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II. LOS PRELIMINARES

Once años hacía ya que León de Greiff había fallecido, no sin antes desautorizar, más por capricho que por rigor, la música que el niño Nelson Chala compuso para su balada. Brasil no había vuelto a ser campeón de fútbol y el mundo se había tornado diferente. No había ahora Guerra Fría entre las potencias mundiales y, en cambio, Colombia había llegado a convertirse en una potencia del tráfico ilegal de drogas. Sus ciudades, un poco al amparo de ese comercio, habían crecido sin mesura y Bogotá esa noche, antes del aguacero, era un pulular alucinante de faros de automóviles y de personas que deambulaban aquí y allá, como si no supieran adónde ir.

Las manos de una mujer humilde arrojaban a un recipiente con aceite hirviendo masas de maíz dobladas sobre sí mismas para encerrar el relleno de carne picada. Se oía el crepitar del aceite y parecían bailar en él las empanadas al freírse. La mujer, de rostro aindiado y un tanto ascético, atendía pedidos de los transeúntes. Su puesto callejero se hallaba instalado frente a un modesto bar, a la entrada de un callejón lindante con el Edificio Aldebarán, lujosa mole de treinta pisos, en el norte de la ciudad, cuya iluminación se volcaba hacia el exterior sin renunciar por ello a cierta resabiada intimidad. Al callejón daba uno de sus enormes portones accesorios, con pesadas hojas de metal.

A través de los cristales de la entrada principal era posible atisbar la portería, con su conserje correctamente uniformado con librea color de vino tinto. Como acosado por el tráfago de gentes y vehículos, frontero a ella se encontraba uno de los locales comerciales de la planta baja del edificio (en Colombia a las plantas bajas se las llama incomprensiblemente primeros pisos), en el cual funcionaba un establecimiento de peinado y tratamientos para el cabello. Un letrero predicaba que se trataba del Fergusson Hair Center y que se administraban allí tratamientos capilares, con sistemas de entretejido natural para ausencia y caída del pelo. En el escaparate o vitrina que daba a la acera, junto a numerosos productos de tocador, había tres cabezas de maniquí, de esas que son usadas para exhibir pelucas, pero que hoy ostentaban desvergonzadamente su calvicie de madera. A través del cristal, era posible advertir un científico ajetreo de especialistas y de clientes en el interior.

En un momento determinado, una mujer gorda en extremo, pero con una cabellera de náyade, se acercó al escaparate con un cargamento de tres pelucas, destinadas a las cabezas de maniquí. Colocó la primera, de tono intensamente oscuro, sobre la de la izquierda. Con igual delicadeza aderezó la segunda, de suave tono castaño, sobre la cabeza central. Y, por último, colocó sobre la tercera una peluca rubia. Una vez realizada la operación, la mujer observó satisfecha su trabajo y se retiró al interior del establecimiento. Fue entonces cuando un viento espectral agitó los robustos y frondosos urapanes del sardinel, y fuertes gotas de lluvia comenzaron a azotar el cristal del escaparate. Una muy violenta empañó por completo la visión de la peluca rubia. Los transeúntes, a la sazón, abrían paraguas o corrían a cobijarse en cualquier parte. La mujer del puesto callejero de fritangas abrigó con papel periódico sus existencias y retiró sus instalaciones hacia el interior del bar.

También sobre los pavimentos del barrio Paloquemao, al suroccidente de allí, la lluvia caía pesada e impiadosa. Anegados, reflejaban en forma mareante las luces de la ciudad. Un automóvil con placas de la Policía Judicial se aproximó para detenerse frente a un edificio que repetía el nombre del sector y en el cual funcionaban los juzgados de instrucción criminal. Protegiéndose con un periódico de la lluvia, descendió a toda velocidad un hombre alto, macizo e impaciente. Hizo un gesto de agradecimiento al conductor, pero en ese instante, por haber vuelto la cabeza, una ráfaga de viento estampó el periódico sobre su rostro. El comisario judicial Jairo Zamudio pareció naufragar en la acera, ciego por la oleada de papel. Por último, el viento arrastró el periódico y el aguacero flageló la cara del pobre hombre, que a toda prisa penetró en la edificación, atravesó ágilmente el vestíbulo y abordó uno de los ascensores. Tendría Zamudio unos treinta y cinco años; su expresión poseía ese viso cómico y bonachón que los ingleses llaman funny face. Iba, como siempre, vestido de civil.

