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La eternidad

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Había empezado a nevar, ¿o eran cenizas? Como fuere, una sustancia en copos caía del cielo esa mañana y se pegaba en la piel y en la ropa.

El aislamiento decretado a raíz de la pandemia seguía resguardando a la población dentro de sus casas. Rodaba como esas minúsculas gotas de algo que caía, fastidioso, tardío en su latencia, y pegajoso.

Se atravesaba una cuarta etapa de cuarentena. El encierro continuo había modificado costumbres. La apreciación más evidente consistía en aceptar la falta de urgencia en la vida cotidiana, incluso para efectuar trámites habituales y externos.

Este aplazamiento de casi todo habilitaba como consecuencia introspecciones, recuperaciones de pasatiempos y deudas olvidadas, revisiones de cajas llenas de recuerdos, soledades, silencios y también preguntas.

Los relojes de pulsera reposaban sobre una mesa de luz, inútiles y polvorientos. Igualmente, las agendas, las mochilas y los portafolios. Los celulares y las netbooks, en cambio, se erigían en los emisarios preferidos y también avasallados de voces y rostros.

Era el invierno y el sol de fulgor declinante, similar a un globo rojo y viscoso, caía a una hora muy temprana.

La percepción de pérdida en esos momentos era inenarrable. En los hogares acometía un vacío paulatino. Las cosas y los cuerpos eran despojados abruptamente de una pincelada de brillo, y en instantes se quedaban quietos tragados en una penumbra. Cientos de lámparas se encendían de inmediato para contrarrestar no solo la oscuridad sino la angustia que esperaba atrincherada para tomar posesión de los habitantes.

… Pero todavía había mucha luz en aquella mañana fría y untuosa.

Bernardo sonrió y se desprendió de su escalofrío nocturno. Estaba asomado a la ventana que daba al jardín, observando cómo aquella arena se depositaba en su campera.

–¿Qué es esto que nieva o llueve? –se preguntó a sí mismo, o a Laura.

–¿Cómo que llueve? Si hay mucho sol –replicó Laura desde la habitación.

La joven se acercó a la ventana y se asombró al ver las partículas que se mecían en el aire como las flores del diente de león.

–Extrañísimo –dijo, sacando su mano y dejando que se empolvara de aquel talco.

–¿No viste nada en la tele? –preguntó a Bernardo.

–Nada. Recién miré. Pensé que podía ser humo de alguna fábrica o incluso ceniza llegada de algún volcán.

–Lo sabríamos desde hace días –confirmó Laura. Miró al joven barbado, cubierto con una especie de uniforme.

–¿Qué vas a hacer, vas a salir igual? –le preguntó.

–Y, sí. Tenemos que hacer la compra de la semana.

El joven alargó su brazo moteado de grumos y acarició la panza de seis meses de su compañera. Ella le devolvió el gesto y pasó su mano por el pelo negro y enrulado.

Bernardo preparó las bolsas de compras. Ya estaba enfundado con un pantalón grueso de gimnasia, zapatillas envueltas en polietileno y una campera polar. Se colocó una bufanda, un gorro y Laura lo ayudó con el barbijo.

–¿Tenés todo? ¿Llevas la lista y las tarjetas? ¿Dinero, llaves?

–Sí, tranquila. Tengo todo. El celular lo dejo, como recomiendan –Bernardo, detrás del tapabocas, abrió sus ojos como para amilanarla y puso sus brazos en jarra. Ambos rieron.

Aferró las bolsas, se colocó los lentes de sol, abrazó a su esposa como si la despidiese antes de ingresar a un campo de guerra y salió por el corredor hacia la calle.

Laura lo vio irse. Cerró la puerta y empezó a prepararse un té. La esperaba una sesión de consulta virtual de historia con sus alumnos del secundario. Las clases seguían construyéndose como se podía, con la idea de una casi segura postergación presencial por el resto del año.

Encendió la computadora y en el fondo de pantalla vio la postal que desde enero le daba la bienvenida. Era el cañón del río Atuel, en Mendoza.

