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Introducción

He aquí un libro que posee dos virtudes: la primera, el hecho de tratar en profundidad las particulares cuestiones heideggerianas acerca del arte; la segunda, el abrirnos la posibilidad de apreciar la trayectoria de su autor, Gianni Vattimo, una de las figuras más destacadas y a la vez más polémicas de la llamada posmodernidad.

Poesía y ontología es un libro heideggeriano, de modo que Heidegger está presente en todas sus páginas, explícitamente en la primera parte y más implícitamente (aunque el capítulo VII está totalmente dedi-cado a él) en la segunda. Esta introducción quiere abordar el sentido de esa omnipresencia. Pero además, y a pesar de que Poesía y ontología pertenece a un período anterior al pensamiento débil propugnado por Vattimo, busca identificar las claves que en su interior ya lo anuncian.1

Una estética ontológica

En la primera parte de Poesía y ontología Vattimo plantea la necesidad de una «estética ontológica» todavía inédita, al tiempo que desarrolla los conceptos fundamentales que deberían constituir el instrumental básico de este nuevo enfoque, cuya posibilidad ha sido abierta por las perspectivas filosóficas que el pensamiento heideggeriano proporciona al colocar en el centro de su interés la olvidada cuestión del ser. En opinión de Vattimo, en efecto, una estética ontológica deberá partir, para constituirse como tal, de la radical diferencia entre el ser y los entes, es decir, deberá no incluir aquél en el conjunto de éstos, dependiendo de ello que el arte se considere un lugar de manifestación de la verdad.

Una descripción de esos conceptos fundamentales, por medio de los cuales Vattimo articula su propuesta, nos ayudará a comprender mejor el sentido general de su enfoque ontológico en estética. En primer lugar será preciso fijar nuestra atención en el concepto heideggeriano de epocalidad del ser, matizado por Vattimo en un sentido más radical –o menos ambiguo– que el propio Heidegger, con vistas a considerar el ser como acontecimiento con todas sus consecuencias, y por tanto no como algo perpetuamente oculto tras los entes –lo que lo convertiría en un ente misterioso y excelso, pero ente al fin y al cabo– sino como garante de la posibilidad misma de los entes, por cuanto el ser no es otra cosa que sus épocas, es decir, las aperturas de la historicidad, y éstas el territorio donde los entes se configuran, donde quedan iluminados por una luz que los hace presentes. Esta luz no ilumina siempre de la misma manera, de modo que los entes no son o significan siempre lo mismo. Cada uno de los distintos modos de iluminación de los entes es una época del ser, un acontecimiento del ser.2

Si el arte tiene un alcance ontológico, esto es, si posee la capacidad de hacer manifiesto el ser, ello significa que abre épocas. Decir, por tanto, que una obra de arte es epocal equivale a afirmar que propone una inédita relación con y entre los entes, inaugurando –por seguir con la metáfora anterior– una nueva tonalidad luminosa que alumbra de otro modo el conjunto de lo que hay.

Todo esto puede ser expresado también a través de la llamada originariedad del arte, otro de los conceptos fundamentales citados. En efecto, las obras de arte no solamente poseen un origen, en el sentido de estar generadas por un acto creador, sino que son un origen, es decir, constituyen un punto de partida y un lugar de nacimiento para algo que antes no había. Ahora bien, la originariedad no debe confundirse con la originalidad banal presente en muchas obras cuya entidad se sustenta sobre determinadas maneras o determinados contenidos hasta ese momento poco o nada utilizados, pero carentes de la fuerza fundante propia del arte auténtico en la medida en que pueden reducirse a mero juego; por el contrario, una obra posee originariedad, contiene un origen, si da lugar a un sistema de significados –un mundo– ante el cual nos sentimos desorientados, porque supone una puesta en cuestión del sistema de significados desde donde nosotros la apreciamos. La obra de arte siempre dice algo nuevo que pide ser comprendido o, dicho de un modo más heideggeriano, habitado.