Unos pisos más arriba, en un típico despacho con escritorio, archivadores, legajos, fólderes y otras lindezas, pero animado aquí y allá por toques femeninos, tales como el gran florero con rosas y claveles en una mesilla de centro rodeada por dos vetustos y ceñudos butacones, la juez Annabel Rosas sostenía un parlamento telefónico. Era una abogada definitivamente blanca y hermosa, de unos veintisiete años, grandes ojos negros, vestida con sobria elegancia. Su acento resultaba un tanto petulante, acaso en correspondencia con una íntima pedantería.

—Le voy a dar un consejo, comisario —decía a su interlocutor—. No se deje engañar por ese informe. Al disparar, el asesino se encontraba mucho más lejos del señor Mallarino de lo que piensa el Instituto de Medicina Legal. De otro modo, habría marcas de pólvora en las ropas.

Hizo una pausa de escucha. Luego dijo:

—Piénselo. Adiós.

Y colgó. Jairo Zamudio avanzaba en ese momento por el pasillo. Se detuvo ante la puerta, en cuyo rótulo se leía: Doctora Annabel Rosas. Juez 99 de Instrucción Criminal. Entró en la recepción, llena también de archivadores y de legajos. Alegremente saludó a la secretaria:

—Hola, linda. ¿Está mi juez de instrucción favorita?

Con burlona seriedad, la mujer respondió:

—Te está aguardando, robacorazones.

No sin guiñarle un ojo, Zamudio se dirigió al despacho contiguo. Annabel se incorporó para saludarlo. Él la trató de hermosa doctora, le hizo ver cómo, esta vez, no la había hecho esperar. La juez le ofreció la mejilla para el saludo. Era evidente que Zamudio la divertía.

—Pues, no hagamos tampoco esperar a mi padre —dijo—. Vamos ya.

Desanduvieron el pasillo y penetraron en un elevador. Dentro, venía una sola persona, cuya ambigüedad era sorprendente: vestida a la moda unisexo, que aún gozaba de una boga crepuscular en aquel abril de 1987, con larga cabellera y rostro pálido, resultaba imposible discernir si se trataba de varón o de mujer. Traía puesto y abotonado uno de esos abrigos cruzados que llaman trencas. Desde el instante en que ingresó en el ascensor, Zamudio pareció obsedido por ese estrambótico personaje, en tanto que Annabel apenas si le prestaba atención. En el colmo de la curiosidad, el comisario hizo señas a la juez, tratando de indicarle el estupor que experimentaba ante la indefinición sexual del acompañante. Ella le lanzó un sumario vistazo. Luego susurró:

—Varón.

Zamudio siguió tan desconcertado como antes. Cuando abandonaron el aparato y el personaje de la trenca se hubo perdido entre el gentío que circulaba por el vestíbulo, inquirió:

—¿Varón? ¿Cómo lo supiste?

La juez lo observó divertida.

—Sencillamente —dijo—. Traía un abrigo cruzado y, para abotonarlo, sobreponía la parte izquierda a la derecha, es decir, que usaba los botones del lado derecho y los ojales del izquierdo. Era un hombre.

Rio con picardía, frente al asombro del comisario. Amparándose difícilmente en la diminuta sombrilla de ella, salieron del edificio para ganar el automóvil de la funcionaria, aparcado a unos metros, en una zona especial. Evitaron con saltitos y risas los charcos y las rociadas de los vehículos que circulaban.

—Cenar con Alejandro Rosas, el gran psiquiatra —se esponjaba Jairo Zamudio—. Es más de lo que merece un pobre comisario de la Policía Judicial.

—Papá es un hombre sencillo —notificó la abogada—. Y tú no eres ningún insignificante comisario, sino el hombre que ha capturado a...

—Los dos asesinos maniáticos más temidos de Bogotá, después del Pozzetto —completó él—. Eso no fue gran cosa.

Rieron y se abalanzaron hacia el Renault de la juez, que aguardaba bajo la lluvia. Ella abrió, entró y dio acceso al comisario. El automóvil se puso en marcha bajo el denso azote del agua, por esa Bogotá congestionada y caótica de entre siete y ocho de la noche. En la radio del vehículo, escucharon las últimas informaciones sobre asaltos de guerrillas, secuestros de personas y actividades del tráfico de narcóticos. El locutor parecía leerlas saturado de cierto recóndito placer.

