Читать книгу Patagonia a sangre fría - Gerardo Bartolomé - Страница 6
Marea alta
Оглавление—¿Alguna novedad? —le preguntó Francisco a su sobrino Carlos.
—Nada tío. ¿Qué dijo el contador?
—Que alguien me está robando —respondió Francisco de muy mal humor.
El “me” le molestó a Carlos ya que demostraba que su tío consideraba que el Almacén de Ramos Generales le pertenecía cuando en realidad lo habían sacado adelante entre los dos, más de veinte años atrás. Claro que como, en aquel entonces, Carlos era menor de edad siempre figuró todo a nombre del tío. Ya lo habían discutido un par de veces, pero Francisco nunca le había dado ninguna importancia. —¿Para qué vamos a discutir esto si a la larga todo va a ser tuyo? —decía. Es que Francisco había enviudado mucho tiempo atrás sin hijos. Cuando su hermano, también viudo, murió en un accidente el “nene” quedó huérfano y se lo llevó a vivir con él como si fuera su hijo. Pero hacía poco la situación cambió totalmente. Aunque Francisco ya orillaba los setenta años Carlos sabía que su tío tenía “algo” con Moria, la atractiva misionera empleada del almacén. Si bien no había nada formal en esa relación Carlos temía que Moria se embarazara y que, por lo tanto, nada del almacén pasara a sus manos.
—¿Quién puede ser el ladrón? —preguntó Francisco de una manera que a Carlos le sonó a acusación.
—¿Moria? —arriesgó Carlos.
—¡Claro que no!
—Eso sólo nos deja al Chino o al Chileno —aclaró Carlos.
—Al Chileno no le da la cabeza y a mí el Chino nunca me gustó.
—Lo que voy a hacer, tío, es seguirlo de cerca y probarlo. Seguro que lo voy a pescar.
—Hacé eso y contame. Si es el Chino yo lo arreglo —contestó Francisco, y se fue a su oficinita del fondo.
* * *
—Confirmado tío, es el Chino —dijo Carlos con absoluta certeza, tres días más tarde.
—Me imaginaba, siempre le desconfié —contestó su tío—. Además hace tiempo que lo veo que la mira a la Moria.
El Chino era un correntino que había venido a pedir trabajo hacia cinco años, poco después de que Yrigoyen asumiera la presidencia. A Francisco nunca le había gustado. —Ahora cualquier granuja se cree que tiene todos los derechos del mundo, —había dicho. Pero en Puerto Santa Cruz, como en toda la Patagonia, hacía falta gente. El almacén crecía y a Francisco no le quedó otra alternativa que tomarlo al Chino. La verdad es que, salvo por su afición a la ginebra, no tenían nada que recriminarle… hasta ahora. —¿Y qué hacemos? ¿Lo echamos, no? —preguntó Carlos.
—¡Ni borracho! A ver si después ese juez radical me hace pagarle un montón de plata. Dejámelo a mí.
Por la tarde Francisco le pidió al Chino que el domingo lo acompañara al campo de los Holmberg. Tenían dos caballos para vender y a Francisco le interesaban. Al Chino no sólo le gustaban mucho los caballos sino que también era todo un experto en ellos, así que, aunque fuera día de descanso, no se negó a acompañarlo.
Ese día, como todos los domingos, el almacén estaba cerrado, no había nadie. Francisco y el correntino ensillaron sus caballos en silencio y salieron al paso. —Por ahí no —le dijo Francisco al Chino que ya rumbeaba hacia la calle principal—, vamos por la costa.
—Es más largo —se quejó el correntino.
—Sí pero tenemos tiempo, tampoco es cuestión de llegar demasiado temprano —respondió Francisco con tono de pocos amigos.
El campo de los Holmberg estaba camino hacia el mar. Desde Puerto Santa Cruz se podía ir por el camino de “arriba”, más corto, o por el camino viejo que iba bordeando la costa del estuario del río Santa Cruz. Era poco más de una hora hasta lo de los Holmberg.
La marea estaba bajísima, la playa se veía muy ancha y desolada hasta el horizonte. Los dos avanzaban al trote por donde la mezcla de arena y pedregullo era más dura. No se hablaban.
Al cabo de media hora Francisco se detuvo y sacó una botellita de ginebra. —¡Qué ganas de tomar un trago! ¿Querés? —Al Chino le sorprendió que Francisco fuera tan amable y aceptó gustoso. Tomó un trago y siguieron al trote. Al rato Francisco volvió a parar y ofreció otro trago. Siguieron pero el Chino se empezó a retrasar.
—¿Qué te pasa Chino? ¿Querés más ginebra?
—No gracias don. Me parece que no me siento bien.
—Dale, no seas flojo que todavía falta bastante.
Tomá —casi lo obligó a tomar otro trago.
A los pocos minutos el Chino dejó el trote para llevar su caballo a un paso cansino.
—¿Qué te pasa? Así no vamos a llegar más.
—No sé don. Me siento mareado. No sé qué me pasa. Sino siga usted y yo me vuelvo.
—No, no. Paremos un poco a ver si te sentís mejor.
Se bajaron de sus caballos. Francisco los maneó para que no se fueran lejos. El Chino se sentó en el pedregullo mirando al mar para respirar la brisa fresca. Se lo veía muy pálido. —Me da vueltas todo —dijo y se acostó. Francisco se le acercó y lo miró de cerca; el correntino respiraba pesado.
—¿Qué habrás tomado? —dijo Francisco.