La originariedad de la obra implica necesariamente que la obra sea portadora, por tanto, de novedad, concepto explicitado en el discurso vattimiano a través de la teoría de la formatividad desarrollada por Luigi Pareyson, para quien toda obra de arte representa una novedad radical: no es ni deducible de una situación anterior, cualquiera que ésta sea, ni reducible a algo distinto de sí misma. Esta novedad, contra lo que pudiera parecer, carece de arbitrariedad, pues genera una legalidad propia que la hace plenamente inteligible, y gracias a la cual la obra se va haciendo –ante los ojos del artista, por decirlo así– conforme va inventando su propio modo de hacerse. En la obra, entonces, no hay solamente la actividad del artista, pues la ley (forma formante) no se sitúa bajo su control, e incluso una vez terminada la obra (forma formada) esta ley muestra su hegemonía haciéndose apreciable y trascendiendo a la obra acabada. En la trascendencia de la legalidad de la obra está la clave de la inagota-bilidad que caracteriza a toda obra auténtica: si la obra agotara la ley que la gobierna, y su terminación por parte del artista constituyera el cierre de todos los significados que pone en juego, la obra ya no sería apertura o fundación de un mundo, ya no sería historia. Su capacidad fundante –su novedad– reside en la inagotabilidad de la ley, que permite la aper-tura de los significados que el mundo fundado representa. La trascendencia o inagotabilidad de la ley muestra, pues, cómo en la obra actúa algo distinto al artista –quien a lo sumo generaría originalidad, pero no novedad originante– y asimismo algo distinto al contexto histórico en el que el artista se mueve. Si la obra fuese reducible a conciencia o a contexto ya no sería en absoluto algo nuevo. La auténtica novedad radical presente y actuante en la obra es el ser mismo, que va abriendo (como forma formante o ley) el marco donde los significados propuestos por la obra acaban conectándose (como forma formada), y con ello estableciendo el mundo que se expone en la obra.

En el dibujo de la estética ontológica que Vattimo propone nos quedan todavía dos trazos fundamentaales, el de diálogo y el de pertenencia del lector a la obra, que están íntimamente ligados entre sí (como, por lo demás, se habrá advertido que ocurre con los restantes conceptos tratados hasta ahora, lo que les otorga un fuerte carácter circular e impregnante, por otra parte nada sorprendente viniendo como vienen del almacén conceptual y terminológico heideggeriano). Pues bien, cuando nos situamos ante una obra y ésta nos propone un mundo nuevo, un orden de significados que no se inserta plácidamente en el nuestro sino que, muy al contrario, lo pone en cuestión y exige respuestas, experimentamos un choque (Stoss) que se resuelve con el inicio de un diálogo destinado a comprender el mundo distinto que tenemos ante nosotros. Esta comprensión, sin embargo, nunca halla su término, pues ya sabemos que una obra de arte es apertura, nunca clausura, y el diálogo con ella no hace sino posibilitar el despliegue o manifestación del mundo inagotable que la obra funda. Con otras palabras, el diálogo (discurso lingüístico más o menos sistematizado y consciente) resulta ser la condición necesaria de la concreción misma del mundo. El lector (o espectador) de la obra, dialogando con ella, la asume, se identifica con ella y pasa a formar parte del mundo nuevo que ella propone: tal cosa es interpretar y comprender. Así es como se pone de manifiesto la pertenencia del lector a la obra: no se trata de engullir o disolver agresivamente la obra por medio del análisis o la crítica reductiva, sino de habitar su mundo perteneciendo a él. La analogía con el dicho heideggeriano, según el cual no tenemos lenguaje sino que el lenguaje nos tiene a nosotros, es evidente. Nuestro encuentro con la obra de arte no tiene por objeto el apropiarnos de ella y en consecuencia anularla, sino más bien introducirnos en ella para que se produzca el acontecimiento, la apertura histórica del ser (mundo nuevo, historia en el sentido de orientación al futuro como dimensión fundante del tiempo).

Hasta aquí los aspectos fundamentales de la estética ontológica proyectada por Vattimo, aunque expuestos, por razones de espacio, de forma sin duda esquemática y sumaria. No menos sumariamente, veamos ahora cuáles son las consecuencias que se desprenden de estas tesis.