—¿Disfrutas oyendo esos apestosos noticieros? —preguntó Zamudio.

—En cierto modo, estoy en el deber de informarme —repuso ella—. Pero es en vano. Jamás se detienen en la noticia analítica. Solo hablan de pesadillas. Solo el número de muertos les interesa.

—¿Esperabas algo distinto? —objetó el comisario.

—No. Pero albergaba la esperanza de que hoy, debido a una gestión que hice con el director, se refirieran al último libro de papá, Prospectos para una psicopatología colombiana. Ya lo ves. Los libros no son noticia en nuestros medios.

—Ni los libros ni los actos humanitarios —dijo el otro, caviloso.

El automóvil se desplazó entre racimos de gente emparamada que aguardaba el autobús, entre arrasadas caras de arrapiezos, entre fachas de prostitutas callejeras guarecidas en los pórticos, entre transeúntes nerviosos que cruzaban audazmente con la luz roja, entre el escándalo de públicos atracos, entre luces paupérrimas y ateridas de clubes nocturnos, entre irritantes semáforos, entre vertiginosos rascacielos... Finalmente, el Renault se detuvo ante la residencia del doctor Alejandro Rosas, que era también la de su hija Annabel, un caserón de falso regusto británico edificado en ladrillo carmesí.

La misma pesada lluvia que obligó a Jairo y a Anna­bel a cruzar a grandes saltos la acera para entrar en la casa, fatigaba a una carretera de los extramuros, por la cual, de tiempo en tiempo, magnificaba las hebras de agua la luz de los faros de algún automóvil, que avanzaba con celeridad para perderse en una curva. La soledad y el silencio sucedían a la súbita agresión de los conos luminosos y del motor. Inmediatamente antes de la curva, un muro verdinoso rodeaba los predios de una vieja clínica de enfermos mentales. Junto a la entrada con talanquera para controlar el paso de vehículos, una cartelera prevenía: Clínica Kaminsky para enfermos mentales.

Más allá de un ancho espacio con aparcaderos y jardines, se elevaba un edificio a la misma moda inglesa que se estiló en Bogotá: tres plantas de ladrillo carmesí, desoladas bajo el embate de la lluvia. En la pared de un pasillo, en el más alto de sus pisos, letras metálicas informaban que se trataba del pabellón de esquizofrénicos. Con delantal, cofia y guantes blancos, la enfermera Berenice Veraguas pasó empujando una mesa rodante, colmada de drogas, jeringuillas e implementos farmacéuticos. Sobre el pecho, la robusta mujer portaba una tarjeta de identificación, con su fotografía en colores. Ahora, abrió la puerta de una despensa, que hacía las veces de botica y que se encontraba sumida en la oscuridad. Manipuló el obturador de la luz. Acercó a los aparadores, empotrados en la pared, la mesa y fue colocando en sus lugares los medicamentos. Había dejado entreabierta la puerta, que de pronto se abrió con brusquedad. En el umbral, el doctor Kaminsky, diecisiete años más viejo y en ropa de calle, interrogó:

—¿Todo en orden, Berenice?

—Sí, doctor —respondió la enfermera—. Haré la ronda final a eso de las diez.

Kaminsky observó su reloj de pulsera. Preguntó:

—¿Belinda está tranquila?

—Le suministré los calmantes —indicó Berenice—. No pienso que esta noche necesite camisa de fuerza. Hasta le he enchufado la televisión.

—Correcto —aprobó Kaminsky—. Voy a la reunión del círculo; luego a casa.

Ante la mirada aquiescente de la mujer, con cierta duda en los ojos agregó:

—Adiós.

—Feliz noche, doctor Kaminsky.

El psiquiatra se marchó. La enfermera siguió repartiendo medicinas en los aparadores. Sobre un lecho típico de hospital, en una habitación muy próxima y hundida en las sombras, la silueta de Belinda, también diecisiete años más vieja y recortada contra la luz pobre de la ventana, oprimía un dispositivo y encendía un televisor colocado frente a ella. En la pantalla se iluminó, en colores, la imagen del presidente Virgilio Barco Vargas, en momentos de atender un acto oficial. Un locutor de noticiero instruía sobre la ceremonia. Acto continuo, el mismo locutor apareció en pantalla y despidió el noticiero.

