Читать книгу Análisis del discurso en las disputas públicas - Giohanny Olave - Страница 9
ОглавлениеTradición y principios de la erística
Las relaciones etimológicas de la palabra ‘erística’ son oscuras y se inclinan hacia su inscripción en el mundo bélico de referencia que proporcionan los textos clásicos. Chantraine (1968, pág. 372) sospecha relaciones con el verbo ἐρέθω (excitar, provocar) y con el sánscrito ári-, arí- (enemigo), pero lo deja en suspenso. Carnoy (1957), por su parte, está más seguro de la comparación con erei, término indoeuropeo del cual deriva el griego ὀρίνω (excitar, sublevar). Rescataré la convergencia del sentido de excitar (entusiasmar, enardecer, exaltar, y su deriva hacia irritar y encolerizar) como clave de lectura de las relaciones erísticas, desde el mundo antiguo hasta nuestros casos de discordias públicas.
En sus referencias míticas, el término se vincula con la divinización de la discordia y la discusión; Eris (Ἔρις) es mostrada como la diosa de la guerra, hija de la noche, hermana de Ares y madre de hijos conflictivos o generadores de conflictos: la fatiga, el olvido, el hambre, los dolores, los combates, las guerras, las matanzas, las masacres, los odios, las mentiras, las ambigüedades, el desorden, la destrucción, el juramento y, curiosamente, los discursos con palabras engañosas o ambivalentes (Λόγους Ἀμφιλλογίας)2 (Hesíodo, Teogonía, págs. 226-232).
Eris es una hija sin padre, engendradora de conflictos; con la oscuridad por madre, la discordia concebida en la Grecia antigua apunta hacia la ambivalencia y el dualismo: Eris no es una divinidad unilateral, ni completamente bondadosa ni totalmente perversa, pues el conflicto tampoco lo es ni responde a esa división tajante. Las hijas de la noche no son personificaciones del mal, sino de la ambigüedad, el misterio y la complejidad (Pérez y Carbó, 2010). En Hesíodo, es clara esa condición dual de la diosa Eris:
No era en realidad una sola la especie de las Érides, sino que existen dos sobre la tierra. A una, todo aquel que logre comprenderla le bendecirá; la otra, en cambio, solo merece reproches. Son de la guerra funesta y las pendencias, la muy cruel. (...) aque que logreíndole distinta, pues esta favorece la guerra funesta y las pendencias, la muy cruel [...] A la otra la parió primera la Noche tenebrosa y la puso el Crónida de alto trono que habita en el éter, dentro de las raíces de la tierra y es mucho más útil para los hombres: ella estimula al trabajo incluso al holgazán (Hesíodo, Trabajos y días, págs. 12-21).
Hesíodo aclara que el impulso hacia el trabajo se personifica en otra Eris, homónima, también hija de la Noche, que estimula al hombre hacia el esfuerzo, a través del deseo de poseer lo que sus congéneres poseen: «El vecino envidia al vecino que se apresura a la riqueza [...], el alfarero tiene inquina del alfarero y el artesano del artesano, el pobre está celoso del pobre y el aedo del aedo» (Hesíodo, Trabajos y días, págs. 26-27). La envidia, la inquina y los celos en este pasaje no dejan de ser impulsos humanos oscuros pero al mismo tiempo productivos. El trabajo, nos dice Hesíodo, requiere la fuerza oscura de esos impulsos que se generan en las relaciones conflictivas entre los hombres, pues el deseo del trabajo no emerge de manera natural en ellos. En la lectura de Nietzsche, Hesíodo estaría aludiendo al agón, principio rector de la naturaleza:
Se trata de la buena Éride de Hesíodo declarada como principio universal; del pensamiento agónico –del griego singular y del Estado griego– trasferido desde los gimnasios y las palestras, desde los certámenes artísticos y las luchas de los partidos políticos con el Estado a la esfera de lo universal, en tanto que forma de explicar el mecanismo que logra el movimiento singular del cosmos (Nietzsche, 2003[1870-73], pág. 61).
