Читать книгу Yo, Teresa - Germán Díez Barrio - Страница 9
ОглавлениеNací en Gotarrendura, un pequeño lugar cerca de la ciudad amurallada de Ávila, el 28 de marzo de 1515 (¡qué fácil de recordar el año: 15-15!), en una casa señorial, la de mis padres Alonso Sánchez de Cepeda y Beatriz Dávila de Ahumada, así que mi nombre hasta que ingresé en la orden carmelita estaba cantado: Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada. No era de los más rimbombantes, algunos cortaban la respiración: Francisco Domingo de Almagro Entrambasaguas, Catalina de Mendoza Loyola y Villegas. Usé el nombre de Teresa de Ahumada y al comenzar la reforma lo cambié por Teresa de Jesús.
En casa éramos un regimiento: diez hermanos míos, más dos hermanastros, ya que mi padre tuvo dos hijos de su anterior esposa, Catalina del Peso y Henao, que falleció, y como es normal los aportó al nuevo matrimonio. ¡Qué prole! A esto hay que añadir algún familiar que se aposentaba con nosotros. Mi padre tenía más razón que un santo cuando decía que éramos Dios y la madre. Era un hidalgo de una Castilla recia y severa que defendía los valores espirituales. Supe más tarde que descendía de un hombre rico toledano. A pesar de que mi padre fue un judío converso recuperado para la causa, nunca noté yo que me apartaran por esta condición.
Como buenos cristianos y cumplidores con la Santa Madre Iglesia, me bautizaron a los siete días de llegar al mundo (el 4de abril). Esto lo sé porque más de una vez mi madre se preocupó de repetírmelo para que no se me olvidara en lo sucesivo. Como es normal, ella no asistió al bautizo pues todavía no estaba repuesta del parto, a pesar de los caldos para las recién paridas que le suministraba mi abuela, que aseguraba que resucitaban a un muerto. Los asistentes al banquete, fundamentalmente familiares, disfrutaron de lo lindo. Siempre era motivo de alegría y satisfacción la llegada de un nuevo ser, en mi caso la tercera del segundo matrimonio.
—¡Buen festejo, Alonso!
—La recién nacida se lo merece.
—¡Una hija más para la casa!
—Es bienvenida —les aseguró mi padre.
—Tiene tus rasgos.
—Los míos y los de mi mujer, que la niña es de los dos.
—¡Que la cases bien y te reporte muchos hijos!
—Eso es lo que deseo —respondió mi padre muy contento.
Comieron hasta hartarse (esto también me lo dijo mi padre): conejo en escabeche, truchas estofadas, empanadas frías de jabalí, empanadillas de sardinas, arroz con leche de almendras, bollitos pardos, peras en almíbar… Vamos, que más de uno se acordó del día que me bautizaron. Con un banquete tan copioso, no es de extrañar que se fueran contentos a sus casas.
Mi madre me aseguró que desde muy pequeña era una niña muy viva y despierta, con mucha imaginación y apasionada, que jugaba con mis hermanos y primos y que siempre estaba dispuesta a atender a todos. Me gustaba relacionarme con los chicos y chicas, y eso que algunas veces los mayores separaban nuestros juegos, es algo que nunca entendí. “Los niños juegan a la guerra y las niñas a las muñecas”. Yo no diferenciaba a los niños y a las niñas, eso fue más tarde cuando me di cuenta de que éramos diferentes. Jugábamos sin malicia.
En mi casa se respiraba confianza y familiaridad, eso me lo dijo una dueña, mi madre organizaba nuestra vida a su criterio, con los que éramos, trabajo tenía. En la estancia de la casa se palpaba el ambiente de piedad, de sentida religiosidad —me insistía una de las criadas con la que yo tenía más relación, pues era muy joven—, y esto sin duda contribuyó a que me interesara por el cristianismo más activo y espiritual. Lo supe más tarde, mucho más tarde, ya de mayor cuando profesé en el convento. Entonces era una niña como todas, quizá algo más inquieta.
