Читать книгу Yo, Teresa - Germán Díez Barrio - Страница 11

Оглавление

Se le atravesó a mi querido padre mi cercanía con mi primo, y en la primavera de 1531 decidió internarme como pupila en el colegio de Santa María de Gracia, de mi ciudad, regido por monjas agustinas. Aunque inicialmente todas estaban pendientes de mí, era novata y de familia bien considerada, pronto las atenciones se fueron diluyendo, hasta que me encontré a mí misma, interna en un colegio de monjas, impuesto por mi padre.

Allí una religiosa, sor Concepción, con la que hice buenas migas, me inició en la vida de oración.

—Sé que acabáis de cumplir 16 años… —pretendió animarme con su cercanía.

—El día 28 de marzo.

—Y que desearíais una vida diferente a la que lleváis en este convento, sin embargo pensad que lo ha querido Dios…

No la dejé seguir:

—Lo ha querido mi padre.

—Pero por vuestro bien. No os debéis atormentar y pensad que con la gracia de Dios vuestros deseos y aspiraciones se alcanzarán.

—Ojalá sea así.

—Ahora, rezad conmigo.

Mentiría si dijera que en el convento de las hermanas agustinas ya no me acordaba de mi primo Salvador, con el que tantos momentos de felicidad había compartido. Sin embargo, con el paso de los días, con los rezos y las dedicaciones, fui poco a poco dejándole de echar de menos hasta el punto de considerar que me encontraba muy a gusto entre mis monjas agustinas. Dios sabe cómo se produjo el cambio de mi rechazo inicial a la aceptación de la vida religiosa en comunidad.

Bien creo que el contacto con las monjas, cada vez más familiar, me ayudó a integrarme en una vida religiosa que día a día se me antojaba más cercana a mi realidad, más próxima a lo que yo estaba buscando.

Sin embargo, mi entrega religiosa duró un tiempo relativo y en otoño de 1532 me vi forzada a volver a la casa de mi padre por culpa de una grave enfermedad, que me tuvo convaleciente hasta la primavera de 1533. ¡Qué largo se me hizo el tiempo! Eso de no poder salir de casa y ver siempre a los mismos, lo llevaba muy mal.

Una vez curada, me llevaron al lado de mi hermana María y su marido Martín de Guzmán y Barrientos, que vivían en Castellanos de la Cañada, en una casa de labranza. María era mi hermana mayor y me cuidó como una madre.

Fuera del convento era consciente de que el mundo me ofrecía otras alternativas, la relación con los jóvenes, entre ellos mi primo Salvador al que seguía queriendo, las celebraciones, las amigas… Sin embargo pareció que todo se ponía en contra mía, la vida y la familia: mi hermano Rodrigo, con quien tantos ratos había pasado y tantas vivencias nos habían sorprendido, decidió partir a América, ¡con lo lejos que está!, le dije.

—Ávila se me queda pequeña, hermana mía, la vida aquí empieza a ser pura monotonía… Voy en busca del nuevo mundo, de una vida diferente…

—Hermano, ¿y no hay un pequeño hueco siquiera en nuestra ciudad?

—Seguramente, pero no es el más indicado para lo que yo aspiro.

—¿Y a qué aspiras?

—A hacer algo grande, a convertirme en un hombre rico, a… conocer…

—Te echaré mucho de menos.

—Y yo a ti, hermanita.

—¿Me escribirás cartas contándome lo que te ocurre en el nuevo mundo?

—Por supuesto, otra cosa es que lleguen a tus manos.

—Aunque lleguen tarde, las recibiré con mucho gusto.

—Eres mi hermana preferida.

—Te tendré muy presente en mis oraciones.

—El Señor nos protegerá a todos.

—Yo rezaré para que te proteja a ti, Rodrigo.

—Gracias, hermana.

—Mantente siempre vigilante.

Pasado un tiempo mi hermana María, a quien yo consideraba muy cercana y con la que me entendía a las mil maravillas, un día me comunicó que se iba a casar, me dejó con la boca abierta. ¿Qué mosca la había picado? Me acuerdo perfectamente la conversación que mantuvimos.

—¿Con quién? —le pregunté sorprendida.

—Con Martín de Guzmán y Barrientos.

—¡Ah, con el hijo de Antón…! Pues me parece bien. ¿Le quieres?

—Por supuesto —me dijo ella no muy convencida, o al menos eso entendí yo.

—¿Y a qué viene tanta prisa? Que yo sepa sois poco más que conocidos.

—Ha hablado nuestro padre con su padre… y se han puesto de acuerdo.

—¿Y Martín?

—Él desea tener una mujer y formar una familia. Dice que la situación ideal del hombre es vivir en familia y yo le he dicho que sí, que doy mi aprobación. Al principio viviremos en una casa de labranza

—Vaya.

