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HACIA UNA ESTÉTICA
ONTOLÓGICA
1.Arte, estética y ontología
Aunque los ensayos que siguen a continuación se esfuercen por representar un acercamiento ontológico al problema del arte bajo distintos aspectos, o al menos por poner en claro esa exigencia, me parece necesario, de forma preliminar –y también conclusiva, en la medida en que toda introducción es a la vez una reconsideración general del sentido de un discurso–, aclarar en qué sentido, en las investigaciones que componen el libro, es buscado el nexo entre la poesía (o, en general, el arte) y la ontología, y en qué relación se pone tal indagación con respecto a la estética contemporánea.
Así pues, en líneas generales, ¿qué significa plantearse ontológicamente el problema del arte, hacer valer en estética las exigencias ontológicas? La pregunta implica de inmediato un salto desde el ámbito limitado de la estética (aunque, como se verá, es dudoso que tal ámbito exista) a la filosofía general. Desde esta perspectiva, una primera aproximación al problema del arte y a cualquier otro problema filosófico significa desarrollar un discurso que no olvide aquello que Heidegger1 ha llamado la «diferencia ontológica», mejor aún, que asuma esa diferencia como su tema central.
Diferencia ontológica es la relación que une, y a la vez separa, el ser y los entes. Para ilustrar el sentido de esa diferencia se puede recurrir a otra noción heideggeriana, la de epoché, que tiene el mismo significado. El sentido de este término no debe confundirse con el que asume en la fenomenología husserliana, aunque no sería difícil indicar una relación por la cual, al menos en cierta medida, la epoché heideggeriana se revela como la auténtica fundamentación, en la estructura del ser, de la necesidad de la epoché como actitud subjetiva de la que hablan los fenomenólogos.
La epoché heideggeriana2 es aquel carácter del ser por el cual el ser se da y se oculta al mismo tiempo en el aparecer de los entes (es decir, de las cosas y de las personas que pueblan el mundo). El ser, en efecto, se da en cuanto que es la luz dentro de la cual los entes aparecen;3 y por otra parte, precisamente para que los entes puedan aparecer, subsistir de algún modo en el horizonte que él instituye, el ser mismo como tal se sustrae. Hace aparecer los entes y los deja aparecer: les hace sitio, podríamos decir, dando a la expresión todo el significado ambiguo de que es susceptible. El ser hace sitio a los entes porque abre el horizonte en el cual llegan al ser, es decir, son; y les hace sitio en el sentido de que los deja libres, se retrae, no llamando la atención sobre sí.
Esta forma de expresarse es bastante inadecuada porque supone que habría un «espacio» que el ser podría ocupar en lugar de los entes y viceversa, de modo que el ser, pensado así, es aún una especie de ente, aunque el ente supremo. En cambio, lo esencial en la teoría heideggeriana de la epoché es la acentuación de la diferencia: el reconocimiento de que el ser, aquello por lo que los entes son, no se confunde nunca con los entes, no puede ser pensado como un ente, ni siquiera como el ente supremo entre ellos. Por lo demás esto se ve claramente si se piensa que cuando preguntamos qué es el ser de los entes no preguntamos nunca por la causa u origen; que los entes deriven de, vengan de, etc., no resuelve en absoluto el problema del ser; si lo que es señalado como causa y origen también es él mismo un ente, el problema del ser se vuelve a proponer íntegramente a propósito de sí mismo. Según Heidegger, es característico de la historia de la metafísica occidental4 haber transformado la pregunta sobre el ser en la pregunta sobre el porqué y sobre el origen, con el resultado de haber desviado de su camino al pensamiento, identificando el ser con el ente, olvidando lo que tiene de peculiar y característico, su irreductibilidad al ente, la diferencia ontológica.
La noción heideggeriana de epoché tiene un corolario muy importante en el plano de la filosofía de la historia. El ser, en su sustraerse (epoché tiene también, literalmente, este significado de retención, suspensión, etc.), no sólo hace sitio al ente en sentido espacial, sino también, y de modo fundamental, en sentido temporal. El ser se retrae y deja que el ente se despliegue en el tiempo. La historia es posible porque el ser está siempre por venir. Las épocas de la historia se han hecho posibles gracias al carácter epocal del ser. Hay auténticamente historia, es decir, posibilidad, futuro, etc., sólo porque él se retrae.
De esta sumaria descripción de la diferencia ontológica es importante retener el carácter negativo que parece establecer entre ser y entes, por el cual se hace problemático ver cómo el reconocimiento y la reflexión sobre el ente, por ejemplo, sobre una determinada región del ente como es el mundo del arte, pueda darse sin por eso mismo olvidar y dejar de lado la diferencia ontológica.
Si con la exigencia de no olvidar la diferencia ontológica (exigencia que queda por ver si es posible satisfacer concretamente) se da una indicación sobre el sentido del adjetivo en la expresión «estética ontológica», de la que hemos partido, queda por decir algo sobre cómo se entiende, en esa expresión, el sustantivo. Debemos aclarar que la calificación del sustantivo derivará, en definitiva, de la discusión posterior del carácter ontológico que esta investigación se propone realizar. Provisionalmente, entendemos por estética lo que, históricamente, lleva ese nombre, es decir, un conjunto de reflexiones sobre la estructura y el valor, en relación con la vida del hombre, de esa experiencia que nos pone en contacto con la «obra de arte» o con lo bello. Debemos precisar que el discurso de la estética, así entendido, se distingue del discurso de las artes, de las poéticas y de la crítica, en el sentido de que concierne a la estructura y al valor de la experiencia überhaupt, sin empeñarse en modificar, en evaluar o en producir ésta o aquella experiencia particular.