Mi madre contaba a sus familiares y amigos que desde muy chiquita —yo la verdad no me acuerdo— me gustaba mucho leer libros de caballerías, romanceros, cancioneros y las vidas de santos y mártires. Yo me quedaba extasiada ante sus proezas. Ponía todo el entusiasmo en lo que iniciaba. No me extraña nada que quisiera imitarlos. ¡Era todo tan maravilloso! Mi padre era aficionado a la lectura. Yo creo que se me pegó de él la afición a leer buenos libros. Mi madre, por su parte, procuraba que rezásemos y fuéramos devotos de Nuestra Señora y de algunos santos.
Hasta los seis años, como todos los niños y niñas, tengo muy pocos recuerdos en mi memoria, aunque algunos sí los mantengo. Sí recuerdo que asimilaba con rapidez todo lo que leía y a veces me metía tanto en los protagonistas que quería ser como ellos y vivir sus aventuras, tenía facilidad para identificarme con el protagonista, para meterme en su piel y dejar de ser Teresa para convertirme en santa Águeda, san Bartolomé, santa Catalina de Alejandría, san Sebastián, san Lorenzo…
Era muy impulsiva y todas las aventuras me atraían y quería experimentarlas. Fruto de estas imaginaciones mías, fue el intento de huir de mi casa a tierras de infieles buscando el martirio. Transmití a mi hermano Rodrigo la inquietud.
Un día le pregunté:
—Rodrigo, ¿vienes conmigo a tierra de moros?
—¿Para qué quieres ir?
—Para… convertirnos en mártires. ¿Pero no sabes lo que es ser mártir?
La ingenuidad de mi hermano le desbordó:
—¿Y eso qué es?
—Mártires por el cristianismo.
—¿Cómo?
—Verás, Rodrigo, así seremos mártires tú y yo por el cristianismo, ¿te imaginas?
—Ah, bueno.
Cogí un hatillo (con pan y chorizo de la cocina), agarré de la mano a mi querido hermano y nos dispusimos a abandonar la ciudad.
A pesar de nuestra buena voluntad, la ilusión (más la mía) duró poco tiempo pues un tío nuestro nos descubrió cerca de las murallas. Habíamos intentado alejarnos de Ávila pasando desapercibidos.
—¿Qué hacéis aquí, Teresa? —se extrañó al verme el hatillo acusador.
—Pues… nada.
—Ah, nada, ¿Cómo que nada? ¿Lo saben vuestros padres?
—Bueno…, yo…, hemos venido…
—Vamos, delante de mí, todo seguido hasta vuestra casa. Estarán preocupados vuestros padres, en el momento que os echen en falta… ¿A quién se le ocurre estar tan lejos de casa? ¿Pero sabéis lo alejados que estáis?
—Si solo son unos cuantos… metros.
—Venga, delante de mí.
—Pero, tío Ángel, si no hacemos nada malo. Es un simple paseo que…
—Mejor que lo hagáis en casa.
—Vamos, Rodrigo.
A mi hermano Rodrigo le tenía convencido, aunque era un poco mayor que yo, se dejaba convencer por mi decisión. Ha sido siempre al hermano que más quise. Mi cariño hacia él me salía del alma, era tan bueno…
Me seguía sin rechistar todas mis imaginaciones (vistas desde ahora, que antes me parecían realidades) y así le propuse un día de inspiración, ya que me parecía imposible ir adonde me matasen por Dios:
—Rodrigo, me gustaría ser un ermitaño.
—¿Y eso qué es?
—Pues… pues los que viven en una cabaña.
—Tú eres una mujer y los ermitaños son hombres.
—¿Y qué más da?
—¿Qué comen?
—Lo que… produce el campo: patatas, coles, cebollas, tomates, frutas… ¿Quieres que hagamos una cabaña en nuestro huerto para empezar?
Nos pusimos mano a la obra y en el huerto de casa preparamos una cabaña en la que apenas cabíamos los dos sentados, pero nos sentíamos felices y en un lugar muy nuestro. Los dos allí pegados parecíamos los reyes del mundo.