La fidelidad a Heidegger

No puede decirse que Vattimo haya mantenido posteriormente el proyecto de estética ontológica esbozado en los primeros capítulos de Poesía y ontología. La razón de este abandono es preciso buscarla en los problemas planteados por la naturaleza misma de la fuente principal de la que Vattimo recibe su instrumental teórico: la reflexión sobre el arte llevada a cabo por Heidegger. Adviértase de entrada, con el fin de identificar el primero de los problemas aludidos, que utilizo la expresión «reflexión sobre el arte» y no «estética», en un intento de respetar el espíritu y la letra heideggeriana al respecto, pues el pensador alemán –como Vattimo reconoce– mantiene un explícito rechazo de la estética, no sólo por considerarla un fruto del subjetivismo metafísico moderno sino también porque niega su posibilidad misma como discurso específico; no hay en Heidegger más discurso posible que el referido al ser, de modo que cuando se ocupa de reflexionar en torno al arte ello no es índice de interés por el arte sino de interés por el ser, si se me permite expresarlo de esta manera. La estética ontológica quiere, sin embargo, elaborar un discurso de cuya especificidad quepa tan poca duda como debe caber de su vinculación al problema del ser. Una formulación de este objetivo se encuentra, precisamente, en la declaración de intenciones expuesta al comienzo del libro, según la cual es necesario desarrollar a Heidegger evitando caer en monosílabos, es decir, sin precipitarse por el abismo místico y tautológico de sus escritos últimos. Vattimo preten de, por tanto, elaborar un discurso específicamente estético –válido en su aplicación al ámbito de las obras de arte concretas– partiendo de un enfoque filosófico contrario en esencia a la existencia del mismo. Obviamente, esta operación resulta perfectamente legítima: Vattimo advierte que no va a seguir a Heidegger al pie de la letra y, en consecuencia, puede aprovechar unas ideas que al fin y al cabo –aunque a su manera, como ya hemos dicho– están relacionadas con el problema del arte.

Sin embargo, y he aquí otro de los problemas, las consecuencias –ya anunciadas en el apartado anterior– serán inmediatas: rarefacción del arte, consideración de la obra como un ámbito de estabilidad del ser y eliminación de la fruición estética. A mi juicio estas tres aporías resumen adecuadamente el conjunto de los efectos indeseables que a Vattimo le plantea su proyecto de estética ontológica. A decir verdad, tales efectos ya se le plantearon al propio Heidegger, sólo que Heidegger pudo mostrarse indeferente ante ellos porque su objetivo, repito, en modo alguno era la constitución de una estética ontológica, pura contradicción en los términos según su perspectiva. Pero Vattimo desea atender al hecho concreto de que reconocemos a nuestro alrededor numerosas obras de arte, sujetas a cambios evolutivos (movimientos, estilos, etc) y objeto también de concreta fruición estética.

Encontramos arte en las calles, en los museos, en las bibliotecas o en los cines, y, sin embargo, desde el enfoque ontológico parece inevitable concluir que el arte es raro, que quizá se limite a las grandes obras (el arte griego, Dante, Shakespeare, Cervantes, Hölderlin, Rilke…). Desde el punto de vista general de la estética parece inaceptable tamaña restricción de lo artístico. Vattimo intenta abrir una ventana por la que ventilar su perplejidad apelando al gusto: quizá todas las obras sean potencialmente epocales, y el que unas lleguen a serlo y otras no dependerá de factores vinculados al gusto de las épocas. Ante esta tímida solución cabe preguntarse si la apelación al gusto es admisible desde una comprensión ontológica del arte, porque implica el abandono de las obras en manos de la conciencia estética o de las condiciones históricas, y atenta así contra la novedad e indeducibilidad esencial de la obra.

La segunda de la aporías indicadas, la consideración de la obra como un ámbito de estabilidad del ser, se derivaría implícitamente de la identificación operada entre originariedad y esteticidad, que inevitablemente desemboca en la conversión de la estética en filosofía de la historia; pero igualmente del carácter de mitología del arte que parece impregnar todo el planteamiento –cuestión esta ambiguamente tratada por Vattimo–. Teniendo esto en cuenta puede verse claramente que, si sólo unas cuantas obras, las auténticas obras de arte, pueden considerarse epocales, entonces debemos pensar que su capacidad de alumbrar una época reside en una intensísima fuerza fundante, en el continuo y poderoso centelleo del ser en su seno. Para Vattimo el problema consiste en que, aun enfatizando la comprensión del ser como acontecimiento, no consigue salvaguardar debidamente el carácter de retraimiento e inestabilidad de la verdad en la obra, y por consiguiente cae en una concepción de la experiencia estética que en sus escritos más recientes considera «romántica»: la obra sería portadora de un valor perenne y la experiencia estética vinculada a ella alcanzaría la autenticidad.3

