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I. EL ANTECEDENTE

Irrumpió, bajo el espléndido sol de un mediodía dominical, un aplicado rasgueo de guitarra, que fue armónicamente tramando cierta balada de tono popular y dulce. Las notas saturaron el suburbio de residencias, rico en patios y en jardines, que se extendía al norte de Bogotá. Era un barrio de clase media acomodada, en el cual, por aquellos tiempos, habían buscado asilo algunas familias de inmigrantes, de esas que suelen gestar su propio orbe en medio del tumulto de una ciudad, pero que de modo eventual entroncan con familias locales.

Corrían los finales de 1970 y el país se hallaba en los albores de la presidencia de Misael Pastrana Borrero, cuyo ascenso al poder, por la probable impureza de los comicios, fue duramente controvertido al principio. Pero la paz se había repuesto, al menos en Bogotá, y las notas que inundaban el barrio eran como su síntesis simbólica. Entre macizos de flores, frente a una adorable casa de dos plantas y azotea, se hallaba, en una silla de ruedas, la persona que producía los encantadores sonidos. Nelson Chala tenía unos doce años, su rostro era fino y apuesto, su cabello castaño se dejaba acariciar por el viento; sus ojos eran claros y, mientras tañía el instrumento, parecían ensoñar.

Vestía pantalones de mezclilla y un suéter de cuello de tortuga, muy en boga por esos días. Con voz infantil y muy seductora, tras el preámbulo laborioso de las cuerdas, empezó a cantar la letra de la balada, género que el decenio que concluía había venerado con furor, aunque no siempre en su forma original de composiciones vocales de carácter narrativo, al modo de las de Loewe o las de Brahms, sino más bien dentro de cierta banal informalidad. En este caso, sin embargo, la canción se ajustaba al algún rigor retórico, pues se hallaba fundada en una composición poética, de memoranza provenzal, aunque discurrida por un compatriota de Chala. Decía:

Las manos atormentadas

de las dulces prometidas

son dos palomas heridas...

Cualquier conocedor de literatura hubiese identificado la Balada para sus manos, de León de Greiff, poema escrito hacia 1914, pero redivivo por la creciente fama de su autor. Por aquel entonces, numerosos compositores jóvenes intentaban traducir en notas la propensión musical de ese poeta. Chala era, claro, el más joven de todos: sus escasos años se vigorizaban con un excepcional talento. Vigor espiritual tanto más acusado cuanto evidente resultaba lo endeble de su físico, maltratado por una parálisis de las piernas. La ensoñación de sus ojos, que buscaban sin duda las nubes apenas móviles en el cielo de intenso azul, había, gracias a la distancia, trepado ras con ras la estricta azotea de su casa, que denunciaba una peligrosa ausencia de antepecho. En esa azotea, había apenas barruntado el bulto de su padre, Ramón Chala, que dormía en mangas de camisa, y con el libro que leía colocado sobre el rostro para defenderlo de la luz, en otra silla de ruedas, cuyo espaldar había sido extendido hacia atrás.

Ramón, hombre de unos cuarenta años, había de­positado sus anteojos en una mesilla con refrescos frente a él. Desde el lugar que ocupaba en la azotea, era posible escuchar, sobrepuesto a la música de su hijo, un ruido de pelota de tenis golpeada rítmicamente por raquetas. En efecto, en el traspatio se divisaba una cancha en la cual un hombre y una mujer, que apenas sobrepasarían los treinta años, adecuadamente vestidos disputaban un dinámico partido. El joven psiquiatra Álvaro Kaminsky y la —no digamos bella— agraciada Verónica Elsner mantenían con acertados golpes de raqueta la tensión de ese forzudo ejercicio. En las facciones de la mujer, cuyo pelo rubio se hallaba recogido hacia la nuca, se advertía cierta leve rudeza. Él era alto y, en su rostro longilíneo, ostentaba una profusa y negra barba. Sus semblantes se veían tensos por el esfuerzo, pero desbordantes de vitalidad. Ahora, Verónica había botado la pelota fuera del límite. Rieron, acezantes. Mientras se aprestaban para el nuevo servicio, hablaron entre jadeos.

—Recuérdalo, mi querida Verónica —dijo zumbonamente Kaminsky—. Nunca es vergonzoso perder frente a tu profesor.

Con acento fuertemente sajón, ella repuso:

—Sí, claro. El Herr Professor Basura.

Siguieron riendo. A lo lejos, la guitarra y el canto dulce de Nelson Chala entonaban:

¡oh las manos enlutadas

de blancuras pervertidas!

¡oh las manos perfumadas

con aromas homicidas!

Con amplia ventana que daba hacia la cancha de tenis, la cocina de los Chala era moderna, dotada de todas las comodidades que aporta la llamada tecnología. Frente al vano, observando a los jugadores, Belinda Elsner de Chala bebía con rencor una taza de café. Como el de su hermana Verónica, su pelo rubio presentaba una peculiar calidad de estopa, que recordaba el pelo de las muñecas. Sus hombros eran ligeramente hombrunos, a causa quizás de una casi imperceptible corvadura de la columna vertebral. Constituía una figura involuntariamente siniestra, a despecho de su alegre y floreada forma de vestir. Nadie hubiera podido ni siquiera intuirlo, pero su rencor crecía mientras con mayor intensidad se abismaba en los ágiles movimientos de los deportistas. Lo que en su interior se revolvía era una cosa sórdida, agravada por la alegría de esa mañana de sol.

