Читать книгу En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible - Georges Ohnet - Страница 5

II

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Índice

Hay en París casas que inspiran tristeza y otras que infunden alegría. En las fachadas se lee la desdicha ó la felicidad como en la fisonomía de los seres vivos. Existen casas que atraen y casas que repelen: en las unas parece que los habitantes deben estar colmados por todos los favores del cielo; en las otras podría creerse que han de caer todos los males de la humanidad sobre los que allí se alberguen.

Entre todas esas casas silenciosas y negras, hechas para el duelo, la tristeza y la mala suerte, ninguna más lúgubre que la situada en la calle de Petits-Champs, número 47 duplicado, ante la cual se detuvo muy temprano, el primer día de Pascua de Navidad, el coche de Cipriano Marenval. El visitante dijo con aire de importancia al cochero:

—Pedro, pasee usted el caballo, al paso, durante un cuarto de hora; tiene mucho calor… Yo estaré aquí un rato y hay una corriente de aire atroz en esta calle.

Marenval se subió el cuello de su gabán de pieles, alzó los ojos hacia la puerta que se abría delante de él y, ya mal humorado sin más que haber mirado aquel pasaje poco atrayente, entró resueltamente en el patio. En el fondo había un edificio de aspecto monacal, fachada ennegrecida por el tiempo y ventanas cubiertas con persianas, como ojos cerrados, y al que se subía por una escalera de cuatros escalones verdosos á causa de las lluvias. Marenval llamó y un timbre resonó en la casa turbando el silencio con un ruido sacrílego. Al cabo de un momento el visitante vió á través de los vidrios un viejo que se dirigía á abrir la puerta. El criado, agradablemente sorprendido, quitó á Marenval el gabán y le dijo con tierna familiaridad:

—Sí, Señor, las señoras están en casa y se van á alegrar mucho de ver al señor, después de tanto tiempo…

—Están tan tristes, amigo Giraud, tan tristes, que es difícil ponerse al mismo diapasón que ellas… Por muy afligido que uno esté, teme ofender su dolor al tratar de consolarlas.

—Sí, señor, es verdad, dijo el criado bajando la cabeza; no tienen consuelo.

—¿Y cómo están de salud?

—Están bien, señor; no se puede decir que están mal… ¡Ah! si su espíritu estuviese lo mismo… ¡Pero no lo está! no, no lo está.

—En fin, Giraud, no hay que desesperar. ¿Quién sabe? Todo puede cambiar.

—¡Oh! no, señor; no hay esperanza alguna… Pero, con su permiso, si el señor quiere servirse entrar, iré á anunciarle á las señoras.

Marenval entró en un vasto salón un poco sombrío y espléndidamente amueblado con una sillería antigua de tapicería. En las paredes se veían algunos cuadros notables, restos de una buena colección dispersada por ventas sucesivas. En los ángulos había unas vitrinas vacías. Todo allí atestiguaba un lujo bruscamente desaparecido y del que sólo quedaba el noble orden de una habitación en otro tiempo suntuosa.

Era fácil ver que los habitantes de la casa no estaban habitualmente en aquella pieza aparatosa, pues no se veían allí los objetos familiares á dos mujeres inteligentes y activas. Todo en aquel salón era correcto, frío, lúgubre. Se abrió una puerta y el criado se presentó de nuevo.

—Si el señor quiere tomarse la molestia de seguirme, la señora le ruega que tenga la bondad de subir á su habitación.

Marenval subió por una escalera de piedra con barandilla de hierro forjado y al llegar al primer piso, donde comenzaba una oscura galería, encontró una joven de alta estatura y vestida de negro, que se adelantaba á recibirle. Giraud desapareció sin ruido y Marenval se encontró, algo cortado, frente á la señorita de Freneuse que le alargó la mano sonriendo tristemente. Pero ¡qué desgarradora melancolía en la expresión de aquel hermoso semblante! Sus ojos negros, dulces y profundos, mortificados por las lágrimas, presentaban un círculo azulado, y su frente admirable, coronada de cabellos rubios ondulados y recogidos sin coquetería, daba á aquella altiva fisonomía un aire de incomparable nobleza.

Marenval miró un instante á su hermosa pariente, movió tristemente la cabeza y dijo en tono afectuoso:

—Y bien, María, ¿sigue usted tan poco razonable?

—Siempre tan desgraciada, señor de Marenval.

—¿Y su madre de usted?

—Va usted á verla.

La joven introdujo á Cipriano en una pequeña pieza, especie de santuario en el que la señora de Freneuse había reunido todo lo que le recordaba á su hijo, retratos, libros, dibujos, que representaban allí al que la infeliz mujer no había dejado de llorar, á pesar de sus faltas. Se levantó de una butaca baja mostrando una fisonomía pálida bajo sus cabellos blancos y, dulce y resignada, dió las gracias á Marenval por su visita, si no dichosa por ver alterada la soledad de su existencia, agradecida por un paso que denotaba un recuerdo afectuoso.

Marenval se sentó y dirigió la vista hacia un magnífico retrato que representaba un elegante joven de cara franca y alegre. Una amarga sonrisa plegó los labios de la señora de Freneuse. La pobre madre dejó al visitante contemplar un rato el lienzo y dijo con voz ahogada y casi sin timbre:

—Ahí tiene usted lo que él era. ¿Cómo estará ahora? ¿Qué habrán hecho de él? Hace dos años ha sido imposible conseguir que se deje hacer una fotografía, que estábamos dispuestas á pagar muy cara… No ha querido que pudiésemos verle con el pelo rapado, la barba afeitada y con el traje de penado.

—¿Tienen ustedes noticias suyas?

—Las recibimos con regularidad.

