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Último minuto


El beeper que lleva pegado a la cintura, escondido entre el pantalón y la piel, vibra. Nadie más que él percibe su llamado. Optó por enmudecer su timbre y resumir sus alertas a un zumbido cuando descubrió que, tras recibir los mensajes, otros periodistas lo seguían. Odia que metan las narices en sus cosas. Vuelve a vibrar.

Es domingo al mediodía y, por lo general, los domingos a esa hora —piensa— no suele pasar nada por lo que valga la pena dejar de hacer nada, que es justamente lo que él está haciendo. Ni los milicos ni los terrucos batallan los domingos. Ya han hecho tantas cagadas —sigue pensando— que se toman ese día para el descanso. Hijos de puta, sentencia.

Toma el tenedor, voltea con cuidado el trozo de cuadril que ha puesto sobre la parrilla dos o tres copas atrás, y gira para ver a Matías correr tras la pelota en el jardín. Dispersos bajo los árboles, los amigos se esmeran en desaparecer chorizos, alitas de pollo marinadas en salsa de soya y limón y algunas botellas de tinto. El beeper vuelve vibrar.

Esperando turno para ocupar su lugar sobre la superficie de cuarzo, las letras del mensaje comienzan a desfilar una tras otra a medida que él aprieta con desgano un botón. matanperiodistaalestedelima.

Recompone el mensaje partido por la pequeñez de la pantalla en la que no entra una palabra completa y, mientras las letras se juntan y cobran sentido en algún lugar de su cabeza, confirma que hay días en los que su tranquilidad no resiste la contundencia de los quince caracteres del dichoso aparato.

—¡Mierda! —exclama.

Luego de opinar en dos conversaciones que se le cruzan camino a la piscina, llega al borde y se deja caer. Sus manos cortan en silencio la tranquila superficie y su cuerpo desaparece convertido en un mosaico de colores y formas imprecisas que se descompone y recompone a medida que avanza debajo del agua. Cuando sale, Marisa lo espera sentada en el borde con una cariñosa y discreta sonrisa. En el otro extremo del jardín, sobre una cajetilla de cigarros, el beeper prende y apaga una luz que nadie más parece ver y le recuerda su presencia.

Parado al lado de la parrilla, separa un generoso trozo de carne que deja sobre su plato. La cigarra vuelve a vibrar. Camina hasta un sofá arrastrando los pies y los datos hasta entonces recibidos. Se deja caer junto a Marisa mientras se pregunta quién puede ser el muerto. En la lista de desaparecidos que recuerda, esa de los que todavía no son formalmente muertos, no hay periodistas, y con rabia y con pena reconoce que los periodistas muertos para entonces ya tienen lista propia.

Se lleva a la boca un trozo de carne con algo de ensalada. Mastica lentamente. Cierra los ojos y el sabor de la sangre con el vinagre, los tomates y el ajo lo llevan de vuelta a un lugar de su infancia del que quisiera no tener que regresar. La poca información recibida hasta entonces lo molesta como una piedra en el zapato. Aprieta nuevamente el botón que libera el mensaje: caecorresponsal extranjero. Un corresponsal de prensa extranjera muerto es alguien conocido y, más aún, es, sin duda, un amigo.

Pasa con dificultad el bocado, como con dificultad ha tenido que pasar por un país que despertó una mañana con perros muertos amarrados a los postes. Un país de niños con el vientre hinchado a reventar que lloran al lado de padres, hermanos y desconocidos recién asesinados. Un país de mujeres que sollozan en un idioma que no entiende. Y lágrimas y sangre y ganas de llorar. Un triste país de víctimas y victimarios, de verdugos, de exterminadores, de generales y de soldados rasos, de conscriptos, de hombres, de mujeres y de niños que gritan su verdad, la única que conocen, la única que vale, en lenguas que, sin comprenderse entre ellas, no pueden conversar.

Un país de muchachos que van a la guerra sin saber por qué tienen que matar. Un país que llora en silencio los clavos y tuercas oxidados que atraviesan el aire, arrancan paredes y siembran tuertos, mutilados y viudas a su paso. Un país que, ya sin asombro, secó sus ojos de lágrimas frente a una caja de luz en la que ve morir a sus muertos una, dos, tres y mil veces. Un país que le duele, le aterra y le da de trabajar.

Uno a uno desfilan por su mente los pocos corresponsales de prensa extranjera que quedan en Lima en esos días. Conoce sus comisiones y reconstruye sus historias con la esperanza de no encontrar nada que los haga encajar en el final descrito por el receptor que vuelve a vibrar.

Arruga la servilleta que lleva sobre las faldas, no se molesta en disimular la llegada del mensaje y aprieta con ansiedad el botón que pone a desfilar nuevamente las letras. Dos bocados antes él ya había decidido ir por la noticia.