—Solo tomé de su ginebra —respondió con voz cansada pero con tono de acusación.
Francisco dejó pasar unos minutos. El Chino tenía los ojos cerrados, no se movía ni hablaba, solo respiraba. Lo movió con la bota, pero nada, ni se movía. Entonces fue hasta su caballo y de la alforja sacó cuatro estacas y unas cuerdas. Caminó hasta unos veinte metros del mar y clavó las cuatro estacas formando un cuadrado algo más grande que un hombre. Después arrastró al Chino hasta el centro del cuadrado y le ató manos y piernas abiertas a cada una de las estacas. El correntino quedó estaqueado como se castigaba a los soldados en la época de Rosas. —Eso le va a enseñar a no robar —pensó y se subió a su caballo y siguió camino a lo de los Holmberg.
Con las pastillas de dormir que le había puesto a la ginebra el Chino iba a despertarse en una o dos horas. La marea iba a subir en cuatro. Le daba tiempo a Francisco de ir y volver de los Holmberg para soltarlo. —Flor de cagazo se va a pegar ese Chino ladrón cuando se despierte y vea que sube la marea. Eso lo va a convencer de irse de vuelta a sus pagos y no robarle a gente honesta.
Estaqueado, por Lely Bartolomé.
* * *
Francisco salió de los Holmberg al galope. El dueño del campo se había demorado mucho en sus explicaciones y a Francisco no le quedaba mucho tiempo para volver a la playa antes de que el agua ahogara al correntino.
Galopó por el camino principal hasta que se cruzó con el carruaje que traía a la mujer de Holmberg de misa. La saludó sacándose el sombrero y, cuando perdió de vista el coche, salió del camino y enfiló derecho hacia el camino costero. Galopaba a toda velocidad, no tenía mucho tiempo. De repente el caballo piso un pozo, tropezó y los dos rodaron. Francisco, a pesar de su edad, se dio maña para caer bastante bien, era buen jinete. Pero el caballo no pisaba bien. Le miró la pata trasera. Parecía que estaba bien pero el alazán no pisaba con confianza. Francisco lo montó, lo hizo caminar, el animal no quería. Le dio un rebencazo y empezó a caminar, pero al trote se negaba no importa cuanto le pegara. Francisco sintió que transpiraba frío. No había manera de llegar a tiempo para desatar al Chino.
Le pegó y le pegó al caballo. A veces conseguía que trotara un poco, pero casi todo lo hizo al paso. No había manera de llegar a tiempo. Le siguió pegando hasta que llegó a una altura desde la que se veía la playa donde lo había estaqueado al Chino. El agua había subido muchísimo y había cubierto el lugar donde había dejado al correntino.
Como pudo hizo llegar al caballo a la playa. Se bajó y se metió en el agua. Con los pies y las manos trataba de encontrar el cuerpo. Nada. Miró alrededor para ubicarse bien. ¿Era ahí? ¡Sí! Siguió buscando y buscando pero el agua subía y las olas eran cada vez más grandes.
Finalmente se dio por vencido, salió del agua, se sentó frente al mar y hundió la cabeza en sus manos. Estaba desesperado. Al principio lo carcomía el sentimiento de culpa por ser el responsable de esa muerte pero después de un rato su mente fría volvió a tomar el control. Había que evitar que nadie se enterara. ¡Nadie podía verlo ahí! De un salto se levantó, miró para todos lados. No había nadie. Menos mal que había elegido un domingo para darle el “susto” al Chino. Buscó su caballo y lo montó; todavía mancaba. Entonces se acordó: ¿Y el caballo del Chino? ¡Había quedado maneado por ahí! No podía estar lejos… pero no estaba. ¿Se lo habría llevado alguien? Decidió volver.
Al paso lento de su alazán tardó una hora en llegar al almacén. Ahí, desatado, estaba el manchado del Chino. Parecía esperar que lo desensillaran. ¿Habría vuelto solo?
* * *
—¿Qué le pasó a su caballo tío?
Era ya lunes. Francisco llegó mucho más tarde al almacén de lo que acostumbraba. En la madrugada había ensillado otro caballo y había vuelto a aquella playa para, con la marea baja, encontrar el cuerpo del Chino. Pero… ¡nada! Parecía que se lo había tragado el mar. Pensó que quizás el agua había aflojado las estacas y la marea lo chupó para adentro. En ese caso el cuerpo podría, en unos días, aparecer en cualquier lugar. Tenía que encontrarlo antes que nadie para enterrarlo y seguir adelante con su plan.
—Nada grave nene. Cuando volvía de los Holmberg el alazán pisó mal algo. Hay que dejarlo descansar unos días.
—Claro —contestó Carlos, sin darle importancia—. Tío, me dice Moria que el Chino no está.
El Chino vivía en un cuartito al fondo del almacén y Moria hacía el desayuno para todos.
—Ah, cierto —contestó Francisco con fingida seguridad.
—¿Usted ya lo sabía?
—Sí, claro. Lo encaré, le dije que sabía que me estaba robando y le dije que se fuera.
—¿Y él qué dijo?
—Nada ¿qué va a decir? —respondió Francisco, medio enojado de que le hiciera preguntas.
—¿Confesó? Qué raro… —dijo Carlos como si le costara creerlo.
—Sí, claro. ¿Por qué te parece raro que lo admitiera?
—No nada… Lo raro es que dejó toda la ropa.
—Sí está bien. Como yo le dije que se fuera inmediatamente se fue dejando todo. Hay que poner sus cosas en un par de bolsas y mandárselo a la dirección de su hermana en Corrientes. ¿Dónde está Moria? —preguntó para cambiar de tema.