—¿En qué situación se encuentra?

—Materialmente, no puede quejarse… Es joven y fuerte… Y, después, parece que no lo tratan mal. Hace poco le han hecho entrar en la oficina, donde parece que presta buenos servicios. Su existencia es así menos miserable… Pero, moralmente…

—¿Sigue afirmando su inocencia?

Á esta pregunta, el pálido semblante de la señora de Freneuse se iluminó por una llama pasajera, sus ojos brillaron, y exclamó, con voz en la que se notaba aún cierto vigor:

—Hasta morir declarará que no ha cometido ese crimen atroz, que no ha podido cometerle. Mi hija y yo,—¿entiende usted, Marenval?—no cesaremos de afirmarlo así. Ha habido en contra de Jacobo un conjunto de circunstancias abrumadoras que han podido engañar á los hombres hasta hacerles juzgarle sinceramente, pero nosotras, su madre y su hermana, repetiremos con él hasta el último suspiro que es inocente.

Marenval miró á las dos mujeres con expresión de asentimiento y dijo, levantando la cabeza:

—Es absolutamente mi opinión.

Á estas palabras, que Marenval decía por primera vez delante de aquella madre desolada, la señora de Freneuse se irguió, se puso encarnada y dijo con repentina vivacidad:

—Marenval ¿qué significa esto? Jamás ha estado usted tan afirmativo… Hay más; yo acusaba á usted de no participar de nuestra ardiente convicción.

Ha parecido usted siempre más humillado que asombrado por lo ocurrido y, de pronto, toma usted una actitud diferente… Ya lo oyes, María, no es el mismo; ha cambiado por completo. ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Será que ha tenido usted alguna buena noticia? ¿Acaso, después de haber desesperado, podríamos…?

—¡Poco apoco! interrumpió Marenval, un poco desconcertado al ver aquel furioso ataque y creyendo haber dicho demasiado. Usted era injusta al acusarme de no tener fe en la inocencia de Jacobo. Bien sabe usted que le he defendido con la energía de un hombre á quien el mundo englobaba malignamente en la catástrofe ocurrida. Sí, en aquellos momentos vi en toda su desnudez la canallada de los hombres. Todo lo que la envidia, la bajeza y la maldad pueden inventar para manchar una personalidad honrada, se intentó entonces contra mí. He padecido con esta desdicha tanto como ustedes mismos, pues durante más de un año todo el mundo, en París, me ha llamado solamente "el primo de Freneuse". Hasta sé de algunas almas caritativas á quienes no faltaba nada para insinuar que yo también merecía ir á presidio. Y todo ¿por qué? Porque soy rico, porque me divierto, porque tengo un hermoso hotel, un buen monte, magníficos caballos y un proscenio en la Ópera… La verdad es que todo esto es más que suficiente para echar un hombre á galeras… ¡Tengo amigos que querrían verme en ellas! ¿Puede usted pensar lo que estas buenas personas habían dicho de mí en el momento de la desgracia? En aquella hora peligrosa no le he parecido á usted heroico, querida prima; confieso que en parte ha tenido usted razón. Hubiera podido mostrarme más caballeresco y colocarme más resueltamente al lado de usted, pero hay que tomar las personas como son. Yo soy un poco nuevo en el mundo en que vivo; no hace aún diez años que salí de las pastas alimenticias y, ¡qué diablo! no se me tiene en la misma consideración que á un Montmorency. Los hombres son iguales ante la ley, pero no ante el mundo, y así me lo han hecho ver. Esto explicará á usted muchas cosas que le parecerían oscuras. No temo ahora confesarlo, porque tengo la conciencia de ser tan adicto á ustedes, que habrán de perdonarme fácilmente un día mis debilidades aparentes.

La señora de Freneuse escuchó con aire sombrío las explicaciones de Marenval. Temía que aquella afirmación de la inocencia de Jacobo, que tanto le había conmovido, no tuviese otro objeto que servir á los tardíos escrúpulos de su pariente, pero las últimas palabras pronunciadas por éste parecían inspirarse en esa convicción y la pobre mujer se sintió de nuevo presa de la mayor ansiedad.

—¿Ha venido usted solamente para hacerme esa profesión de fe, que agradezco? dijo la pobre madre. Doy á usted las gracias por su afectuosa actitud. Las simpatías son preciosas, por lo mismo que son raras. Agradeceré á usted con toda mi alma, Marenval, que no nos abandone.

—¡Abandonar á ustedes! exclamó el excomerciante. ¿Me creen ustedes capaz de ello? Yo les probaré que soy fiel y valiente y que…

Un gesto de la señorita de Freneuse le detuvo en aquel movimiento de expansión. Más tranquila que su madre, la joven, desde el principio de la entrevista, había estudiado la actitud de su pariente y había visto todo lo que tenía de embarazosa y violenta. Entre las seguridades del Marenval presente y las reticencias del Marenval pasado había tal desacuerdo, que eran necesarias muchas palabras para ponerlas en armonía. Un orador mucho más elocuente que Marenval hubiera fracasado en tal empresa. Pero, por fortuna, la madre y la hija no habían retenido de cuanto había dicho sino el calor de su discurso y se habían sentido penetradas de una alegría secreta al recobrar un rayo de esperanza. La señorita de Freneuse resumió en dos palabras la situación:

—Mi querido primo, usted no creía antes en la inocencia de mi hermano y ahora, por una razón que no conozco, cree en ella.

Marenval dirigió á las dos mujeres una mirada de entusiasmo y dijo con una expresión que les arrancó las lágrimas:

—¡Es verdad! Ahora creo que Jacobo es inocente. Pero no basta creerlo; hay que probarlo. Está muy bien que nosotros, en familia, nos consolemos con buenas palabras, pero no olvidemos que el fin único de nuestros esfuerzos debe ser una rehabilitación ruidosa. ¿Han pensado ustedes en intentarla?

