quién está con usted? preguntó desde el interior una voz que no era la de la cantante.

—El señor Pector y dos amigos suyos.

—Que pasen.

La puerta se abrió y la doncella nos recibió en un saloncillo que precedía al cuarto de vestirse de Jenny. Por la puerta entreabierta venía hasta nosotros una viva luz, un olor de agua de tocador y un susurro de palabras. De pronto se oyó una vocalización; era que la cantante ensayaba, sin cuidarse de nuestra presencia, mientras cambiaba de traje.

La doncella entró á reunirse con su señora y nosotros nos quedamos solos en el saloncillo. Pector y Raleigh se sentaron al lado de la chimenea, mientras yo, invenciblemente atraído por aquella puerta entreabierta, avanzaba á pasos ligeros, la cabeza inclinada, aprestando el oído y escuchando los más vagos rumores. Me apoyé en la pared de modo que era posible verme desde dentro por la rendija de la puerta. De pronto oí cerca de mí una exclamación comprimida y esta palabra dicha en francés y en voz baja:

"¡Cuidado!" y en seguida mi nombre "¡Tragomer!"

En el momento se cerró la puerta y todo quedó en silencio. Sin embargo, yo no había soñado; esta vez estaba seguro de haber oído, y la palabra "cuidado" precediendo á mi nombre había sido pronunciada por una voz masculina. Todo este asunto se presentaba en tales condiciones de misterio que se apoderó de mí una impaciencia febril y sin cuidarme de lo que pudieran pensar mis compañeros, di un paso para abrir aquella puerta que de modo tan singular acababa de cerrarse y penetrar en el cuarto tocador, cuando la puerta se abrió y dió paso á Jenny Hawkins.

La artista se adelantó sonriente y con mirada segura. Sus ojos se fijaron en mí antes que en los demás y no vi que se turbaran. Sus labios expresaban un gracioso descuido y me hizo un signo amistoso con la cabeza, con esa acogida fácil que caracteriza á los artistas, acostumbrados á recibir los homenajes de los desconocidos, como príncipes en medio de la multitud. Pector salió á su encuentro y nos presentó, á su primo y á mí. Al oir mi nombre la cantante inclinó la cabeza con un ligero matiz de extrañeza y de interés, y dijo alegremente á Pector:

—¡Ah! Un noble francés… ¡En América! Es raro… ¿El señor habla inglés?

—Sí, señora, dije sin esperar más; lo hablo bastante mal para expresarme, pero bastante bien para adivinar á usted.

De propósito recalqué la palabra "adivinar", pero la cantante no pareció comprender el alcance amenazador que había yo dado á mi respuesta. Sonrió y me ofreció la mano diciendo:

—Tengo mucho gusto, caballero, en conocer á usted.

Debo confesar que en aquel minuto decisivo no había en Jenny Hawkins más que muy poca cosa de Lea Peralli. Como en esos retratos borrados por el tiempo en los que no se distingue más que las facciones debilitadas del modelo, el parecido se atenuaba y la muerta desaparecía empujada por la viva. En vano buscaba ya los detalles que hubieran podido recordarme á Lea Peralli. La actitud de la mujer que tenía delante no era la misma que la de la infeliz asesinada. La sencilla alegría, el aire risueño y las actitudes infantiles que caracterizaban á la italiana, estaban reemplazadas en la inglesa por la fría altivez, la grave seguridad y la firme actitud de una artista segura del público y de sí misma.

—No puedo reteneros mucho tiempo conmigo, á pesar del placer que en ello tendría, dijo Jenny; tengo que bajar á escena para el último acto. ¿Cómo han encontrado ustedes á Novelli? ¡Qué bien ha cantado! ¡Es un gran artista!

—Su éxito no puede compararse más que con el de usted, dije, pero yo atribuyo en él al compositor más parte que la generalidad.

—Sí, respondió Jenny inclinando ligeramente la cabeza. Este papel no es el mejor de mi repertorio. Si viene usted á oirme la Traviata, le gustaré más.

—No lo creo, dije con atrevimiento. Me sería muy penoso ver á usted morir en escena.

