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Asuntos de familia


Esta como muchas otras historias se remonta a esa parte del pasado que algunos llaman antigüedad y sobrevive en el más absoluto secreto gracias al celo que la rama materna de nuestra familia ha impuesto a lo insospechado de nuestra actividad. Un riguroso y sistemático registro de las prácticas familiares guarda puntilloso detalle de su alcance, persistencia y variedad desde el mismísimo primero de sus días.

Los hechos tienen su origen en la Universidad de Salamanca, la más antigua del mundo hispano y la tercera de Europa, al poco tiempo que dejara su condición de Escuela Catedralicia y su santidad Alejandro IV le concediera reconocimiento mediante bula papal.

Respecto a la identidad del miembro de la familia que da comienzo a lo nuestro, ya entonces todos se referían a él como el tío Alfredo, encargado de la Cátedra de Gramática, escrita con mayúsculas como mandaba la costumbre de la época, que se dictaba los martes y viernes por las mañanas y era reconocida como una de las mejores de Europa gracias a la amplitud de los conocimientos del tío y a la generosa y bien humorada manera con que los compartía.

Registros en poder de la familia acreditan que entre los pocos privilegiados que asistían a la cátedra en mención —la educación universitaria de calidad era entonces, como lo es hoy, prerrogativa de pocos— se encontraban herederos de nobles familias de la Meseta Norte, Galicia, Asturias y Portugal. Sin más detalles de interés sobre el particular que origina este relato, procedo a contarlo.

Usaba esa mañana el susodicho tío una historia popular para ilustrar cómo las declinaciones en griego, lengua docta y preferida en las aulas universitarias de la época, producen un cambio gramatical a diferencia de las derivaciones que los producen semánticos, cuando a mitad de una frase se topó con la inesperada ausencia de una palabra. Sabía perfectamente lo que quería decir, tenía absoluta claridad del significado del vocablo a insertar cuando, con sorpresa y enfado, descubrió que la referida palabra no existía.

No había término alguno en la joven lengua, entonces castellano medieval, para expresar lo que pese a su certeza el tío Alfredo no pudo pronunciar. Un rictus de malestar se apoderó de su rostro. Un temblor in crescendo ganó por completo sus manos y un insoportable silencio enmudeció al tío y, de paso, a la sala.

Cabe agregar —no son precisos más detalles— que, tras lo ocurrido, el tío abandonó la cátedra sin dar explicación alguna y por muy largo tiempo nadie supo nada de él. Corrían los últimos días de marzo de 1237 cuando dejó la universidad, y su esposa, sus hijos y él desaparecieron de Salamanca.

Encerrado entre las cuatro paredes de la biblioteca de un acogedor palacio a orillas de un tranquilo canal de Brujas, el tío Alfredo dedicó sus días y sus noches al estudio de la formación de las palabras, asunto sobre el que a la fecha no había escrita ni una sola línea. Obsesionado con encontrar, entender y acortar el proceso mediante el cual unidades fonéticas alcanzaban significado y sentido en la lengua, consultó copias y manuscritos, y se sometió a la más estricta práctica de composición de la que se tenga registro. Griego, latín, flamenco, galo y otras lenguas romances fueron materia de su investigación.

Mucho antes que lingüistas y filólogos, el tío Alfredo transitó la teoría que conjetura que es del latín vulgar de donde proceden las lenguas romances y buscó en él vestigios que le ayudasen a resolver el misterio de la formación de las palabras. En sus desvelos hizo apuntes sobre lenición y palatalización, creyendo que en ellos podría hallar el patrón mediante el cual, a partir del sonido, se unen letras y se forman sílabas hasta convertirse en morfemas.

Ojeroso y demacrado, sentó las bases del hoy llamado «estructuralismo», concluyendo que las palabras no son más que el fruto de nuevas situaciones culturales, que terminan siendo su causa y origen. Fue así que se lanzó al ambicioso proyecto de desarrollar un método que le permitiese, a la brevedad, introducir en el idioma un gran número de palabras que, a su juicio, urgían y él echaba de menos.

Su esposa, empleados e hijos fueron, sin saberlo, sus conejillos de Indias. Con ellos probaba sus avances y eran ellos quienes hacían evidentes sus retrocesos. Para el resto de la humanidad, qué hizo, adónde fue y con quiénes estuvo durante esos años fue un absoluto misterio.

Dos primaveras después de desaparecer de Salamanca, entró en contacto con sus hermanos mediante breves y cariñosas notas con las que retomaba el vínculo temporalmente interrumpido. Las misivas los convocaban a reunirse en la joven comarca de Flandes, convertida ya en una próspera y acogedora región de la llamada Baja Edad Media.

Minuciosos apuntes de ese encuentro, convertidos en el primer registro del riguroso trabajo que desde entonces fue asumido como un compromiso familiar, señalan que fue abril de 1239 cuando los cuatro hermanos, sus hijos y esposas volvieron a reunirse.

Durante los primeros días en Brujas nadie habló de su prolongada desaparición. Todos sabían que él elegiría el día, momento y lugar para tocar el tema de considerarlo necesario, y hasta que no fuese así, había muchas otras cosas de las cuales conversar: los hijos, las rentas y los cambios que como tormentas soplaban por Europa.