La señora de Freneuse bajó la cabeza con desanimación.

—¿Cómo podemos pensar en ello? La más horrible desgracia del mundo es sentirse impotente, no ya para demostrar la realidad de un hecho en el que una cree como en Dios, sino para discutir, siquiera, su posibilidad. Estamos hace dos años anonadadas bajo el peso abrumador de la condena. Y me atrevo á confesar á usted, Marenval, que para no dudar de la inocencia de mi hijo he tenido que apartar la vista de las acusaciones dirigidas contra él, pues, examinadas una por una, son de tal manera graves, terribles, probadas, que hubiera tenido que negar la evidencia y eso era para mí un terrible suplicio. He tenido, pues, que refugiarme en una especie de negación fanática, que excluye todo razonamiento, toda claridad, y que es tan sólo el grito de mi corazón de madre. No creo en el crimen de Jacobo porque Jacobo es mi hijo y un hijo mío no ha podido cometerle. Á todos los argumentos, á todas las pruebas he respondido siempre, desde el fondo de mi conciencia: ¡Es mi hijo! ¡Es inocente! Pero, amigo mío, si tuviera que demostrar su inocencia, ¿qué hacer? ¿Dónde encontrar la fuerza de inteligencia suficiente para anular las pruebas acumuladas? ¿Cómo convencer á los jueces? El mismo abogado de Jacobo, ese admirable señor Duranty que defendió á mi pobre hijo con tan apasionada elocuencia, me decía, después de la vista: ¡Yo no sé! Cuando le oigo gritar que no es culpable, creo. Cuando estudio la causa, dudo.

—¡Oh! sí, querida prima. Las pruebas acumuladas contra él eran decisivas. Yo mismo fuí cegado por ellas, puedo confesarlo puesto que estamos hablando con toda franqueza. He creído durante mucho tiempo que el pobre Jacobo, enloquecido, arrebatado por la necesidad de dinero, pudo, en un momento de irresponsabilidad… Sí, he admitido que pudo ser criminal. Pero desde ayer he cambiado por completo y soy tan ardiente partidario de la inocencia de ese muchacho como antes estaba dispuesto á creer en su culpa.

—¿Y por qué desde ayer? preguntó la señorita de Freneuse. ¿Por qué esa modificación de su espíritu? ¿Quién la ha causado? ¿Ha sabido usted algún hecho que ilumine la situación con una luz nueva? Mi madre nos ha declarado sus esfallecimientos, pero yo no he participado de ellos, sépalo usted. Cuando todo el mundo abandonaba á mi desgraciado hermano, yo, en toda conciencia, he permanecido fiel á su causa. He buscado y busco aún el medio de explicar este misterio impenetrable. Puede usted, pues, hablar; me encontrará preparada á escucharle y á comprenderle.

Marenval miró á la joven con enternecimiento.

—Sí, ya sé, María, que usted no ha transigido y ha desterrado de su corazón á todos los que no hicieron causa común con usted en aquellas terribles circunstancias. Anoche hablé con un hombre que amaba á usted tiernamente y al que usted alejó sin piedad…

La fisonomía de la señorita de Freneuse se puso sombría. La joven se irguió mostrando su alta estatura. Sus labios se estremecieron, pero no pronunciaron ni una palabra. Todo, en su actitud, demostraba un doloroso desdén.

—Se trata de Cristián Tragomer… Añadió Marenval.

Pero se calló, al ver que aquel nombre producía un efecto tan inesperado.

—Me figuraba que quería usted referirse al señor de Tragomer, dijo fríamente María. Pues bien, querido primo; si quiere usted complacerme, no me hable jamás de él. Mi madre y yo le hemos borrado de nuestro recuerdo como él nos borró de su corazón. En la hora en que teníamos necesidad de todos nuestros amigos, él dió el ejemplo de la deserción, y su abandono, lo confieso, fué el que más nos afectó en aquellos tristes momentos. Era mi prometido; se avergonzó de mí; ya no le conozco.

—Tragomer ama á usted todavía.

—Me alegro, dijo María con firmeza. Eso le hará sufrir…

Se pasó la mano por la frente, se volvió hacia su madre, que escuchaba en silencio, y dijo arrodillándose en un taburete cerca de ella:

—Perdón, mamá. He distraído al señor Marenval de una conversación cuyo fin espera usted con impaciencia, para hablar de cosas miserables. No volverá á suceder.

—Querida niña, dijo Marenval con bondad; tendremos ocasión de vernos con frecuencia, pues vamos á emprender una campaña que puede ser larga. No violentemos nada, ni en lo que se refiere á las cosas ni en lo relativo á las personas. Día vendrá en que se aclaren muchos puntos y se expliquen muchas actitudes. En este momento no quiere usted que le hable de Tragomer; más adelante, quién sabe si me pedirá que se le traiga. Cuando usted sepa lo que ha hecho y lo que está dispuesto á hacer en su servicio, acaso sea más indulgente. En todo caso, debe usted saber que él es la causa de que esté yo aquí. Yo no pensaba intentar nada en beneficio del desgraciado Jacobo, lo confieso humildemente, pero ese diablo de Cristián me ha sublevado con unas noticias tan inesperadas, que no he podido permanecer indiferente…

—Pero, en nombre del cielo, ¿qué ha descubierto? dijo la señora de Freneuse con tal expresión de angustia que su hija la abrazó para calmarla.

Marenval movió la cabeza con aire de importancia.