—Ya tengo edad para tener familia.

—Claro.

—Parece que no te alegras, Teresa.

—¡Cómo no me voy a alegrar! Lo que pasa es que me ha cogido desprevenida.

—Ah, bueno.

—Me parece muy bien, hermana, y te felicito por ello. Que seas muy feliz y me des sobrinos.

Por aquel entonces ya me había quedado sin mi hermano Rodrigo que había partido para las Américas, sin mi hermana María, que había decidido casarse, así que acudí en busca de consuelo a mi íntima amiga María Eugenia Saavedra.

Me recibió con cierta sorpresa. Lo noté en su tono de voz al saludarme:

—¿Qué te trae por aquí?

—Ya ves, he venido a saludarte y a hablar un poco contigo. Como hace que no nos vemos…

—Siéntate, mujer. Pues si tardas un poco más, me encuentras en el convento de la Encarnación.

—¿Pero…?

—He solicitado el ingreso.

—Me dejas fría como una piedra.

—Después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que tengo vocación de religiosa.

—Cada una tenemos nuestro destino. ¿Has tenido alguna aparición, alguna señal especial que te haya empujado a tomar esa decisión?

—Pues no.

Después me aseguró muy convencida que quería servir a Dios Nuestro Señor y en el convento de la Encarnación la esperaban con los brazos abiertos.

¡Qué la iba a decir!, pues lo que le dije:

—Te deseo que seas bien recibida y allí te realices como religiosa.

—La madre superiora es una mujer muy cariñosa y se ha alegrado mucho de mi decisión.

—¿Cuándo ingresarás?

—En breve.

—Te deseo la mayor felicidad.

—Gracias, Teresa.

Con mi amiga María Eugenia Saavedra después de ingresar en la Encarnación mantuve muchas conversaciones de espiritualidad y religión, de la vida en comunidad dedicada al Señor… Hasta el punto de que aumentó mi vocación y por ello en 1535 hice lo mismo que ella: ingresé en el convento de la Encarnación acompañada de uno de mis hermanos, en contra de la opinión de mi padre, que deseaba algo distinto para mí. Cuando comuniqué a mi padre la intención, me contestó que no lo consentiría mientras él viviera. ¡No faltaría más! Solo le faltó decir que ni de borracho me dejaría ser monja. En esos momentos yo quería ser religiosa y me aferré a mi deseo. Los padres siempre han deseado lo mejor para sus hijos, otra cosa es que coincidan con los intereses de ellos. Esto es más viejo que la orilla del río. Siempre he pensado que mi padre se oponía a mi ingreso en las monjas porque no quería perder a su hija predilecta, según mi opinión. Me dolió mucho separarme de la familia.

Tomé el hábito de religiosa al siguiente año. ¡Qué sensación! Cuando me vi con la ropa de monja y con la toca, me pareció que de repente me había convertido en mejor persona de lo que en realidad era. Hasta creo que me cambió la cara. Para que luego digan que el hábito no hace al monje, en este caso a la monja.

Y profesé el día 3 de noviembre del año del Señor de 1537. Mi padre, aunque contrariado por mi firme decisión, acudió al acto tan decisivo de mi vida.

—Si es tu voluntad, no quiero interponerme ahora que has tomado tan firme la decisión de profesar —me dijo mi padre el día antes.

—Gracias, padre.

—Que sepas que yo preferiría tenerte en casa.

—Lo sé, padre, aunque al principio fuisteis vos quien me internó en el colegio…

No me dejó continuar:

—He buscado para ti un buen partido, un matrimonio ventajoso… Lo mismo que tu hermana María está tan contenta con su marido…

Ahora fui yo quien le interrumpió:

—No deseo saber quién es el desafortunado.

Allí en la Encarnación hice una vida de comunidad y de oración, una vida sencilla. Como no me decidía por ninguna labor en especial, me asignaron el cuidado de las flores y plantas. Todas decían: la hermana Teresa tiene unas manos para las flores… Los geranios, las hortensias, los rosales… Les decía a las hermanas que en las flores también está Dios, y en los tomates y en los pucheros… ¡Cómo se reían ellas!