Habían pasado unos días inolvidables con Bernardo en ese extasiante lugar. Laura, a orillas del río, le había dicho que estaba embarazada.

Se quedó mirando como por primera vez aquel paisaje.

El ángulo tomaba una panorámica. Desde un punto elevado se veía la curva del cauce ancho y los barrancos escarpados que se perdían en un laberinto de rocas rojas y pardas. El agua azul turquesa, por momentos verde, lamía las riberas cubiertas con algunos sauces, creando playas de arena blanca y fina. Laura buscó en sus archivos algunos videos del paraje. Encontró uno que prácticamente espejaba la foto detenida.

Ahora podía apreciarse el movimiento de la corriente, el de las copas de los sauces, escucharse un reposado sonido a viento e, incluso, algunas aves pasar rápidamente por un cielo de esmalte. No había humanos, solo ese entorno desnudo e inocente.

“La eternidad”, balbuceó Laura. Luego se recogió en silencio unos segundos y empezó a llorar.

Se abrazó a la idiotez de la naturaleza, a su crueldad, su amoralidad. Se enfocó en las conductas reiteradas de las plantas y los animales: sus ritos y sus movimientos instintivos. La supervivencia de las especies, la vida brotando desde cualquier lugar, insistente, fuerte y despótica. Los ciclos del cielo y la tierra, la repetición al infinito de círculos dentro de círculos.

Esas montañas. Esos sauces que desde siempre recibían el mismo ataque del aire; esas piedras de la costa del río golpeadas durante siglos por las olas; fijas, sin poder intentar una tracción. Abnegadas, inertes, doblegadas a su destino.

¿Cómo podía entenderse ese intercambio entre estatismo y movilidad? Movimiento de los átomos y moléculas, siempre inacabado en su transformación; dilación espacial de algunas formas externas como las piedras y las sierras, o la mayoría de las especies vegetales, estancadas en sus raíces.

En realidad, la ciencia definía que en la Tierra, y luego en el espacio exterior, todo era movimiento, por mínimo que fuese: desde la erosión de partículas en las costas hasta las arenas del desierto, las metamorfosis de las selvas, el rompimiento de los hielos, el fluir de las nubes y los vientos, las estaciones y los tránsitos planetarios.

Sin embargo, en ciertos casos, la medida humana era insuficiente para detectar algunas de esas mutaciones a simple vista y, por ende, todo el reino natural parecía estar encerrado dentro de una burbuja de vidrio.

El planeta y el conflicto entre acción y detención, entre amaneceres y ocasos, entre vida y muerte; tranquilo e impávido, respetando al universo y a sus tiempos sublimes, despegados de todo patrón corriente.

Lo eterno, lo que seguía su discurrir sin importar nada: esplendores y catástrofes, alumbramientos y caídas tumultuosas. Soledad y automatismo, ausencia de culpa, de reconvenciones y castigos. De epifanías y duelos.

Sentía piedad, sin dudas animista, por las permanencias de lo natural. Pese a los fenómenos, el cumplimiento de las especies y los territorios, y luego sus consecuentes mandatos.

Laura voló hacia otras representaciones que había visto hacía poco en YouTube sobre el tamaño de los astros. En ellas, las comparaciones de la Tierra, y del mismo Sol con otras estrellas y galaxias, directamente escapaba a toda escala racional. Casi se ingresaba en una cuestión de fe, o bien en el ámbito de una analogía mágica, entre macro y microcosmos. El mundo externo y el universo de las células, la proporción más grande y la minúscula en un orden equivalente. Las distancias extraordinarias del cielo y las dimensiones temporales de un átomo respecto de un cuerpo. Interior y exterior y sus mediaciones posibles, sus límites, sus creadores y viajeros.

Tal vez los humanos estábamos igualmente anclados de alguna manera: para seres de otra energía o lugar, clavados en la Tierra, para los propios habitantes de este planeta, en nuestras obsesiones, trabajos o elecciones.

¿Había realmente cambios? ¿O girábamos toda la vida presos de la propia humanidad?