El «pensamiento agónico» griego, para Nietzsche, traduce el pólemos heracliteano en lucha productiva y regulada para todos los ámbitos sociales. En el agón, como impulso vital, reside el sentido positivo de la contienda, porque permite identificar a los mejores a partir de sus virtudes puestas a prueba, y controla los enfrentamientos violentos entre los hombres, al concebirlos bajo las reglas de las competencias atléticas. Nietzsche, además, repara en el carácter provisional de las victorias, producto de la condición permanente de la lucha y, en sentido heracliteano, del flujo eterno entre los polos contrarios:
… en el orden natural de las cosas siempre hay varios genios, que se estimulan recíprocamente, aunque se mantengan dentro de los límites de la masa. Esta es la esencia de la idea helénica de la lucha: aborrece la hegemonía de uno solo y teme sus peligros; quiere allegar, como medio de protección contra el genio, un segundo genio (Nietzsche, 1967[1871-72, pág. 136].
Una acción contrahegemónica en el orden helénico consistiría, pues, en inscribir la lucha dentro de la dinámica productiva del torneo y no dentro de la destrucción de la guerra, que implica rechazar la armonía de los contrarios3. Así, la lucha en la cual los rivales se aniquilan estaría motivada por la «Eris amarga», vinculada con la guerra, que Hesíodo diferencia de la otra Eris, encargada de garantizar la continuidad de la competencia, el impulso hacia la contienda y la diferencia entre los hombres. La lógica agonal es, ante todo, convencional y regulada: el desarrollo de la lucha implicaría el respeto por las normas que la rigen. Sobre esta idea de la necesidad de la lucha se cimenta, además, la educación del ciudadano, como lo rescata Nietzsche (1967[1871-72, pág. 137] cuando piensa en los jóvenes atenienses sometidos al aprendizaje constante de la competencia bajo las normas del torneo: «Su infancia ardía en deseos de mostrarse en las luchas ciudadanas como un instrumento de salvación para su patria; esto es lo que alimentaba la llama de su ambición, pero al mismo tiempo lo que la enfrentaba y la circunscribía».
Es clave el elemento vital de la diosa Eris, aun si se hace abstracción de su condición doble, es decir, si la lucha aparece más o menos limitada por la norma. La Eris del impulso desbordado y aciago está presente en los famosos hechos de la boda de Tetis y Peleo y en el subsecuente juicio de Paris, origen mítico de la Guerra de Troya. El relato proviene principalmente de las Ciprias o Cantos ciprios, y aparece, además, en otros autores, como en Ovidio (Heroidas, xvi, págs. 149-152), Luciano (Diálogos de los dioses, pág. 20), Higino (Fábulas, pág. 92), Eurípides (Hécuba, pág. 43; Helena, pág. 23) y Apolodoro (Epítome, iii, pág. 2), con variaciones en tono, estilo y género, pero pocas en la anécdota. En todas, la figura de Eris está anclada al motivo temático del menosprecio o displicencia contra una divinidad, la única que no fue invitada a las bodas de Tetis y Peleo, y las consecuencias funestas de este desaire. Ruiz de Elvira (2001, pág. 233) encuentra este tema en varias tradiciones míticas y hace notar que las motivaciones para excluir a Eris de la boda no se explicitan en los principales textos mitográficos; «solo en dos sumarios anónimos que se encuentran en manuscritos de la Ilíada: “Se dejó a la Discordia sin invitar para que no perturbase a los dioses con su presencia”». La concepción de la discordia sería contraria a la concordia, ideal del acto de unión nupcial, pero, a la vez, su exclusión en ese momento desencadena desgracias tanto para la estirpe de los dioses (a través de los avatares de Aquiles) como para la de los hombres (los hechos funestos de la guerra).
En Homero, Eris es un personaje fundamental de la guerra de Troya, no solo como su provocador4 (Ilíada, xxiv, págs. 25-30), sino también –y con mayor énfasis– como apasionamiento por el combate:
Zeus envió a las veloces naves de los aqueos la Disputa dolorosa con la prodigiosa señal del combate [...]. Allí se detuvo la diosa, dio un elevado y terrible chillido estridente e infundió gran brío a cada uno de los aqueos en su corazón, para combatir y luchar con denuedo. Y al instante el combate se les hizo más dulce que regresar en las huecas naves a la querida tierra patria (Homero, Ilíada, xi, págs. 3-14)5.