La cantante levantó la cabeza, fijó su mirada en la mía y dijo:

—¿Por qué?

—Porque esa muerte me traería punzantes recuerdos.

Jenny se echó á reír.

—¡Ah! Es usted impresionable y sentimental, como buen francés… ¿Qué tiene de común la música de Verdi con esas impresiones pasadas?

—Se lo explicaré á usted, si así lo desea…

—No tengo tiempo, y es lástima.

—Pues bien, amiga mía, dijo Pector; ¿quiere usted cenar con nosotros esta noche, después de la ópera?

—Lo agradezco mucho, pero estoy muy cansada y necesito cuidarme la voz.

—Entonces, pregunté, ¿me permite usted verla en su casa mañana?

—Con mucho gusto. Vivo en el hotel de los Extranjeros, plaza de la Villa. Después de las cuatro, si á usted le parece. Tomaremos una taza de té y hablaremos.

Me incliné sin responder, y Jenny nos estrechó la mano á mis compañeros y á mí, nos acompañó hasta el corredor y volvió á su cuarto, cuya puerta cerró cuidadosamente.

Fuera ya de la presencia de aquella mujer, recobré la facultad de analizar, de discutir y de comprender. Si no hubiera oído pronunciar mi nombre por aquella voz masculina que salía del cuarto tocador, acaso hubiese renunciado á establecer entre Lea Peralli y la cantante una relación que se hacía más vaga á medida que yo precisaba mis observaciones. Pero había oído aquellas palabras. ¿Quién era aquel hombre que me conocía y que advertía á Jenny que tuviese cuidado cuando yo apareciese?

La identidad de las dos mujeres, debilitada por las diferencias de aspecto y de expresión que había observado, así como por las imposibilidades materiales de tiempo, de condición y de nacionalidad que se deducían de las noticias de Pector, se encontraba restablecida por la intervención de aquel desconocido que, evidentemente, me señalaba á Jenny como peligroso. Á este pensamiento acudían á mí todas mis angustias y me sentía poseído por una viva curiosidad. Poco me importaba ya la cantante; lo que yo deseaba era saber quién era su compañero, aquel francés que me conocía y cuya presencia debía, por sí sola, aclarar la situación.

Llegados al palco, Pector me dijo:

—¿Nos quedamos?

—La verdad es, respondí, que me duele un poco la cabeza. Hace seis meses que no asisto á fiestas semejantes y todas las notas de la partitura me bullen en el cerebro. Creo que me vendría bien tomar el aire.

—Entonces despediré el coche y volveremos á pie.

Á poco tiempo salimos á la calle y nos pusimos á pasear por los inmensos barrios de la ciudad, fumándonos un exquisito cigarro. La casualidad nos llevó á la plaza en que está erigido el monumental edificio del Ayuntamiento.

—¿Dónde está el hotel de los Extranjeros? pregunté.

—Enfrente de nosotros; esa gran fachada iluminada. No es una casa de diez y siete pisos como las de Nueva York; aquí tenemos sitio abundante para edificar. ¿Quiere usted entrar? Hay un magnífico restaurant

Pector servía á maravilla mis designios con su manía americana de pasear por los sitios públicos y de entrar en todos los cafés á tomar un emparedado y un cocktail. Acababa yo de formar el proyecto de esperar á Jenny delante del hotel para sorprenderla con su compañero. Un presentimiento me decía que habría de volver con él y que allí, en un segundo, podría yo saber el secreto de aquella mujer. Porque, no era posible dudar; Jenny tenía un secreto. Seguí á mis compañeros al interior del hotel, me senté con ellos á una mesa llena de esos refrescos que abrasan el cuerpo, y pasado un rato llamé al mozo.

—¿Á qué hora acaba el teatro?

—Á eso de las doce.

—Gracias.

Pector me preguntó riendo:

—¿Cómo es eso? ¿Quiere usted acechar á Jenny Hawkins?

Parecía que el americano había leído en mi pensamiento.

—En verdad, respondí, me gustaría ver cómo es en la calle después de haberla visto en la escena. Las mujeres pierden de tal modo cuando dejan el traje y la pintura… Así, si no vale la pena, suprimo mañana mi visita.