La chica limpiaba la cocina, pero estaba rara. Casi no le hablaba a Francisco. Algo se había roto entre los dos. Francisco empezó a sospechar que Moria jugaba a dos puntas con él y con el Chino. ¡Qué zorra!
* * *
Al día siguiente Francisco entró furioso al almacén y encaró a su sobrino. —¿Vos dejaste esto? —preguntó furioso señalándole el par de botas que traía en la mano.
—No sé qué es —se defendió Carlos.
—Son botas del Chino. Te dije que le mandaras todo a su hermana.
—¿Dónde estaban?
—No te hagas el distraído. Las dejaste en la puerta de mi casa.
Se abrió la puerta del almacén y entró Moria.
—Le juro tío que yo no hice nada de eso. Todo lo que había en su cuarto lo empacó Moria y yo lo mandé a Corrientes.
—Pero esas botas no estaban en el cuarto —aclaró la muchacha.
—¿Qué decís? —preguntó Francisco casi con rencor.
—Esas botas las conozco bien. Eran las que usaba el Chino cuando montaba al manchado, no estaban en su cuarto. Las debía tener puestas cuando se fue de acá —dijo mirando desafiante a Francisco.
—Así que vos las conocés bien. ¿Y desde cuando conocés bien las cosas del Chino?
La chica se fue ofendida.
—Yo no tengo nada que ver con que esas botas hayan aparecido en la puerta de su casa, tío.
—Bah… ¡Quemalas! —dijo de mal modo.
* * *
Francisco había tomado la costumbre de salir del Almacén sin explicarle nada a nadie. Con marea baja recorría la playa de Punta Quilla donde había estaqueado al Chino. Se pasaba horas recorriéndola sin que nadie lo viera. Algo andaba mal en todo el asunto. Primero habían sido las botas del Chino que aparecieron misteriosamente en la puerta de su casa pero después fueron apareciendo otras cosas inquietantes. En Punta Quilla encontró el pañuelo que el Chino llevaba atado en el cuello. Pero no lo encontró arrastrado por el mar sino atado a la rama de un arbusto; alguien lo había atado el día que él lo encontró porque el día anterior no estaba ahí, eso seguro. Otro día encontró la camisa del Chino que flameaba al viento pisada por una piedra en el medio de la playa.
Francisco pensaba que alguien había encontrado el cuerpo del Chino y le estaba dejando un mensaje para chantajearlo, pero el chantajeador no aparecía. Sospechaba de su sobrino que le venía rompiendo las pelotas con el tema de poner una parte del almacén a su nombre. También podía ser Moria, que en algo debía andar con el Chino. Podían ser los dos. Podía ser algún otro del pueblo. Pero seguro que era alguien que lo quería cagar. En eso andaba con sus cavilaciones cuando el comisario Álvarez entró al almacén.
—¿Cómo anda don Francisco?
—¿Qué cuenta Comisario? ¿Qué lo trae por acá? ¿Anda precisando comprar algo?
—No, no es eso. Vengo por otro tema un poco más serio.
La cosa no le gustó a Francisco que frunció el ceño. —Usted dirá.
—Vengo a hacerle unas preguntas por la desaparición de César Correa.
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Vamos don Francisco, César Correa el empleado suyo, el correntino.
—¡Ah! El Chino. Pero no desapareció. Se fue de acá, se volvió a su tierra.
—Bueno, parece que no es así.
La puerta del almacén se abrió y Carlos entró saludando. —¿Qué pasó con el Chino? —preguntó.
—Acá el comisario cree que desapareció porque no lo vio más —intentó simplificar Francisco.
—No es así —aclaró el comisario—. El juez dice que desapareció porque su hermana de Corrientes hizo la denuncia de desaparición.
—¿Y ella qué sabe si él vive acá y ella allá? —protestó Francisco.
—Es que le llegó toda su ropa con una nota del almacén diciendo que era por pedido de él ya que él se volvería a Corrientes.
—Y es así. Mi sobrino le mandó la ropa. ¿No es así, Carlos?
—Sí, se la mandé yo pero porque usted me dijo que lo hiciera.
—Bueno, la cosa es que el Chino nunca llegó allá y parece que se lo tragó la tierra porque nadie sabe nada de él —dijo el Comisario mirándolos fijamente—. Por eso el Juez me mandó averiguar cuando y quién fue la última persona que lo vio.
—Fue mi tío el último en verlo —dijo Carlos devolviendo la gentileza a su tío—. Lo echó porque sospechábamos que robaba.
—¿Quién dijo que yo fui el último? —se defendió Francisco—. Yo le dije que se mandara mudar el último domingo de marzo. Le pagué y le dije que le mandaríamos las cosas.
—Me dijo Moria que ese domingo el Chino lo iba a acompañar a lo de los Holmberg.
—¿Y ella qué sabe?
—Se lo dijo el Chino esa mañana. Parece que durmieron juntos —dijo el Comisario mirándolo a los ojos.
—¡Qué zorra hija de puta! —se le escapó a Francisco al tiempo que pensaba que pasaría a ser el cornudo del pueblo.
—Sí, me iba a acompañar a lo de los Holmberg pero como me enteré de la sospecha de mi sobrino decidí echarlo y me fui solo. Los Holmberg pueden decirle que fui solo.
—Sí ya hablé con ellos —dijo el Comisario dando a entender que había investigado bastante el tema—. Y dígame don Francisco por cual camino fue a lo de los Holmberg.