Parece que los hombres retornarían a sus hogares, en vez de ir a la guerra, si no fuera por el arrojo que les infunde Eris a través de su grito, un terrible chillido estridente, según Homero. Aun más, el brío llevado por la diosa transmuta la amargura en dulzura de la guerra, con lo cual entendemos que la actitud frente al combate debe ser conducida por la divinidad, para que el hombre no desista de él. La figura de Eris anuda la valentía con la cólera (μῆνιν); esta última, como se sabe, es la pasión que motiva y atraviesa toda la epopeya homérica:
la Disputa, furiosa sin medida, hermana y compañera del homicida Ares, que al principio es menuda y se encrespa, pero que pronto consolida en el cielo la cabeza mientras anda a ras del suelo. También entonces sembró una contienda general entre todos y recorría la multitud acreciendo el gemido de los hombres (Homero, Ilíada, iv, págs. 440-445).
Homero aclara que la furia de la diosa la eleva del ras del suelo a la altura del cielo; aquí puede leerse una alusión al orgullo que trae la ira, pero también a la energía que impulsa al hombre a mirar más allá de su condición terrena. La puesta en escena de la diosa remarca, en diferentes pasajes, esa visión vital de la Disputa en la guerra; los epítetos homéricos dan cuenta de ella como la «furiosa sin medida» (iv, pág. 440), «la de incontenible furor» (v, pág. 518) y «la violenta, acicate de huestes» (xx, pág. 48); pero del coraje precisamente deriva su lado más doloroso: «devoradora del ánimo» (vii, pág. 301; xvi, pág. 476), «la Disputa dolorosa» (xi, pág. 3), «causa de males» (ix, 257) y «la lacrimógena» (xi, pág. 73):
Frentes equilibrados tenía la batalla y como lobos corrían enardecidos. La lacrimógena Disputa gozaba del espectáculo, pues solo ella de los dioses se hallaba entre los combatientes; los demás no asistían a ella, sino que tranquilos estaban sentados en sus palacios, donde cada uno tenía construida su bella morada en los pliegues del Olimpo (Homero, Ilíada, xi, 72-77).
El velado reproche de Homero contra los dioses resulta interesante al singularizar a la diosa de la discordia dentro del conjunto olímpico. Mientras ellos parecen indiferentes con respecto a la tragedia humana de la guerra, Eris no solo permanece entre los combatientes, sino que además goza del espectáculo. Desde la visión homérica, solo un tipo de arrebato al mismo tiempo doloroso y gozoso puede explicar las acciones del guerrero y su carrera desenfrenada hacia la lucha, es decir, hacia la posibilidad de la muerte. Como lo plantea C. Alexander (2015), Homero no oculta su pena frente a la guerra, humaniza a los enemigos y lamenta todas las muertes, sin importar el bando; el precio de la gloria es muy alto y la Ilíada lo muestra a través del dolor anudado a la cólera de los guerreros6.
En el destino del propio Aquiles se transparenta esa conciencia del costo de la guerra, que reclama para sí la muerte de los hombres, más allá de sus victorias o sus derrotas. Cuando el aqueo, «proclive a la disputa en su corazón», como se lo reprocha Amagenón, rechaza las ofertas para que vuelva a la batalla, antepone la vida a la muerte e incluso al honor del guerrero:
… a mí creo que ni me logrará persuadir el atrida Agamenón ni los demás aqueos, porque bien se ve que nada se agradece el batirse contra los enemigos constantemente y sin desmayo. Igual lote consiguen el inactivo y el que pelea con denuedo. La misma honra obtienen tanto el cobarde como el valeroso. Igual muere el holgazán que el autor de numerosas hazañas. Ninguna ventaja me reporta haber padecido dolores en el ánimo exponiendo día a día la vida en el combate [...]
Para mí nada hay que equivalga a la vida (Homero, Ilíada, ix, págs. 315-322 y 401).