Que una estética así entendida resulta algo extremadamente problemático es lo que iremos sosteniendo y explicando en las páginas que siguen; no es necesario, por eso, extenderse más para defender la validez de tal «definición», que aquí se asume sólo como punto de partida y delimitación, no del todo rígida, de un campo. Debe observarse, sin embargo, que lo que en este caso se ha expresado genéricamente es un concepto de filosofía que se ha venido afirmando ampliamente en la filosofía moderna desde Kant en adelante; generalmente (al menos desde fuera del hegelianismo) los filósofos han pensado que su tarea debía ser la de dar una descripción «trascendental» de la estructura de la experiencia humana, entendiendo que tal descripción debía valer también como fundamentación, en cuanto iluminación de las condiciones de posibilidad de los diversos tipos de experiencia. Esta mentalidad se refleja también en el campo de la estética, pues hacia ella pueden reconducirse muchas de las estéticas contemporáneas, precisamente aquellas en relación con las cuales se quiere hacer valer la exigencia de un discurso ontológico sobre el arte.
El primer paso de nuestra discusión será por tanto un examen, extremadamente general, de esas direcciones de la estética, y de la medida en que responden o no a la exigencia, que antes se ha indicado, de hablar del arte sin olvidar la diferencia ontológica y el carácter epocal del ser.
2.La estética y la mentalidad metafísica de la fundamentación: el ideal de la explicitación
Nos proponemos explicar, en efecto, cómo los métodos y los resultados de las principales orientaciones de la estética contemporánea están todavía comprometidos con lo que, en lenguaje heideggeriano, llamamos la metafísica, es decir, con aquel tipo de pensamiento que se construye sobre el olvido de la diferencia ontológica. Tales orientaciones estéticas, y sobre todo las filosofías con las que se conectan más o menos explícitamente, todavía conciben el saber en general, y el saber filosófico en particular, bajo el modelo metafísico de la fundamentación.
Es sabido que ese ideal del saber como fundamentación se encuentra canonizado por primera vez de modo definitivo y riguroso en Aristóteles, quien retoma, endureciéndolo, un concepto de los filósofos precedentes: saber significa saber la causa. Además, en torno al modo de concebir el fundamento se centra la polémica aristotélica contra Platón: mientras en Platón hay todavía, en cierto sentido, un recuerdo de la diferencia ontológica, al querer hacer residir el ????? en una región que no es la de los entes sensibles, en Aristóteles se hace valer sólidamente la exigencia de encontrar el ser de forma definitiva (no es posible remontarse al infinito); y entonces ¿por qué admitir que el ser auténtico reside en otros entes, por ejemplo las ideas, antes que en ente sensible como tal? Con este razonamiento aristotélico5 triunfa en el pensamiento europeo la mentalidad que podríamos llamar «fundamentadora» y queda fuera la instancia ontológica, vivísima aún en la dialéctica platónica.
Este espíritu de la fundamentación –del que es inútil subrayar que olvida la diferencia ontológica, ya que si el ser del ente debe ser dado de algún modo, no podrá darse sino, a su vez, como ente–6 sobrevive a lo largo de la filosofía occidental y se lo encuentra en la filosofía contemporánea y en las estéticas que se relacionan con ella. Paradójicamente, como ha observado Heidegger, precisamente este pensamiento inspirado en el ideal de fundamentación concluye en último término en una total falta de fundamentación,7 justificando así la exigencia de una recuperación ontológica del pensamiento.
Aunque con las reservas ya expresadas en torno a la completud, y fidelidad historiográfica a los matices, del esquema que aquí propongo con el único objeto de «situar» mi discurso, me parece que en la filosofía, y consecuentemente en la estética contemporánea, se pueden distinguir tres grandes tendencias, que a menudo se combinan de forma diversa en la cultura común, en las orientaciones críticas y en la estética filosófica misma.
El rasgo que destaca más en este panorama es la presencia, quizá no claramente consciente, de una mentalidad sustancialmente hegeliana. Esta mentalidad, obviamente, se encuentra sobre todo entre aquellos filósofos que se reclaman explícitamente próximos a Hegel, principalmente los marxistas. Ciertamente el marxismo, en la medida en que se ha propuesto salir definitivamente de cualquier equívoca confusión con un determinismo de corte más positivista que materialista-dialéctico, ha ido recuperando cada vez más lo que era la esencia misma del pensamiento de Hegel, la dialéctica y la idea de la totalidad. Esta postura de fondo es común tanto a pensadores declaradamente revisionistas, como Karl Korsch,8 como a teóricos considerados ortodoxos, por ejemplo, G. Lukács. Para todos ellos la racionalidad consiste en la comprensión de cada aspecto particular de la realidad con referencia a la totalidad. Se puede objetar, desde luego, que esta totalidad no es concebida dogmáticamente como dada, pero aquí se expresa al menos un determinado ideal del pensamiento y de la razón. La recientísima Aesthetik de Lukács,9 en la que se van recogiendo los resultados de una reflexión que dura varios decenios, es un gran esfuerzo por articular una comprensión del fenómeno del arte, en sus distintos aspectos y en sus determinaciones históricas, con relación a la totalidad del proceso histórico.
Pero también desde fuera de las corrientes filosóficas que reconocen explícitamente su vínculo con Hegel, la presencia de una mentalidad hegeliana dominante me parece atestiguada igualmente, tanto por el itinerario de algunos filósofos, como Sartre, quien, procedente del existencialismo, ha llevado a cabo, a través de un cada vez más estrecho diálogo con el marxismo, una aproximación a Hegel,10 como por el ideal de un saber como explicitación y «desmitificación» que domina ampliamente la cultura común, la crítica y el periodismo, incluso allí donde la referencia explícita a una totalidad del proceso histórico, propia de la dialéctica, es considerada problemática.
Lo que importa destacar es que una gran parte de la cultura contemporánea (como testimonia también, por otro lado, la importancia alcanzada por el psicoanálisis) concibe el saber como comprensión del fenómeno particular en relación con un fondo que no deja descubrir su verdadero significado. Desde esta perspectiva, la estética se presenta, en mayor o menor medida, como una dialectización del arte, es decir, se propone comprenderlo y explicarlo poniéndolo en relación con la estructura general del espíritu, de la historia, de la sociedad, de la evolución de los estilos, de la lengua, etc. Podría hablarse, en un sentido amplio, de una mentalidad «estructuralista», en el sentido de que el saber es visto como la siempre ulterior colocación de las estructuras particulares en estructuras más amplias, en organismos totales.