—Créame usted; vale la pena.

—¡Qué diablo! Voy á verlo.

—Vaya usted, pues. Aquí le esperamos.

Salí precipitadamente, aprovechando aquella libertad de acción conquistada con tanta suerte y que tanto deseaba. Ya no me faltaba más que obtener de la casualidad el favor de encontrar al paso á la cantante. El portero, á quien di un dollar, se encargó de darme noticias.

—Milord, esa señora baja del coche en el zaguán, atraviesa el vestíbulo, sube por esa escalera y se mete en su habitación, que está en el primer piso… No tardará en llegar…

Salí á la acera y me levanté el cuello del gabán. Hacía frío aquella noche, aunque estábamos en abril, y, fumando y paseando, me decidí á esperar. El piafar de los caballos y el ruido de las ruedas, me advirtieron á los pocos momentos que llegaba la diva. El portero se adelantó para ayudarla á bajar, se abrió la portezuela, y Jenny, cubierta de pieles, descendió ligera, enseñando una pierna admirable. Miró al rededor, me echó una mirada sin conocerme, pues escondí la cara en el cuello del gabán y arrojé una gran bocanada de humo, y dirigiéndose á una persona que estaba en el interior del coche, dijo en francés:

—Vamos, amigo mío.

Cuando el interpelado se disponía á bajar, me dirigí hacia él. En aquel momento me creí seguro de poseer la clave del misterio, pero el hombre, que sacó un poco la cabeza, me vió y se volvió á meter vivamente en el carruaje. No le oí más que esta palabra dicha en un tono breve y como de advertencia:

—¡Jenny!

Aquella voz era la misma que había oído en el teatro. La cantante, alarmada, se aproximó á la portezuela, se inclinó hacia el interior y dijo, volviéndose hacia el cochero:

—Plaza del…

Giró sobre sus talones, entró como un relámpago en el vestíbulo y desapareció. El coche dió la vuelta y partió rápidamente sin que me fuese posible ver al que le ocupaba. El portero se aproximó y me dijo.

—Hermosa mujer, milord. El caballero no ha subido esta noche con ella… Si milord quiere escribirla, yo puedo entregar la carta.

Dí otro dollar á aquel complaciente criado y volví á entrar en la sala donde Pector y Raleigh estaban saboreando sus licores nacionales.

—Y bien ¿qué hay? preguntó el banquero.

—Decididamente tenía usted razón. Vendré mañana.

Nos fuimos á dormir, pero la mañana siguiente, á la hora del desayuno, entró Pector en el comedor con una carta en la mano.

—Mi querido vizconde, me dijo, no tiene usted suerte en sus aventuras galantes. El director de la Ópera acaba de avisarme que la compañía italiana no hace función esta noche. La Hawkins cogió anoche frío y no puede cantar; pero como debe estar pasado mañana en Chicago, se va ahora mismo en el rápido. Adiós cita. Aquí tiene usted una carta que le han traído y en la que Jenny se excusa, sin duda.

Abrí el sobre y en un cuadrado de bristol en una de cuyas esquinas se veía la cifra J.H., rodeada por el lema Never more, leí estas líneas:

"Siento infinito privarme de su visita que me hubiera causado gran placer, pero los artistas no son siempre dueños de su voluntad. Parto para Chicago y Nueva York, donde permaneceré algunas semanas. Si los azares del viaje le llevan á usted por allí, celebraré que me conceda una compensación. Un amistoso apretón do manos. Jenny Hawkins".

Me quedé pensativo. Mis dos compañeros se burlaron de lo que ellos llamaban mi sentimentalismo, pues no podían sospechar las graves preocupaciones y los punzantes cuidados que me producía aquella brusca partida. Después de los incidentes que se produjeron al ponerme en presencia de la cantante, su indisposición, fingida sin duda, y su empeño en huir de mí eran una confirmación de mis sospechas, casi una confesión.