—Por el camino del alto. La señora de Holmberg se cruzó conmigo cuando volvía.
—Sí, la señora de Holmberg me dijo eso pero el hijo de Holmberg, que venía más atrás no se lo cruzó a usted. Como si usted se hubiera salido del camino.
Francisco se puso muy tenso. Era claro que para el Juez y el Comisario él era sospechoso y que tenía un buen motivo, en realidad dos, para hacerlo desaparecer. Pero si no había un cuerpo no había crimen.
—Salí del camino porque tenía ganas de mear. Capaz que en ese ratito justo pasó el hijo de Holmberg. Pero eso no es un crimen, ¿no?
—No claro. Y una pregunta más don Francisco. ¿En qué caballo fue?
—El alazán, ¿por qué?
—Porque vieron al manchado ensillado acá esa mañana.
—¿Y yo qué sé? —explotó Francisco que pensó— esa Moria, grandísima hija de puta—. Capaz que el Chino ladrón se lo pensaba llevar a Corrientes. Que carajo importa esto si el tipo se volvió. Si no llegó a su tierra será porque se emborrachó en el camino.
—Mire don Francisco —le dijo el Comisario muy serio—. Yo no le voy a preguntar nada más, pero piense bien lo que tenga para decir porque lo va a llamar el Juez.
El Comisario se fue dejando al tío y al sobrino frente a frente.
—Tío ¿Qué pasó? ¿Me va a contar la verdad?
Francisco se quebró, sabía que a su sobrino no le podía mentir y por otro lado era el único que lo podía entender y aceptar. Se despachó con todo, que le dio ginebra con pastillas de dormir, que el Chino tomó un montón y se quedó dormido, que lo estaqueó en la playa de las mareas altas para que se asustara cuando el agua subiera, que salió tarde de lo de los Holmberg, que galopó, que el caballo se lastimó, que el agua había subido, que no lo vio al Chino a pesar de que lo buscó y buscó, que el cuerpo nunca apareció, que finalmente decidió hacer de cuenta que el Chino se había ido hasta que empezó a aparecer la ropa del Chino, que seguro que era la Moria.
—Pero tío ¿cómo fue a estaquearlo? ¿Cómo fue a reaccionar así?
—Es que cuando me enteré que él me robaba me volví loco.
Ante tamaña confesión Carlos decidió que era el momento de que él también hiciera una pequeña confesión.
—Tío, yo tengo algo que decirle —dijo, y tomó coraje—. El Chino no le robaba.
—¿Cómo que no? El contador me dijo que alguien me robaba.
—Sí, es cierto, pero no era el Chino.
—¿Quién entonces? Al Chileno no le da la cabeza y la Moria no tiene oportunidad de hacerlo.
—Tío, era yo.
—¿Cómo? —preguntó entre sorprendido e incrédulo.
—Era yo tío. Desde que usted empezó a voltearse a la Moria me imaginé que si ella quedaba preñada nunca tendría mi parte de esto así que resolví ir sacando plata de a poco para, si la cosas se ponían mal, poner un almacén en Piedrabuena.
Un silencio de hielo se hizo entre los dos.
—¿Me perdona tío?
—¿Vos me estás diciendo que yo maté al Chino por tu culpa?
—Usted mató al Chino por accidente, tío.
—¿Vos me estás diciendo que me robaste por años?
Francisco iba subiendo el tono y la cara se le ponía colorada.
—Yo no le robé tío, la mitad del negocio es mío.
—¿Vos me traicionaste a mí que te crié como un hijo?
—Tío, no se ponga así que yo le voy a ayudar a arreglar esto.
—¿Vos me vas a ayudar? Pero si sos un grandísimo hijo de remil puta. Andate de acá ahora mismo.
—Tranquilícese tío…
—¡No me tranquilizo nada! ¡Sos un desagradecido y un sinvergüenza! ¡Si tu padre estuviera vivo te reventaría a rebencazos!
Carlos le iba a decir que no metiera a su difunto padre en el asunto pero pensó que lo mejor era no enfrentar al viejo porque se iba a poner todavía más violento. Sin decir una palabra agarró su abrigo y se fue.
Francisco se sentó. Se agarró la cabeza, estaba abrumado.
En el fondo un ruido le llamó la atención. Apareció Moria, se sentó al lado de él. Le tomó las manos, le dio un beso y le ofreció un vaso de ginebra. Se amigaron.
* * *
Por la noche Carlos no durmió nada. La cabeza le daba vueltas y vueltas. La plata que tenía no le alcanzaba para armar su propio Almacén de Ramos Generales en Piedrabuena. Tenía que pensar fríamente. Su tío en caliente no era una persona razonable. Tenía que pensar. Si su tío quería lo podía dejar en la calle porque estaba todo a su nombre. Tenía que usar la cabeza. Se le ocurrió algo pero… —no… eso es ser demasiado hijo de puta. La idea le daba vueltas y vueltas. Su tío no iba a ser razonable. Había que enfrentarlo. No era tan mala idea, pero había que ser muy hijo de puta para sacarle esa ventaja a la situación de su tío. Pero era tan simple… Había que ir y simplemente decirle: —Tío, ponga la mitad a mi nombre o lo delato. No con esas palabras pero el mensaje era ese. El tío se iba a poner loco, pero la verdad era que la mitad era suya, era justo. No se iba a aprovechar y pedirle todo, no era tan hijo de puta. Simplemente iba a exigir lo que era suyo por derecho… con un poquito de chantaje, es cierto, pero bueno… Entonces lo que tenía que hacer estaba claro. Se durmió.
