Читать книгу 365 días con Francisco de Asís - Gianluigi Pascuale - Страница 6
Оглавление1 de enero
Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. Y te damos gracias porque, así como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste (cf Jn 17,26), hiciste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y su sangre y su muerte. Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad a enviar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: «Venid, benditos de mi Padre, recibid el Reino que os está preparado desde el origen del mundo» (Mt 25,34).
Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste (cf Mt 17,5), junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya.
(Regla no bulada, XXIII: FF 63-66)
2 de enero
Y a la gloriosa madre, la beatísima María siempre Virgen, a los bienaventurados Miguel, Gabriel y Rafael, y a todos los coros de los bienaventurados serafines, querubines, tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, ángeles, arcángeles, a los bienaventurados Juan Bautista, Juan Evangelista, Pedro, Pablo, y a los bienaventurados patriarcas, profetas, inocentes, apóstoles, evangelistas, discípulos, mártires, confesores, vírgenes, a los bienaventurados Elías y Henoc, y a todos los santos que fueron y que serán y que son, humildemente les suplicamos por tu amor que te den gracias por estas cosas como te place, a ti, sumo y verdadero Dios, eterno y vivo, con tu Hijo carísimo, nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya (Ap 19,3-4).
Y a todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica y apostólica, y a todas las órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y todos los clérigos, todos los religiosos y religiosas, todos los donados y postulantes, pobres y necesitados, reyes y príncipes, trabajadores y agricultores, siervos y señores, todas las vírgenes y continentes y casadas, laicos, varones y mujeres, todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, todos los pequeños y grandes, y todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas (cf Ap 7,9), y todas las naciones y todos los hombres en cualquier lugar de la tierra, que son y que serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los hermanos menores, siervos inútiles (Lc 17,10), que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque, si no, ninguno puede salvarse.
(Regla no bulada, XXIII: FF 67-68)
3 de enero
Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y fortaleza (Mc 12,30.33), con toda la inteligencia, con todas las fuerzas (Lc 10,27), con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con los sentimientos más profundos, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por su sola misericordia nos salvará, que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos, nos hizo y nos hace todo bien.
Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que sólo Él es bueno (cf Lc 18,19), piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en Él y lo aman a Él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén.
(Regla no bulada, XXIII: FF 69-71)
4 de enero
En toda predicación que hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: El Señor os dé la paz (2Tes 3,16). Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban. Debido a ello, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios, abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y en émulos de la salvación eterna.
Entre estos, un hombre de Asís, de espíritu piadoso y humilde, fue quien primero siguió devotamente al varón de Dios. A continuación abrazó esta misión de paz y corrió gozosamente en pos del Santo, para ganarse el reino de los cielos, el hermano Bernardo. Este había hospedado con frecuencia al bienaventurado Padre; habiendo observado y comprobado su vida y costumbres, reconfortado con el aroma de su santidad, concibió el temor de Dios y alumbró el espíritu de salvación. Lo había visto que, sin apenas dormir, estaba en oración durante toda la noche, alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre; y se admiraba y se decía: «En verdad, este hombre es de Dios».
Se dio prisa, por esto, en vender todos sus bienes, y distribuyó a manos llenas su precio entre los pobres, no entre sus parientes; y, abrazando la norma del camino más perfecto, puso en práctica el consejo del santo Evangelio: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme (Mt 19,21). Llevado a feliz término todo esto, se unió a san Francisco en su hábito y tenor de vida, y permaneció con él continuamente, hasta que, habiéndose multiplicado los hermanos, pasó con la obediencia del piadoso Padre a otras regiones.
Su conversión a Dios sirvió de modelo, para quienes habían de convertirse en el futuro, en cuanto a la venta de los bienes y su distribución entre los pobres. San Francisco se gozó sobremanera con la llegada y conversión de hombre tan calificado, ya que esto le demostraba que el Señor tenía cuidado de él, pues le daba un compañero necesario y un amigo fiel.
(Tomás de Celano, Vida primera I, 10: FF 359-361)
5 de enero
Así pues, en cuanto llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, tras abandonarlo todo, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida.
El primero de entre ellos fue el venerable Bernardo, quien, hecho partícipe de la vocación divina (cf Heb 3,1), mereció ser el primogénito del santo Padre tanto por la prioridad del tiempo como por la prerrogativa de su santidad. En efecto, habiendo descubierto Bernardo la santidad del siervo de Dios, decidió, a la luz de su ejemplo, renunciar por completo al mundo, y acudió a consultar al Santo la manera de llevar a la práctica su intención. Al oírlo, el siervo de Dios se llenó de una gran consolación del Espíritu Santo por el alumbramiento de su primer vástago, y le dijo: «Es a Dios a quien en esto debemos pedir consejo».
Así que, una vez amanecido, se dirigieron juntos a la iglesia de San Nicolás, donde, tras una ferviente oración, Francisco, que rendía un culto especial a la Santa Trinidad, abrió por tres veces el libro de los evangelios, pidiendo a Dios que, mediante un triple testimonio, confirmase el santo propósito de Bernardo.
En la primera apertura del libro apareció aquel texto: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21).
En la segunda: No toméis nada para el camino (Lc 9,3).
Finalmente, en la tercera se les presentaron estas palabras: El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24).
«Esta es –dijo el Santo– nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por lo tanto, si quieres ser perfecto (Mt 19,21), vete y cumple lo que has oído».