Una vez más la pequeña pantalla que sostiene entre los dedos descarga su mensaje. Un extraño silencio lo envuelve todo y ha enmudecido las voces, las risas y hasta los reclamos de Martín, que lo jala de la camisa para ir a jugar. Se levanta y camina hasta un rincón en el que las letras terminan de llegar: afuerascruzdelaya. Cierra el puño, da media vuelta y corre.

De los pies de la cama toma el jean que se pone sobre las piernas aún mojadas, el celular y las llaves del auto de la mesa de noche; y a punto de salir de la casa, levanta al vuelo la casaca que había tirado sobre el sillón de la sala por la mañana al llegar. A trancos cruza el jardín y alcanza a Marisa recogiendo a Martín en el camino. Como muchos otros días, se despide de ambos con un beso y un «ya regreso» por toda explicación.

Cruz de Laya está al fondo de una quebrada que cambia de nombre según el antojo de los que viven al borde de su río. Mientras prende el motor del jeep, traza mentalmente el trayecto que debe seguir, calculando que si toma el desvío a la entrada de Nieve Nieve puede ahorrase hasta media hora y ser el primero en llegar.

Sale de la casa dejando atrás a los perros que corren ladrando a las llantas. Repasa el orden en el que debe dar las instrucciones ni bien tenga señal en la radio. Trata de imaginar el lugar al que se dirige y una vez más el oficio lo empuja a ponerle cara al cadáver, a darle identidad. Lucha porque ninguno de sus amigos encaje en la noticia hasta que alcanza la cumbre desde donde puede hablar.

Entonces vocifera:

—Que Jorge se venga de inmediato a Cruz de Laya. Cruz de Laya —repite estirando las sílabas para darle tiempo de anotar—. Está después de Cieneguilla, pasando Ocurure y La Pampilla. Que traiga dos baterías para mi cámara y luces de apoyo. Ah, y que esté atento a la radio, avísale que en esta zona hay problemas de señal.

Y sí, la señal sube y baja, aparece y desaparece por momentos devolviéndole el eco de palabras entrecortadas. Pisa el freno, se detiene en medio de una curva y grita, como si gritar fuese a resolver el problema:

—Que Augusto prepare la isla de edición para cuando regrese. Y usted pida diez minutos de satélite. Avise a Nueva York que a medianoche les hacemos un despacho especial.

Como tantas otras veces, a medida que se acerca a la noticia, titulares en mayúsculas entran y salen de su cabeza. Textos con un resumen de los hechos van levantándose en pantallas imaginarias con las partes más relevantes remarcadas en negritas.

Comparte su trabajo de corresponsal de prensa con su afición por escribir crónicas que vende a dos o tres revistas europeas. Desde hace tres meses prepara en exclusiva un informe para una de ellas. Investiga a un capitán que trafica con pertrechos de guerra comprados a oficiales del ejército peruano que luego vende a narcos en Colombia. Una historia en la que el joven oficial ignora que no es más que otra de las fichas que mueven manos de hombres que no conoce ni imagina.

A mitad del trayecto, luchando contra los altibajos de la señal, el beeper vuelve a vibrar. detrascementerio sextomollealaderecha. Ya falta poco, es solo cuestión de una curva más a las afueras del pueblo y repetir las partes de un rito que con el tiempo se ha convertido en rutina. Detiene la camioneta a distancia prudencial para no contaminar las tomas con su presencia. Coloca dos baterías en el chaleco y otra en la cámara. Confirma que la cinta es virgen y está lista para grabar.

Entonces llega. Detiene la camioneta, levanta el freno de mano con la derecha mientras abre la puerta con la izquierda. Se deja caer del asiento hasta que una de sus botas golpea el suelo con todo el peso de su cuerpo. Una gruesa nube de tierra muerta se levanta y devora sus pies. Se cuelga la cámara al hombro, cierra la puerta y se echa a andar. Gira la cabeza de izquierda a derecha, uno, dos, tres, los cuenta, cuatro, cinco molles y un matorral. No entiende. Vuelve a contar. Aguza la mirada, gira a la izquierda. Es a la derecha, corrige, y, tímido sobre el matorral, descubre que asoman las jóvenes ramas del sexto. No es la primera ni será la última vez que me tope con un muerto en la maleza —piensa—. El beeper vuelve a vibrar, pero no le hace caso. Él solo avanza, ya nada lo distrae. Inhala y exhala con fuerza mientras las letras que decide no leer se acumulan y empujan sin alcanzar la pantalla. Al pie del molle, acurrucado entre el follaje, el joven capitán le da la bienvenida descargando íntegra sobre él la cacerina de su UZI.

Hallazgos y extravíos

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