Cuando se despertó el sol ya había salido. Se vistió rapidísimo y salió casi corriendo a lo de su tío. Había decidido ser amable, medir bien sus palabras pero bien firme; el tío tenía que entender que él era el que tenía la sartén por el mango. Llegó a la casa de su tío. Golpeó la puerta y esperó. Silencio. Volvió a golpear. —¡Tío soy yo! Tenemos que hablar. Silencio. Dio la vuelta para ver el cuarto por la rendija de la ventana. Miró. No estaba. —Qué raro —pensó—, raro que Francisco saliera tan temprano. Entonces se acordó que su tío iba todos los días a la playa cuando había marea baja y ahora había marea baja. Fue corriendo a buscar su caballo, lo ensilló y salió al galope hacia Punta Quilla.
En el camino no había huellas del caballo de su tío. Llegando a la playa siguió al paso y buscó la cima de los acantilados. Seguro que su tío estaría ahí arriba para ver todo el largo de la playa. Pero arriba no había nadie, ni señal de su tío. La marea seguía bajando.
Decidió esperar, seguro que su tío iba a aparecer.
Carlos miraba para un lado y para el otro. Al este parecía que un lobo estaba saliendo del agua. Pero de su tío nada. —Ese lobo sigue sin salir, qué raro. —De su tío ni noticia—. Ese lobo debe estar muerto. El viento frío le daba de costado, había que aguantar. —El lobo ese debe estar muerto. Lo miró mejor. —Qué posición rara para un lobo. Pero inmediatamente se imaginó que quizás no era un lobo. Quizás…
Bajó la barranca lo más rápido que pudo y corrió por la playa hacia el cuerpo. A medida que se acercaba veía mejor de qué se trataba. ¿Era su impresión o era un hombre en cruz? Se detuvo en seco, ahí entendió. —¡Es el Chino! Justo hoy viene a aparecer. Mucho mejor, ya sabía que la policía no lo encontraría. Teniendo el cuerpo del Chino tenía la llave de todo. Sería más fácil negociar con su tío. Lo principal sería esconderlo. Corrió hacia el cuerpo. El mar al retirarse le había levantado la camisa escondiéndole la cara. De tanto correr llegó al cuerpo casi sin aliento. Todavía estaba estaqueado, tal cual lo había dejado su tío hacía dos meses. Que raro que nadie lo hubiera visto antes. Le sacó la camisa de la cara.
Lo que vio lo sorprendió, lo golpeó, lo descompuso. Era su tío, muerto, estaqueado. Alguien lo dejó ahí para que muriera ahogado. Murió igual que el Chino.
La cabeza de Carlos le daba vueltas. ¡Su tío estaba muerto! Lo primero que se le pasó por la cabeza es que ahora el almacén sería de él. Lo siguiente que le pasó por la cabeza es que alguien lo había matado. Había un asesino dando vueltas. Había que avisarle a la policía. Salió corriendo a buscar su caballo que había quedado lejos. Corrió un tramo largo hasta que un pensamiento lo clavó en seco. —¡El principal sospechoso soy yo!
Se sentó. Había que pensar. El primer sospechoso es el que sale beneficiado con la muerte, él heredaría el almacén. El mismísimo comisario había notado la tensión entre ellos. Carlos tenía el motivo para matarlo y la ocasión. Todo cerraba para que el acusado fuera él. ¡Pero no había sido él! ¿Qué hacer?
—Pensá, pensá, pensá rápido. El sol estaba subiendo y podría aparecer alguien en la playa. No había muchas alternativas. Lo único que podía hacer ahora era esconder el cuerpo. Si después se le ocurría algo mejor veía que haría pero ahora tenía que enterrarlo. —Qué cagada, la pala está en el almacén. Lo único que podía hacer ahora era arrastrarlo hasta unos arbustos y cubrirlo con arena y piedras. A la noche vendría con una pala para enterrarlo mejor. Volvió al cuerpo de su tío para hacer lo que tenía que hacer.
* * *
—¿Y el patrón dónde está? —le preguntó Moria esa tarde.
—Se fue a Río Gallegos —le lanzó Carlos la mentira que había pensado—. Fue a hacer unas compras para el almacén.
—Ah, qué bueno. Nos estaba faltando mercadería. —A Moria no le pareció raro porque cada tanto Carlos o Francisco iban a hacer pedidos a la capital del Territorio—. Qué raro que no me dijo nada, tenía cosas para agregarle a la lista.
—Lo decidimos de golpe —Carlos se daba cuenta que no sonaba convincente—. En realidad iba a ir yo pero lo convencí de que fuera él.
—¿Cuándo vuelve?
—No sé… capaz que después iba a Buenos Aires —arriesgó Carlos.
—¿Cómo? —preguntó la chica sorprendida y decepcionada.
—Sí, no se… Tenía unos pesos y quería conocer el hipódromo de allá así que si había barco se iba.
A Moria se le llenaron los ojos de lágrimas. —Me dejó —dijo ella muy bajito. A Carlos le dio mucha pena verla así.
—Mi tío está grande para todo esto —dijo tratando de explicar, sin aclarar a qué se refería con “esto”. La chica se secó las lágrimas con el delantal y siguió su trabajo.