(Buenaventura, Leyenda mayor, III, 3: FF 1053-1054)
6 de enero
Entre los diversos dones y carismas que obtuvo Francisco del generoso Dador de todo bien, destaca, como una prerrogativa especial, el haber merecido crecer en las riquezas de la simplicidad mediante su amor a la altísima pobreza. Considerando el Santo que esta virtud había sido muy familiar al Hijo de Dios y al verla ahora rechazada casi en todo el mundo, de tal modo se determinó a desposarse con ella mediante los lazos de un amor eterno, que por su causa no sólo abandonó al padre y a la madre, sino que también se desprendió de todos los bienes que pudiera poseer (cf Gén 2,24; Jer 31,3; Mc 10,7).
No hubo nadie tan ávido de oro como él de la pobreza, ni nadie fue jamás tan solícito en guardar un tesoro como él en conservar esta perla evangélica. Nada había que le alterase tanto como el ver en sus hermanos algo que no estuviera del todo en armonía con la pobreza.
De hecho, respecto a su persona, se consideró rico con una túnica, la cuerda y los calzones desde el principio de la fundación de la Religión hasta su muerte y vivió contento sólo con eso.
Frecuentemente evocaba –no sin lágrimas– la pobreza de Cristo Jesús y de su madre; y como fruto de sus reflexiones afirmaba ser la pobreza la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de reyes y en la Reina, su madre.
Por eso, al preguntarle los hermanos en una reu-nión cuál era la virtud con la que mejor se granjea la amistad de Cristo, respondió como quien descubre un secreto de su corazón: «Sabed, hermanos, que la pobreza es el camino especial de salvación, como que fomenta la humildad y es raíz de la perfección, y sus frutos –aunque ocultos– son múltiples y variados. Esta virtud es el tesoro escondido del campo evangélico (Mt 13,44): para comprarlo merece la pena vender todas las cosas, y las que no pueden venderse han de estimarse por nada en comparación con tal tesoro».
(Buenaventura, Leyenda mayor, VII, 1: FF 1117)
7 de enero
Sobre tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, porque sé firmemente que esta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos.
Y que esto sea para ti más que el eremitorio.
Y en esto quiero saber si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de esos hermanos.
(Carta a un ministro: FF 234-235)
8 de enero
Fue él (san Francisco) efectivamente quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla: «Y sean menores»; al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: «Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores». Y, en verdad, eran menores porque, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes.
De hecho, sobre el fundamento de la constancia se erigió la noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas las partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo. ¡En qué fuego tan grande ardían los nuevos discípulos de Cristo! ¡Qué inmenso amor el que ellos tenían al piadoso grupo! Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era visible el amor espiritual que brotaba entre ellos y cómo difundían un afecto verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en los castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena; eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 386-387)
9 de enero
Por lo que un día dijo a sus hermanos: «La Orden y la vida de los hermanos menores es un pequeño rebaño (cf Lc 12,32) que el Hijo de Dios pidió en estos últimos tiempos a su Padre celestial, diciéndole: “Padre, yo quisiera que suscitaras y me dieras un pueblo nuevo y humilde que en esta hora se distinga por su humildad y su pobreza de todos los que le han precedido y que se contente con poseerme a mí solo”». El Padre dijo a su Hijo amado: «Hijo, lo que pides queda cumplido».
«Por eso –añadió el bienaventurado Francisco–, quiso el Señor que los hermanos se llamasen hermanos menores, pues ellos son este pueblo que el Hijo de Dios pidió a su Padre, y del que el mismo Hijo de Dios dice en el Evangelio: No temáis, pequeño rebaño, porque el Padre se ha complacido en daros el Reino (Lc 12,32); y también: Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40). Sin duda, se ha de entender que el Señor habló así refiriéndose a todos los pobres espirituales, pero principalmente predijo el nacimiento en su Iglesia de la Religión de los hermanos menores».
Tal como le fue revelado al bienaventurado Francisco que su movimiento debía llamarse el de los hermanos menores, hizo él insertar este nombre en la primera regla (1R 6,3) que presentó al señor papa Inocencio III, y que este aprobó y le concedió y luego anunció a todos en el consistorio. El Señor le reveló también el saludo que debían emplear los hermanos, como hizo consignar en su Testamento: «El Señor me reveló que para saludar debía decir: “El Señor te dé la paz” (cf Núm 6,26)».
En los comienzos de la Religión, yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los doce primeros, este saludaba a los hombres y las mujeres que se le cruzaban en el camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: «El Señor os dé la paz» (cf 2Tes 3,16). Las gentes quedaban asombradas, pues nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. E incluso algunos, un tanto molestos, preguntaban: «¿Qué significa esta manera de saludar?». El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado Francisco: «Hermano, permíteme emplear otro saludo».
Pero el bienaventurado Francisco le respondió: «Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de Dios. No te avergüences, hermano, pues te aseguro que hasta los nobles y príncipes de este mundo ofrecerán sus respetos a ti y a los otros hermanos por este modo de saludar». Y añadió: «¿No es maravilloso que el Señor haya querido tener un pequeño pueblo, entre los muchos que le han precedido, que se contente con poseerle a Él solo, altísimo y glorioso?».
(Compilación de Asís, 101: FF 1617-1619)
10 de enero
Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices; en cambio, era penosa la ausencia; la separación, amarga, y dolorosa la partida. Pero nada osaban anteponer a los preceptos de la santa obediencia aquellos obedientísimos caballeros que, antes de que se hubiera concluido la palabra de la obediencia, estaban ya prontos para cumplir lo ordenado. No hacían distinción en los preceptos; más bien, evitando toda resistencia, se ponían, como con prisas, a cumplir lo mandado.