Quizás, como otras especies naturales, los frutos y las nuevas germinaciones, los hijos o las obras que podían realizarse, constituían un posible y definitivo movimiento; ser en otros, y ser en otras cosas con parte de nuestra propia sustancia.

Laura se detuvo en filósofos, historiadores, científicos y escritores. Humanos.

¿Dónde entraban los humanos aquí?, se preguntó confusa. ¿Y de qué modo?

¿No conformaba una violación sagrada imaginar a un humano en estos escenarios naturales? ¿Qué hacían ella y Bernardo en ese paisaje de Mendoza, desdibujando con su anatomía y accionar un equilibrio del mundo en su absoluta austeridad y completitud?

Hombres y mujeres, los humanos; seres extraños dotados con un aparato cognitivo-afectivo con el cual construían edificios mentales y materiales, que hacían alianzas, artes y guerras, que depredaban, se emocionaban de amor y simbolizaban sus vidas.

La arrasadora vanidad y tontería humana, distinta a los principios insomnes y perpetuos del cosmos. Los humanos buscadores incansables de dominio sobre este, ávidos estrategas del control, de teorizaciones y aprendizajes, seres tontos y ciegos, aunque igualmente temibles, porque sus acciones estaban ancladas en la palabra, el deseo, la voluntad, la religión, la tecnología o el resentimiento.

Los días de clausura habían sido progresivamente duros. Sin dudas, los sentimientos de Laura se arraigaban en nexos complejos que su psiquismo había madurado en todo ese tiempo de reposo obligado. Lejos de sus padres, de sus amigos, de abrazos y risas en los que se fundían roces y alientos.

Solo su panza enviaba las señales rotundas de un movimiento vital, enérgico y proyectado como casi nada hacia un futuro.

Los humanos encerrados, ensayando pruebas de convivencia, deberes y distracciones. Una especie más, coaccionada y temerosa. Sin casi nada para dominar, salvo como prioridad una enfermedad generalizada y por ahora incontrolable. Quizás la muerte afuera, la muerte de la peste.

Un apocalipsis resonante en los clarines de aquel impreso medieval de los cuatro jinetes, esparciendo su ponzoña por doquier.

Sabía que muchísimas plagas habían demolido humanidades anteriores. Pero como nunca la pandemia cotidiana enaltecía su potencia en un mundo inédito, sobre el cual las circunstancias y la operatividad de sus modos de comunicación y acción exhibían una conexión y complejidad apabullantes.

Más que nunca la tecnología de la información era un hechizo de ensueños y persuasiones.

En ese 2020, las redes y plataformas atravesaban espacios y tiempos; lo instantáneo y virtual se establecían como una marca definitiva o ahora, más bien, como una silenciosa parca.

Esta virtualidad, empero, creaba una contradicción flagrante entre el ser y el estar, porque los miles de seres que caían devastados por la enfermedad no eran muñecos de un juego, sino humanos de carne y hueso, porque la pandemia hacía recordar nuestra reiterada y abarcadora fragilidad, porque los poderes de los más ingentes, Estados o particulares, no alcanzaban ni habían previsto con la suficiente atención sus sistemas de salud y se concluía, por tanto, que el impecable mundo civilizado y moderno recaía en una extendida y aberrante especulación.

Grandes verdades y grandes mentiras.

Las metrópolis y las regulaciones espantosas sobre el confort, el turismo, los bienes mundanos, elevados o precarios, y la frivolidad y mentira mediáticas, el consumo y la depredación formulaban instancias en las que las vidas se articulaban como el fin a un funcionalismo de capitales demoledores.

En este contexto los más pobres y viejos o los desclasados por diversos motivos eran definitivamente los que quedaban fuera de un proyecto protector.

La virtualidad servía ahora para conocer cuántos muertos se contaban día a día. O para sumirse en provisorios y anonadados encuentros en los que las palabras flaqueaban al cabo, porque no podían sostener casi nada.

La ciencia hacía lo suyo, en pos de vacunas o protocolos de salud, nuevamente entronizada en el mayor lugar del saber y la liberación. Un saber que trataba de imponerse sobre el caos de una movilidad inesperada, sobre el arabesco de la onda infecta, equivalente en su decurso imprevisible a la de un cigarrillo o un flujo de agua.