En una huerta que había en casa, procurábamos como podíamos, hacer ermitas, poniendo unas piedrecitas, que luego se nos caían, y así no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo... Hacía (yo) limosna como podía, y podía poco. Procuraba soledad para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el rosario... Gustaba (yo) mucho cuando jugaba con otras niñas, hacer monasterios como que éramos monjas.
Con todos los hermanos tenía un trato muy familiar, sin embargo con Rodrigo era algo diferente. Yo le proponía algo y él no decía nada en contra, asentía moviendo la cabeza.
Ahora bien, creo que mi espíritu aventurero sobrepasó con creces la infancia y la juventud y de mayor me llevó a recorrer incansable los caminos de España para fundar monasterios de la Orden carmelita.
Me dio por leer libros de caballería, que fomentaban mi fantasía, Amadís de Gaula, Las sergas de Esplandián, Palmerín de Oliva… ¿Qué tenían los libros de caballería para gustarme tanto y dejarme llevar por mi ilusión? Digo yo que mucha imaginación y el amor incondicional entre el caballero y su dama. Claro, como eran tan imaginativos, fueron muy criticados por la gente de moral mermada y por algunos intelectuales, que consideraban que mostraban falsedades y excitaban maliciosamente la imaginación, a pesar de que gozaban de gran favor popular. Está visto que lo que entretiene a unos, otros lo desaprueban. También eran increíbles las aventuras extraordinarias de los conquistadores de Indias, con sus hazañas y relatos maravillosos, pero parece ser que no dañaban tanto a la mente según los encargados de opinar y eso que contaban supersticiones inimaginables. En las novelas de caballerías triunfa el amor, hay combates entre caballeros, encantamientos, luchan contra los monstruos, conquistan reinos imaginarios.
Le conté a Rodrigo la historia de una que había leído, Amadís de Gaula, un caballero que protagonizó gran cantidad de aventuras fantásticas para lograr el amor de su hermosa dama Oriana, hasta el punto de rescatarla de su peor enemigo que la tenía prisionera. ¡Qué emoción tan grande! Termina la vida de aventuras con el matrimonio de los protagonistas.
—¡Qué bonito! —me contestó mi hermano.
—¿Te gusta?
—Claro, mucho.
—A mí también.
—Podías leérmelo.
Le avancé mi intención:
—¿Por qué no escribimos un libro los dos juntos?
—¿Tú crees que sabremos? Solo escriben libros las personas mayores.
—Pues claro que sabremos —ante mi hermano Rodrigo nunca debería manifestar mis dudas.
—¿Tan fácil es escribir un libro?
—Lo intentaremos.
—Si tú lo dices…
Aunque pronto nos cansamos, ¡qué difícil es escribir un libro!, sí empezamos entusiasmados:
Un doncel que acompañaba al rey a supervisar sus territorios conoció a una bellísima mujer que se llamaba Malvina…
—¿Y el doncel no tenía nombre? –se interesó mi hermano metido en la historia.
—Claro…, empezamos otra vez.
Había una vez un doncel llamado Lisandro que acompañaba al rey a supervisar sus territorios cuando conoció a una bellísima mujer que se llamaba Malvina. El doncel se enamoró perdidamente de ella. Estaba tan enamorado que le propuso que se casaran en secreto. Buscaron a un cura y en una vieja cabaña se casaron. Pero el territorio del rey fue atacado por uno de sus mayores enemigos, El Monstruo de las Cumbres Lejanas. Acudió Lisandro en ayuda del rey y se colocó en la puerta principal para defender la ciudad…
—¿Y qué pasó con Malvina? —quiso saber Rodrigo, que se había interesado mucho por la protagonista.
—Bueno, eso lo dejamos para otro día.
Al libro que empezamos a escribir y no continuamos, le pusimos de título El doncel de las Murallas.
—Me gusta el título —se alegró Rodrigo.