Esa visión suprema de la vida riñe con la cólera que domina al héroe, con la discordia que lo impulsa a la lucha y con su propio destino, que lo empuja hacia la muerte. En los hechos de Ilión, Aquiles no vuelve a la guerra motivado por el honor del guerrero, sino por vengar la muerte de Patroclo; la venganza, nos muestra Homero, es la forma última en que la discordia anida en el corazón de Aquiles y lo devuelve a su destino trágico. Aun así, el aqueo no dejará nunca de glorificar la vida sobre la muerte, como nos lo hace saber el propio Homero en La Odisea, cuando Ulises trata de consolarlo en el Hades, recordándole sus viejas glorias:
… no hay hombre ni habrá tan feliz como tú eres, Aquiles, puesto que antes, en vida, te honraban los hombres de Argos como a un dios, y ahora aquí sobre todos los muertos gobiernas, y por esto, ¡oh, Aquiles!, no debe apenarte estar muerto.
Dije así, y enseguida él repuso con estas palabras: «No le des tu consuelo a mi muerte, magnánimo Ulises. Más quisiera ser un labrador en la tierra de otro, de quien bienes no tiene y apenas procura a su vida, que ser rey y mandar sobre todos los que fenecieron» (Homero, Odisea, xi, págs. 484-491).
Las palabras y la actitud misma del Aquiles homérico frente a la muerte muestran el carácter insensato de la guerra, negación de la vida. El final de la Ilíada insiste en esa negación enfocando los funerales de Patroclo y de Héctor, esto es, el dolor que hace iguales a los contradictores en el mismo lecho final y que los devuelve a una sola forma física, las cenizas en la pira funeraria, donde ya los enemigos son indistinguibles. No existe gloria suficiente para recompensar la muerte; lo trágico del héroe es, precisamente, que su sacrificio es al mismo tiempo noble, admirable y absurdo. Pese a que la disputa y la discordia de los héroes de las guerras constituyen un tema recurrente en la epopeya (Alexander, 2015, págs. 235) y, por tanto, hay una cierta vinculación de Eris con las imágenes del honor y la gloria bélicas, la Ilíada retrata sombríamente esos valores en la figura de Aquiles.
La cólera (μῆνιν) de Aquiles, que no es el mismo odio de los mortales, sino una suerte de resentimiento divino, profundo y eterno (Chantraine, 1968, pág. 696), enmarca la guerra en los estrechos límites de la venganza personal; esta última, aunque sea legítima, pervierte los ideales colectivos de la guerra, sobre los cuales se superponen irremediablemente los deseos individuales. El honor y la gloria bélicas se ensombrecen en el colérico Aquiles, que es, en última instancia, la encarnación del guerrero como individuo, ajeno a su colectivo, indiferente a las causas grandilocuentes de la guerra. La de Aquiles es una lucha cuerpo a cuerpo, aupada individualmente y movida por la constancia de la cólera. Es esa la erística muy particular que concibe Homero: una disputa vacía de honor, por colérica y trágica, fuerza pura e impulso incontenible hacia la muerte.
A este sentido, Homero añade un componente fundamental para nuestro interés en la erística: a la fuerza de los cuerpos antecede la fuerza de las palabras. No es solo porque la voz de la divina Eris resuene en las palabras de los guerreros (los gritos de batalla, las amenazas, los insultos, etc., imbuidos por la diosa a lo largo de la epopeya), sino sobre todo porque en las escenas bélicas usualmente se nos muestra a los guerreros “luchando” verbalmente antes de usar sus armas.
El canto xx resulta definitivo para entender este tópico: es el regreso de Aquiles al campo de batalla y su disputa con Eneas, primero, y con Héctor, más tarde. En ambos casos, Aquiles trata de intimidar a sus enemigos y ellos lo advierten y le reprochan esa estrategia, casi con idénticas palabras:
… a ti Zeus y los demás dioses te protegieron. Pero ahora no creo que te protejan, a pesar de las ilusiones que se hace tu ánimo. Por eso te conmino a que retrocedas y te internes entre la muchedumbre sin enfrentarte contra mí, antes de sufrir un mal: lo hecho hasta el necio lo comprende».