Belinda, en medio de la oscuridad, mantenía la vista fija en el televisor. Ahora, aparecía en la pantalla un popular animador que se disponía a presentar su propio espectáculo musical. Vistosas letras identificaron el Show de Carlos Infante. El escenario del estudio se encontraba decorado a la usanza de esas funciones, con plataformas para los cantantes y las orquestas, y anuncios resplandecientes del animador y del programa. Carlos Infante, con un micrófono portátil, evolucionó por el set para presentar a sus invitados de la noche. Vestía un smoking de fantasía.

—El Show de Carlos Infante —declaró, en tono que pretendía ser informal, pero resultaba inevitablemente ampuloso— trae a ustedes esta noche un espectáculo de primer orden. Un espectáculo colombiano que acaba de recorrer la América latina, con éxitos en todas sus capitales.

Hizo un gracioso ademán con el micrófono, como quien florea con un lazo o con un palo de billar, antes de proseguir:

—Porque... ¿saben ustedes?... personas hay que, aunque obligadas a permanecer sedentes, no se resignan a permanecer sedentarias. Ustedes han adivinado ya de quién se trata.

Y, extendiendo los brazos:

—¡Por supuesto! ¡De Nelson Chala y su banda!

En la pantalla apareció, ya de veintinueve años, un Nelson Chala muy apuesto, también arrogante, con una de esas seductoras sonrisas de vedette que arroban al público. Como todos los miembros de su conjunto, llevaba un atavío pintorescamente moderno, al estilo de la farándula, y permanecía quieto en su silla de orquesta, a pesar de su condición de cantante. Al verlo sonreír en la televisión, Belinda dio un salto y se colocó en cuatro patas sobre el lecho.

—¡Es él! ¡Sí, es él! —exclamó con su pronunciado acento sajón.

Nelson hacía signos de saludo al público televidente. Se oyeron aplausos pregrabados. Infante se aproximó a la banda de músicos e inició una nueva perorata:

—Nelson Chala y su banda —aseveró— no necesitan presentación.

Como sucede cada vez que se dice que alguien no necesita presentación, se apresuró a hacerla:

—Nelson —aseguró— es la mejor guitarra eléctrica y uno de los más reputados compositores colombianos. Con él están, como siempre, Colombia Sierra en el sintetizador...

La aludida saludó con una afectada sonrisa. Era una mujer exuberante, de labios repintados y enormes pechos.

—Félix Zureya con la trompeta...

Zureya saludó, con un cómico guiño. Era joven, pero robusto y de redondos carrillos, como corresponde a un trompetista.

—Julián Yepes con el saxofón...

Yepes saludó, con ademán que puso a flotar sus cabellos. Era un muchacho de aire desenfadado, pero tristón y discreto. No tenía aún treinta años y en su mirada algo se insinuaba de celestial y soñador.

—Lourdes Cañón con el clarinete...

Lourdes saludó, apenas con una circunspecta inclinación de cabeza. Se trataba de una joven delgada, de pelo claro y recogido en trenzas, ojos azules y angelicales. Se diría que rezumaba o bien pureza, o bien ingenuidad.

—Y, ante la batería, el movidísimo Omar Gamboa, rey de la percusión.

El así presentado, un negro de reluciente y promisoria sonrisa, saludó con un estruendo de platillos. A pesar del dinámico epíteto empleado por Infante, permanecía sujeto a su silla de orquesta, tal como la totalidad de los otros. Infante se situó delante de la banda, presto a desaparecer tan pronto como esta iniciara la música.

—Así que no digamos más —concluyó—. Con ustedes, Nelson Chala y su banda. Su primera interpretación, algo... algo que todos conocen, que nadie olvida.

Hizo mutis. La banda inició un modernísimo arreglo de la misma balada que Nelson cantaba en el jardín el mediodía en que asesinaron a su padre, solo que con la letra trocada, en consonancia con la greiffiana no aquiescencia. Por un televisor diferente, la escena era reproducida asimismo en la sala de Alejandro Rosas, cuyo ambiente resultaba de juicioso buen gusto, con un cuadro al pastel de Josefina Torres encima de la chimenea. Annabel, su padre viudo y Zamudio paladeaban sendos vasos de whisky en las rocas. El psiquiatra fumaba un inmenso y aromático cigarro. Zamudio indicó el televisor y dijo:

—Si no supiéramos que los seis son minusválidos, Annabel lo habría deducido por la forma como sostienen los instrumentos o como respiran o como mueven los ojos...