—Mi querida prima, no me pregunte usted nada, porque no podría hablar. El éxito, que es posible, se obtendrá solamente al precio de una discreción absoluta. Una palabra imprudente lo comprometería todo. Esperemos. Nunca ha habido probabilidades más favorables, pero tiene usted que consentir en marchar á ciegas por la ruta que vamos á emprender.

—¡Oh! ¡Dios mío! Si la salvación tiene ese precio, consiento en todas las pruebas que quiera usted imponerme. Desde hace dos años vivo en una tumba; gracias á usted, penetra en ella un débil rayo de luz. ¡Bendito sea usted por el bien que me hace!

—Si bien no debo hablar de nuestras nuevas esperanzas, querida prima, hay, sin embargo, cosas sobre las cuales necesito datos. En interés de todos, pido á usted, pues, que me responda sin reticencias.

—Pregunte usted. Mi memoria se ha debilitado, pero lo que yo no recuerde podrá precisarlo mi hija.

—Entre los amigos de Jacobo, había uno más intimo, más querido que los demás y que se había criado con él; el conde Juan de Sorege.

La señora de Freneuse respondió vivamente:

—Sí, Juan de Sorege… Era un excelente muchacho, de muy buena familia. Quise mucho á su madre, que murió siendo Juan muy joven… Éste creció con Jacobo y los dos muchachos no se separaban durante su juventud… Fué menester que contrajeran relaciones nuevas, las que tanto daño han hecho á mi hijo, para separarlos…

—¿No figuraba el conde de Sorege entre sus malas compañías?

—Al contrario, hizo todo lo posible por separarle de ellas, y precisamente por no alternar con ciertas personas, se apartó de mi hijo, con gran disgusto mío, pues su influencia no podía menos de serle favorable.

—De modo que considera usted á Sorege como un buen amigo de Jacobo…

—Como el mejor que pudiera tener.

—¿Era rico ese joven?

—No; y precisamente por eso se alejó de mi hijo, pues no quiso contraer deudas para asociarse á sus gastos… ¡Ese fué el principio del desastre!

—Perdóneme usted si insisto, pero es de toda necesidad. ¿Cuando Jacobo conoció á esa desgraciada mujer que le condujo á la locura… á esa Lea Peralli, estaba todavía Sorege en buena amistad con él?

—Seguramente. Hasta hubo escenas entre Sorege y Jacobo á propósito de esa mujer. El conde hizo todo lo del mundo por decidirle á romper con ella. Llegó á escribirle que su amada le engañaba y á ofrecerle el medio de sorprenderla.

—¿Y esa carta existe?

—La entregué á la justicia y debe figurar en la causa. La encontró nuestro criado en el cuarto de Jacobo… Á consecuencia de esto, se produjo un violento altercado entre mi hijo y su amigo… Estuvieron á punto de batirse… Pero amigos comunes arreglaron el asunto.

—¿No ha manifestado nunca Jacobo sentimientos de rencor ó de hostilidad hacia su antiguo amigo, después del acontecimiento?

—No, que yo sepa. Pero si yo no he tenido nunca más que confianza y simpatías hacia el señor de Sorege, debo reconocer que no todo el mundo pensaba como yo en mi casa.

—¿Quién le era desfavorable?

—Mi hija, primeramente, á quien siempre desagradó Sorege, y después nuestro criado Giraud, que nunca le pudo tragar.

—¡Ah! ¿María encontraba sospechoso al amigo de su hermano?

—No me hagan ustedes decir lo que no pienso, replicó vivamente la señorita de Freneuse. De ningún modo querría dañar en vuestro concepto al conde de Sorege. Tiene un carácter que no me agrada; no hay más.

—¿Y qué carácter es el que usted le atribuye?

—Se mostraba altanero y burlón, y á mí me cuesta trabajo soportar ese modo de ser. Calculaba fríamente y no obraba jamás á la ligera. Era un hombre práctico ante todo. Lo contrario del pobre Jacobo que no reflexionaba jamás y se metía en las dificultades sin saber cómo saldría de ellas. Yo reprendía el aturdimiento del uno, pero lamentaba la previsión del otro. Encontraba exceso en los dos y si mi hermano me parecía loco, Sorege me resultaba demasiado hábil.

—¿Hábil hasta la astucia?

—No lo sé, querido primo; lo que he dicho no es más que una impresión. Nunca he sabido cómo se conducía el señor de Sorege en la vida sino por lo que contaba mi hermano, y éste no podía hablar con libertad delante de mí. Mi impresión, pues, no se ha confirmado por hecho alguno, pero se ha fijado muy clara en mi mente y ha permanecido en ella.

Marenval miró á la señora de Freneuse y dijo:

—Ese juicio no se puede considerar como desfavorable en los tiempos que corren. Un individuo demasiado hábil tiene condiciones excepcionales, hoy en día, para lograrlo todo. Pero María juzga al señor de Sorege desde un punto de vista especial, como hombre de mundo y no como hombre de negocios. Eso es lo que hace su censura perfectamente comprensible. En resumen, para la señora de Freneuse, Sorege es un hombre honrado al que ha sentido ver alejarse de su hijo; para María, Sorege es un mozo frío y calculador, decidido á hacerse sacar las castañas del fuego y qué no vacila en herir un poco al vecino al hacer su negocio.

—¿Pero por qué esas preguntas? dijo la señora de Freneuse.

—Se nos ha dicho que seríamos interrogadas, mamá, dijo la joven sonriendo, pero no que se nos explicaría nada. Tengamos paciencia.

La anciana hizo un gesto de resignación.