Eneas, a su vez, le respondió y dijo:
«¡Pelida! No esperes atemorizarme con simples palabras como a un ingenuo niño, porque yo también soy bien capaz de proferir tanto injurias como insultos (Homero, Ilíada, xx, págs.194-203).
[...] mirándolo con torva faz se dirigió al divino Héctor: «Acércate más y así llegarás antes al cabo de tu ruina». Sin intimidarse, le replicó Héctor, el de tremolante penacho:
«¡Pelida! No esperes aterrorizarme solo con palabras como a un ingenuo niño, porque yo también soy bien capaz de proferir tanto injurias como insultos (Homero, Ilíada, xx, págs. 428-433).
El paralelismo de las dos escenas pone en el centro las amenazas de Aquiles para disuadir a sus oponentes, y en ambos casos la respuesta que obtiene es la misma: Πηλεΐδη μὴ δὴ ἐπέεσσί με νηπύτιον ὣς ἔλπεο δειδίξεσθαι, ἐπεὶ σάφα οἶδα καὶ αὐτὸς ἠμὲν κερτομίας ἠδ ̓ αἴσυλα μυθήσασθαι; es decir, que en la lucha verbal están en igualdad de condiciones, porque son inmunes al miedo que pueda provocar la amenaza. Dado que ninguna de las dos palabras podrá vencer a la otra, lo que sigue es la lucha con las armas; a este respecto, la reflexión de Eneas es reveladora:
… Mas ea, no sigamos hablando así como necios, plantados en medio de la batalla y de la mortandad. Ambos podemos decirnos denuestos sin número, que ni siquiera una nave de cien bancos podría cargar. Versátil es la lengua de los mortales; en ella hay razones de toda índole, y el pasto de palabras es copioso aquí y allá. Según hables, así oirás hablar de ti seguramente7.
No es con palabras como me desviarás mi ardiente coraje, sin entrar en duelo singular con el bronce. Ea, cuanto antes gustemos uno de otro con las picas, guarnecidas de bronce» (Homero, Ilíada, xx, págs. 244-258).
¿Qué sentido tienen estos diálogos que anteceden a las luchas con las armas? Más allá de ser un posible eco de la tradición de los «duelos poéticos» o «invectivas poéticas» (Alexander, 2015, pág. 304, nota 28), y en general del marco dramático que habilita el acompañamiento dialogal, hay una posición homérica frente a la relación entre el combate físico y el verbal. El segundo es apenas una sombra del primero, un pseudocombate en el que las palabras pueden ser “copiosas”, como el pasto, pero no desvían ni reemplazan el verdadero combate. En ninguna de las escenas Aquiles es capaz de disuadir a sus contrincantes ni de intimidarlos con sus palabras; esa impotencia no es producto de la ineptitud de Aquiles, sino de los límites del logos en medio de la discordia. En la batalla definitiva, se repite el tópico de la lucha verbal –estéril– previa a la lucha física: Héctor le propone a Aquiles cumplir el pacto de honor de entregar el cuerpo vencido del enemigo, pero no logra convencerlo; al contrario, el pélida vuelve al lugar intimidante de la amenaza:
¡Héctor! ¡No me hables, maldito, de pactos! Igual que no hay juramentos leales entre hombres y leones y tampoco existe concordia entre los lobos y los corderos, porque son encarnizados enemigos naturales unos de otros, así tampoco es posible que tú y yo seamos amigos, ni habrá juramentos entre ambos, hasta que al menos uno de los dos caiga y sacie de sangre a Ares, guerrero del escudo de bovina piel. Recuerda toda clase de valor: ahora sí que tienes que ser un buen lancero y un audaz combatiente. Ya no tienes escapatoria; Palas Atenea te doblegará pronto por medio de mi pica (Homero, Ilíada, págs. 261-272).