Eran seguidores de la altísima pobreza, pues nada poseían, ni amaban nada; por esta razón, nada temían perder. Estaban contentos con una túnica sola, remendada a veces por dentro y por fuera; no buscaban en ella elegancia, sino que, despreciando toda gala, ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban completamente crucificados para el mundo. Ceñidos con una cuerda, llevaban calzones de burdo paño; y estaban resueltos a continuar en la fidelidad a todo esto y a no tener otra cosa. En todas partes se sentían seguros, sin temor a que los inquietase ni afán de que los distrajese; despreocupados aguardaban al día siguiente; y cuando, con ocasión de los viajes, se encontraban a menudo en situaciones incómodas, no se angustiaban pensando dónde habían de pasar la noche. Pues cuando, en medio de los fríos más crudos, carecían muchas veces del necesario albergue, se recogían en un horno o humildemente se guarecían de noche en grutas o cuevas.
Durante el día iban a las casas de los leprosos o a otros lugares decorosos y quienes sabían hacerlo trabajaban manualmente, sirviendo a todos humilde y devotamente. Rehusaban cualquier oficio del que pudiera originarse escándalo; más bien, ocupados siempre en obras santas y justas, honestos y útiles, eran ejemplo de paciencia y humildad para cuantos trataban con ellos.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 387-389)
11 de enero
Amaban de tal modo la virtud de la paciencia, que preferían morar donde sufriesen persecución en su carne que allí donde, conocida y alabada su virtud, pudieran ser aliviados por las atenciones de la gente. Y así, muchas veces padecían afrentas y oprobios, fueron desnudados, azotados, maniatados y encarcelados, sin que buscasen la protección de nadie; y tan virilmente lo sobrellevaban, que de su boca no salían sino cánticos de alabanza y gratitud.
Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las negligencias y ligerezas. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción. Cuando querían darse a la oración, recurrían a ciertos medios que se habían ingeniado: unos se apoyaban en cuerdas suspendidas, para que el sueño no turbara la oración; otros se ceñían con instrumentos de hierro; algunos, en fin, se ponían piezas mortificantes de madera. Si alguna vez, por excederse en el comer o el beber, quedaba conturbada, como suele, la sobriedad, o si, por el cansancio del viaje, se habían sobrepasado, aunque fuera poco, de lo estrictamente necesario, se castigaban duramente con muchos días de abstinencia. En fin, tal era el rigor en reprimir los incentivos de la carne, que no temían arrojarse desnudos sobre el hielo, ni revolcarse sobre zarzas hasta quedar tintos en sangre.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 390-391)
12 de enero
Tanto despreciaban los bienes terrenales, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones.
En medio de esta vida ejercitaban la paz y la mansedumbre con todos; intachables y pacíficos en su comportamiento, evitaban con exquisita diligencia todo escándalo. Apenas si hablaban cuando era necesario, y de su boca nunca salía palabra grosera ni ociosa, para que en su vida y en sus relaciones no pudiera encontrarse nada que fuera indecente o deshonesto. Eran disciplinados en todo su proceder; su andar era modesto; los sentidos los traían tan mortificados, que no se permitían ni oír ni ver sino lo que se proponían de intento. Llevaban sus ojos fijos en la tierra y tenían la mente clavada en el cielo. No cabía en ellos envidia alguna, ni malicia, ni rencor, ni murmuración, ni sospecha, ni amargura; reinaba una gran concordia y paz continua; la acción de gracias y cantos de alabanza eran su ocupación.
Estas son las enseñanzas del piadoso Padre, con las que educaba a los nuevos hijos, no tanto de palabra y con la lengua cuanto de obra y de verdad.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 15: FF 392-393)
13 de enero
Hermanos, reflexionemos todos sobre lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian (cf Mt 5,44), porque nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir (cf 1Pe 2,21), llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron (cf Mt 26,50). Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna.
Y tengamos odio a nuestro cuerpo con sus vicios y pecados; porque el diablo quiere arrebatarnos, mientras vivimos carnalmente, el amor de Jesucristo y la vida eterna, y perderse a sí mismo junto con todos en el infierno; porque nosotros, por nuestra culpa, somos hediondos, miserables y contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal, porque como dice el Señor en el Evangelio: Del corazón proceden y salen los malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricia, maldad, dolo, impudicia, envidia, falsos testimonios, blasfemia, insensatez. Todos estos males proceden de dentro, del corazón del hombre (cf Mc 7,23), y estos son los que manchan al hombre (Mt 15,19-20; Mc 7,21-23).
Pero ahora, después de haber abandonado el mundo, no tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y complacerle sólo a Él.
(Regla no bulada, XXII: FF 56-57)
14 de enero
Guardémonos mucho de ser tierra junto al camino, o tierra rocosa o llena de espinas, según lo que dice el Señor en el Evangelio: La semilla es la palabra de Dios. Y la que cayó junto al camino y fue pisoteada, son aquellos que oyen la Palabra y no la entienden; y al punto viene el diablo y arrebata lo que fue sembrado en sus corazones, y quita de sus corazones la Palabra, no sea que creyendo se salven. Y la que cayó sobre terreno rocoso, son aquellos que, al oír la Palabra, al instante la reciben con gozo. Pero, llegada la tribulación y persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se escandalizan, y estos no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes, porque creen por un tiempo y en el tiempo de la tentación retroceden. Y la que cayó entre espinas, son aquellos que oyen la palabra de Dios, pero la preocupación y las fatigas de este siglo y la falacia de las riquezas y las demás concupiscencias, entrando en ellos, sofocan la Palabra y se quedan sin dar fruto. Y la que fue sembrada en buen terreno, son aquellos que, oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la entienden y la retienen y producen fruto con perseverancia (Mt 13,19-23; Mc 4,15-20; Lc 8,11-15).
