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Autopsia de un poeta

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Llegó un nuevo cadáver y eso no era raro. Todos los días recibo decenas, abro y cierro anotando la causa de su muerte, esa es mi ordinaria rutina. Sin embargo, esta vez, la chica que lloraba afuera esperando respuestas me gritaba:

—¡Cuidado, es poeta! —

¿Qué tendría de diferente? ¿Qué relevancia tiene un oficio donde solo utiliza papiros y tinta? Es carne, sangre, todo en estado de descomposición, pero hay que escuchar las advertencias, pues nadie te advierte solo porque sí, lo aprendí tarde… mas lo aprendí.

Lo abrí, y fue similar a haberlo hecho años atrás con la caja de Pandora porque, aún sin circulación, brotaba tinta negra y se escuchaban palabras en el viento que juraría componían el poema más triste del universo.

Por mis dedos entraba una melancolía inexplicable, mis ojos se irritaban como si aquello fueran cenizas esparciéndose por la morgue. En efecto, era diferente, no solo era otro cuerpo, sino el de uno que poseía el arte de las letras, que entregó su vida a dejar sus fantasmas entre cartas. Era el cuerpo de alguien que llevaba sobre su sien las lágrimas de quizá mil personas, mil y una personas, incluyéndome.

La habitación no olía a sangre, olía a lamento, juraría que aún se movían sus manos.

La muerte, enferma de melancolía, también se rehusaba a llevárselo.

Kronos pisaba el reloj con toda rabia por detener el tiempo.

¡Maldita la hora en que sucedió esto!

Desaparece del mundo la única oportunidad de cambiar balas por letras, la única oportunidad de hacer que un niño tome un lápiz y no un arma. Desaparece la única forma verbal de explicar qué piensa el corazón. No es un muerto más, es un poeta menos y no sé cuántos quedan. ¡Oh, Dios! ¿Cuántos quedan? Solo tú sabes cuántos están en extinción.

Sólo tú sabes la fecha en que la tecnología va a reemplazarlos, algún programa como esos que ahora sacan música con una tecla. ¿Qué carajos sabrá una máquina de manifestaciones entre el latido y la razón?

Y observé el tórax, toqué el corazón. Allí, el quiebre culpable de que todo el cielo llore y las estrellas griten un lamento.

Todos mis libros, todo lo que sé, totalmente contradicho. Tenía lesiones que no pertenecían a ninguna patología, ni el síndrome de Tako-tsubo me pareció tan sombrío. Esta era la causa, esta era la razón, porque sí había crimen en esta aparente escena de suicidio: Era homicidio sin mano encima. Murió de algo que no tiene tema de relevancia en las sesiones académicas. Murió por la única razón por la que podía seguir vivo.

—Ten cuidado —me dijo aquella mujer.

¡Déjame que me ría! Cuidado debías tener tú.

No lo mató la depresión, ni sus letras, ni la sobredosis de risperidal...

De amor sí se muere.

Pd: Gilraen, he resuelto tu duda.

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