Laura también remontó una idea que habían tenido con Bernardo al inicio de la epidemia. En el corpus mediático la información y preocupación por el tema habían adquirido proporciones descomunales. ¿Sería equivalente el peligro al interés periodístico por este? ¿No había otras epidemias similares y sin embargo no promocionadas ni prevenidas?

¿Hasta qué punto un hastío generalizado e inconsciente no provocaba una noción funesta canalizada en esta peste y capturada y amplificada por los medios y redes?

¿El virus era finalmente una creación de la naturaleza o una invención de laboratorio? Y, en este último caso, ¿cómo se había dispersado? ¿Por error, o por una voluntad maquiavélica?

Verdad y construcciones de verdad. Aprovechamientos y virus mediáticos, tan terribles o más que los biológicos.

De esta forma habían estallado los mensajes, los dispositivos y especialmente las imágenes; los humanos estábamos detrás de ellas. Habíamos perdido corporeidad y contacto.

Sin embargo, pretendíamos reemplazar el volumen, el tacto y el olor y nos veíamos y nos dábamos entidad a través de una pantalla.

¿El mundo poshistórico reclamaba imágenes? Pues bien, allí estaban, recortadas y perfectas en un celular o en una computadora. Por tanto, ¿existíamos realmente? ¿No nos habíamos reducido a un hálito que reemplazaba nuestro propio objeto? ¿Y nuestra subjetividad e identidad? ¿Seguían siendo transparentes y unívocas, respetadas y autónomas? ¿O se perdían también ingrávidas, en la planimetría de un visor?

Dentro de estas máquinas y en sitios oferentes de una supuesta y primaria inteligencia artificial, la realidad, o en todo caso una realidad provista, bajaba desde un cielo invocado. El enter de los artilugios digitales descorría desde un arriba milagroso, como en un telón mágico, infinitas propuestas de placer, saber y diversión. Las músicas y las películas, las recetas de cocina, los desfiles de modas, la clase de historia, o la construcción de una nave espacial.

De este modo, y por el módico precio de un clic, la ilusión se reeditaba en un festín continuo e insaciable que rodaba y volvía a rodar ante los sentidos.

Usuarios de drogas y usuarios de imágenes. La Verdad suprema del mundo contenida en un rollo virtual de conocimientos soñados.

Además, había una urgente necesidad de confirmación física, que éramos y estábamos, aquí y ahora, a cualquier precio. La atomización desarticulaba cuerpos y noticias en un mosaico desmedido, móvil e imparable, y de proporciones planetarias.

Y desde allí también una gran maquinación. El dilema por saber qué lugar ocupábamos hoy, cuál era nuestro pequeño universo de actuación y de amor, de confianza y de ayuda, de acciones y logros.

Y enseguida el próximo miedo por el otro, al ladrón definitivo de realidad, al posible atracador de la vida misma, al infectado. El altruismo en crisis por la amenaza de un descuido, de un error táctico de conducta, de una norma civil y de higiene no cumplida que podía sacarnos del mundo. La muerte encontrada en una salida a comprar provisiones, la muerte en el espacio compartido.

Los otros, nuestros congéneres, los posibles portadores, los enemigos potenciales, los emisarios de la peste y el fin.

Laura pestañeó varias veces, pegada a las vistas del río Atuel que seguían titilando en la notebook. En realidad, esa visión había actuado como un poderoso catalizador para su sensibilidad. Admitió cuán lejos se había disparado su pensamiento a partir de ese paisaje, de ese recuerdo. Amaba viajar y se preguntó cuándo podrían retomar sus aventuras con Bernardo.

Sintió frío y progresivamente se acordó de su té. Llegó hasta la cocina un poco insegura, su mano en la panza, aún con cierto sobresalto. Se preparó la bebida y al ver la hora comprobó que estaba diez minutos atrasada con su clase.