Y por eso nosotros los hermanos, como dice el Señor, dejemos que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8,22).
Y guardémonos mucho de la malicia y la sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí, como dice el Señor: Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos y secos en busca de descanso; y, al no encontrarlo, dice: Volveré a mi casa, de donde salí. Y al venir la encuentra desocupada, barrida y adornada. Y va y toma a otros siete espíritus peores que él, y, habiendo entrado, habitan allí, y las postrimerías de aquel hombre son peores que los principios (Mt 12,43-45; Lc 11,24-26).
Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda.
Mas en la santa caridad que es Dios (cf 1Jn 4,8.16), ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas.
(Regla no bulada, XXII: FF 58-60)
15 de enero
Y construyámosle siempre en nuestro interior habitación y morada a aquel que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y cuando estéis de pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo (cf Mt 6,9; Mc 11,25; Lc 21,36). Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer; pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad (Lc 18,1; Jn 4,23-24). Y recurramos a Él como al pastor y obispo de nuestras almas (1Pe 2,25), que dice: Yo soy el buen pastor, que apaciento a mis ovejas y doy mi alma por mis ovejas (Jn 10,11.15). Todos vosotros sois hermanos; y no llaméis padre a ninguno de vosotros en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en el cielo. Ni os llaméis maestros; porque uno es vuestro maestro, el que está en el cielo, [Cristo] (cf Mt 23,8-10). Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis todo lo que queráis y se os dará. Dondequiera que hay dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy en medio de ellos. He aquí que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo. Las palabras que os he hablado son espíritu y vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 15,7; Mt 18,20; 28,20; Jn 6,63; 14,6).
Retengamos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo Evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre diciendo: Padre, glorifica tu nombre, y glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Padre, manifesté tu nombre a los hombres que me diste; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos; y ellos las han recibido, y han reconocido que salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Yo ruego por ellos, no por el mundo, sino por estos que me diste, porque tuyos son y todas mis cosas tuyas son. Padre santo, guarda en tu nombre a los que me diste, para que ellos sean uno como también nosotros. Hablo estas cosas en el mundo para que tengan gozo en sí mismos. Yo les he dado tu Palabra; y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Glorifícalos en la verdad. Tu Palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo. Y por estos me santifico a mí mismo, para que sean ellos santificados en la verdad. No ruego solamente por estos, sino por aquellos que han de creer en mí por medio de su Palabra, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que tú me enviaste y los amaste como me amaste a mí. Y les haré conocer tu nombre, para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos.
Padre, los que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean tu gloria en tu Reino (cf Jn 17,6-26). Amén.
(Regla no bulada, XXII: FF 61-62)
16 de enero
Recogíase el bienaventurado Francisco con los suyos en un lugar, próximo a la ciudad de Asís, que se llamaba Rivotorto. Había allí una choza abandonada; en ella vivían los más valerosos despreciadores de las grandes y lujosas viviendas y a su resguardo se defendían de los aguaceros, pues, como decía el Santo, «se sube al cielo más rápido desde una choza que desde un palacio».
Todos los hijos y hermanos vivían en aquel lugar con su Padre, padeciendo mucho y careciendo de todo; privados muchísimas veces del alivio de un bocado de pan, contentos con los nabos que mendigaban trabajosamente de una parte a otra por la llanura de Asís. Aquel lugar era tan exageradamente reducido que difícilmente podían sentarse ni descansar. Con todo, «no se oía, por este motivo, murmuración o queja alguna; más bien, con ánimo sereno y espíritu gozoso, conservaban la paciencia».
Todos los días, san Francisco practicaba con el mayor esmero un continuo examen de sí mismo y de los suyos; no permitiendo en ellos nada que fuera peligroso, alejaba de sus corazones toda negligencia. Riguroso en la disciplina, para defenderse a sí mismo mantenía una vigilancia estricta. Si alguna vez la tentación de la carne le excitaba, cosa natural, arrojábase en invierno a un pozo lleno de agua helada y permanecía en él hasta que todo incentivo carnal hubiera desaparecido. Ni que decir tiene que ejemplo de tan extraordinaria penitencia era seguido con inusitado fervor por los demás.
Les enseñaba no sólo a mortificar los vicios y reprimir los estímulos de la carne, sino también los sentidos externos, por los cuales se introduce la muerte en el alma.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 16: FF 394-396)
17 de enero
El predicador del Evangelio, Francisco, que predicaba a los incultos con recursos materiales y sencillos, como quien sabía que la virtud es más necesaria que las palabras, usaba, en cambio, con los espirituales y más capaces un lenguaje más vivo y profundo. Sugería en pocas palabras lo que era inefable, y, acompañando las palabras con inflamados gestos y movimientos, arrebataba por entero a los oyentes a las cosas del cielo.
No echaba mano de esquemas previos, pues nunca planeaba sermones que a él no le nacieran. El verdadero poder y sabiduría –Cristo– comunicaba a su lengua una palabra eficaz (cf Sal 67,34).