Divertida, ella le reprochó:

—Jairo, ¡por favor!

—Minusválidos —repitió Alejandro, cabeceando en forma reprobatoria—. ¿Para qué esos eufemismos, Zamudio? Paralíticos decíamos antes, cuando no llamábamos invidentes a los ciegos, panificadores a los panaderos ni comunicadores a los periodistas.

—Ni psiquiatras a los loqueros —apuntó, siempre burlona, Annabel.

—Ni usábamos —evocó su padre— expresiones tan sobrecogedoras como competitividad, repitencia, jueza, exitoso, especificidad, a nivel de... etcétera.

—Ni distinguíamos con el pomposo calificativo de comisarios judiciales a simples policías como yo —creyó prudente añadir Zamudio—. ¿Sabe qué pienso, doctor Rosas? Que Carlos Infante se anotaría un buen punto si trajera ahora mismo a un milagrero que los hiciera caminar a todos. ¡Músicos, levántense y anden!

Con un visaje de gravedad en el rostro, pero sin abandonar su sonrisa, el psiquiatra comentó:

—Eso no sería tan improbable. Hay una buena cantidad de parálisis que son solo fruto de la histeria.

Zamudio no pareció entender al comienzo.

—¿Quiere decir... falsas parálisis? —inquirió por último.

—No por completo —repuso el anfitrión—. Pero los histéricos son pacientes que algo conservan de infantil. A veces, una histeria puede producir una parálisis, como Freud lo demostró hace tiempos, cuando sus experimentos en la Salpêtrière, secundado por Charcot. En aquellos casos, la parálisis pudo transitoriamente desaparecer bajo sugestión hipnótica, o curarse definitivamente mediante un simple tratamiento psiquiátrico.

—O sea —se interesó el comisario—, ¿que un hipnotizador podría en forma eventual darlas de milagrero en ese escenario?

Lo decía mientras penetraba sus sentidos el dulce canto de Chala. No sin reír, Alejandro Rosas condescendió a una nueva explicación:

—Solo en casos de parálisis histéricas. Pero créamelo, Zamudio, muchas lo son.

Bromista, Annabel acotó:

—Ustedes tienen algo en común. Ambos son cazadores de locos.

—Ya había oído de eso, Zamudio —aceptó Rosas.

Dándose tono, el otro opinó:

—Yo prefiero pensar que doy caza a asesinos... Asesinos furiosos.

—Esquizofrénicos tal vez, comisario —aventuró el psiquiatra—. Casi todos esos masacradores lo son. Campo Elías Delgado, el del restaurante Pozzetto, a quien ahora se le rinde culto como santón. Esos otros que usted ha capturado. Los terroristas en general. Asesinan para descargar una ira sobrenatural, que han acumulado por años. Si no la descargan, quedarían para toda la vida desvinculados de la realidad.

—¿Es decir que... matan para no volverse todavía más locos?

—Eso más o menos —asintió el doctor.

—Apasionante conversación —interrumpió entonces Annabel—. Pero estoy a punto de enloquecer de hambre. ¿Pasamos al comedor?

Abandonaron la sala, riendo. Alejandro aplastó su cigarro en un cenicero. Al descuido, sin ver, Zamudio colocó allí también su vaso de whisky, casi lleno. Puesto sobre el cigarro, el vaso se desequilibró y cayó, vertiendo el líquido. Solo el comisario cayó en la cuenta del suceso y, mientras los otros continuaban hacia el comedor, extrajo con presteza un pañuelo y trató de secar la mesa.

—¿Vienes, Jairo? —lo requirió la juez.

Avergonzado por su torpeza, él emitió un débil:

—Ya voy, ya voy.

En la pantalla, Nelson Chala concluía la canción, que cantó con esa misma dulzura que poseía de niño. Había tristeza en sus ojos, por el recuerdo de su padre asesinado. Carlos Infante entró de nuevo en escena, uniendo los suyos a los aplausos pregrabados.