Cualquiera que sea la instancia «última» a la que todo debe ser referido para ser comprendido, y aun cuando de las instancias últimas no se haga cuestión, es cierto que, en esta mentalidad, el ideal de saber es todavía el de la fundamentación. El ente, o el tipo de experiencia, es conocido cuando se le refiere a una totalidad en relación con la cual se define; el ser del ente es su nexo dialéctico con el todo. La fundamentación se identifica con la explicitación, en el sentido de que la dialectización consiste en un acceder a la conciencia de las relaciones (esta identificación entre fundamentación y explicitación es total y paradigmática en el pensamiento de Hegel: el término del proceso dialécticofundamentador es la autoconciencia misma. También en esto gran parte de la mentalidad contemporánea se revela como un hegelianismo diluido).
Este modo de concebir el saber como dialectización, ya sea que admita de alguna manera, en la autoconciencia del espíritu o en la praxis, una forma de instancia última, como que se contente con construir una unidad nunca definitiva, revela en todo su alcance el carácter del pensamiento fundamentador. Si no hay, ni siquiera idealmente, una totalidad en relación con la cual las totalidades menores se expliquen y se justifiquen, la fundamentación se reduce a la actividad fundamentadora misma; pero también si existe, como sucede en Hegel, una meta del proceso espiritual, esa meta se convierte de nuevo en la espiritualidad misma; una vez más, la voluntad de fundamentación no encuentra su verdadero fundamento, se limita a reencontrarse siempre y en todo lugar consigo misma.
3.La estética y la mentalidad metafísica de la fundamentación: neokantismo y fenomenología
Planteadas así las cosas, no constituye una alternativa válida a las distintas formas de hegelianismo una postura que parece tener todavía un lugar destacado en el ámbito de la estética contemporánea: el neokantismo. Con este término nos referimos, de nuevo, no sólo o principalmente al movimiento filosófico que históricamente tomó ese nombre, sino más bien a una dirección general de pensamiento rastreable entre los pensadores más diversos; sea dicho todo esto sin olvidar el permanente influjo que el neokantismo en sentido específico continúa ejerciendo tanto en Alemania como, a través de Cassirer y sus discípulos, en los Estados Unidos.
En el sentido que aquí doy al término, es neokantismo toda postura filosófica que conciba la filosofía ante todo como filosofía de la cultura, es decir, como sistematización de las diversas actividades del hombre reconducidas cada una al a priori, a las direcciones de la conciencia. Desde esta perspectiva, la estética se convierte en aquello que, al principio, habíamos definido como una descripción trascendental de la estructura de la experiencia de lo bello y del arte, su «posibilitación» en cuanto identificación de la dimensión de la conciencia que se realiza en ella.11 También aquí estamos ante un discurso fundamentador; si se quiere –y ahí reside el sentido de la vuelta a Kant después de Hegel–, con menores pretensiones metafísicas; la fundamentación así concebida no es ontológicometafísica sino trascendental. Está por ver, entre otras cosas, en qué medida este modo de entender y practicar la filosofía no sea un filosofar de profesores, es decir, no represente una «tecnificación» de la filosofía que la sustrae al discurso sobre los grandes sistemas, pero también, en cuanto que no responde a las preguntas sobre los grandes sistemas que la gente hace a los filósofos, acaba por favorecer objetivamente el irracionalismo, dejando que estos problemas se resuelvan a través de un puro fideísmo o, sin más, que sean resueltos por los productores de las mitologías de la cultura de masas.
El resultado del neokantismo, desde el punto de vista que aquí interesa, es análogo al de la mentalidad hegeliana: la filosofía es el saber sobre el funcionamiento del espíritu, por consiguiente, en definitiva, autoconocimiento, sin ninguna posibilidad de apertura al encuentro con algo distinto del espíritu humano.
Un testimonio de la presencia viva de un ideal kantiano de fundamentación en la filosofía contemporánea se puede encontrar, además, en la actual moda de la fenomenología que no por azar, en Husserl, se califica de fenomenología trascendental. La crisis de las ciencias europeas12 atestigua claramente cómo Husserl, en esta fase moderna de su pensamiento, intenta retomar el programa kantiano haciéndolo simplemente más radical; y, adviértase, se trata de un Kant semejante al de los neokantianos, es decir, depurado de toda posible apertura metafísica, reducido únicamente al problema de la fundamentación de la validez del conocimiento. Kant, para el Husserl de la Crisis, no ha sido suficientemente crítico al plantear su crítica, al suponer que es posible hacer una teoría de los a priori que fundan la ciencia sin tener en cuenta el mundo concreto de la vida en el que lo conocido y el mismo filósofo viven. La filosofía «si debe llevar a término su misión originaria de ciencia definitivamente fundamentadora» (subrayado mío), no puede dejar en el anonimato ese mundo de la vida en el que surge; la filosofía «no puede admitir ningún presupuesto, ninguna esfera fundamental del ser… de la que nadie se haya apropiado cognoscitivamente».13
Tanto en Husserl como en sus seguidores, este programa de radicalización de Kant, con la atención puesta en la Lebenswelt, el precategorial y el modo en que se constituye la experiencia estructurada en formas netas e inteligibles, ha terminado por hacer abandonar el rígido trascendentalismo de la escuela neokantiana en favor de un nuevo intento metafísico, más orientado en un sentido que se puede llamar, con razón, naturalista, o sea, abierto al diálogo con el historicismo marxista.14
Desde el punto de vista que aquí interesa, esto es, desde la posición con respecto a la cuestión del saber como fundamentación, la fenomenología, al mantenerse esencialmente fiel a un programa de tipo kantiano, no representa una alternativa real al neokantismo, es decir, en la medida en que se abre a desarrollos metafísicos, manifiesta la vocación de considerar la fundamentación como una reposición de la actividad racional del hombre en el seno de una «naturaleza» convertida en sinónimo del ser. Una vez más la diferencia ontológica es olvidada, el fondofundamento del ente es tan sólo la totalidad indiferenciada del ente mismo, considerado dinámicamente ya sea como vida que proporciona la base a la historia y a las producciones culturales, ya sea como fondo sobre el cual se van delimitando poco a poco las formas definidas que la experiencia tematiza.15
La vocación naturalista de la fenomenología es evidente y se concreta más explícitamente en la reflexión sobre el problema del arte: esto es lo que demuestran, me parece, los últimos desarrollos de una completa y sistemática estética fenomenológica como es la de Mikel Dufrenne.16
En esta delineación «por calibres» del panorama de la filosofía y de la estética contemporánea, al menos de los ideales metódicos que en ella se manifiestan, me importaba aclarar que, dada la persistencia, aunque en formas diversas, de una mentalidad fundamentadora y por consiguiente metafísica, ninguno de los tipos de método filosófico que se han expuesto satisface la exigencia de mantener y tematizar la diferencia ontológica de la que se ha hablado al principio. Desde el punto de vista de esta exigencia, los métodos fundamentadores sumariamente descritos, reducen el pensamiento a una actividad de pura y tautológica autorrepresentación del espíritu o, a lo sumo, de la «vida».