Un médico docto y elocuente dijo en cierta ocasión: «La predicación de otros la retengo palabra por palabra; se me escapan, en cambio, únicamente las que expresa san Francisco. Y, si logro grabar algunas en la memoria, no me parecen ya las mismas que sus labios destilaron (cf Cant 4,11)».
(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 73: FF 694)
18 de enero
Cierto día que rezaba al Señor con mucho fervor, oyó esta respuesta: «Francisco, es necesario que todo lo que, como hombre carnal, has amado y has deseado tener, lo desprecies y aborrezcas, si quieres conocer mi voluntad. Y después que empieces a probarlo, aquello que hasta el presente te parecía suave y deleitable, se convertirá para ti en insoportable y amargo, y en aquello que antes te causaba horror, experimentarás gran dulzura y suavidad inmensa».
Alegre y confortado con estas palabras del Señor, yendo un día a caballo por las afueras de Asís, se cruzó en el camino con un leproso. Como el profundo horror por los leprosos era habitual en él, haciéndose una gran violencia, bajó del caballo, le dio una moneda y le besó la mano. Y, habiendo recibido del leproso el ósculo de paz, montó de nuevo a caballo y prosiguió su camino. Desde entonces empezó a despreciarse más y más, hasta conseguir, con la gracia de Dios, la victoria total sobre sí mismo.
A los pocos días, tomando una gran cantidad de dinero, fue al hospital de los leprosos, y, una vez que hubo reunido a todos, les fue dando a cada uno su limosna, al tiempo que les besaba la mano. Al salir del hospital, lo que antes era para él repugnante, es decir, ver y palpar a los leprosos, se le convirtió en dulzura. De tal manera le echaba atrás el ver los leprosos, que, como él dijo, no sólo no quería verlos, sino que evitaba hasta el acercarse al lazareto. Y si alguna vez le tocaba pasar cerca de sus casas o verlos, aunque la compasión le indujese a darles limosna por medio de otra persona, siempre lo hacía volviendo el rostro y tapándose la nariz con las manos. Mas por la gracia de Dios llegó a ser tan familiar y amigo de los leprosos, que, como dice en su testamento, entre ellos moraba y a ellos humildemente servía.
Transformado hacia el bien después de su visita a los leprosos, decía a un compañero suyo, al que amaba con predilección y a quien llevaba consigo a lugares apartados, que había encontrado un tesoro grande y precioso. Lleno de alegría este buen hombre iba de buen grado con Francisco cuantas veces este lo llamaba. Francisco lo llevaba muchas veces a una cueva cerca de Asís, y, dejando afuera al compañero que tanto anhelaba poseer el tesoro, entraba él solo; y, penetrado de un nuevo y especial espíritu, suplicaba en secreto al Padre, deseando que nadie supiera lo que hacía allí dentro, sino sólo Dios, a quien consultaba asiduamente sobre el tesoro celestial que había de poseer.
(Leyenda de los Tres Compañeros, IV: FF 1407-1409)
19 de enero
El mismo fray Leonardo refirió allí mismo que cierto día el bienaventurado Francisco, en Santa María, llamó a fray León y le dijo:
«Hermano León, escribe».
El cual respondió:
«Heme aquí preparado».
«Escribe –dijo– cuál es la verdadera alegría.
Viene un mensajero y dice que todos los maestros de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría.
Y que también lo han hecho todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: No es la verdadera alegría.
También, que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; también, que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría».
«Pero, ¿cuál es la verdadera alegría?».
«Vuelvo de Perusa y en una noche profunda llego aquí, y es el tiempo de un invierno de lodos y tan frío, que se forman canelones del agua fría congelada en las extremidades de la túnica, y hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.
Y todo envuelto en lodo y frío y hielo, llego a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, viene el hermano y pregunta: ¿Quién es? Yo respondo: El hermano Francisco.
Y él dice: Vete; no es hora decente de andar de camino; no entrarás.
E insistiendo yo de nuevo, me responde: Vete, tú eres un simple y un ignorante; ya no vienes con nosotros; nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos.
Y yo de nuevo estoy de pie en la puerta y digo: Por amor de Dios, recogedme esta noche.
Y él responde: No lo haré. Vete al lugar de los Crucíferos y pide allí.
Te digo que si hubiere tenido paciencia y no me hubiere alterado, que en esto está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la salvación del alma».
(De la verdadera y perfecta alegría,
en Las florecillas de san Francisco, VIII: FF 278)
20 de enero
Francisco, por sano o enfermo que estuviese, tenía tanta caridad y piedad no sólo hacia sus hermanos, sino también hacia los pobres, sanos o enfermos, que, halagándonos primero a nosotros, para que no nos disgustáramos, con gran gozo interior y exterior daba a otros lo que necesitaba su propio cuerpo, y que los hermanos conseguían a veces con gran solicitud y devoción; privaba a su cuerpo de cosas que le eran muy necesarias.
Por eso, el ministro general y su guardián le tenían mandado que no diera la túnica a ningún hermano sin su permiso, pues algunas veces los hermanos se la pedían por devoción, y él al momento se la daba. También sucedía que, al ver él a un hermano enfermizo o mal vestido, a veces le daba su túnica; otras, como nunca llevó ni quiso tener para sí más que una túnica, la partía, para dar un trozo al hermano y quedarse él con el resto.
(Compilación de Asís, 89: FF 1625)
21 de enero
La piedad del Santo era aún mayor cuando consideraba el primer y común origen de todos los seres, y llamaba a todas las criaturas –por más pequeñas que fueran– con los nombres de hermano o hermana, pues sabía que todas ellas tenían con él un mismo principio.