* * *
Anochecía y Carlos se preparaba para ir a la playa y enterrar bien el cuerpo de su tío. Tenía la pala, tenía las botas y vestía ropa oscura para no ser visto. Cuando menos lo esperaba tocaron la puerta. —¿Quién es? —gritó desde su cuarto pero como respuesta sólo tuvo que volvieron a golpear. Abrió la puerta y se encontró que en la negrura de la noche estaba Moria.
—¿Moria, que hacés? ¿Algún problema? —La chica no contestó solo se acercó.
—¿Querés entrar?
Ella dio un paso como para entrar pero cuando estuvo muy cerca se abalanzó sobre él, lo abrazó y lo besó en la boca con pasión. Carlos no se negó, todo lo contrario. Mientras apretaba contra sí el cuerpo de la muchacha dos cosas le vinieron a la mente; una que no sólo había heredado de su tío al almacén y lo otro era que lo de ir a la playa quedaría para otra noche; ahora tenía algo más interesante para hacer.
* * *
Lo despertaron golpes en la puerta. Abrió un ojo. Ya era de día. Moria no estaba en la cama pero escuchaba ruidos en la cocina, estaría haciendo el desayuno. —¡Ya voy! —gritó y rápidamente se puso la ropa que tenía a mano. Pasó por la cocina y le tocó la cola a la muchacha que se dio vuelta y le sonrió, estaba contenta. Abrió la puerta y toda su alegría se vino abajo. Era el Comisario.
—Buen día don Carlos. Disculpe que lo moleste pero estoy buscando a su tío.
El muchacho se quedó duro. De golpe se acordó que no había enterrado el cuerpo y se imaginó que lo habrían encontrado.
—¿Y por qué viene a buscarlo acá? Vaya a su casa —contestó de mala manera.
—Es que vengo de ahí don Carlos, y no estaba. Por eso vengo acá.
—Acá no está. No lo entiendo Comisario.
—Es que se me ocurrió que quizás se había ido unos días y usted lo sabría.
Cuando escuchó esto Carlos se aflojó. No habían encontrado el cuerpo.
—Disculpe que le haya contestado así Comisario. Es que no dormí bien —dijo en tono conciliador—. Mi tío se fue a Río Gallegos por unos días y capaz que de ahí se va a Buenos Aires. La verdad es que no sé cuándo va a volver. Pero le pido perdón por haberle contestado mal.
—No tiene nada que disculparse don Carlos. Si ya me imagino por qué no durmió bien en la noche —dijo con una sonrisa haciendo un gesto que aludía a los ruidos que venían de la cocina.
—No es lo que usted piensa, sólo vino a hacer el desayuno —trató de explicar Carlos pero para cambiar de tema preguntó—, ¿para qué lo buscaba a mi tío?
—Para pedirle disculpas de lo de antes de ayer.
—No entiendo.
—El otro día, cuando fui al almacén, le hablé a don Francisco como si fuera sospechoso de un crimen.
—Sí, fue muy duro para mi tío, quedó muy decepcionado.
—Sí lo sé —siguió el Comisario—. Por eso quería disculparme personalmente. No hay nada de qué acusarlo.
—Claro que no. Pero, ¿hay algo nuevo? —preguntó Carlos con curiosidad.
—Sí, apareció el Chino.
—¡¿Cómo?! —exclamó Carlos sorprendido.
—Sí, era como ustedes decían. Ayer recibimos un telegrama de Corrientes. El Chino apareció ayer por lo de su hermana.
—Qué raro… —se le escapó a Carlos.
—¿Por qué raro? Es lo que ustedes decían.
—Sí, claro… lo raro es que haya tardado tanto en aparecer en Corrientes —trató de explicar Carlos.
—Debe ser como dijo don Francisco. Se habrá emborrachado, encontrado alguna mujer en un pueblo y se quedó hasta que lo echaron.
—Sí, debe de haber sido eso —contestó Carlos aceptando la explicación que le resultaba tan conveniente—. Despreocúpese Comisario, que yo le voy a hacer saber a mi tío que usted vino a disculparse.
—Bueno, me voy entonces don Carlos. Y lo felicito por lo que tiene adentro —dijo en tono pícaro.
Carlos cerró la puerta y se quedó parado, pensando con preocupación. ¿Sería cierto? ¿Estaría vivo el Chino? ¿Quién había matado a su tío? No podía ser el Chino porque venir desde Corrientes llevaba por lo menos dos semanas y decían que él apareció hacía dos días. Algo raro estaba pasando y estaba suelto el que mató a su tío y capaz que ahora venía por él. Había que estar atento.
—¿Qué quería el Comisario? —preguntó la chica con inocencia.
—Saludarlo a mi tío —dijo Carlos escondiendo la información del Chino.
—No lo va a poder saludar nunca más —dijo ella con total seguridad.
—¿Por qué decís eso? ¿Qué sabés vos? —dijo él poniéndose muy serio.
—No creo que venga. Se va a quedar en Buenos Aires y ahora el patroncito es usted —dijo ella desarmándolo con una sonrisa seguida de un beso apasionado.
* * *
Ni el día siguiente ni el otro pudo Carlos aprovechar la noche para enterrar a su tío, casi no dormía, Moria era muy demandante. Con el fin de seguir adelante con la mentira, le dijo a la chica que empacara la ropa de su tío para mandarla a Buenos Aires; ya vería que haría con su casa, si venderla o mudarse a ella porque era más grande. Cuando Moria le dijo que ya estaba todo listo Carlos pasó por la casa de Francisco para, antes de despacharla, ver si algo de su ropa le servía y fue entonces que descubrió algo perturbador. Hasta el momento todo había cambiado para mejor. Tan sólo la sombra del Chino lo preocupaba, ¿y si aparecía? Por alguna razón pensó que lo que acababa de descubrir era obra del Chino.