—Ya estamos acostumbradas…

Marenval se levantó

—Querida prima, dijo en el tono más afectuoso; dejo á usted, pero volveré á verla muy pronto. Nuestras conferencias serán frecuentes, lo que espero que no les será desagradable. Estoy impaciente por aclarar á ustedes la situación, pero antes es preciso que me la aclare á mi mismo. Al bajar, si ustedes lo permiten, voy á hablar con el buen Giraud.

Marenval estrechó la mano de la anciana y María acompañó á su aliado por varias piezas desamuebladas y tristes hasta llegar al vestíbulo. Una vez allí, dijo á Marenval dirigiéndole una límpida mirada:

—Suceda lo que quiera, gracias por el consuelo que nos ha traído usted. No olvidaré nunca que ha sido usted el primero que ha participado de nuestra convicción en cuanto á la inocencia de mi pobre hermano.

Marenval movió la cabeza.

—No es usted justa, mi hermosa prima, porque el primero que ha participado de esa convicción no se llama Marenval, sino Tragomer.

María frunció las cejas, hizo un nuevo ademán afectuoso y, sin añadir ni una palabra, volvió á entrar en las habitaciones.

Giraud presentó á Marenval su gabán de pieles.

—Un instante, amigo mío, dijo el antiguo fabricante de pastas; tengo que decir á usted dos palabras antes de marcharme. ¿Dónde hablaremos sin que se nos moleste?

—Si el señor quiere entrar en el recibimiento, no habrá riesgo de que nadie entre… ¡No! Jamás viene nadie… Marieta está en la cocina y la doncella arriba, en el cuarto de costura. Estoy á las órdenes del señor… ¡Ah! aquí el servicio de la puerta es una ganga… ¡Esto es una tumba! ¡Una verdadera tumba!

Marenval se apoyó en la chimenea para no sentarse dejando en pie al viejo criado de cabello blanco. El comerciante enriquecido tenía esos rasgos de delicadeza y se mostraba siempre dulce con los humildes.

—Giraud, dijo; tengo que hablar á usted de su señorito y de los amigos de éste… Hay cosas que los padres no saben nunca y que son siempre conocidas de los servidores… He preguntado á las señoras y quiero ahora interrogar á usted. Respóndame, pues, con toda franqueza y sin omitir nada.

—El señor puede estar tranquilo; contaré cuanto sepa. No tengo nada que temer ni que perder. Cualquier daño que pudiera hacérseme no sería mayor que el que sufrí el día en que prendieron á mi pobre señorito. Un muchacho que se encaramaba en mis rodillas cuando era pequeño y al que iba á buscar al colegio todos los domingos cuando estaba estudiando. ¡Ah! señor, cuántas infamias hay en el mundo… No son las personas honradas las mejor tratadas.

—¡Entonces, está usted también convencido de la inocencia de Jacobo?

—¿Convencido, señor? Eso es poco. Pondría mi cabeza en un tajo á que no tuvo nada que ver en todo aquel asunto. No había más que verle en el primer momento cuando vino á buscarle aquel salvaje de comisario, para saber que no había hecho nada y que no sabía siquiera de qué se trataba. Si yo no hubiera reprimido mi primer movimiento, entre Miguel, el cochero, y yo, hubiéramos metido en la cueva, como un paquete, al tal comisario y le hubiéramos guardado allí hasta que el señorito se hubiera puesto en salvo. Una vez libre, él hubiera sabido demostrar que no había matado á aquella mujer… ¡Él, señor, él, matar una mujer! ¡Un joven que se hubiera arrojado al agua para salvar un perro de la muerte! ¡Hase visto estupidez semejante! Matar á aquella mujer… ¿Para qué, si la amaba? ¿Para robarla? ¡Buena idea! El pobre muchacho le había dado cuanto tenía. ¡Oh! Ella estaba muy celosa de él. Una tarde, en que vino á hablarle, estaba como loca de pena. Se estuvo en el vestíbulo, sentada al lado de la ventana y llorando como una Magdalena. Me ofreció todo lo que yo quisiera, su portamonedas, una sortija con un brillante, para que la dejase subir al cuarto del señorito Jacobo. Por más que le decía: "Pero, señora, si el señorito no está en casa… ¿Qué adelantará usted con ver su cuarto? Podría usted encontrar á su madre ó á su hermana y, ya ve usted, ¡qué escándalo! ¡No piense usted en tal cosa!", ella me respondía sollozando? "¡Oh! ¡Preferiría matarme!" Yo estoy convencido de que se suicidó… Cuando se lo conté al juez de instrucción, éste se encogió de hombros. Esos señores de la justicia no son muy amables. Parece que su idea era otra, pues cuando yo volvía á la carga y quería explicar las razones en que me fundaba, me interrumpió secamente indicándome que, según él, estaba divagando. Yo no divagaba, sin embargo, señor, y así como llevo de vida sesenta y cinco años sin haber hecho mal á nadie, el señorito Jacobo no ha matado á esa mujer. ¡No! No la ha matado.

Marenval escuchó atentamente al criado. Había conservado la paciencia necesaria en su antigua profesión para no violentar al cliente. Sabía muy bien que después dé los intentos y de las vacilaciones, los negocios se deciden, y esperaba un detalle imprevisto, una circunstancia nueva en el relato apasionado de Giraud. Nada de lo que acababa de oir tenía novedad y se decidió á abordar el asunto que más le interesaba dilucidar.

—¿Qué influencia cree usted que han podido tener en la conducta de

Jacobo los amigos que le rodeaban?