Reflexioné profundamente sobre aquella situación. Si Lea Peralli, por un encadenamiento de circunstancias inexplicables para mí, vivía, mientras Jacobo de Freneuse sufría una condena por haberla matado, era evidente que este misterio encubría una monstruosa iniquidad. Adopté, pues, la resolución irrevocable de esclarecer y reparar el mal causado á mi infeliz amigo. Pero no era en América, vasto continente por el que Jenny Hawkins andaba errante, donde yo podía seguir una pista, proceder á una averiguación y tratar de restablecer la verdad. Allí estaba solo, sin apoyo ni recursos, completamente desarmado. El crimen se había cometido en Francia; en Francia, pues, convenía intentar la revisión del proceso, y la precaución más elemental que era preciso adoptar era evitar todo contacto con Jenny y con su compañero desconocido. Convenía dejarles reponerse do su alarma y hacerles tomar confianza á fin de sorprenderles mejor cuando llegase el momento. Era, pues, preciso, ante todo, que no oyesen hablar más de mí.

Tomada esta resolución, me atuve absolutamente á ella. Atravesé la América, me embarqué en Nueva Orleans y he llegado á París hace tres semanas. Durante este tiempo me he ocupado en reanudar mis relaciones, un tanto enfriadas por una ausencia de diez y ocho meses, y en buscar una ocasión de romper las hostilidades. Esa ocasión ha llegado esta noche. Á usted, amigo Marenval, á quien he contado mi aventura, le pregunto; con la gran fortuna que usted posee, con su afición á las cosas que no son comunes, con el atrevimiento que muestra al contrariar, cuando le parece oportuno, las ideas corrientes, ¿quiere usted colaborar conmigo para rehabilitar á un inocente y confundir á un culpable? La empresa no tendrá nada de vulgar y, desde luego, no está al alcance de cualquiera. Además, Jacobo es pariente de usted y si logramos nuestro objeto será para usted un verdadero triunfo, una página asombrosa en la historia de este tiempo, que se distingue por su escepticismo y su futilidad. Al terminar el siglo XIX, cuando nadie cree ya en nada, no puede menos de hacer brillante efecto un justiciero, un enderezador de entuertos.

Marenval escuchó el relato de Tragomer con una atención apasionada, palpitando por sus episodios y estremeciéndose por sus peripecias. Pasado algún tiempo confesó que nunca se había sentido tan poseído y que una voz secreta le había murmurado al oído: ¡Marenval, ahí tienes un asunto asombroso, en el que puedes ser el héroe!… Cuando Cristián terminó, Marenval recobró el uso de la palabra y estalló como una caldera cuyas válvulas han estado demasiado comprimidas.

—Pues bien, Tragomer, no siento el empleo de esta velada. ¡Oh! Acaba usted de infundirme calor, amigo mío! ¡Qué historia! Ha tenido usted un gran acierto en contármela, porque, en efecto, soy el hombre que usted necesita. Conmigo no se juega. Conozco los negocios y los hombres, y también las mujeres… ¡Oh! amigo Tragomer… ¡Cómo ha debido usted quemarse la sangre durante la travesía dando vueltas á toda esta aventura! Pero desde este momento, vamos á poner en juego todos los resortes y el asunto va á marchar…

Cristián interrumpió á su impetuoso compañero.

—Sobre todo, prudencia. Ni una palabra inoportuna. Usted no sospecha todas las dificultades en que podemos tropezar.

—¡Cómo! ¿Dificultades? Todo el mundo nos va á ayudar, la justicia, los poderes públicos, el jefe del gobierno… En cuanto tengamos pruebas serias del error cometido, todos se apresurarán á repararlo. Lo único delicado que tiene el asunto es las averiguaciones.

—Todo es delicado, dijo Tragomer. No cuente usted con el concurso de la justicia; su primer pensamiento será desconfiar y el segundo resistir á nuestros esfuerzos. Para nadie es agradable confesar que se ha equivocado y menos para la justicia, que, por profesión, no admite que pueda estar sujeta á error. Bien sabe usted cuánto tiempo, cuánto trabajo, cuánta voluntad y cuánta influencia han sido menester para lograr las escasas rehabilitaciones que ha consentido la magistratura, arrancadas casi todas por la política. No venda usted, pues, la piel del oso, puesto que aún no le hemos matado. Contamos con buenos elementos, la inmensa fortuna de usted, sus grandes relaciones, su tenacidad y su inteligencia. Y si usted me lo permite, añadiré mi valor y mi voluntad.