«Pero profesaba un afecto más dulce y entrañable a aquellas criaturas que por su semejanza natural reflejan la mansedumbre de Cristo, y queda constancia de ello en la Escritura. Muchas veces rescató corderos que eran llevados al matadero, recordando al mansísimo Cordero, que quiso ser conducido a la muerte para redimir a los pecadores.
Hospedándose en cierta ocasión el siervo de Dios en el monasterio de San Verecundo, del obispado de Gubbio, sucedió que aquella misma noche una ovejita parió un corderillo. Había allí una cerda ferocísima que, sin ninguna compasión de la vida del inocente animalito, lo mató de una salvaje dentellada.
Enterado de ello el piadoso padre, se sintió estremecido por una extraordinaria conmiseración, y, recordando al Cordero sin mancha, se lamentaba delante de todos por la muerte del corderillo, exclamando:
«¡Ay de mí, hermano corderillo, animal inocente, que representas a Cristo entre los hombres; maldita sea la impía que te mató; que ningún hombre ni bestia se aproveche de su carne!».
¡Cosa admirable! Al instante comenzó a enfermar la cerda maléfica y, después de haber pagado su acción con penosos sufrimientos durante tres días, terminó por sucumbir al filo de la muerte vengadora.
Arrojada en la fosa del monasterio, permaneció allí largo tiempo, sin que a ningún hambriento sirviera de comida. Considere, pues, la impiedad humana de qué forma será al fin castigada, cuando con una muerte tan horrenda fue sancionada la ferocidad de una bestia; reflexionen también los fieles devotos con qué admirable virtud y copiosa dulzura estuvo adornada la piedad del siervo de Dios, que mereció incluso que los animales la reconocieran a su modo.
(Buenaventura, Leyenda mayor, VIII, 6: FF 1145-1146)
22 de enero
Un día, pasando de nuevo por la Marca (de Ancona) con el hermano Paolo, que gustoso le acompañaba, se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el biena-venturado Francisco se conmovió y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: «¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?». «Porque los llevo al mercado –le respondió– para venderlos, pues ando mal de dinero». A esto le dijo el Santo: «¿Qué será luego de ellos?». «Pues los compradores –replicó– los matarán y se los comerán». «No lo quiera Dios –reac-cionó el Santo–. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos». Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que este valía mucho más. El Santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado por el hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 28: FF 457)
23 de enero
Oh, santísimo Padre nuestro (Mt 6,9): creador, redentor, consolador y salvador nuestro.
Que estás en el cielo (Mt 6,9): en los ángeles y en los santos; iluminándolos para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz; inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando en ellos y colmándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno bien, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien.
Santificado sea tu nombre (Mt 6,9): clarificada sea en nosotros tu noticia, para que conozcamos cuál es la grandeza de tus beneficios, la largura de tus promesas, la sublimidad de la majestad y la profundidad de los juicios.
Venga a nosotros tu Reino (Mt 6,10): para que tú reines en nosotros por la gracia y nos hagas llegar a tu Reino, donde la visión de ti es manifiesta, la dilección de ti perfecta, la compañía de ti bienaventurada, la fruición de ti sempiterna.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10): para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, gastando todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio de tu amor y no en otra cosa; y para que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, atrayéndolos a todos a tu amor según nuestras fuerzas, alegrándonos del bien de los otros como del nuestro y compadeciéndolos en sus males y no dando a nadie ocasión alguna de tropiezo.
Danos hoy nuestro pan de cada día (Mt 6,11): tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo: para memoria e inteligencia y reverencia del amor que tuvo por nosotros, y de lo que por nosotros dijo, hizo y padeció.
Perdona nuestras ofensas (Mt 6,12): por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la santísima Virgen y de todos tus elegidos.
Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6,12): y lo que no perdonamos por completo, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti intercedamos por ellos devotamente, no devolviendo a nadie mal por mal, y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti.
No nos dejes caer en la tentación (Mt 6,13): oculta o manifiesta, repentina o importuna.
Y líbranos del mal (Mt 6,13): pasado, presente y futuro.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
Amén.
(Exposición del Padrenuestro: FF 266-275)
24 de enero
Como la doctrina evangélica, salvadas excepciones singulares, dejaba mucho que desear en todas partes en cuanto a la conducta de la mayoría, Francisco fue enviado por Dios para dar, a imitación de los apóstoles, testimonio de la verdad a todos los hombres y en todo el mundo. Así, sus enseñanzas pusieron en evidencia que la sabiduría del mundo no era más que necedad, y en poco tiempo, siguiendo a Cristo y por medio de la necedad de la predicación, atrajo a los hombres a la verdadera sabiduría divina (cf 1Cor 1,20-21).
Porque el nuevo evangelista de los últimos tiempos, como uno de los ríos del paraíso, inundó el mundo entero con las aguas vivas del Evangelio y con sus obras predicó el camino del Hijo de Dios y la doctrina de la verdad. Y así surgió en él, y por su medio resurgió en toda la tierra, un inesperado fervor y un renacimiento de santidad: el germen de la antigua religión renovó muy pronto a quienes estaban desde hace tiempo decrépitos y acabados. Un espíritu nuevo se infundió sobre los corazones de los elegidos, y se derramó en medio de ellos una saludable unción cuando este santo siervo de Cristo, como astro celeste, irradió la luz de su original forma de vida y de sus prodigios.