—¿Qué hacen estas botas acá? —preguntó casi enojado.
—Son de su tío —respondió ella a esa obviedad.
—Eso ya lo sé. Pregunto por qué están acá.
—A don Francisco le gustan, las usa casi todo el tiempo. Me pareció raro que no se las hubiera llevado a Río Gallegos.
—Sí... es cierto —dijo él cambiando el tono para no parecer demasiado sospechoso. Si la memoria no le fallaba esas eran las botas que llevaba su tío cuando lo encontró muerto estaqueado.
—Pero sabe qué, patroncito. Las tuve que limpiar muchísimo porque estaban mojadas y llenas de arena. Será por eso que su tío no se las llevó.
Eso aumentaba sus sospechas ¿Eran las botas del cuerpo de su tío? Moria ¿tenían arena de la playa?
—¡Qué se yo! Tenían mucha arena.
—Pero ¿estaban muy mojadas, como si hubieran estado en el agua, en la playa?
—Patroncito, estaban sucias y mojadas. No sé si de la playa o no. A don Francisco no le gustaba la playa.
Pero ¿Qué importa eso? Quedaron bien, ¿no?
La cabeza de Carlos le daba vueltas a toda velocidad.
—Si Moria, quedaron bien —le dijo él tratando de sonar normal—. Quedaron muy bien.
—¡Pero me costó un trabajo, patroncito!
* * *
La cabeza de Carlos no podía pensar en otra cosa que no fueran esas botas. ¿Eran las del cuerpo de su tío? ¿Cómo habían llegado a su casa? Si era así estaba seguro que algo tenía que ver con la aparición del Chino. Tenía que sacarse la duda. Tenía que ir a ver el cuerpo de su tío. ¿Pero cuando? Si Moria no lo dejaba en paz. Por suerte se le ocurrió una idea, iba a resucitar su viejo proyecto de un almacén en el otro pueblo.
—¿Entonces sale muy temprano para Piedrabuena, patroncito?
—Sí. Tengo que encontrarme con el dueño de un local con el que podríamos abrir otro almacén y él sólo me lo puede mostrar por la mañana.
—Son más de tres horas de jineteada.
—Me voy antes de que salga el sol.
—¿Qué le preparo para llevarse?
—Nada Moria, gracias. Si me da hambre como algo allá.
Se despertó mucho antes de que saliera el sol y se vistió casi sin hacer ruido pero igualmente la muchacha abrió los ojos. Con una sonrisa le alcanzó una botellita.
—Tome patroncito. Le preparé ginebra con anís. Para el frío de la mañana.
—Gracias —contestó Carlos. No acostumbraba tomar temprano pero para este caso le parecía una buena idea.
Salió en la oscuridad. Era lo que quería, para que nadie del pueblo lo viera. Encaró para la playa. Tenía un rato hasta Punta Quilla. Le dio trote a su caballo, quería llegar justo con el alba. Precisaba luz pero que no hubiera gente en el camino. El viento frío le castigaba la espalda. —¿Serían las botas del cuerpo? ¿Cómo habían llegado a la casa del tío? Ese Chino hijo de puta.
De pronto tuvo la sensación de sentirse observado. Detuvo el caballo y escuchó. Nada. Era su cabeza que le estaba jugando una mala pasada. Siguió al trote. Siguió preocupado. De repente la pareció escuchar un relincho. Paró en seco, dio la vuelta. Estaba clareando, todavía no se veía mucho pero parecía que la playa estaba vacía. ¿Sería su cabeza? Hubiera jurado haber escuchado un relincho. Le dio un rebencazo a su bayo y galopó hacia el pueblo. Si alguien lo seguía por lo menos tenía que encontrar las huellas. Pero nada. Se detuvo otra vez. Escuchó. Nada. Era su cabeza nomás. Para ganar tiempo galopó.
De lejos vio buitres, jotes le decían ahí. Una mala señal.
* * *
—Puta madre —dijo. Lo que veía era espantoso. Asomaba un brazo que parecía mordido, seguramente por zorros. Había un olor nauseabundo y una nube de moscas que rodeaba el lugar. Asqueado, Carlos tomó coraje con un trago de la ginebra. —Qué gusto tan especial le da el anís —pensó.
Con la pala se puso a sacar la arena y las piedras, quería ver si estaban las botas o no. Le dio la impresión de que el suelo había sido revuelto, que estaba más suelto, que alguien ya lo había paleado antes que él.
Con la punta de la pala tocó los pies del muerto. Hizo palanca y los levantó. Las botas no estaban.
Carlos se quedó paralizado. Sus peores temores se habían hecho realidad. Qué ironía, se preocupaba por el cadáver de un crimen que él no había cometido, pero no podría convencer a nadie que no había sido él. Se había quedado con el almacén de su tío, con la mujer de su tío y el verdadero asesino, sin duda había sido el Chino, en Corrientes.
Se tomó otro trago de ginebra y se preparó a hacer lo que ya tenía pensado.