Con respecto a la fruición, la estética ontológica de Vattimo desemboca en la necesidad de abandonar dicho concepto, al hacerse imposible comprenderlo como una experiencia aislada de las demás dado el sentido histórico que posee el arte: la historia es la exégesis de las obras, y la vida lo es en el mundo abierto por ellas, de modo que todas nuestras experiencias estarían vinculadas al arte–historia; ninguna sería plenamente la genuina fruición estética. Este concepto, por consiguiente, deja de tener utilidad, y debe ser eliminado.

El balance final de la proyectada estética ontológica parece negativo, una vez puestas de manifiesto las cuestiones que la colocan ante un callejón sin salida. Con los planteamientos heideggerianos es posible hacer ontología, pero el camino queda bloqueado cuando con ellos se intenta hacer estética. No resulta erróneo pensar, en vista de todo esto, que la fidelidad de Vattimo a Heidegger es, en Poesía y ontología, todavía mayor de lo que quizá el filósofo italiano supone. Huir de este tipo de fidelidad va a ser un objetivo que se marcará Vattimo a partir de ahora.

Poesía y ontología y el arte desde la perspectiva debilista

Ocho de los nueve capítulos de Poesía y ontología fueron escritos en los años sesenta, cuando Vattimo no mantenía aún las tesis que en la actualidad le han hecho famoso y que conocemos bajo la expresión pensamiento débil. No obstante, este libro contiene ya el germen que permitirá el desarrollo de las posiciones debilistas posteriores: la ya varias veces citada concepción del ser como acontecimiento que, según Vattimo, no había sido coherentemente asumida por Heidegger. Una radical profundización en dicha noción le hará prestar atención a ciertos factores a los que el pensador alemán no dio la importancia suficiente, permitiéndole evitar los bloqueos que, como se ha visto, auspiciaba la estética ontológica, proyecto lastrado por cierta lectura de Heidegger y fuera ya de los intereses especulativos del Vattimo actual, quien sin embargo no abandona su interés por el arte, concretamente por la comprensión del arte en relación con la situación de la sociedad contemporánea que él ha contribuido a calificar de posmoderna.

La edición italiana cuya traducción presentamos aquí es la segunda, publicada en 1985, y constituye una edición aumentada, pues con respecto a la primera, de 1967, contiene como añadido el capítulo noveno. Quisiera mostrar que, en realidad, este añadido representa una corrección de la tesis central defendida en el libro en contestación a los problemas que en él se plantean, así como un intento de conectar sus planteamientos predebilistas con los debilistas que a la altura de 1985 Vattimo ya defiende claramente y desde tiempo atrás, pues el capítulo en cuestión es del año 1979.

Este referido noveno capítulo, titulado «Estética y hermenéutica», supone un ataque directo contra aquella concepción que implícitamente otorgaba las connotaciones de perennidad, estabilidad y fuerza fundante tanto al ser como a la verdad manifiesta en la obra. Desde la perspectiva debilista, sin embargo, la verdad y el ser no pueden considerarse sino en términos de diferencia, discontinuidad y desfondamiento, puesto que el ser, ahora acontecimiento radical, no representa algo fijo, universalmente válido o definitivamente dado, sino por el contrario algo en devenir y nunca del todo fundamentado. Pues bien, este ataque va a partir de una crítica a Gadamer, en concreto de una puesta en cuestión del diálogo como modelo de comprensión de la experiencia estética, pues en opinión de Vattimo la manera como Gadamer define el diálogo con la obra de arte parece estar impregnada de dialéctica, al exigir una especie de reconciliación con la alteridad o novedad propuesta por la obra a fin de no quebrar la continuidad de lo que hay. La negación de la verdad en el arte, verdad que ahora es entendida por Vattimo en términos de salvaguarda de la discontinuidad, se desprendería consecuentemente del enfoque gadameriano. Es cierto, no obstante, que en la introducción por parte de Gadamer de la noción de juego podemos hallar un elemento mantenedor de la discontinuidad, pero en opinión de Vattimo este aspecto resulta insuficiente, y por ello el peligro de que la continuidad destruya la novedad de la obra quizá sea inevitable.