—Sí, por cierto, querido Cristián, exclamó Marenval estrechando las manos del joven. Entre los dos realizaremos nuestro fin. Yo seré silencioso y circunspecto, lo prometo. No tendrá usted que llamarme al orden.

—Está bien. Óigame aún durante un minuto. Tengo que dar á usted algunos datos complementarios. En primer lugar Jenny no está ya en América, sino en Inglaterra.

—¡En Inglaterra! ¿Está cantando?

—Está en Londres, en el Princess-Theâtre. Lo he leído estos días en los periódicos. Además, la casualidad me ha servido mejor que yo podía esperar y me ha proporcionado datos preciosos sobre el hombre misterioso que acompañaba á la cantante en San Francisco.

—¿Le conoce usted?

—Creo conocerle. La otra noche estaba yo jugando al bridge con unos amigos, en el círculo, cuando, en la mesa inmediata, uno de los jugadores derribó la pantalla de su bujía al encender un cigarro y la prendió fuego. El que jugaba con él dijo entonces vivamente: ¡Cuidado! y yo me estremecí al oir esa palabra, pues reconocí la entonación y el acento del que la pronunció en el cuarto de Jenny Hawkins. Me volví prontamente y miré al que acababa de hablar. Él me vió volverme y también me miró. Nuestras miradas se cruzaron, investigadoras, y en la suya leí claramente este pensamiento: este hombre me ha reconocido. Fingió una sonrisa y dijo alegremente:

—No quememos el material, ¿verdad Tragomer?

—Y ese hombre, ese socio del círculo, que trataba á usted tan familiarmente… ¿quién era?

Tragomer se puso sombrío; la animación de su semblante dejó plaza á una intensa palidez y dijo, bajando la cabeza:

—Era el conde Juan de Sorege, el amigo intimo, el compañero de locuras de Jacobo de Freneuse cuando éste era libre y dichoso…

Marenval expresó el más completo asombro; su fisonomía tomó un aspecto de desolación.

—He aquí, dijo, el último nombre que yo esperaba. Todo resulta oscuro é

inexplicable. ¿Cómo sospechar que Juan de Sorege ha cometido el crimen?

¿Para qué? ¿Con qué pretexto? Si á alguien es imposible acusar es á él.

Estamos detenidos en los primeros pasos.

—No se desanime usted tan pronto, replicó gravemente Cristián. Nada es imposible ni inverosímil. Tropezamos con la personalidad de Sorege y con su cualidad de amigo de Jacobo. No comprendemos qué interés ha podido tener en perder á ese inocente, pero no dude usted que daremos con los móviles que le impulsaron. Porque es él, ¿entiende usted?, es él quien estaba en San Francisco, él el culpable. Me costará trabajo probarlo, pero lo probaré de un modo irrefutable. Para establecer la culpabilidad de un acusado hacen falta presunciones numerosas y evidentes, y aquí no sólo tenemos que perseguir á un criminal, sino rehabilitar un inocente. Es, pues, preciso tener tres veces más certidumbre que en un asunto ordinario y eso es, precisamente, lo que debe animarnos. Cuanto más difícil es la misión que uno se impone, más brillante es el éxito. ¿Está usted pronto á ayudarme?

—Sí y á pesar de todo, dijo Marenval con energía.

El bretón miró á su compañero con firmeza.

—Está bien; es usted el hombre que yo esperaba. Venceremos.

Miró el reloj y añadió:

—Es la una de la madrugada; bastante hemos hablado por hoy. ¿Nuestro pacto de alianza está firmado?

—Empeño mi palabra. Si hay que hacer gastos, yo me encargo de ellos. Si se presentan peligros…

—Son de mi cuenta…

—Poco á poco, protestó Marenval. No me ha comprendido usted. Los peligros á medias. Quiero arriesgarlo todo con usted, como un hermano.

—¡Muy bien! Así será.

Se estrecharon la mano y entraron en el círculo por una puerta interior.

En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible

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