El ideal metafísico de la fundamentación se contradice: al pretender alcanzar el fundamento y apropiárselo, no dejando nada sin explicitar, destruye toda auténtica posibilidad de fundamentar; no encuentra, efectivamente, algo distinto de sí mismo, algo que no se reduzca a la actividad misma de la razón. Se podría hablar aquí de una especie de dialéctica natural, en el sentido de que la exigencia del fundamento es una exigencia auténtica; el pensamiento fundamentador nace para satisfacerla, pero inmediatamente la traiciona. La prueba de esta traición es la nofundamentación a la que llega la metafísica en sus representantes últimos (y definitivos), la que se puede llamar también incapacidad de encuentro con lo otro, con algo distinto mantenido en su alteridad. El fundamento que la metafísica encuentra, en efecto, sólo vale en cuanto que es reconocido por el sujeto. Este último es, entonces, el verdadero fundamento: en la actividad de la fundamentación no se encuentra, al fin y al cabo, más que a sí mismo.
En realidad, la auténtica exigencia que se esconde en el instinto metafísico de la fundamentación es ésta: la búsqueda del Grund, que domina toda la especulación filosófica occidental, parte de una especie de implícita certeza de que el ser del ente no debe identificarse sin más con el ente mismo. Aquello que, en la historia de la filosofía, ha llegado a ser búsqueda del fundamento en el sentido de la fundamentación no es, en origen, sino la conciencia más o menos oscura del hecho de que el ser del ente no se identifica con el ente; o, si se prefiere, que la verdad del ente está en su desvelarse como abierto a una relación con otro que no es ente, y que nunca se deja reducir a una relación de fundamentantefundamentado.
4.Sentido positivo de la epocalidad del ser
Si bien es relativamente fácil, una vez definida la noción de diferencia ontológica, poner en evidencia el carácter «óntico» o metafísico de las filosofías que se han sucedido en la historia y que todavía se reparten el territorio de la filosofía contemporánea, es más difícil indicar positivamente cuáles deban ser los caracteres de una filosofía, y de una estética, que no quiera escapar desde el principio al único problema auténtico, el del ser, es decir, que no sólo, en cuanto estética, ponga en el centro de su consideración el problema del arte, sino que, en cuanto estética filosófica, en cuanto filosofía, tenga presente su problema central, la relacióndiferencia entre el ser y los entes.
La dificultad de proyectar una estética ontológica es mucho más radical de lo que a simple vista parece, y afecta no sólo a la estética sino a todo discurso filosófico específico o «especializado» que quiera constituirse desde el punto de vista de la ontología.
De hecho, el carácter epocal del ser, su permanente diferencia del ente, significa que de ninguna manera la filosofía puede pretender llegar al ser profundizando en el conocimiento del ente. Sobre este presupuesto, sin embargo, que se han fundado todas las grandes metafísicas tradicionales, han pensado siempre la relación ser-entes como una relación fundamentalmente positiva, por la cual el ser se revela, se da, se manifiesta, se difunde, se realiza, etc., en los entes; por eso su conocimiento, aunque sea por analogía, nos permite conocer el ser mismo.
Pero si, como hemos visto que sucedía en la ontología heideggeriana, la diferencia ontológica y el carácter epocal del ser prohíben incluso establecer esa relación positiva entre ser y entes, ¿cuál podría ser entonces el significado de las indagaciones filosóficas específicas, de las disciplinas filosóficas particulares? Paradójicamente, la ontología podría encontrarse aquí de acuerdo con aquellas perspectivas que sobre la base de premisas empiristas, neopositivistas o, en Italia, de origen actualista,17 niegan, aunque por razones totalmente distintas, la posibilidad misma de una estética filosófica. Desde el punto de vista ontológico, puede parecer que todo discurso filosófico específico, que tenga por objeto un campo determinado de la experiencia humana, está condenado por eso mismo a la onticidad. Además, existe en Heidegger una explícita polémica contra la estética, la ética y la lógica en nombre del vínculo inevitable, y acaso no solamente histórico, que tales disciplinas particulares tienen con la metafísica, es decir, con el pensamiento óntico.18
Planteada en estos términos, la cuestión que afrontamos aquí se convierte en decisiva para la estética y se carga de consecuencias de carácter general. Se trata, en efecto, de ver, con un ejemplo concreto, si es posible, y en qué medida, aceptar la lección heideggeriana sin reducir la filosofía a monosílabos, a Winke, a un discurso nostálgico y alusivo como el de los últimos escritos heideggerianos más recientes. La misma inexistencia de una escuela heideggeriana se explica, más que por la oscuridad, por otra parte invencible, de sus escritos, o por el carácter «personal» de su pensamiento (que, por el contrario, rechaza precisamente todo personalismo, intimismo o autobiografismo), por esta razón objetiva, conectada con la dificultad de desarrollar un discurso una vez reconocida la epocalidad del ser.