—Y a mí, también.
¡Qué pronto se murió mi madre! Vamos, nuestra madre. Dejó diez hijos. Yo contaba con 13 años en el año de gracia de 1528, fue una pérdida muy sentida. Dejó en mí un vacío difícil de rellenar. Yo pensé que solo se morían los demás y no mis seres más cercanos. Se puso enferma y cada día peor. Los médicos no pudieron hacer nada por ella, me aseguró mi padre muy dolido, la quería mucho. Me sentía muy sola, sin nadie a quien acudir y contar mis vivencias. ¡Mi madre lo fue todo para mí! ¿Por qué nos dejó tan pronto?, me preguntaba yo sin hallar respuesta. ¡Con los hijos que tenía que cuidar! La veía muy joven, al menos para morir, radiante, activa, con ganas de vivir. Sin embargo, en poco tiempo se fue apagando. Un extraño mal la fue consumiendo, no sé exactamente cuál, lo único que recuerdo es que el médico, amigo de mi padre, le dijo: “Alonso, tienes que hacerte a la idea. Si esto no mejora, que lo dudo, en poco tiempo se te irá. Es ley de vida. Hay enfermedades que no sanan. Y contra esto, nadie puede hacer nada. Vete preparando a la familia”.
Recibimos todos consternados la visita de la parca. ¡Qué tristeza tan profunda me entró! Pedí a Dios que la curara y después a la Virgen que me adoptara como hija suya. Al verme sin la protección de mi madre, que tanto echaba en falta, recurrí a la Virgen María, necesitaba sentirme arropada por ella. Mis hermanos también lamentaron mucho su pérdida y mi padre, que tuvo que ser tratado por el médico porque sufría melancolía. Durante un tiempo, la tristeza se adueñó de todos nosotros.
Cuando empecé a caer en la cuenta de la pérdida tan grande que había tenido, comencé a entristecerme sobremanera. Entonces me arrodillé delante de una imagen de la Santísima Virgen y le rogué con muchas lágrimas que me aceptara como hija suya y que quisiera ser Ella mi madre en adelante. Y lo ha hecho maravillosamente bien.
Como todas las jóvenes, también yo me sentía atraída por un chico, en este caso un primo al que tenía especial cariño y muchas ganas de estar siempre con él.
—Salvador, ayer no viniste al sitio acordado.
—Yo siento mucho, mi progenitor me entretuvo en unas clases de esgrima. No me gusta la espada, pero él se empeña en que me ejercite para ser un caballero… ¡Qué va a ser de un caballero sin saber manejar la espada con destreza!
—Te estuve esperando…
Él me interrumpió:
—No fue culpa mía.
—Cada vez tengo más deseo de hablar contigo, de contarte lo que me pasa…
—A mí me ocurre igual.
—… de decirte lo que me apasiona.
—Teresa, no quiero separarme de ti.
—¿Qué pasa por tu cabeza?
La sinceridad de mi primo me llenaba de satisfacción. Los encuentros con él me alegraban el día. Éramos muy felices y nos queríamos como dos adolescentes.
Sin embargo, la felicidad nunca es completa. Mi padre, que no tenía tiempo de preocuparse por sus hijos, sus doce hijos de los dos matrimonios, me refiero a vigilarnos día y noche, se enteró por algún comentario de algún amigo o vecino de que mi primo y yo nos veíamos muy a menudo.
Se lo comenté a mi primo:
—Salvador, ha llegado a oídos de mi padre que tú y yo nos vemos a escondidas y no tan a escondidas.
—¿Qué malo tiene eso?
—Para mí solo tiene satisfacciones.
—¿Entonces?
—Pues… que un chico y una chica… si se ven muchas veces a escondidas… los mayores piensan que…
—¿Y qué?
—Que mi padre está dispuesto a cortarlo por lo sano si antes tú y yo no…
—No lo entiendo.
—Él dice que una mujer de mi categoría no debe tontear con los chicos…
—¿Qué es eso de tontear?