—¡Oh! señor, eso es muy difícil juzgarlo. El señorito estaba en condiciones muy especiales. Vivía en casa de su madre, viuda, y tenía en casa una señorita joven. No podía, por tanto, recibir aquí mucha gente y, exceptuando el señor Tragomer y el señor de Sorege, no conocíamos á sus amigos. Á los demás los veía en el círculo, en el teatro, en las carreras, en sociedad. Bien sabe usted que él iba á todas partes, que todo el mundo le invitaba y que él no se hacía rogar cuando se trataba de reír y de divertirse. Era muy vehemente, ¡Oh! Demasiado… y toda esa locura que le ha perdido, era heredada de su padre. ¡El difunto señor de Freneuse era terrible! Usted le ha conocido en sus últimos años. ¡Ah! señor, se puede decir que la pobre señora no ha tenido grandes atractivos en la vida. Si la señorita María, que es una santa, no la hubiera compensado con su dulzura y su amabilidad, la señora hubiera sido una verdadera mártir.

Marenval volvió suavemente al asunto que le preocupaba.

—No le pregunto á usted nada sobre el señor Tragomer; éste no tiene nada oculto para mi y me parece enteramente recomendable. Pero quisiera saber la opinión de usted acerca del señor de Sorege.

Giraud vaciló un instante; pero había prometido decir lo que pensaba y cumplió su palabra:

—Con el respeto debido, señor, diré á usted que ese es un canalla.

—¿En qué se funda usted para tratarle tan duramente? preguntó Marenval, algo extrañado por aquella vehemencia.

—En nada, señor. Nunca le he visto cometer una acción reprensible ni decir cosa mala; pero eso no impide que le tenga por un canalla.

—Pero, en fin, Giraud, ¿por qué es usted tan severo con ese joven que, según usted mismo confiesa, no ha hecho nada que justifique ese juicio?

—Es un instinto, señor, y eso no se discute. Hay en la calle de al lado un estanco al que yo iba todos los días, desde hace diez años, á comprar mi paquete de rapé. Nunca pude acostumbrarme á la cara de aquel estanquero, y siempre que intentaba darme la mano, retiraba yo la mía. Sin embargo, todo el mundo le estimaba y estaba muy bien visto en el barrio. Pues bien, señor, hace tres meses, el tal se ha fugado con los fondos del gobierno y los del propietario del estanco y se han descubierto horrores. En el barrio fué general el asombro al ver que un hombre, al parecer, tan honrado era un despreciable tunante. El señor me creerá, si quiere; pero es la verdad que con el señor de Sorege me sucede lo mismo que con el estanquero. Se ha mostrado siempre bien educado, hasta afable conmigo, pero había en su cara un no sé qué que me repelía y que me hace decir sin vacilar: ese hombre es un canalla y se verá el día menos pensado.

—¿Venía aquí á menudo?

—Sí, señor, venía mucho al principio; y hasta llegué yo á sospechar que pensaba en casarse con la señorita María. Pero su asiduidad no tardó en cambiar de forma y cesó ante el señor de Tragomer. La verdad es que el tal Sorege veía desaparecer rápidamente la fortuna de la casa, pues estaba demasiado al corriente de las locuras de su amigo y acaso las fomentaba lo suficiente para saber á qué atenerse respecto al dote de la señorita. Estaba seguro de que el hijo de la casa dejaría en la calle á su familia. Creo en la inocencia del señorito Jacobo, pero no estoy ciego y sé todas sus acciones reprensibles. Todas esas dilapidaciones, todos esos extravíos le han sido bien echados en cara el día de la desgracia. Sus hechos anteriores han pesado duramente sobre él cuando ha tenido que justificarse. El tal Sorege sabía bien que las señoras darían hasta el último céntimo por no comprometer su nombre en asuntos sospechosos, y como el señorito Jacobo era presa de una banda de granujas, su suerte era fácil de adivinar. ¡Ay! señor, el pobre no tuvo tiempo de arruinar á la familia; el destino se encargó de poner coto á su conducta. Estoy seguro, sin embargo, de que las señoras preferirían estar reducidas á pedir limosna á ver al señorito donde está.

—Eso no admite duda, Giraud. Pero, volviendo á Sorege, ¿sus relaciones con Jacobo eran menos asiduas en los últimos tiempos?

—En casa, sí, pero fuera, ¿quién lo sabe? Para mí, señor, el conde de Sorege, con su aparente buena conducta, ha sido el genio malo del señorito. Él le ha creado las dificultades y los apuros; él le ha dado los peores consejos; gozaba viéndole hundirse. ¿Por qué? No lo sé; pero tenía una razón para desear la pérdida y la ruina de su amigo. Una tarde, cuando los negocios del señorito Jacobo iban peor, el señor de Sorege estaba con él en su cuarto y yo bajé para prepararles el té. Cuando volví á entrar, estaban tan acalorados que no se fijaron en mí, y además el señorito no ocultaba nunca lo que hacía, pues no era un solapado como el otro. Entonces oí á mi señor que decía con animación: "Sí, esta existencia es ya imposible… Me iré ó me saltaré la tapa de los sesos…" ¡Si hubiera usted visto entonces la cara del Sorege! Sus labios se plegaron para desaprobar, pero sus ojos brillaban de júbilo. ¡Y su amigo le decía que estaba en el último extremo! ¡Oh! Ese día ví el odio que se albergaba en aquel corazón. ¿Por qué odiaba á mi señorito? ¿Qué le había hecho su amigo Jacobo? Era tan ligero, tan imprudente, tan loco, que podía muy bien ofender á un amigo sin querer y sin saberlo. Mucho hubiera deseado oir el resto de la conversación pero esperaron que me marchara para seguir hablando. El señorito Jacobo se paseaba agitado como un tigre mientras yo colocaba el té sobre la mesa; estaba pálido y con los puños crispados. Algo muy serio debía sucederle aquel día, porque el señorito Jacobo tomaba habitualmente las cosas á juego y era preciso mucho para hacerle salir de su descuido. Al cerrar yo la puerta, el señor Sorege reanudó la conversación y dijo: "Estas loco, pobre muchacho. ¡Tienes ya á Lea y te vas á meter…" Tuve que cerrar y renunciar á oir el resto. Aquella vez, señor, la única en mi vida, tuve deseo de escuchar á la puerta, aunque no sea este un procedimiento conveniente para un criado que se estima; pero mis costumbres de discreción pudieron más y me fuí sin saber lo que acaso hubiera sido tan interesante que supiese. Porque se trataba de esa Lea, que ha perdido al señorito Jacobo, que estaba loca por él. Si no entendí mal, en aquel momento lo que el señor Sorege quería decir era que su amigo se había metido en una nueva intriga con otra mujer. Pero, ¡Dios mío! ¿No tenía bastante con la italiana, esa perdida, que derretía el dinero como manteca y había convertido al señorito Jacobo en jugador para aprovecharse de las ganancias y dejarle á él los apuros de las pérdidas? ¡Ah! señor, ¡qué mala mujer! ¡Si se supiera lo que una mujer así puede dañar á un pobre muchacho débil y vanidoso! Bien lo hemos aprendido, por nuestra desgracia…