Ahora bien, ¿la epocalidad del ser es concebida realmente como una relación negativa entre ser y entes? Lo que se ha dicho arriba sobre el sentido auténtico que se oculta en la exigencia de la fundamentación que se manifiesta en la metafísica pone de relieve, a mi parecer, que la diferencia ontológica no significa sólo, de forma negativa, que el ser no es el ente, sino, positivamente, que la verdad del ente se da en su relación con otro, en su apertura hacia lo radicalmente otro de sí. Que esta segunda formulación de la diferencia ontológica sea, al menos en cierto sentido, positiva, quiere decir simplemente que si la verdad del ente consiste en la apertura hacia lo radicalmente otro, tal apertura pertenece, sin embargo, al ente. Aun cuando la filosofía adquiera un carácter fundamentalmente apofático, el estudio de la estructura del ente no es algo irrelevante: la estructura misma del ente no está cerrada sobre sí impidiendo que la proximidad al ser sea algo que tenga que ver con el conocimiento de tal estructura; la misma historia de la mentalidad fundamentadora revela que el ente presenta brechas, discontinuidades, una apertura a lo otro.
Pero, por lo demás, que esto sea un sentido positivo en la relación serente es evidente incluso cuando se radicaliza, más de lo que lo ha hecho el mismo Heidegger, el concepto de epocalidad del ser: el ocultarse del ser, en efecto, no es concebible como un serpresente en cualquier lugar que no sea el mundo del ente, como si realmente el ser fuese algo o alguien que existe en algún lugar, pero que se esconde. En realidad el ser no es sino como epoché: si se prefiere, el ser no es otra cosa que su historia, su época. Las épocas no son, por ejemplo, comparables unas con otras, como si fuesen distintos modos de manifestarseocultarse un ser por otra parte totalmente dado, de algún modo «existente». El ser no es sino la iluminación del ámbito en el que los entes aparecen. No interesa aquí llegar hasta el fondo de las implicaciones generales de esta interpretación del concepto de epocalidad, sino más bien revelar que, estando así las cosas, el conocimiento de la época, y por consiguiente del ente, es la única vía de acceso al ser, y es la auténtica vía de acceso en la medida en que el ser, sin reducirse al ente, no es algo al margen o por encima de su época.
Únicamente en esta acentuación de la positividad de la época del ser se puede encontrar el camino para desarrollar de forma auténtica el discurso iniciado por Heidegger, no sólo, obviamente, en el plano de la estética, sino también en el de la filosofía general. Para ello es preciso reconocer que quizá Heidegger mismo, avanzando cada vez más hacia una filosofía sustancialmente apofática y, ya en el límite, hacia el silencio,19 ha acabado por concebir de nuevo la presenciaausencia del ser de manera óntica, en el sentido de que no ha visto suficientemente claro que la época del ser es el único modo de ser y por tanto, positivamente, una vía de acercamiento a él.
5.Dos caracteres de una estética ontológica
Intentamos ver qué indicaciones pueden derivarse, por consiguiente, de esta acentuación de la positividad de la época del ser. Ante todo, para una ontología que no piense el ser como una estructura acabada que haga de soporte –de sustancia– de los entes, sino como un acontecimiento permanentemente en vías de acaecer, como un origen continuamente originante, filosofar significará reconocer las esencias sólo en el sentido en que Heidegger usa la palabra Wesen en alemán, no como un sustantivo sino como un infinitivo verbal. En una primera aproximación, esto significa que la investigación filosófica sobre la esencia de los entes no puede ser nunca la investigación de su estructura permanente y rígida, al margen de las modificaciones particulares y accidentales, sino el esfuerzo por identificar los modos de acaecer actualmente los entes en el horizonte del ser. Por ejemplo, en el caso de la esencia del hombre, lo que la ontología puede decir no es que el hombre es esencialmente, es decir, siempre y necesariamente, esto y aquello, sino que en la época determinada del ser en la que estamos el hombre west (es, se esencializa, acontece) de este o aquel modo.
No obstante, ésta es todavía una primera aproximación. Interrogar ontológicamente por la esencia de las cosas no puede significar únicamente reconocerlas en su carácter eventual, sino, más coherentemente, reconocerlas como acontecimiento del ser. En resumidas cuentas, mientras que para la filosofía clásica, antigua y medieval, preguntar por la esencia significa preguntar por la estructura universal y necesaria del ente, o también por la causa suprema a la que tal estructura está ligada, y, en la filosofía moderna, preguntar por la esencia ha significado en definitiva preguntar por el fundamento, por la condición de posibilidad y por la justificación crítica del ente, en la perspectiva ontológica la pregunta por la esencia todavía se transforma: preguntar qué es un ente significa preguntar qué tiene que ver ese ente con el ser.
Dos son, pues, la condiciones para que se pueda dar desde el punto de vista ontológico una filosofía de esta o aquella esfera de la experiencia, de esta o aquella región del ente: en primer lugar, que la esencia sea considerada como acontecimiento; en segundo lugar, que sea considerada como acontecimiento del ser.
Una consecuencia del primer punto, por lo que respecta a la estética, es ante todo que la ontología del arte no se sitúa junto a las otras estéticas como una propuesta distinta de descripción de la experiencia estética o del mundo del arte. Las estéticas con las que la perspectiva ontológica entra en diálogo, en la medida en que se dejan reconducir filosóficamente, como he intentado hacer a modo de esbozo en el parágrafo precedente, a las dimensiones de la conciencia metafísica y a su historia, constituyen auténticos modos de ser del arte mismo en la presente época del ser. Es decir, no representan distintas y contrarias descripciones de un fenómeno que el ontólogo pretendería comprender de manera más originaria y auténtica, sino que sustancialmente apuntan al modo mismo de ser del arte en nuestra época; si se prefiere, forman parte ellas mismas de la región del ente que se quiere comprender ontológicamente.
La objeción obvia a este planteamiento es que se quiera aquí repetir de algún modo la violencia ejercida por Hegel en relación con las comparaciones de las filosofías distintas a la suya, reducidas a aspectos particulares y sintomáticos de la situación total, la historia, que sólo la filosofía hegeliana sería capaz de comprender auténticamente. Ahora bien, es verdad que, a pesar de todas las declaraciones de buena voluntad dialógica, con la misma estructura interpretativa está conectado el hecho de que las otras perspectivas, en cuanto perspectivas sobre la situación, se convierten siempre en cierta medida, desde mi perspectiva, en simples elementos de la situación a interpretar, de manera que siempre experimentan cierta despotenciación. No conviene, sin embargo, confundir este fenómeno, ligado a la estructura interpretativa de nuestro conocimiento, con una dialectización de tipo hegeliana que se cumple siempre desde el punto de vista de lo absoluto. En esta dialectización, es supuesto siempre un conocimiento totalmente desplegado de la totalidad; en la lógica de la interpretación estamos, en cambio, en un plano en el que, aun reconociendo como inevitable y constitutivo del devenir objeto de interpretación de la interpretación misma, no se la dialectiza nunca con la situación según un esquema definitivo, no se la encierra nunca en un marco necesario, extrayendo del reconocimiento de tal necesidad la misma fuerza persuasiva del sistema.