Ha renovado los antiguos portentos cuando en el desierto de este mundo, con nuevo orden, pero fiel al antiguo, se plantó la viña fructífera, portadora de flores suaves de santas virtudes, que extiende por doquier los sarmientos de la santa religión.
Y aunque, como nosotros, era frágil, no se contentó, sin embargo, con el solo cumplimiento de los preceptos comunes, sino que, ardiendo en fervorosísima caridad, emprendió el camino de la perfección cabal, alcanzó la cima de la perfecta santidad y vio el límite de toda perfección (Sal 118,96).
Por eso, las personas de toda clase, sexo y edad encuentran en él enseñanzas claras de doctrina salvífica, así como espléndidos ejemplos de obras de santidad. Si algunos quieren emprender cosas arduas y se esfuerzan aspirando a carismas más elevados de caminos más excelentes, mírense en el espejo de su vida y aprenderán toda perfección. Si otros, por el contrario, temerosos de lanzarse por rutas más difíciles y de escalar la cumbre del monte, aspiran a cosas más humildes y llanas, también estos encontrarán en él enseñanzas apropiadas. Quienes, en fin, buscan señales y milagros, contemplen su santidad, y conseguirán cuanto pidan.
Y, ciertamente, su vida gloriosa añade una luz más esplendente a la perfección de los primeros santos; lo prueba la pasión de Jesucristo y su cruz lo manifiesta colmadamente. En efecto, el venerable Padre fue marcado con el sello de la pasión y cruz en cinco partes de su cuerpo, como si hubiera estado colgado de la cruz con el Hijo de Dios. Gran sacramento es este (Ef 5,32), que patentiza la sublimidad de la prerrogativa del amor; pero encierra un arcano designio y un misterio venerando, que creemos es conocido de Dios solamente y en parte revelado por el mismo Santo a cierta persona.
(Tomás de Celano, Vida primera, II, 1: FF 474-478)
25 de enero
Un día de invierno, san Francisco llevaba puesto, doblado en forma de manto, un paño que le había prestado cierto amigo de los hermanos de Tívoli. Y, estando en el palacio del obispo de Marsi, se le presentó una viejecita que pedía limosna. Enseguida soltó del cuello el paño y se lo alargó –aunque no era suyo– a la viejecita, diciéndole: «Anda, hazte un vestido, que bien lo necesitas». Sonrió la viejecita, y, sorprendida, no sé si de temor o de gozo, tomó de las manos el paño. Se fue enseguida y, para no correr –si tardaba– el peligro de que lo reclamasen, lo cortó con las tijeras.
Pero, al comprobar que el paño cortado no bastaba para una túnica, tornó a donde el Santo, en las alas de la generosidad que había experimentado, y le hizo ver lo insuficiente del paño. El Santo volvió los ojos al compañero, que llevaba a la espalda otro de igual medida, y le dijo: «¿Oyes, hermano, lo que dice esta pobrecilla? Suframos el frío por amor de Dios y da el paño a la pobrecilla para que complete la túnica». Dio él, dio también el compañero; y, despojados el uno y el otro, vistieron a la viejecita.
(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 53: FF 673)
26 de enero
En la ermita de los hermanos de Sarteano, el maligno, aquel que envidia siempre los progresos de los hijos de Dios, osó tentar al Santo de este modo.
Veía que el Santo se santificaba más (cf Ap 22,11) y que no descuidaba por la de ayer la ganancia de hoy. Una noche en que se daba a la oración en una celdilla, el demonio lo llamó tres veces:
—Francisco, Francisco, Francisco.
—¿Qué quieres? –respondió este.
—No hay en el mundo –replicó aquel– ni un pecador a quien, si se convierte (cf Ez 33,9), no perdone el Señor; pero el que se mata a fuerza de penitencias, nunca jamás hallará misericordia (cf Dan 3,39).
Enseguida, una revelación hizo ver al Santo la astucia del enemigo, que se había esforzado para inducirlo a la tibieza. Pero, ¿qué más? El enemigo no desiste de presentar nuevo combate. Y, viendo que no había acertado a ocultar el lazo, prepara otro: el incentivo de la carne. Pero en vano, porque quien había descubierto la astucia del espíritu, mal pudo ser engañado con el sofisma de la carne. El demonio desencadena, pues, contra él una tentación terrible de lujuria. Mas el bienaventurado Padre, en cuanto la siente, despojado del vestido, se azota sin piedad con una cuerda: «¡Ea, hermano asno! –se dice–, te corresponde estar así, aguantar así los azotes. La túnica es de la Orden, y no es lícito robarla; si quieres irte a otra parte, vete».
Mas como ve que las disciplinas no ahuyentan la tentación, y a pesar de tener todos los miembros cárdenos, abre la celda, sale afuera al huerto y desnudo se mete entre la mucha nieve. Y, tomando la nieve, la moldea entre sus manos y hace con ella siete bloques a modo de monigotes. Poniéndose ante estos, comienza a hablar así el hombre: «Mira, este mayor es tu mujer; estos otros cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; los otros dos el criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa –continúa– en vestir a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo».
El diablo huye al instante confuso y el Santo se vuelve a la celda glorificando al Señor.
Un hermano piadoso que estaba en oración a aquella hora fue testigo de todo gracias a la luz de la luna, que resplandecía más aquella noche. Mas el Santo, enterado después de que el hermano lo había visto aquella noche, le mandó que, mientras él viviese, no descubriera a nadie lo sucedido.