Este abandono del diálogo como modelo interpretativo de la experiencia estética significa un paso decisivo en el alejamiento de Vattimo con respecto a las posiciciones mantenidas a lo largo de Poesía y ontología. Si el modelo del diálogo fundante y reconciliador, por el cual se instaura una verdad definitiva, ya no es coherente con las exigencias de un ser entendido en términos de diferencia y discontinuidad, ¿cuál habrá de ser, entonces, el modelo a seguir? Vattimo encuentra sustituto en el modelo de experiencia estética –determinante para la configuración del arte en los últimos cien años– representado por la vanguardia, sobre todo en sus aspectos de ruptura de la continuidad, ya sea ésta entendida como ruptura con la tradición o como rechazo de una práctica artística (y también social) tendente a la producción de obras (o situaciones) armoniosas. Para Vattimo, «es la fidelidad a los datos de la experiencia estética tal y como se configura a la luz del desenvolvimiento concreto de las artes en nuestro siglo, lo que puede ayudar a la reflexión hermenéutica a no recaer simplemente en la lógica de la continuidad y de la identidad. El arte se configura hoy como un lugar privilegiado de la negación de la identidad y, por tanto, del acontecer de la verdad».4

Este modelo de ruptura de la continuidad representado por el arte se ajusta perfectamente a un factor de conformación sociocultural de decisiva influencia en nuestros días: los medios de comunicación. En efecto, a juicio de Vattimo, vivimos en una sociedad de comunicación generalizada en la que todo tipo de discursos, imágenes y productos tienen cabida,4 y se suceden a velocidad acelerada; nada tiene tiempo, por tanto, de presentarse en calidad de perenne o estable. Tampoco las obras de arte.

En este actual marco de hipercomunicación y de reproducibilidad máxima –por lo demás repleto de ventajas desde el punto de vista de la superación de la metafísica, en cuanto que da lugar a un inusual fenómeno de antiplatonismo práctico– las obras de arte individuales han perdido su aura; es más, actualmente vale hablar, más que de obras (si con este término aludimos a las viejas «obras de arte» que se nos presentaban con solemnidad), de productos estéticos ahora innumerables, sustituibles, inestables, fungibles, efímeros y ornamentales.5 El arte está ya en todas partes, y la estetización de la vida que –por ejemplo, en Marcuse– era antes una utopía integradora se da ya de manera efectiva bajo la forma de la heterotopía mantenedora de la diferencia, es decir, de la verdad.6

El goce estético correspondiente a esta situación del arte se asemeja a un shock (Benjamin) entendido como movilidad acelerada de la apreciación de imágenes, palabras, obras, etc, al que se le une un sentimiento de desarraigo o extrañamiento ante aquello a lo que no se encuentra ni sustento ni fundamentación (el heideggeriano Stoss).7 El shockStoss, tardomoderna fruición estética, no es producido sin embargo por obras individuales, sino por el imparable fluir de éstas a través de los medios de comunicación, lo que equivale a afirmar que tales medios generan una suerte de obra de arte plural que es la verdaderamente experimentada por nosotros. Ahora bien, si así son las cosas, estamos entonces ante «un arte que ya no está centrado en la obra sino en la experiencia».8

¿Dónde están ahora aquellas obras epocales tan conflictivas para el enfoque ontológico en estética? Sencillamente, han desaparecido. Ya no hay jerarquía entre las obras; todas las obras de arte son auténticas. Dicho de otro modo: todas las obras son arte y ninguna en particular lo es. La rarefacción del arte ha sido superada pagando el precio de la pérdida del carácter epocal por parte de las obras individuales. La epocalidad corresponde ahora a la obra plural generada por los medios de comunicación. Ella realiza en estos momentos la apertura histórica y funda un mundo que es en realidad, gracias a la hipercomunicación, muchos mundos.

En resumen, las posiciones debilistas defendidas por Vattimo en la actualidad representan una solución de las tres aporías que, a mi entender, planteaba el núcleo discursivo de Poesía y ontología: la obra ya no es considerada ámbito de estabilidad del ser; en nuestros días la presencia de obras o productos estéticos en absoluto resulta rara, antes al contrario; y la fruición estética se entiende ahora como experiencia global.