—¿Cuál fué la actitud del señor de Sorege en el momento de la catástrofe?

—Muy buena, señor, muy buena.

—¿Cómo así?

—Ese señor, que no parecía muy alterado, vino en el primer momento á ponerse á las órdenes de la señora. Estaba tranquilo y frío y su actitud indicaba la preparación. Nada era en él natural; parecía un actor… No sé si me hago comprender bien…

—Perfectamente.

—El señor Tragomer, en cambio, estaba como loco y no acertaba á pronunciar palabra. El Señor Maugirón lloraba á lágrima viva. Todos habían perdido la cabeza menos el señor de Sorege que conservaba toda la suya. Me pidió las llaves y estuvo largo rato registrando los cajones del señorito. Pero el comisario de policía había registrado ya y no había nada que encontrar. Todo su empeño era hallar una fotografía. Me pidió noticias: una gran tarjeta, que estaba en el cajón de los cigarros y que yo había debido ver. Le dije que sabía dónde estaba; el señorito la había puesto el día anterior en su saco de viaje. No bien lo hubo oído, se arrojó sobre ella, así, literalmente, y ris… ras… la hizo veinte pedazos en un segundo sin que yo pudiese impedirlo… Tampoco pensé en ello… ¡Una fotografía de mujer! La cosa no era extraordinaria ni preciosa, sobre todo en el momento de la catástrofe. Después he pensado en aquella prisa del señor de Sorege para destruir el retrato y esto me ha preocupado, pero no he podido comprender qué motivo tuvo para obrar así. Después de todo, acaso lo hiciese en interés del señorito Jacobo; acaso también fuese en su propio interés. Después de las pruebas de simpatía que Sorege dió en el primer momento á la señora, se fué separando poco á poco de la casa. No le acuso por ello; ha hecho lo que los demás. En la causa, declaró con mucho calor en favor del señorito Jacobo y según he sabido, pues no siempre pude estar presente, trató de probar su inocencia y de atenuar su responsabilidad. En fin, todo el mundo aprobó su conducta y la señora le dió las gracias. ¡Buen provecho le haga! Desde entonces no le he vuelto á ver. Mi pobre cabeza se ha debilitado mucho con la soledad y con la pena, lo que, seguramente, me habrá hecho olvidar muchos detalles. Pero lo absolutamente cierto es que el señor de Sorege no era un amigo sincero del señorito Jacobo, al que envidiaba y que el día en que le vió perdido aparentó querer salvarle porque estaba seguro de no lograrlo.

El viejo se calló. Sus manos temblaban de emoción y sus mejillas estaban surcadas por gruesas lágrimas. Marenval, en tanto, reflexionaba profundamente. Por fin el criado, viendo que su interlocutor no le hacía más preguntas, se atrevió á formular una á su vez.

—Si el señor me permitiera preguntarle por qué razón vuelve sobre ese triste pasado. Seguramente no es por curiosidad ni por el placer de remover esos malos recuerdos. ¿Acaso espera el señor un cambio en la situación?

Marenval salió de su meditación, miró al criado con un interés que nunca le había manifestado y dijo, poniéndole una mano en el hombro:

—No se sabe lo que puede ocurrir, amigo Giraud. En este mundo no hay nada definitivo más que la muerte, y Jacobo está vivo y aun creo que en buena salud.

—¡Era tan joven y tan vigoroso! Pero la pena… el arrepentimiento…

¡Eso destruye! Además, el clima…

—No es malo, Giraud; no tiene nada de malo. En cuanto á los informes que he venido á tomar; eran indispensables. Se trata del matrimonio del señor de Sorege.

—¡Casarse! Oiga usted, señor; no soy más que un pobre hombre y el señor de Sorege es un conde, tiene fortuna, relaciones, todo. Pues bien, si yo tuviera una hija, preferiría que se quedase para vestir imágenes á casarla con él.

Marenval se echó á reír.

—Tranquilícese usted. Creo que el negocio ha fracasado. Gracias por sus confidencias, Giraud; creo que me serán útiles.

Se puso el gabán de pieles, hizo un signo amistoso al criado y acompañado por él salió al patio, se dirigió á su coche y dió orden de conducirle á casa del señor Tragomer. Eran las cuatro. El coche rodaba al trote cadencioso del caballo, y Marenval, arrebujado en un rincón, reflexionaba sobre los datos contradictorios que acababa de oir acerca del personaje que le interesaba.