En suma, no se trata de entender las otras estéticas como aspectos necesarios de una situación de la historia del ser que, de algún modo, se da por conocida de una manera diferente, sino que, dado que la época del ser está constituida tanto desde el modo concreto de ser del arte, como desde la reflexión que sobre ella misma ejerce la estética, habrá que reconstruir el conocimiento de la época del ser, y del arte en ella, sobre la base de los resultados del pensamiento estético. La estética ontológica es, en este aspecto, todo lo opuesto a una pretensión de alcanzar de alguna manera la esencia pura del fenómeno, suspendiendo cartesianamente todo prejuicio cultural sobre su estructura. En esto se reconoce también como una filosofía de la cultura o como una filosofía cultural: no hay una estructura auténtica del fenómeno que esté oculta bajo superestructuras culturales;20 el único modo de ser del fenómeno es su modo integral de ser histórico, encarnado en la concreción de nuestros modos de referirnos a él, cargado con todos los significados que una tradición cultural le atribuye.
Desde este punto de vista, el discurso ontológico sobre el arte no sólo tendrá como contenido propio los resultados de las estéticas, consideradas como modos concretos de ser del arte en la presente época del ser, sino que asumirá también como contenido propio los datos de las poéticas y, de un modo que queda aún por precisar, los productos mismos del arte. En efecto, que se hayan producido determinadas obras de arte, que se hayan inventado determinados estilos, que se hayan propuesto, en el plano crítico, nuevos modos de leer ciertas obras del pasado, todo esto, no concierne sólo a la historia del arte y de la crítica, es decir, no es algo sin relación con la estructura o con la esencia del arte, siempre que por esencia se entienda el Wesen en el sentido eventual que habíamos dicho.
De nuevo puede considerarse aquí a Hegel como el que ha realizado el mayor intento de integración de la historia del arte en la estética (como, por lo demás, de la historia de la filosofía en la filosofía), aunque siempre desde el punto de vista de una dialéctica que implicaba la conciencia global de la totalidad, el punto de vista de lo absoluto.
El peligro implícito en este modo de plantear las cosas, sin embargo, más que el de un retorno a Hegel parece ser el de una confusión general que invalide de un golpe todo el trabajo realizado por la estética de nuestro siglo –y sobre todo por la italiana, liberada del actualismo y su furia unificadora– para conseguir distinciones precisas, diferenciando rigurosamente el nivel del discurso filosófico sobre el arte del discurso crítico, del técnico, etc. Ahora, sin querer descuidar del todo la importancia de estas distinciones, se trata ante todo de poner de manifiesto, junto a ellas, la exigencia de una consideración integral del fenómeno del arte.21 También es estética de pleno derecho, desde este punto de vista, una lectura filosófica de la obra de un poeta: donde por lectura filosófica se puede entender tanto la enucleación de la visión de la condición humana presente en esa obra como el estudio de cómo en ella se modela y se modifica, concretamente, el significado mismo del término y del concepto de poesía. Estética es, en suma, desde el punto de vista ontológico, todo aquello que concierne al significado del fenómeno del arte, desde la descripción «trascendental» de la experiencia estética hasta la definición del significado que tiene, para la época del ser, una determinada obra de arte.
Tal y como sucede cuando se intenta hacer valer una exigencia, puede ocurrir que en esta formulación haya todavía mucha desmesura e imprecisión. El problema, sin embargo, es claro: recuperar una posibilidad de lectura integral del hecho artístico, quizá poniendo provisionalmente entre paréntesis la necesidad de las distinciones, a fin de liquidar definitivamente un concepto de filosofía como descripción pura (y pura descripción) de estructuras de la experiencia, en la que la exigencia de la fundamentación es satisfecha de manera puramente tautológica.
Hasta este momento, no obstante, lo que se ha puesto de manifiesto es solamente la necesidad de considerar de modo integral el acontecimiento del arte como tal, rehusándose aislar de él un aspecto considerado permanente y esencial y, en cuanto tal, asignado a la reflexión filosófica. Pero esa consideración integral del fenómeno del arte sería aún una descripción pura y simple de estructuras, por más que consideradas en su acontecer, si no comprendiese un segundo momento, aquel en el que el Wesen no sólo es visto en su acontecer, sino también en su apertura al ser.22
Si la auténtica exigencia presente en la mentalidad metafísica de la fundamentación es la de la apertura a la relación con lo radical e irreductiblemente otro, una ontología del arte consistirá, al fin y al cabo, en evidenciar, a todos los niveles de la descripción a que antes se aludía, las grietas a través de las cuales el acontecimiento del ser se deja ver, precisamente, como acontecimiento del ser. En este sentido, la ontología del arte ejerce sobre los «sistemas» estéticos una función de puesta en crisis de su carácter cerrado y sistemático. Sin embargo, no sólo sobre los sistemas estéticos, sino también, y por eso decía que a todos los niveles, sobre los modos de lectura crítica de las obras, por ejemplo. El carácter ontológico del acontecimiento del ser no se revela de manera privilegiada en el nivel de lo que la tradición ha entendido por discurso filosófico. Antes bien, en esta perspectiva, discurso filosófico se da siempre y sólo allí donde, tanto si se trata de la descripción, que hemos llamado «trascendental», de cierto campo y tipo de experiencia, como del discurso mucho más particular sobre una obra determinada, se deja aparecer la característica apertura a la ulterioridad que es propia del acontecimiento del ser. Por eso, en rigor, una ontología del arte puede hacerse tanto en el seno del discurso filosófico general como en el seno de la reflexión sobre una obra singular: considerar que el lugar de la ontología sea la filosofía en el sentido histórico del término implica quizá una visión todavía jerarquizada del ente y, paralelamente, de las ciencias, parecida a la aristotélica. La ontología no es la «filosofía primera» o ciencia primera en el sentido jerárquico. Es la pregunta sobre qué tiene que ver con el ser, cómo revela la apertura al ser, un determinado ente o una región del ente; la pregunta sobre su esencia, en el sentido eventual del término.