Estas transformaciones teóricas no implican una renuncia a la inspiración heideggeriana, que sigue siendo imprescindible para su pensamiento, en opinión de Vattimo.9 No obstante, encierran una profunda manipulación de Heidegger; le hacen, por decirlo así, demasiado aprovechable. El Vattimo que en Poesía y ontología leía todavía a Heidegger a través de Gadamer camina ahora por otras sendas y con otras compañías. Precisamente, de Gadamer ha hecho Habermas un famoso juicio, según el cual el hermeneuta ha llevado a cabo una «urbanización de la provincia heideggeriana»,10 es decir, ha domesticado el asilvestrado pensamiento heideggeriano tendiendo puentes con otras filosofías, allanando y conectando sendas perdidas, edificando, en definitiva, sobre terrenos teóricos impracticables. Pero en el paisaje resultante se percibe todavía el aroma de los bosques heideggerianos, que han sido en parte respetados. Vattimo, en cambio, ha proseguido la urbanización de Heidegger con la construcción de amplias avenidas, el trazado de rápidas carreteras y la tala de árboles; es más, quiere convertir la cabaña heideggeriana en un cómodo apartamento debidamente decorado y presidido por algún modelo último de televisor ante el que sentar al propio Heidegger.

Más allá de este fácil juego de metáforas, no deja de ser sorprendente la trayectoria seguida por Vattimo: huida de Heidegger, a través de Heidegger, para acabar cantando las excelencias históricas de la sociedad configurada por los medios de comunicación.

* * *

Quisiera dar las gracias, en primer lugar, a mi amigo Antoni Torreño i Mateu, cuyas correcciones y consejos han mejorado, en cualquier caso, mi versión; y al profesor Román de la Calle por su confianza y su paciencia; a Adelina Navarro, quien además de mostrar no menor paciencia conmigo, ha opinado eficazmente sobre ciertos pasajes de la traducción; por último, a nuestros hijos Daniel y Adelina, por su discreta impaciencia.

ANTONIO CABRERA

Paiporta, julio de 1993

1.No me ocupo aquí de las implicaciones éticopolíticas del pensamiento débil. Dos trabajos que sí lo hacen in extenso, y que en términos generales suscribo, son los siguientes: Mardones, JMª, «El neoconservadurismo de los posmodernos», en G. Vattimo y otros, En torno a la posmodernidad, Anthropos, Barcelona, 1990, pp. 21-40; y Cereceda, M., «¿Qué es una mirada piadosa?», en Mollá, A. (ed.), Conmutaciones. Estética y ética de la modernidad, Ed. Laertes, Barcelona, 1992, pp. 195-220. Para una información sobre la bibliografía de Gianni Vattimo, véase la recopilada por Teresa Oñate en el volumen citado en la nota 3.

2.El significado correcto del término época no tiene nada que ver con períodos de tiempo mensurables e historiografiables; hace referencia, más bien, a nebulosas espirituales que suponen una determinada comprensión de los entes.

3.Cfr. Vattimo, G., La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, 1990 (trad. Teresa Oñate), pp. 143 y 151.

4.Las cursivas son de Vattimo. Ver p. 203.

4.No resisto la tentación de transcribir aquí estas palabras de Vattimo, que serían ingenuas si no fuesen patéticas, como ejemplo de su defensa de los medios de comunicación, cuya contribución al proceso de abandono del sentido emancipatorio de la historia resulta decisiva (las cursivas son mías): «Cuando la historia ha llegado a ser, o tiende a llegar a ser, de hecho, historia universal –por haber tomado la palabra todos los excluidos, los mudos, los desplazados– se ha vuelto imposible pensarla verdaderamente como tal, como un curso unitario supuestamente dirigido a lograr la emancipación».(Op. cit., p. 163)

5.Sobre el carácter ornamental de lo estético, véase op. cit., pp.169-170.

6.Véase el capítulo titulado «De la utopía a la heterotopía», en op. cit., pp.155

7.La relación shockStoss es tratada a fondo en el capítulo titulado «El arte de la oscilación», en op. cit., pp. 133-154.

8.Op. cit., p. 151.

9.Cfr. op. cit., pp. 170-172.

10.Cfr. Habermas, J., Perfiles filosóficopolíticos, Ed. Taurus, Madrid, 1988, trad. de Manuel Jiménez Redondo.

Poesía y ontología

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