—Nelson Chala, el ruiseñor de América del Sur —dijo con hinchazón demasiado preceptiva para un país en el cual no se conocen los ruiseñores y, luego, dirigiéndose al cantante: —¿Qué proyectos tienes para el futuro inmediato?

—Creo que les deparo una buena sorpresa —repuso el inválido—. En dos semanas, tendré lista una nueva balada, que voy a dedicar a todos los que conmigo comparten, en el mundo, la congoja de hallarse atados a una silla ortopédica.

Sin reparar en la tristeza de la última frase, Infante proclamó con restallante alegría:

—Aquí tienen, pues, la primicia del Show de Carlos Infante. Una nueva balada, que Nelson Chala estrenará en dos semanas. Nelson, ¿puedo contar con que el estreno se haga en mi programa?

—Es una promesa, Carlos —dijo el músico.

La brusca mano de Belinda apagó el televisor, en la vieja clínica abrumada por la lluvia. La habitación quedó en tinieblas y la sombra de la mujer se movió por ellas, con impaciencia.

—¡Mil maldiciones! —musitó—. ¡Necesito salir de aquí!

La reunión en casa de Alejandro Rosas había terminado. Ahora se encontraban todos en el vestíbulo, junto a la puerta de calle. Annabel portaba la famosa sombrilla. Había en el recinto percheros y un espejo consola, pero sobresalía un reloj de pared que señalaba las nueve y cuarenta y cinco de la noche. Zamudio extendió la mano a Alejandro.

—Al menos —dijo—, ahora sé que mis asesinos maniáticos no fueron nunca enfermos recientes.

El psiquiatra hizo, con la mirada, un gesto de obviedad.

—La esquizofrenia no aparece de un día para otro —ratificó—. Los pacientes están lesionados desde niños y han librado una larga lucha por mantenerse cuerdos.

Zamudio sacudió la cabeza.

—Hasta que caen abatidos como... ¡caramba!... como árboles que han resistido vientos terribles. De pronto, doctor Rosas, siento piedad por ellos.

—Buenas noches, Zamudio —tajó el dueño de casa, ya evidentemente fatigado. Ahora se dirigió a Annabel: —¿Sales, hija?

—Llevo a Jairo a casa. No tardo mucho —respondió la abogada.

Seguía lloviendo en forma implacable. Amparados por la ridícula sombrilla, Zamudio y Annabel se encaminaron hacia el Renault. Se cerró la puerta de calle.

—Tomemos una última copa en algún lado —propuso el comisario.

La juez abrió la portezuela, cerró la sombrilla e ingresó en el vehículo.

—Entra, hombre, que te emparamas —dijo.

Zamudio hizo un rodeo para hallar la otra portezuela. Entonces, del lado opuesto del automóvil, surgió un bulto que lo empujó con violencia al pavimento abrillantado por el agua y que escapó entre las sombras y la lluvia. Annabel emergió aprisa del vehículo e indagó:

—Jairo, por Dios, ¿qué ha sucedido?

El comisario, desde el asfalto, examinaba el vehículo y abría los ojos con pasmo.

—Mira, mira —dijo.

Annabel procedió al examen.

—Las copas... ¡robadas! —exclamó.

Empapada, inspeccionó ahora el frente, mientras Zamudio se incorporaba humillado.

—¡Y también los limpiaparabrisas!

—Qué estampa la nuestra, Annabel. ¡Policías asaltados!

Ella observó su vestido arruinado por el agua.

—Ahora no nos falta una copa, Jairo, sino cuatro. Pero tomémonos la tuya.

Zamudio elevó los brazos hacia la lluvia.

—¡Y que después nos enjabonen! —clamó.

Berenice Veraguas volvía con la mesa rodante por el pasillo. Al fondo de este, un reloj indicaba las diez de la noche. Se detuvo frente a la habitación de Belinda, sacó un llavero del delantal, abrió la puerta; luego se volvió y eligió una ampolleta y una hipodérmica dese­chable, con la cual succionó el líquido medicinal.

La habitación de Belinda seguía en tinieblas. Una línea de luz y luego una proyección romboide en el piso precedieron a la entrada de la enfermera, que tanteó en busca del conmutador de la bombilla eléctrica. Lo halló por último y jugó con él repetidamente, en vano. Sin duda, la bombilla se había fundido o alguien la había retirado. Inquieta, Berenice interrogó:

—Belinda... ¿Belinda?