Sonó el celular. Laura intentó cortar, pero vio que era su mamá. Atendió y se detuvo escuchando un mensaje entrecortado y lloroso. Su madre le pedía que encendiera el televisor enseguida. Laura se resistió objetando la clase pendiente, pero su mamá insistió.

La mujer encendió el equipo y vio la ciudad envuelta en una neblina entre plúmbea y rojiza. Bajo un paraguas y en medio de la calle un cronista con mascarilla prevenía a la población de la exposición a una nube tóxica que se irradiaba en la forma de una escarcha volátil. Luego alertaba sobre la obligatoriedad de quedarse en un lugar cerrado, o bien protegido de algún modo. El fenómeno resultaba ser de origen desconocido, y conllevaba riesgos de quemaduras o contagios instantáneos de la epidemia. Estaba ocurriendo en casi todo el mundo.

Laura se despidió de su mamá con la promesa de atender a las indicaciones escuchadas.

Se desesperó cuando tomó conciencia de que Bernardo había dejado su celular en la casa. Arriesgó varias soluciones, pero finalmente prefirió esperar, dando por sentado que él se habría enterado de la situación en algún negocio y tomaría los consecuentes recaudos.

Se conectó al grupo de clases y comenzó su tarea.

Comprobó una vez más que sus alumnos adolescentes vivían la virtualidad de una manera más natural, sin turbaciones o recelos.

Pasados unos quince minutos escuchó la puerta de calle. Se disculpó con el grupo, acordó un nuevo horario y dejó el sitio.

Cuando vio a Bernardo en el recibidor, debajo del dintel de la puerta de ingreso, respiró aliviada.

El joven venía rociado con un sustrato polvoriento. Efectivamente se había enterado en un comercio del asunto de la llovizna venenosa. Contó que la calle de pronto se había transformado en un caos. De hecho, el último local que permanecía abierto, un supermercado chino, había expulsado violentamente a los clientes para bajar la cortina.

Las personas corrían de un lado a otro y los pocos autos que circulaban huían por la avenida tocando bocinas penetrantes.

Una mujer había vociferado al dueño del mercado, enrostrándole un pacto delictivo de su negocio con el gobierno, para provocar un consecuente daño al pueblo. A los pocos metros, un hombre mayor asistido por su bastón lo había empujado para sacarle algunos paquetes que él no había alcanzado a comprar.

Bernardo mascullaba tiritando, mientras abandonaba su uniforme de guerra y lo ponía en una bolsa. Le pidió a Laura que lo esperara adentro mientras se cambiaba.

Cuando entró casi desnudo, siguió con el reporte, mientras llevaba hacia el lavadero la bolsa con su arsenal recién utilizado.

No tenía signos de quemaduras ni, por el momento, síntomas de una posible infección.

Se metió en la ducha. Desde el baño insistió sobre sus temores por las personas en estos casos, capaces de cualquier cosa, redoblada la cuarentena y, recién, con la alarma desatada por la nieve. Lo perturbaba el confirmar la pérdida inmediata del sentido común, de la solidaridad y de la empatía. Previo a eso, evaluaba que en muchos individuos todos los aditamentos protectores operaban como un mero disfraz: seguían tocándose, se acercaban demasiado o tosían y estornudaban sin las precauciones adecuadas.

Ya con cierta sonrisa y mientras se vestía, le contó a Laura otro episodio.

En la carnicería había esperado su turno casi treinta minutos, cuando únicamente tres personas ocupaban el espacio. El propietario había armado prácticamente un parapeto, con una línea de soga divisoria y balizas en forma de cono frente al mostrador, la caja envuelta con un velo de plástico y él, provisto de guantes y cubierta su cara con una escafandra de acetato. La cuestión central era que, pese a esta puesta en escena, había un empleado adentro del local que no atendía.

La demora, elemento clave del cuidado y la protección, no estaba considerada en lo más mínimo. Bernardo había reclamado por la celeridad del trámite y el carnicero, ofuscado, lo había tildado de impaciente y de poco respetuoso para con el protocolo exigido por las autoridades.