Por una parte la señora de Freneuse tenía á Sorege por un perfecto caballero que había ejercido saludable influencia sobre su hijo. Por otra, María declaraba que el amigo de su hermano le había desagradado siempre y que le creía más hábil que leal. En fin, lo que era más grave y verdaderamente interesante, la opinión del criado de confianza. Éste había estado en condiciones de ver y de juzgar. Si es cierto que no hay grande hombre para su ayuda de cámara, con más razón no hay fingimiento posible para el criado que todo lo ve y lo oye.

Forzosamente Giraud había observado á su señor y á los amigos de su señor. Todos habían pasado por el tamiz de sus observaciones diarias y su convicción era por fuerza la más justificada. Por otra parte, en lo que contaba acerca de las relaciones de Sorege y de Jacobo había muchos detalles verosímiles. ¡Qué rayos de luz esclarecían la conducta de aquel hombre, dado lo que sospechaba Marenval! No era posible comprender aún, pero las grandes líneas del asunto empezaban ya á dibujarse.

Á no dudar, Sorege había intervenido en el negocio. ¿Cómo? ¿Á qué título? Este era el punto oscuro ó, mejor dicho, este era el asunto mismo. En lo ocurrido dos años antes había habido circunstancias difíciles de explicar, aun cuando nadie ponía en duda la personalidad de Lea. Ahora todo era incomprensible. Marenval recordaba algunas protestas de Jacobo, que nadie había tenido en cuenta.

Cuando Jacobo fué preso, estaba en el Havre y nunca pudo explicar claramente qué había ido á hacer allí. Nadie había comprendido tampoco por qué se detuvo veinticuatro horas en vez de tomar el vapor y salir para América. ¿Qué esperaba? La acusación decía: un cómplice. Pero ¿cuál? Había sido imposible encontrar ninguno. ¿Sería Sorege? Marenval se lo preguntaba y no encontraba una respuesta aceptable. Si Sorege había sido cómplice ¿quién era la mujer muerta en la calle de Marbeuf? Porque no había que perder de vista que, en realidad, se había cometido un crimen y que si Lea Peralli vivía, otra había sido asesinada en su lugar.

Entonces, ¿quién era esa otra y quién el matador? Aquí el problema se presentaba sin solución. Si, en rigor, se veía el interés que Jacobo pudo tener en matar á Lea, no era posible comprender por qué había asesinado á otra mujer. El buen Cipriano no había nunca brillado por su inventiva y por muy lealmente que se rompía la cabeza buscando la clave del enigma, no podía encontrarla. Adivinaba que había un misterio en todo esto, pero no se sentía con fuerzas para descubrirle.

En este instante un capricho del pensamiento le hizo ver las dificultades con que iba á tropezar voluntariamente y las molestias que le iban á resultar. ¡Qué! Á su edad, cuando tenía todo lo necesario para ser dichoso, una inmensa fortuna, buena salud, una sociedad agradable, amigos afectuosos y cuantas mujeres pudiera desear, pensaba meterse en el laberinto de una rehabilitación muy problemática, porque un audaz le había hecho ver que podría representar en este asunto un buen papel… ¿No era el mejor de todos vivir lo más agradablemente posible, apartando de sí toda complicación? Su existencia era dichosa, ¿convenía hacerla insoportable por continuas alarmas y sacudidas? ¿No era mejor dejarse llevar blandamente por la corriente del río, en vez de remar con furia para abordar á orillas sembradas de peligros?

¡Ah! Durante aquellos momentos en que dejó hablar á su razón de hombre de mundo, Marenval se vió muy perplejo y pudo echar sobre su destino de perfecta claridad. Vió todo lo que arriesgaba y, para gloria suya, se decidió por el peligro, cuando no tenía más que pronunciar una palabra para asegurar su tranquilidad. Un hermoso movimiento de su ánimo pudo más que todo. La madre y la hermana de Jacobo, irremediablemente desoladas, y aquel desgraciado joven sufriendo á miles de leguas un ultraje y una vergüenza inmerecidos, se evocaron en su ánimo con fuerza irresistible.

Después de todo y pensándolo bien, sus amigos del círculo, sus camaradas de la vida de fiesta, las bellas jóvenes de la aristocracia, que no tenían para él sino miradas indiferentes, las muchachas que le tuteaban y le trataban como á un abuelo generoso, pero sin deferencia alguna, le interesaban muy poco. Todos los que componían su público, por cuya admiración trabajaba con tanto ardor desde que se retiró de los negocios, se agruparon en su mente como en un cuadro, y le pareció que todos aquellos árbitros del éxito y del renombre dirigían hacia él sus miradas como para preguntar:

"¿Á que se decidirá? ¿Adoptará la causa de los oprimidos ó sacrificará la inocencia á su ociosidad? ¿Podremos incluírle entre las personalidades que llaman la atención en cuanto se presentan en cualquier parte, ó seguiremos mirándole por encima del hombro, como á un advenedizo? ¿Será, en fin, un héroe ó un hombre vulgar?"

Á esta conclusión, Marenval dió un salto en los almohadones do su berlina. Su cara se puso roja, apretó los puños y dijo en voz alta, como respondiendo á todos aquellos personajes que, burlones ó benévolos, le acechaban para juzgarle en última instancia:

"¡Se han burlado de mí, me han desdeñado; pues bien, ya verán de lo que es capaz Marenval! ¡Aunque supiera que en el fondo de este asunto estaba el mismo diablo, iré á ese fondo y le pondré en claro, como si fuera una cuenta de mercancías."

El coche se detuvo en este momento y Marenval pensó: "Ya no es tiempo de retroceder; me he empeñado á mí mismo mi palabra. Vamos á ver qué piensa Tragomer de las noticias que le traigo." Descendió de la berlina y entró en la casa.

En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible

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