En un primer momento, la descripción del fenómeno del arte, que se puede hacer a distintos niveles y utilizando las más variadas contribuciones especiales, comprendidas las de las ciencias «positivas» aplicadas a tales fenómenos, debe tener una función preparatoria; o mejor, suministra el material sobre el cual el pensamiento ontológico se ejerce.
En definitiva, si se tratase sólo de alcanzar una mayor claridad y una visión unitaria acerca de lo que nos cabe experimentar (fundamentación como indicación de las condiciones de posibilidad de la experiencia; puesta en evidencia de las estructuras como forma de apropiarse totalmente de la experiencia y gozarla del modo más integral), la función de la filosofía se reduciría a cultivar y satisfacer una especie de refinado narcisismo del espíritu, que tiende a poseerse mejor, a disfrutar más de sí, a desplegarse totalmente.
Si no debe ser eso, sino satisfacción de la exigencia que se impone, también en el ámbito de la metafísica, de encontrar realmente lo otro en donde hallar, así, «fundamentación»,* la filosofía debe ser una descripción de la experiencia que tiene como objetivo los puntos de discontinuidad de ésta, aquellas grietas o aperturas a través de las cuales se manifiesta algo que no es el ente ni se reduce al ente, y por lo cual el ente es verdaderamente «posibilitado».23
Para una investigación de este tipo, el arte, indagado tanto en sus estructuras «trascendentales», en las poéticas, los programas y los métodos críticos, como en los contenidos mismos, significados o resultados de las obras, ofrece un campo vastísimo e incluso parece, quizá más que otros aspectos de la experiencia humana, no sólo permitir sino requerir explícitamente una interpretación ontológica que, contra toda ilusoria clausura sistemática de ella, evidencie las aperturas hacia la ulterioridad.** En cuanto que tal ulterioridad no será nunca alcanzable plenamente, permanece en la filosofía una cierta naturaleza apofática o «nostálgica»; consideradas así, las situaciones humanas se revelan ciertamente como vías de aproximación al ser. El arte es una de estas vías de aproximación, e incumbe a la estética ontológica ponerlo de manifiesto.
1.Para una interpretación más documentada y detallada del pensamiento de Heidegger me permito remitir a mi volumen Essere, storia e linguaggio, Torino, 1963. Sobre la base de esta interpretación se comprenderán más claramente las tesis sostenidas en el presente volumen.
2.El carácter epocal del ser es teorizado por Heidegger en el ensayo Der Spruch des Anaximandrus, contenido en Holzwege, Frankfurt, 1950, especialmente pp. 311 y ss. [Trad. cast. Sendas perdidas, Ed. Losada, Buenos Aires, 1960 (3ª ed.); trad. de José Rovira Armengol].
3.En esta iluminación del horizonte en el que las cosas vienen al ser, el hombre tiene una función central; esta función se expresa con el término Dasein (serahí) que Heidegger usa en Sein und Zeit (1927) para señalar filosóficamente al hombre; y es repetida y aclarada en las interpretaciones que del Da del serahí Heidegger realiza en Brief über den Humanismus (1946; véase la edición de Frankfurt, 1949, reimpresa más veces). Es en el hombre y a través del hombre como se instituyen las «épocas» del ser, las aperturas históricas en las que los entes aparecen. [Trad. cast. de las obras de Heidegger citadas: El ser y el tiempo, Ed. FCE, México, 1980 (3ª reimpresión de la 2ª edición), trad. de José Gaos; Carta sobre el humanismo, Ed. del 80, Buenos Aires, 1981, trad. anónimo].
4.El término metafísica se emplea aquí con el sentido que le atribuye Heidegger, mucho más explícitamente a partir de Einführung in die Metaphysik (1935, reelaborada después; editada en Tubinga, 1953): pensamiento que olvida la diferencia ontológica y que piensa el ser según el modelo del ente [Trad. cast.: Introducción a la metafísica, Ed. Nova, Buenos Aires, 1980, trad. de Emilio Estiú].
5.Esto se halla expuesto, en la forma a que hago alusión aquí, en Metaph., Z 6, 1031 a 29 y ss., y se puede considerar una formulación del famoso argumento del tercer hombre.
6.A través de este punto de vista retorna a la metafísica y al pensamiento óntico toda «prueba» de la existencia de Dios que lo considere causa primera, ente supremo, etc. A propósito de esto Heidegger habla, en Identität und Differenz (Pfullingen, 1957), de un carácter ontoteológico de la metafísica. [Trad. cast.: Identidad y diferencia, Ed. Anthropos, Barcelona, 1988, trad. de H. Cortés y A. Leyte].
7.Es ésta la conclusión de varios ensayos de Heidegger sobre el desarrollo de la metafísica en su fase final, que él ve representada esencialmente por Nietzsche y su concepto de voluntad de poder. El tratamiento más completo de esta cuestión lo realiza Heidegger en los dos volúmenes de Nietzsche, Pfullingen, 1961.
8.Véase de él Marxismo e filosofia, trad. italiana, Milano, 1966, que representa todavía una fase relativamente «ortodoxa» de su pensamiento.
9.Se han editado hasta ahora dos volúmenes, Neuwied s.d. (1965). [Trad. cast.: Estética, 4 vols. Ed. Grijalbo, Barcelona. México, 19661972].
10.Lo que atestigua, al menos en un cierto sentido, que desde luego exigiría ser debatido, la Critique de la raison dialectique, Paris, 1960 (trad. ita., Milano, 1963) [Trad. cast.: Crítica de la razón dialéctica, 2 vols., Ed. Losada, Buenos Aires].