Laura contemplaba a su compañero y no dejaba de pensar en el sinsentido de todo. No tanto en el de la preservación, particularmente, sino en aquel que informaba sobre la conducta improcedente de los humanos, revulsiva en semejante estado de labilidad.

Sobre todos se encabalgaba, tal cual un encastre perfecto, el sentido despótico de primacía personal; asunto no solo esperable dadas las circunstancias, sino especialmente delicado en los alcances que podía adquirir: la mentira, la culpa, la delación o el castigo.

La joven pensaba menos en la adjudicación de “enemigo” a un otro por ser portador de un virus que en la pérdida provisoria y compulsiva del apoyo mutuo y del destino común que los embargaba. Además, con el ingrediente que sumaba a los hechos per se el dato no menor de la idiosincrasia argentina.

Igualmente, no se abrumaba; dejaba pasar y tragaba saliva. No era momento para agregar otras preocupaciones. Solo anclaba en una idea que volvía tozudamente: la convicción final, para todo el planeta, de transitar este proceso de crisis y quiebre como un aprendizaje reparador. No sabía en realidad qué significaría volver a la “nueva normalidad”, una vez controlado este desastre expandido.

Bernardo dejó de hablar. Mientras entraba las bolsas, higienizaba los productos y los guardaba, notó a su esposa un poco ausente. Se acercó a ella y Laura, como incitada por la proximidad del cuerpo, volvió a llorar. Medianamente le habló de sus pensamientos ante las representaciones de Mendoza. Agregó sus dudas sobre un posible cambio cualitativo después de la pandemia, o si, contrariamente, los poderes del planeta se fortalecerían aún más, apocando al resto y sumiéndolo en la pobreza, promoviendo una rueda precaria de ingenuidad new age y cercando a muchos pueblos en deudas infinitas.

Pensó en su próximo hijo. Más que nunca, era de rigor preguntarse a qué mundo llegaría. Imaginó que en el futuro serían llamados los niños nacidos en el tiempo de COVID. ¡Vaya apodo! ¿Serían portadores y destinatarios de alguna marca particular? ¿Se imprimiría en ellos un factor especial de alarma, de riesgo, o de conciencia?

Un llamado de su mamá interrumpió sus palabras. Laura atendió. Nuevamente la madre le pedía que encendiese la televisión. Ahora le adelantó la noticia: estaba descartada la peligrosidad del humus coloreado. Si bien no se conocía su procedencia, se había establecido que se trataba de una ceniza inocua. Como si nada, los medios se retractaban de una información que ciertamente había generado pánico. Una vez más, quizás, se habían adelantado irresponsablemente a brindar una noticia no chequeada.

La nieve pese a todo continuó cayendo. Era un elemento que se agregaba a la fatiga cotidiana. Se ignoraba de dónde venía o qué la causaba.

Era tal vez una respuesta más de la naturaleza que se proponía frenar a los individuos en sus desmanes y desvelos. Alguien arriesgaba que podía tratarse de un castigo divino, otros, que la sustancia advenía como el antídoto milagroso para el virus.

De cualquier manera, la peste se combinaba ahora con un ambiente cenagoso y sucio. El rocío se depositaba en los objetos como una notificación opresiva.

… Para Bernardo el mejor momento del día llegaba con la mañana, vibrante, soleado y acompañado por un desayuno deleitable. Asomado a la ventana y viendo caer la sustancia blanda, le decía a Laura, un tanto silente, que se imaginara en Londres, San Petersburgo o Bariloche.

La joven sonreía; se acordaba de Mendoza y del susurro veraniego del Atuel.

Inmediatamente sentía angustia.

Bernardo se acercaba y la arropaba con su cuerpo. Le tomaba sus manos y las besaba.

A veces Laura conducía las palmas de ambos a su panza. Podían sentir unos golpecitos firmes y regulares.

En ellos se prometía una fuerza definitiva, un espacio que al menos y por un momento hacía pensar a Laura en el paisaje del río de su memoria, respetado y caminado, tal vez, por el amor de tres simples humanos.

Para Laura Monacci

El tiempo sin años

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