Alguien había encontrado el cuerpo. Pero si volvía a hacer desaparecer el cadáver no habría manera que lo pudieran incriminar. Se tomó un trago de ginebra y sacó la bolsa de arpillera que había traído y le metió bastantes piedras. Luego, luchando contra las náuseas que le causaba el olor sacó todo el cuerpo de la tierra y se las ingenió para meterlo en la arpillera. Se tomó otro trago de ginebra. Se sentía mareado pero debía ser ese olor asqueroso. Cerro la bolsa con un buen nudo de soga y además le puso alambre. ¡Qué mareo que tenía! Pero ahora se iba a despertar porque se iba a meter en el agua. Arrastró el cuerpo por la playa en dirección al mar. Estaba lejos porque la marea estaba bien baja, era parte del plan. Cada vez estaba más mareado, el cuerpo de su tío le pesaba horrores. ¡Tenía que hacer ese esfuerzo! Lo arrastró y lo arrastró hasta que llegó a la orilla. ¿Qué le estaba pasando? ¿Sería que casi no había dormido por los nervios?
Ahora el último esfuerzo era meterse con la bolsa bien adentro del agua, la idea era que las piedras harían que el cuerpo nunca saliera a flote. Sacarse las botas le pareció un suplicio, cada pierna le pesaba más que una locomotora. Como pudo lo hizo. Se paró, agarró la bolsa, hizo fuerza pero perdió el equilibrio y se cayó. Una ola le lamió la cara. ¡La marea estaba empezando a subir! Había que apurarse. Por suerte el agua fría lo había despertado un poco. Sacando fuerzas de la nada se fue metiendo en el agua y arrastraba la bolsa. Las olas, cada vez más grandes, amenazaban con voltearlo. Más adentro, había que llevar el cuerpo más adentro para que nadie nunca lo encontrara. El agua le llegaba a la cintura y las olas ganaban fuerza a medida que él la perdía. —Más adentro —pensaba, pero una ola le pasó por arriba y lo revolcó. Soltó la bolsa. La ola lo llevó lejos. Exhausto, miró mar adentro, la bolsa no se veía. Estaba bien así. Además ya no tenía fuerzas para nada. Otra ola lo golpeó y lo tiró, tragó agua. No daba más. Ayudándose con las manos pudo salir del agua. Se arrastró lo más que pudo del agua porque la marea subía rápidamente. Se dejó caer en la arena. La cabeza le daba vueltas. Su cuerpo le pesaba tanto que no podía moverse. Los ojos se le cerraban. Se dejó estar. Escuchaba el viento en sus orejas. El frío lo hacía temblar. ¿Habría sido la ginebra? Pero si había tomado sólo un poquito. ¿Le habría caído mal el anís? ¿Moria le habría puesto algo más a la ginebra? Lo que es la cabeza… se acordó que su tío le había dicho que al Chino lo había dormido con unas pastillas en la ginebra… ¿Sería que Moria…?
Se quedó dormido. En lo más profundo de su sueño escuchó voces. ¿Lo venían a rescatar? Soñaba que lo rescataban. Lo arrastraban. Hablaban. La voz de hombre decía: —Así este hijo de puta va a sentir lo mismo que yo sentí. —Carlos no entendía. La mujer le contestaba—: Pero a este, como al otro, no lo va a salvar nadie. —Carlos otra vez sucumbió al sueño.
Lo despertó el agua cuando una ola lo alcanzó. Se acordaba que se había dormido después de dejar el cuerpo de su tío mar adentro. Trató de levantarse pero, a pesar de que la fuerza le estaba volviendo, ni sus brazos ni sus piernas le respondían. Tenía el cuerpo estirado abierto en cruz. Otra ola lo alcanzó. Tironeó del brazo. ¡Estaba atado! Otra ola lo cubrió pero pudo levantar la cabeza para no ahogarse. Carlos entendió la situación y gritó un alarido de terror.
¡Estaba estaqueado! Otra ola…
* * *
El Comisario entró al almacén y se sorprendió.
—¡Chino! Era cierto nomás. Ya volviste.
—¿Cómo anda Comisario?
—Que susto que nos diste, Chino. Pensamos que te habías muerto, te había tragado la tierra. Si hasta el Juez me mandó investigar tu desaparición.
—Pero no era nada de eso. Lo que pasó es que discutí con don Francisco y me volví a Corrientes, nomás.
—Sabía de la discusión. Don Francisco dijo que le estabas robando.
—Mentira del viejo. Me echó porque la Moria lo dejó por mí.
—Pero mirá vos —dijo el Comisario—. ¿Y cómo fue que volviste?
—Me llamó don Carlos para que volviera.
—No me dijo nada. ¿Y dónde están él y don Francisco?
—Por eso me llamaron. Es que los dos se fueron a vivir a Buenos Aires —explicó el Chino—. Entonces me pidieron que les cuide el boliche y les mando la plata todos los meses.
—¡Qué comodones! Así que te dejan a vos trabajando y ellos se gastan la plata en Buenos Aires.
—A mí me conviene —dijo el Chino—. Me quedo viviendo en una de las casas y…
La puerta de atrás del mostrador se abrió y entró Moria. Mirando a la chica el Comisario se apuró a decir: —¡Claro que te conviene!
—Hola Moria. ¿Cómo andás? Me estaba contando el Chino… ¿Cuántos cambios, no?
—¿Cómo anda Comisario? ¿Le contó todo, el Chino?
—Me dijo que los patrones se fueron a Buenos Aires y le dejaron el Almacén.
—Nos dejaron el Almacén —dijo la chica recalcando el “nos”—. Pero entonces no le contó la otra novedad.
—No. ¿Cuál?
—Que con la Moria nos vamos a casar —dijo el Chino con una sonrisa.
—Mirá vos.
—Sí —dijo la chica, y llevándose la mano a su abdomen, aclaró—, estamos esperando un Chinito.