No hubo respuesta. Hipodérmica en mano, la enfermera avanzó por entre la oscuridad.

—¡Belinda! ¿Dónde se ha metido?

Entonces divisó, recortada contra la luz que alcanzaba a filtrarse a través de las cortinas corridas de la ventana, una vaga figura humanoide, y se dirigió hacia ella.

—Belinda, ¿por qué no me responde?

Pero al tantear la figura, esta, que no era otra cosa que un maniquí urdido con una percha, unas almohadas y una sábana, se derrumbó por el piso. La enfermera observó perpleja, como viendo evaporarse un ensueño. Y en ese momento, el brazo derecho de Belinda, a sus espaldas, la rodeó como tenaza de hierro; su mano izquierda cayó sobre su boca; retiró de sus manos la jeringuilla y la clavó con rapidez en su cuello, sin que la mujer lograra defenderse. El fuerte calmante hizo efecto y Berenice Veraguas entró en un relajamiento, aprovechado por Belinda para dejarla fuera de combate con un hábil golpe en la nuca.

La enfermera rodó por el suelo. Belinda la dejó por un momento, cerró con cautela la puerta, volvió sobre sus pasos y enroscó la bombilla de nuevo, para que la luz se hiciera. Así, despojó velozmente a la otra del delantal, la cofia, los guantes y los zapatos blancos, dejándola en interiores. Luego vistió todo ello sobre la breve camisa de dormir, sobre la cabeza alborotada, en las manos y pies descalzos, y salió al pasillo. Llamó nerviosamente, oprimiendo el botón respectivo, al único ascensor de la Clínica Kaminsky. Vestida como ahora estaba, cualquiera la hubiese tomado por otra enfermera. Tardó la puerta en abrirse, mas finalmente Belinda se vio a bordo del aparato, que descendió hasta detenerse en la planta baja.

En la recepción, una empleada soñolienta bostezaba leyendo alguna novela de amor. Belinda salió con decisión y avanzó hacia la puerta principal. La empleada percibió tan solo a una mujer vestida de enfermera, que asumía la salida del edificio. Le preguntó:

—¿Eres tú, Norah?

Belinda no le hizo caso y prosiguió su camino. La recepcionista, persuadida de que se trataba de la mencionada persona, hizo un mohín de despecho y en un susurro comentó:

—Neurótica.

En la extensión, con matas de flores ensopadas y uno que otro arbusto aterido, que mediaba entre la fachada y el muro exterior de la clínica, había aparcados automóviles de médicos y de enfermeras. Por una salida, distinta de la utilizada por Belinda para evadirse, abandonaba el edificio un médico anciano, algo enclenque, que acuciado por la lluvia fue en derechura hacia su vehículo, un Chevette de lujo. Lo abrió y penetró en él. No bien lo hubo hecho, y antes que cerrase la portezuela, Belinda se aproximó con rapidez y, con sus fuertes brazos, lo extrajo violentamente, le arrebató las llaves y lo arrojó en tierra, en un charco de lodo.

El hombre gimió de dolor, sin entender lo que ocurría. Con apremio, Belinda entró, cerró la portezuela y probó repetidamente llaves del manojo para hallar la del motor. El anciano médico, ya en pie, golpeaba en vano la carrocería, que tenía clausurado el vidrio. Un guardia se apercibió del suceso y acudió, mas en el instante en que llegaba junto al vehículo, este se puso en marcha con feroz impulso y se dirigió hacia la talanquera de la salida. Apercibido por igual, el conserje de la garita intentó detener el Chevette interponiéndose en su trayecto, pero se vio obligado a apartarse con un salto casi acrobático para no ser arrollado. Belinda impulsó el vehículo contra la talanquera, que saltó en pedazos, y se encaminó a toda velocidad por la carretera.

El guardia intentaba inútilmente retirar el lodo del traje del médico asaltado, como si así compensase su falta de aviso.

—No sé qué pasó, doctor García —explicaba—. Un paciente debe haber escapado.

Aterrado, García notificó:

—No es cualquier paciente. Es Belinda Elsner, una esquizofrénica furiosa. ¿Viste la fuerza que tiene?

—La de un campeón de lucha libre —opinó el guardia.

—Peor aún. La de un esquizofrénico. Hay que avisar en seguida al doctor Kaminsky. Hay que pararla.

La tragedia de Belinda Elsner

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