11.Para una documentación sobre la estética del neokantismo y en general sobre la presencia de motivos neokantianos en toda estética subjetivista, me limito a remitir al preciso ensayo de G. Wolandt: Ueber Recht und Grenzen einer subjektstheorietischen Aesthetik, en «Jahrbuch f. Aesth. u. allg. Kunstwissenschaft», vol. IX, 1964, pp. 28-48. Para una discusión más teórica del problema véase también: H. G. Gadamer: Zur Fragwürdigkeit des aesthetischen Bewusstsens, en «Riv. di Est.», 1958, fasc. 3, pp. 347-83; publicado de nuevo, con trad. it., en el volumen de varios autores: Il giudizio estetico, Padua, 1960.
12.Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie, L’Aja, 1954; trad. it. Milano, 1961. Me refiero aquí sobre todo a los parágrafos 27 y ss. [Trad. cast.: La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Ed. Crítica, Barcelona, 1991, trad. de Jacobo Muñoz y Salvador Mas].
13.Krisis, trad. it. cit., p. 142.
14.Esta dirección es bastante típica de la escuela fenomenológica italiana: cfr. para la interpretación de la Krisis husserliana, E. Paci: Funzione delle scienze e significato dell’uomo, Milano, 1963.
15.La concepción del ser como Lebenswelt y como fondo, no estático ni pasivo, sino vivo y operante en el interior de la historia de la cultura como «vida» que renueva continuamente las formas, ha de buscarse especialmente en las obras de MerleauPonty (cfr. en especial, la Phénomenologie de la perception, Paris, 1945) [Trad. cast.: Fenomenología de la percepción, Ed. 62, Barcelona, 1980, trad. Jem Cabanes]. Sustanciales desarrollos del concepto de ser en MerleauPonty parecen estar testimoniados por la obra póstuma Le visible et l’invisible, Paris, 1964 [Trad. cast.: Lo visible y lo invisible, Ed. Seix Barral, 1970], y sobre todo por los apuntes de trabajo de 1959-61 en torno al problema de la verdad, publicados en apéndice en el mismo volumen, en los que hay una reconsideración de temáticas heideggerianas.
16.Cfr. Phénomenologie de l’expérience esthétique, 2 vols., Paris, 1953 [Trad. cast.: Fenomenología de la experiencia estética, 2 vols., Ed. Fernando Torres, Valencia, 1982-83, trad. de Carmen Senabre y Amparo Rovira]; Le poétique, idem, 1963; Jalons, L’Aja, 1966. Sobre Dufrenne véase, además de las páginas de G. MorpurgoTagliabue: L’esthetique contemporaine, Milano, 1960, pp. 46068 [Trad. cast.: La estética contemporánea, Ed. Losada, Buenos Aires, 1971, trad. de Andrés Pirk y Ricardo Pochtar], también H. Spiegelber: The Phenomenological Movement, L’Aja, 1960, vol. II, pp. 579-85.
17.Véase sobre todo la reciente Crítica dell’estetica de U. Spirito, Firenze, 1964; y A. Plebe: Proceso all’estetica, idem, 1958. [Trad. cast.: Proceso a la estética, Col·lecció Estètica i Crítica, Universitat de València, València, 1993, trad. de Vicente Jarque].
18.Cfr. especialmente la ya citada Brief über den Humanismus, p. 7; y la primera parte de Was heisst Denken?, Tubingen, 1934 [Trad. cast.: ¿Qué significa pensar? , Ed. Nova, Buenos Aires, 1978 (3ª ed.), trad. de Haraldo Kahnemann].
19.El silencio es explícitamente teorizado por Heidegger en Unterwegs zur Sprache, Pfullinge, 1959, p. 152 [Trad. cast.: De camino al habla, Ed. Odós, Barcelona, 1987, trad. de Yves Zimmermann].
20.Es verdad que Heidegger, en el parágrafo 44b de Sein und Zeit, habla de «arrancar» la verdad al ente por la fuerza, en el sentido de que es menester salir de la condición de estado de yecto e inautenticidad en la que el pensamiento se encuentra arrojado. Pero hay que observar que, en las obras sucesivas, la inautenticidad está mucho más conectada, históricamente, con el acontecimiento de la metafísica. De manera que forma parte también ella del carácter epocal del ser; el modo de comportarse en estas circunstancias no puede ser sino el de «arrancarle» la verdad, como quería Sein und Zeit, ligado en esto todavía a una visión esencialista del ser y de la verdad.
21.Para esa lectura integral del fenómeno del arte, Luciano Anceschi ha suministrado indicaciones esenciales: véase, especialmente, su Che cos’è l’arte, en «Riv. di Est.», 1962, fasc. 2, pp. 16185; y Fenomenología della critica, Bologna, 1966.
22.Un tratamiento del carácter ontológico y de la «ulterioridad» del pensamiento filosófico lo proporciona Luigi Pareyson: Pensiero expressivo e pensiero rivelativo, «G. crit. Filos. ital.», 1965, fasc. 2, pp. 177-190; y Elogio della filosofia, en «La conferenza dell’ Associazione Culturale italiana», fasc. 19, 1966-67, pp. 43-58. Sobre el alcance ontológico del arte, también de Pareyson el ensayo Potere e responsabilità dell’ artista, en el vol. Teoria dell’arte, Milano, 1965.
*Vattimo pone entre comillas el término «fundamentación» («fondazione») para dar a entender que no tiene aquí el sentido de búsqueda del fundamento que es tradicional en la metafísica occidental. Ahora se trata, más bien, de sugerir un sentido de apertura, de institución, es decir, un sentido fundacional. (N. del T.)
**«Ulterioridad» puede tomarse aquí como sinónimo de alteridad (N. del T.)
23.Recordaré aquí un pasaje magistral de la citada Brief über den Humanismus, donde Heidegger, procediendo como suele hacer desde consideraciones de carácter etimológico, pone las bases para una auténtica revisión de todo el concepto metafísico de la posibilidad (ed. cit., pp. 7-8), mostrando que lo posible es verdaderamente posible sólo si la relación del ser con el ente no es pensada sobre la base del nexo de fundamentación (propio de todo pensamiento que olvide la diferencia ontológica), sino sobre la base de un «mögen» que es un «dar la esencia».