La doble analogía con la que Aquiles rechaza el pacto tiene la particularidad de deshumanizar a los combatientes, llevándolos de la relación hombre-lobo a la de lobo-cordero; proceso de animalización que lo hace impermeable a cualquier logos razonable: Aquiles ha renunciado a ser humano, en función de la lucha encarnizada a muerte. Sin embargo, al errar su primer ataque de lanza contra Héctor, vuelve a ser reprochado y acusado de charlatanería:
¡Has errado, Aquiles, semejante a los dioses! ¡No conocías gracias a Zeus mi sino contra lo que afirmabas! No has resultado ser más que un charlatán y un embustero que quería asustarme para hacerme olvidar la furia y el coraje (Homero, Ilíada, págs. 279-282).
Gutiérrez (1996, pág. 372) traduce el verso resaltado (ἀλλά τις ἀρτιεπὴς καὶ ἐπίκλοπος ἔπλεο μύθων) así: «pero has sido un artífice muy hábil de falsas palabras», que conserva mejor, dentro del reproche contra Aquiles, la función del logos en el discurso del guerrero poseído por Eris: engañar, manipular, amedrentar. Antes de morir, la cuestión de la lucha verbal y la persuasión entre los guerreros vuelve a aparecer, bajo la idea de la advertencia profética y la impotencia del logos frente al furor de la guerra:
Ya moribundo, le dijo Héctor, el de tremolante penacho:
Bien te conozco con solo mirarte y ya contaba con no convencerte. De hierro es el corazón que tienes en las entrañas. Cuídate ahora de que no me convierta en motivo de la cólera de los dioses contra ti el día en que Paris y Febo Apolo te hagan perecer, a pesar de tu valor, en las puertas Esceas» (Homero, Ilíada, págs. 355-360).
El resaltado (σιδήρεος ἐν φρεσὶ θυμός) nos ubica en la metáfora persistente en Homero, que deposita las pasiones en el corazón, como órgano físico, aunque no hay unanimidad sobre la identificación anatómica de φρεσὶ (pericardio, diafragma, vísceras, inclusive pulmones, según la pesquisa de Chantraine, 1968, págs. 1227-1228). En todo caso, el sentido de impulso vital parece más cercano al corazón físico, tal como se despliega en la analogía homérica en general, y en este pasaje en particular, en el que la imagen del corazón hecho de hierro (σιδήρεος) alude a la dureza de la armadura guerrera (bien te conozco con solo mirarte) y reemplaza la delicadeza de las entrañas. Por eso Héctor se percata, en su último aliento, de la imposibilidad de persuadir a su enemigo: el corazón humano en la batalla no es de carne, sino de hierro.
Llegamos por este camino a la relación de dependencia entre persuasión y emoción, por un lado, y a la subordinación del combate verbal al combate físico. En ambos puntos de llegada, la figura del corazón como órgano físico depositario de las pasiones resulta central para avanzar en la comprensión de la discordia, que el mundo antiguo relacionó con la tragedia bélica y divinizó bajo el nombre de Eris.
Es con la traducción de los textos griegos al latín que esa relación termina de transparentarse. Los traductores del Juicio de Paris decidieron traducir la manzana de Eris como la manzana de la discordia (malum discordia) y, por extensión, el nombre propio de Eris quedó desplazado por el sustantivo común discordia. Las motivaciones de esta traducción no son rastreables, pero se pueden anclar a los sentidos que subyacen en la etimología de discordia y que resultan coherentes con los ecos literarios antes desplegados: dis- (separación) y cor, cordis (corazón) es la situación de distanciamiento entre los sentimientos de las personas. El lexema base recaba en la metáfora del corazón como órgano físico que simboliza el centro vital; lugar del impulso y de las pulsaciones, que recupera el sentido desde el sánscrito en el cual el corazón (hrd) es el que salta, el saltador, representado gráficamente en la tradición hindú como un antílope o un ciervo en posición de salto (Barcia, 1880).
Del latín al español no aparecen cambios significativos en la palabra discordia: Corominas (1984, pág. 191) la encuentra en uso por lo menos desde Berceo (1220-50) y, en general, los diccionarios etimológicos aluden al mito troyano de la manzana de Eris para contextualizar su significado.