(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 82: FF 703)
27 de enero
A todos los reverendos y muy amados hermanos (...) el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os desea salud en aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre (cf Ap 1,5); al oír su nombre, adoradlo con temor y reverencia, rostro en tierra (cf 2Esd 8,6); su nombre es Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo, que es bendito por los siglos (cf Lc 1,32; Rom 1,25).
Oíd, señores hijos y hermanos míos, y prestad oídos a mis palabras (He 2,14). Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios (Is 55,3). Guardad en todo vuestro corazón sus mandamientos y cumplid perfectamente sus consejos.
Confesadlo, porque es bueno, y ensalzadlo en vuestras obras (Sal 135,1); porque por esa razón os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él (cf Tob 13,4). Perseverad en la disciplina (Heb 12,7) y en la santa obediencia, y lo que le prometisteis con bueno y firme propósito cumplidlo. Como a hijos se nos ofrece el Señor Dios (Heb 12,7).
Así pues, os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en el cual las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente.
(Carta a toda la Orden: FF 215-217)
28 de enero
Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, lo hagan simple y llanamente reverenciando el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo Él mismo obra como le place; porque, como Él mismo dice: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19) si alguno lo hace de otra manera, se convierte en Judas, el traidor, y se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor (cf 1Cor 11,27).
Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito de la ley de Moisés, cuyo transgresor, aun en cosas materiales, moría sin misericordia alguna por sentencia del Señor. ¡Cuánto mayores y peores suplicios merecerá padecer quien pisotee al Hijo de Dios y profane la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al Espíritu de la gracia! (Heb 10,28-29). Pues el hombre desprecia, profana y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, no distingue (1Cor 11,29) ni discierne el santo pan de Cristo de los otros alimentos y obras, y o bien lo come siendo indigno, o bien, aunque sea digno, lo come vana e indignamente, siendo así que el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra de Dios fraudulentamente. Y a los sacerdotes que no quieren poner esto en su corazón de veras los condena diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones (Mal 2,2).
(Carta a toda la Orden, II: FF 218-219)
29 de enero
Oídme, hermanos míos: Si se honra a la santísima Virgen tal y como se merece, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista bienaventurado se estremeció y no se atreve a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el que yació por algún tiempo, es venerado, ¡qué santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar! (1Pe 1,12).
Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es santo (cf Lev 19,2). Y así como el Señor Dios os ha honrado a vosotros sobre todos por causa de este ministerio, así también vosotros, sobre todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo. Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo.
¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo (Jn 11,27)!
¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan!
Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por Él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero.
(Carta a toda la Orden, II: FF 220-221)
30 de enero
San Francisco encontró una vez en Colle, condado de Perusa, a uno muy pobre, a quien había conocido estando todavía en el mundo. Y le preguntó: «¿Cómo te va, hermano?». El pobre, irritado, comenzó a maldecir contra su señor, que le había despojado de todos los bienes. «Por culpa de mi señor –dijo–, a quien el Señor todopoderoso maldiga, lo único que puedo es estar mal» (cf Gén 5,29).
Más compadecido del alma que del cuerpo del pobre, que persistía en su odio a muerte, el biena-venturado Francisco le dijo: «Hermano, perdona a tu señor por amor de Dios, para que libres a tu alma de la muerte eterna, y puede ser que te devuelva lo arrebatado. Si no, tú, que has perdido tus bienes, perderás también tu alma». «No puedo perdonar de ninguna manera –replicó el pobre–, si no me devuelve primero lo que se ha llevado».
El bienaventurado Francisco, que llevaba puesto un manto, le dijo: «Mira: te doy este manto y te pido que perdones a tu señor por amor del Señor Dios». Calmado y conmovido por el favor, el pobre, en cuanto recibió el regalo, perdonó los agravios.
(Tomás de Celano, Vida segunda, II, 56: FF 676)
31 de enero
El padre de los pobres, el pobrecillo Francisco, identificado con todos los pobres, no estaba tranquilo si veía otro más pobre que él; no era por deseo de vanagloria, sino por afecto de verdadera compasión. Y si es verdad que estaba contento con una túnica extremadamente mísera y áspera, con todo, muchas veces deseaba dividirla con otro pobre. Movido de un gran afecto de piedad y queriendo este pobre riquísimo socorrer de alguna manera a los pobres, en las noches más frías solicitaba de los ricos del mundo que le dieran capas o pellicos. Como estos lo hicieran devotamente y más a gusto de lo que él pedía de ellos, el bienaventurado Padre les decía: «Acepto recibirlo con esta condición: que no esperéis verlo más en vuestras manos». Y al primer pobre que encontraba en el camino lo vestía, gozoso y contento, con lo que había recibido.
No podía sufrir que algún pobre fuese despreciado, ni tampoco oír palabras de maldición contra las criaturas. Ocurrió en cierta ocasión que un hermano ofendió a un pobre que pedía limosna, diciéndole estas palabras injuriosas: «¡Ojo, que no seas un rico y te hagas pasar por pobre!». Habiéndolo oído el padre de los pobres, san Francisco, se dolió profundamente, y reprendió con severidad al hermano que así había hablado, y le mandó que se desnudase delante del pobre y, besándole los pies, le pidiera perdón. Pues solía decir: «Quien dice mal de un pobre, ofende a Cristo, de quien lleva la enseña de nobleza y que se hizo pobre por nosotros en este mundo» (cf 2Cor 8,9). Por eso, si se encontraba con pobres que llevaban leña u otro peso, por ayudarlos lo cargaba con frecuencia sobre sus hombros, en extremo débiles.
(Tomás de Celano, Vida primera, I, 28: FF 453-454)