Pero me faltaba pasar por algo serio, vaya si me faltaba algo: profesar y sufrir una grave enfermedad fue todo uno, que yo llamé “mi parálisis”, sentí un profundo desgarramiento del cuerpo y del alma. ¡Los dolores físicos fueron horribles! Y digo grave porque mi padre, cómo me vería el pobre, me sacó del convento de la Encarnación para que me atendieran médicos muy experimentados y no solo de Ávila. A pesar de los cuidados, mi cuerpo ni respondía ni mejoraba, y según me dijeron más tarde, un galeno abulense puso a mi familia en lo peor, vamos, sin remisión. ¡Estuve cuatro días inconsciente! ¡Fuera del mundo!, según me aseguraron los que me cuidaban cuando me recuperé. Yo ni me enteré, claro. Me dieron por muerta, aunque ellos me confirmaron que la esperanza es lo último que se pierde. Mis hermanas rezaron constantemente por mí. Como estaba en las manos de Dios, me repitieron, no me abandonaría. Yo bien creo que fue porque la mala hierba nunca muere, poco a poco fueron mitigando los males que me aquejaban, empecé a mejorar y me recuperé con mucho esfuerzo y aunque todavía no me valía por mí misma, volví a mi querido convento de la Encarnación dos años después, ya avanzando 1539, todavía en condiciones mermadas: apenas me podía mover y necesitaba la ayuda constante de las monjas. Debo reconocer que sin su apoyo y su dedicación hubiera tardado unos cuantos meses más en reponerme. Me cuidaron como hija suya que era.

Tardé tres años, que se dice bien, en recuperarme casi totalmente y valerme por mí misma. ¡Tres años en ser lo que yo era, una persona activa, dispuesta y con ganas de remover Roma con Santiago! ¡Qué duro es la convalecencia y qué aburrimiento! Menos más que las monjas me atendían divinamente. Pasé momentos muy críticos, pero mi fe en el Altísimo los hicieron más llevaderos y las frecuentes visitas que me hacían la vida más alegre.

En esos días, estando en el locutorio, acaba de despedir a una de mis muchas visitas, se me apareció Jesucristo. Tenía un semblante airado.

—¿Qué os pasa, Señor? —le pregunté.

—Estoy muy ofendido por tu comportamiento, Teresa.

—¿Qué hago de malo?

—Recibes muchas visitas mundanas y les das un trato demasiado familiar. En un convento de fervorosas religiosas, como yo creía que era este, no se debe permitir que las visitas entren y salgan con total libertad.

Agaché la cabeza y le prometí:

—A partir de ahora lo tendré en cuenta y yo misma impondré a las hermanas la seriedad y el recogimiento interior.

El tiempo de convalecencia me sirvió para leer mucho y empaparme del tratado Tercer abecedario espiritual, de Francisco de Osuna, que se convirtió en mi libro de cabecera. ¡Justo lo que yo estaba buscando! Parece que Francisco de Osuna al escribirlo hubiera pensado en mí, una humilde religiosa deseosa de servir a Dios. Aprendí a confiar plenamente en Nuestro Señor y me inicié, siguiendo a De Osuna, en el “recogimiento”, que es un método de oración por el cual abandonando las cosas terrenas, el alma se empapa de la presencia de Dios. ¡Fue un gran descubrimiento para mí! Practicando el recogimiento interior logré varias veces la unión con Dios. Reconozco que fui una privilegiada al disfrutar de la presencia de Dios. La experiencia que sentí no la puedo expresar con palabras, al diccionario de mi vida le faltan términos. Después practiqué unos métodos de oración más prácticos y menos espirituales que el propuesto por el sacerdote franciscano Francisco de Osuna.

Como nada es eterno, con la experiencia de los médicos y la atención admirable de las hermanas, me repuse de mi enfermedad. Me hierve la sangre y no puedo estar ociosa, así que convencí a un grupo de religiosas de la Encarnación a las que formé en la vida de recogimiento y oración.

Ya llevaba yo un tiempo dándole vueltas a la cabeza después de la aparición de Jesucristo que la vida del convento era muy tranquila y relajada, con continuas visitas y salidas de las monjas, vamos, una vida regalada como la del cerdo (con perdón), y por ello me empeñé en acometer la reforma de la Orden del Carmelo para vivir con entrega y rigor la vida religiosa, que en parte había sido suavizada por el papa Eugenio IV allá por el año 1431.

En mi vida siempre ha habido alegrías y espacios de tristeza. Cada recaída la superaba con unos momentos de felicidad. Sin embargo la muerte de mi padre, la víspera de Navidad del año del Señor de 1543, me afectó mucho y agravó mi enfermedad. Una se va acostumbrando poco a poco a que otras personas cercanas terminen su ciclo vital y lo considera como algo lógico en la vida humana, no obstante cuando la realidad afecta directamente, es más difícil de asumir. Siempre creemos que se mueren los otros y que los nuestros son eternos. Tardé en acostumbrarme a la vida sin mi padre. Como cualquier hija tuve mis discrepancias con él, sin embargo mi amor y respeto hacia él fue inmenso. Siempre lo recordaré. Me consolaba diciendo que desde el cielo velaría por mí. El sacerdote que le acompañó en los últimos momentos, el dominico Vicente Barón, me trasmitió las últimas palabras que dijo mi padre sobre mí. Me impresionaron y decidí mejorar mi conducta.

Yo, Teresa

Подняться наверх