En suma, el pasado grecolatino de la idea de discordia nos lleva a concebirla como una situación de «oposición entre corazones»; confrontación que pone en primer plano el enfrentamiento entre pasiones ante las cuales las razones son expulsadas o ceden. El prefijo señala una doble división que separa hacia afuera a los contendientes y hacia adentro a la unidad razones-emociones, antes unificada en cor, cordis, cordura y depositada en el corazón, órgano físico del impulso vital. Dis- en discordia, entonces, como prefijo de la escisión de aquello que, en principio, no estaba separado: antes de la disputa, los hombres son como uno solo y la discordia los opone; asimismo, antes de la disputa el hombre tiene unido en su corazón lo racional y lo emocional, pero la discordia disocia esta unidad.
Esta noción de la discordia permite pensar la presencia de la vieja Eris y de la erística como una dimensión transversal en la sofística, la retórica y la dialéctica del mundo clásico. Esto requiere deshacer dos nudos principales, fuertemente atados en una parte importante de la bibliografía filosófica, que confunden la erística con la sofística y la retórica, como homólogas o equivalentes, y del mismo modo, la erística con la dialéctica, como nociones opuestas.
La influencia platónica sobre la idea de la sofística como una escuela de filósofos impostores ha sido determinante para la obliteración de la erística. Según lo ha demostrado Ramírez Vidal (2016), la sofística como escuela o movimiento de farsantes intelectuales y maestros de filosofía del siglo v a. C. no existió más que como una «genial invención» de Platón, a través de sus diálogos. La homología entre sofística, retórica y erística se debe, en buena medida, a la proximidad y a veces mixtura que tienen esos términos en la voz del Sócrates platónico; por consiguiente, la erística cargará con el mismo desprestigio histórico de la sofística y la retórica, cuando en realidad se trata de una invención arbitraria, pero muy persuasiva, de diferencias, campos de acción y, sobre todo, autoridad: «Platón divide al sofista, a la sofística y a la retórica en buenos y malos. El sofista bueno es el filósofo, la sofística buena, la filosofía, y la retórica buena, la dialéctica» (Ramírez Vidal, 2016, pág. 270).
Igual que la palabra retórica, pero con una frecuencia de aparición mucho menor, los usos de erística y sus derivados en los diálogos platónicos están cargados de sentido negativo y aparecen siempre en contraposición a la dialéctica como método ideal de búsqueda de la verdad (Robinson, 1962, pág. 70). No obstante, para Platón la erística no constituiría en sí misma un método argumentativo, es decir, no sería simplemente el método propio de la sofística o de la retórica, sino más bien una desviación o perversión de los fines del método filosófico de la búsqueda de la verdad, es decir, de la dialéctica. Así, hay que puntualizar que en Platón el término erística cumple la misma función que sofística, que a la vez es mezclada frecuentemente con retórica (por ejemplo: Gorgias, 465c, 520a)8 y queda aprisionada en su órbita reprobable: la erística es un abuso de la dialéctica, no en cuanto al método argumentativo, sino por el mal uso o uso desviado de ella, es decir, que se distinguen por su propósito argumentativo: uno serio (la verdad) y el otro no (la victoria) (Nehamas, 1990, págs. 8-9).
Sin embargo, Nehamas (1990, pág. 7) advierte que Platón no renuncia a la conexión entre ganar una disputa y conocer la verdad; citando un pasaje de la República (534c), explica que Platón pudo haber opacado la victoria –o derrota– del intercambio dialéctico en función de la búsqueda de la verdad, pero aun así, para conocerla, aceptarla y compartirla, la victoria sí resulta necesaria. En algunos diálogos, o en tramos de ellos9, el Sócrates platónico queda comprometido en combates verbales con sus oponentes y, del mismo modo que aquellos a quienes llama peyorativamente sofistas, despliega sus argumentos a través de preguntas y respuestas orientadas hacia la victoria10. En ese sentido, la erística es transversal tanto a la sofística como a la dialéctica; no es una desviación del propósito filosófico, como lo quiere Platón, sino más bien una condición combatiente, agonal, de la que no logra escapar ni la búsqueda de la verdad ‘verdadera’ (en la dialéctica), ni la búsqueda de la verdad ‘aparente’ (en la sofística).