Ramón Chala había cambiado de posición en su silla de la azotea y equilibraba en su rostro el libro (una nimiedad de Irving Wallace), para que siguiera protegiéndolo. Su esposa, siempre frente a la ventana, agotó hasta el último desesperado sorbo de café y vio la reanudación del encuentro de tenis. Una vez restablecido el golpe rítmico de las raquetas, se dio vuelta y se encaminó hacia el comedor y, a través de este, hacia la sala. Su andar era lento, trastabillante, como de persona vulnerada por algo odioso que comienza a hacer crisis. Aunque las habitaciones de su casa denotaban cierto lujoso buen gusto, el sombrío interior contrastaba con el ancho sol que doraba la cancha y el jardín, y parecía querer compadecerse, ese día, con su estado de alma. En forma creciente oyó el sonido de un aparato de televisión, que mostraba y que relataba en blanco y negro las más recientes hazañas de los deportistas mundiales.

Había en el comedor un reloj de pared —uno de esos Jawacos con campanero— que señalaba las doce y pico del día. Ganada la sala, Belinda se detuvo ante la pantalla del televisor, que desde un recodo ilustraba algunos aspectos del pasado Campeonato Mundial de Fútbol, conquistado por el Brasil. Estaba trémula, desconcertada. Su rencor aumentó al percibir, llegando desde el jardín, la voz y la guitarra de su hijo:

Nuestras almas afiebradas

por esas manos ungidas

son holladas, son vencidas

y esas manos son besadas

por nuestras bocas ardidas…

Con el mismo acento sajón de Verónica, exclamó de pronto:

—¡Qué miseria de vida! ¡Qué miseria!

¡Las manos martirizadas,

las manos adoloridas,

las manos atormentadas

de las dulces prometidas!

Belinda se encontraba aún frente al televisor, pero su mente había comenzado a prestar mayor atención al canto y al rasgueo de Nelson. Con lentitud fue acercándose a una amplia ventana, cuyas rojas y pesadas cortinas apartó. Su hijo quedó así en el campo de su visión, siempre embebido en su prolijo arte. El locutor narraba ahora en la televisión las más vistosas peripecias por aquellos días efectuadas, en el cerco asfixiante de la llamada Guerra Fría, por el presidente de los Estados Unidos, señor Richard M. Nixon.

—Una maldita e hija de puta miseria —farfulló la mujer.

Vio entonces a un grupo de jóvenes ciclistas, vestidos conforme a la usanza de ese deporte, avanzar por la calle y pasar frente al jardín. Separó aún más las cortinas y comprobó cómo la calzada se había llenado de colores alegres, que rivalizaban con los de las azaleas de corolas desiguales y con los de las hortensias variopintas. Luego las volvió a unir de un golpe. Su puño cerrado buscó una mesa consola próxima y asestó en ella un puñetazo que hizo saltar por los aires, entre otros bibelots, un diminuto busto de Beethoven. Sin proponérselo, el golpe halló eco en el que Verónica aplicaba en ese instante, con la raqueta, a la pelota. Kaminsky se vio en apuros para devolver el disparo.

En la azotea, Ramón Chala apartó el libro de su cara, se refregó los ojos hostigados por la luz urticante, tomó de la mesilla con refrescos sus lentes y se los colocó. Vagamente exploró en las páginas del libro, aunque con el rabillo del ojo vio a Nelson cantando y a los ciclistas alejarse por el otro extremo de la calle. No podía saber que algo sangraba dos plantas abajo y que ese algo era la mano de su esposa, herida por alguno de los objetos que destrozó en la mesa consola. Con la otra mano, Belinda comprobó el desangre. Entonces, en una especie de alarido sofrenado, con su acento sajón exclamó:

—¡Paralíticos! ¡Vivo rodeada de paralíticos!

Con la mano herida guarecida en la otra, tomó el rumbo del comedor. Ramón Chala había comprobado, al hojear el libro, que sus lentes estaban empañados. Con dificultad, extrajo un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y empezó a limpiarlos. Nelson, con su voz más dulce, concluía la balada:

¡Oh! Las manos adoradas

bien pueden ser encendidas

por los besos: ¡las floridas

manos de las intocadas

nunca serán ofendidas!:

nuestras almas desoladas

tienen bondades dormidas...

Hizo un cierre armónico con la guitarra y se quedó como extático, contemplando la azotea, cuya escalera Belinda acababa de asumir, mientras gritaba, ahora en voz más alta:

—¡Aborrezco malditamente a los paralíticos!

Kaminsky se aprestaba a hacer un saque. Verónica, dando saltitos en expectativa de la jugada, le gritó en broma:

—Dice un proverbio alemán que, cuanto más sube el mono, más muestra la cola.