Finalmente, una noche el tío Alfredo sugirió hacer la sobremesa en su biblioteca, hecho que sus hermanos tomaron como una señal. Él dispuso el sitio de cada uno en los sillones y las sillas. Él sirvió las aguas calientes y las ardientes para evitar las distracciones por el ir y venir del personal a su servicio. Una vez todos atendidos, caminó lentamente a tomar posesión de su lugar y, sin preámbulo alguno, mientras se acomodaba en el sillón tras su mesa de trabajo, levantó la cabeza, los miró y pronunció una sola palabra.

Una simple, corta y única palabra. Sin más tiempo que el necesario para escrutar sus ojos, volvió a pronunciarla. Esta vez en una frase que para su satisfacción pasó los filtros de la compresión y del entendimiento. Ninguno de los presentes preguntó por ella o cuestionó su existencia. Ninguno declaró no entenderla y la conversación siguió el curso que siguen las conversaciones mientras no hay palabra que amerite explicación.

Con esto, el tío Alfredo comprobó la correcta elección de las sílabas y lo apropiado del orden en que las había puesto. Ninguno de los presentes, ni joven ni viejo, objetó ni cuestionó su significado. Ninguno reparó en su novedad ni en su anterior inexistencia en el idioma. Desde esa noche, inspirados e instruidos por el tío en los secretos de su arte, los miembros de nuestra familia por la rama materna nos dedicamos a la creación de palabras.

Nos pasman y aburren los protocolos de la Real Academia de la Lengua. Nos deprimen las investigaciones y encuestas de los diccionaristas y nos aterra el tiempo que toma determinar «cuál es el vocablo que habitualmente utiliza para referirse a la herramienta con la que recoge el líquido caliente del plato para llevarlo a la boca», para luego de años de encuestas aquí y allá terminar sentenciando ‘cuchara’ e incluir las tres sílabas juntas en el diccionario. En resumen, para nosotros, el idioma no funciona así.

Por ello, miembros de la familia venidos de diversos rincones del mundo nos reunimos una vez al año a proponer y elegir qué nueva palabra vamos a introducir al idioma castellano. Como nos lo recuerda el tío Fermín, nuestra familia tiene un rol activo y discreto en el progreso de la lengua, y trabaja en el desarrollo y creación de palabras que introducimos mediante un proceso rigurosamente respetado.

Se nos deben —lo digo con humildad— palabras que en su momento eran urgentes para los hablantes del joven castellano: ‘crucifijo’, ‘magdalena’, ‘fariseo’ y ‘calvario’. Son memorables, en el seno de nuestros encuentros familiares, sustentaciones como la realizada por la tía María de las Mercedes para la aceptación de ‘hidalgo’ o la de los primos Javier, Ernesto y Matilda para ‘alharaca’, hermosa palabra con dejos moros, primera creación en grupo que, como de todas las demás, la familia guarda documentado registro.

Somos responsables —y no nos avergüenza— de vocablos como ‘genocidio’, ‘tirano’ y ‘dictador’, palabras que, como quedó demostrado por su inmediata aceptación e incorporación al lenguaje, el idioma requería a gritos y no podía esperar los años, cuando no siglos, que le toma al imaginario popular elegir vocales y consonantes, formar sílabas, juntarlas y darles sentido a unidades fonéticas. ¡No! Lo nuestro es, pese al tiempo que invertimos, intervención inmediata. No podemos esperar lo que le toma a una palabra surgir, madurar y saltar al lenguaje. Menos aguardar a que esta aparezca espontáneamente en Buenos Aires, Madrid o las afueras de Cuenca.

Ya en tiempos modernos, nos reunimos en primavera en casa del primo Antonio, quien, para los efectos, armó un lindo rancho en una pequeña isla del Pavón antes de su encuentro con el Paraná. Ahí presentamos, sustentamos, discutimos y aprobamos cuál de las palabras propuestas será elegida para incorporar al idioma, hecho que obviamente hacemos desde el más riguroso anonimato.

Mate, asado, bochas y té con medialunas durante el día dan paso a reuniones a las que ingresamos rigurosamente todas las noches a las nueve sin saber a qué hora habremos de salir.

Es allí donde cada uno o cada grupo de los que suelen formarse presenta su propuesta. Desde hace cientos de años, en reuniones como estas, miembros de la familia crearon palabras como ‘carnívora’ y ‘flácida’, para al año siguiente introducir ‘esdrújula’. Somos responsables de ‘caricia’, ‘espuma’ y ‘tiritar’, que años más tarde los señores de la Academia incorporaron a sus textos en pomposas ceremonias, felicitándose por el esfuerzo y trabajo necesarios para descubrirlas, registrarlas y agregarlas oficialmente al diccionario.

Solo tras una detallada sustentación del término, que requiere de por los menos tres cuartos de los votos del total de los mayores para ser aprobada, quien la propone explica su estrategia de introducción. Una diferente para cada palabra. Se elegirá un país, un grupo humano, una fecha y momento para soltarla.

Es importante saber que, pronunciada por primera vez, la palabra en mención no ha de requerir de explicaciones. Su éxito consiste en su aceptación inmediata por el grupo y en su incorporación espontánea al lenguaje. Son ellos los que, orgullosos de poseerlas, las usarán cuantas veces les sea posible, esparciéndolas como los pétalos del diente de león o panadero, que se desprenden y vuelan cuando soplamos suavemente sobre ellos.

De aquel memorable y prolífico encuentro en Brujas, nuestra lengua conserva, utiliza y goza de ‘cuento’.

Hallazgos y extravíos

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