Sudoroso, el psiquiatra demoró la jugada para responder, carcajeándose:

—Y dice la Escritura que al arrepentimiento precede la soberbia.

Era la respuesta clásica de un hombre de formación hebrea. Hombre que hizo por último el saque, el cual Verónica devolvió con energía. Todavía con el espaldar de la silla bajo, Ramón Chala se atareaba en limpiar los anteojos. Ahora no se escuchaba sino el golpe rítmico de las raquetas de tenis. Belinda llegó al término de la escalera y divisó a su marido, que aún no la veía. Emitió un sollozo convulso; avanzó hacia él. Con la mano acallando las cuerdas de la guitarra, Nelson perdía siempre la mirada en la azotea, por la cual progresaba ya su madre.

Ramón Chala se volvió de pronto, sobresaltado. Un insondable instinto acababa de ponerlo sobre alerta. Debió advertir una expresión terrible en el rostro de su mujer, porque se alarmó y casi gritó:

—Belinda, ¿qué tienes?, ¿por qué estás así?

Verónica y Kaminsky seguían intercambiando certeros tiros de tenis. Se hallaban perfectamente embebidos en el juego. Ramón veía acercarse a su mujer y, sin lugar a dudas, era sobrecogido por creciente terror. Sus ojos se desorbitaron. Aún interrogó:

—Pero, Dios mío, Belinda, ¿qué te pasa?

Con voz helada, ella respondió:

—Maldito. Maldito paralítico.

El hombre dio un respingo en la silla de ruedas y sintió su propia impotencia. Ahora aulló con pánico:

—¡Belinda! ¿Qué vas a hacer?

—Ya te lo imaginas, maldito baldado —contestó la mujer.

Con bruscos movimientos, mientras desde el jardín su hijo inopinadamente la contemplaba, hizo un rodeo en torno a la silla de ruedas. De modo violento levantó el espaldar, zarandeando a su marido, y comenzó a empujarla hacia el borde sin antepecho de la azotea. Aterrado, Ramón protestaba:

—¡Belinda, no! ¡Estás loca! ¡Auxilio!

Al empujar la silla ortopédica, Belinda había hecho rodar por el suelo la mesilla y los refrescos, con un pequeño estropicio. De súbito, Nelson comprendió lo que ocurría y dio a su vez un respingo en su silla de ruedas. Arrojó la guitarra sobre el césped del jardín. Gritó:

—¡Belinda! ¿Qué estás haciendo, por Dios?

Impulsó la silla de ruedas en dirección a la casa, en momentos en que su madre disparaba a Ramón hacia el vacío. Este emitió un alarido inevitable. Haciendo esfuerzos angustiosos por movilizarse, Nelson vio cómo su padre caía, desprendiéndose del asiento como un pelele.

—¡Nooooo...! ¡Papá! ¡Papá! —se desesperó.

Trabajosamente siguió impulsando la silla, ahora en dirección al lugar donde Ramón, a poca distancia de la suya, había caído entre un follaje de aromáticas papayuelas y yacía, con el cuerpo ensangrentado y desmazalado. Seguía escuchándose el golpe rítmico de las raquetas. Desde la azotea, Belinda vio los movimientos de Nelson y le gritó:

—Ahora voy por ti, Nelson Chala, maldito. Tú también me las vas a pagar.

Con rapidez tornó a la escalera, por la cual descendió. Nelson había llegado junto al cuerpo yacente. Lo observó con horror. Se inclinó.

—¡No! ¡No! ¡Lo has matado, Belinda! ¡Has matado a papá! ¡Auxilio! ¡Kaminsky! ¡Tía Verónica!

Pero estos, embebidos en su juego, nada habían escuchado. Seguían golpeando la pelota, en tanto Belinda abría la puerta de calle y se disparaba hacia su hijo inválido. Este, que seguía implorando auxilio, la vio venir con horror e ira.

—¡Belinda, maldita, mataste a papá!

Con espantoso rencor, ella respondió:

—Y ahora es tu turno, Nelson, baldado.

Asió la silla de ruedas por la espalda y la empujó hacia el jardín, con vistas a ganar la calle. Nelson seguía gritando socorro y Verónica, de improviso, dejó escapar ex profeso la bola. Había vagamente percibido los clamores.

—¿No oyes algo? —preguntó a Kaminsky.

El hombre iba a decir que no, mas en ese instante la voz de Nelson les llegó con nitidez. Acudieron aprisa. Un pesado camión avanzaba, a regular velocidad, hacia la calle en donde estaba la casa de los Chala; hacia la calzada adonde Belinda empujaba a Nelson, que se revolvía impotente en la silla ortopédica. El camión se aproximaba implacable. La mujer que acababa de asesinar a su marido aguardó el instante propicio y arrojó a su hijo para que fuese arrollado.

El conductor hizo un hábil viraje y lo evitó, pero ambos, camión y silla rodante, fueron a estrellarse contra la verja de la casa frontal, enriquecida de helechos. Verónica acudió en socorro del muchacho paralítico, mientras Kaminsky reducía a la impotencia a la frenética Belinda.

La tragedia de Belinda Elsner

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