Tal vez sea en el Eutidemo donde Platón nos ofrece al Sócrates más virulento contra «los erísticos». La primera figura que usa para presentar a Eutidemo y Dionisidoro, dos oscuros ancianos que Jenofonte (Recuerdos de Sócrates, iii, 1) retrata como «maestros de estrategia» llegados a Atenas, es la de los gimnastas del pancracio, una lucha violenta en la que se permitía casi cualquier tipo de golpe (Olivieri, 1983, pág. 203, nota 9). En realidad, Platón no elabora aquí una metáfora de la lucha física para la lucha verbal, sino que explícitamente presenta a Eutidemo y Dionisidoro como viejos pancracistas que ahora ejercitan la misma actividad, pero verbalmente. Esa transpolación (el gimnasta redimido en sabio) le resulta ridícula y así lo habrá de mostrar, a través del desarrollo muy irónico del diálogo: «Esos mismos dos hombres eran viejos –digámoslo así– cuando comenzaron a dedicarse a este saber que yo quiero alcanzar: la erística» (Platón, Eutidemo, 272c). Platón simplifica, en boca de Dionisidoro, la síntesis de ese saber:
En ese momento, Dionisidoro, inclinándose un poco hacia mí y con amplia sonrisa en el rostro, me susurró al oído:
—Te advierto, Sócrates, que tanto si contesta de una manera como de otra, el joven [Clinias] será refutado (Eutidemo, 275e).
Se trata, pues, de un saber tramposo (debe susurrarse al oído), porque no consiste más que en disponer enunciados contradictorios y recíprocamente excluyentes para “vencer” siempre al enemigo. Sin embargo, ante el elogio socarrón de Sócrates sobre el alcance de la práctica erística en la guerra y en los tribunales, la respuesta de los ancianos hermanos es sorprendente:
Mis palabras produjeron en ellos, sin embargo, una suerte de despreciativa conmiseración; se pusieron ambos inmediatamente a reír, mirándose entre sí, y Eutidemo dijo:
—No nos dedicamos ya, Sócrates, a esas cuestiones, sino que las atendemos como pasatiempos.
Admirado, repuse:
—Algo notable habrá de ser vuestra ocupación, si sucede que semejantes tareas no son ahora para vosotros más que un pasatiempo. En nombre de los dioses, haced, pues, el favor de decirme cuál es esa maravilla.
—La virtud, Sócrates –contestó–; nosotros nos consideramos capaces de enseñarla mejor y más rápidamente que nadie (Platón, Eutidemo, 272c).
Hay que reparar a partir de este pasaje la concepción que construye Platón de la erística a través de contraposiciones: la guerra vs. el juego; la seriedad vs. la risa; y la virtud vs. la técnica: cuando la guerra se vuelve juego, la seriedad es reemplazada por la risa y la virtud por la técnica, el valor del maestro de filosofía se diluye en la superficialidad: «Pero, Dionisidoro, tú hablas por hablar, por el placer de una paradoja» (Eutidemo, 234d), increpa Platón, que logra oponer esta erística, arte inferior, a la dialéctica como forma suprema de buscar la verdad. ¿Por qué es inferior el combate verbal adelantado como juego? La razón más evidente es la vinculación de la erística con la sofística, que es denostada como juego también en otros diálogos platónicos (Sofista, 234a; Teeteto, 162a, etc.) en los que el Sócrates platónico parece ver amenazado el prestigio de su práctica, la filosofía, por la falta de seriedad de sus contradictores, a quienes decide llamar sofistas. Sócrates se lo explica así al joven Clinias, una vez ha sido burlado verbalmente por los ancianos erísticos:
Semejantes enseñanzas no son, sin embargo, más que un juego –y justamente por eso digo que se divierten contigo–; y lo llamo «juego», porque si uno aprendiese muchas sutilezas de esa índole, o tal vez todas, no por ello sabría más acerca de cómo son realmente las cosas, sino que solo sería capaz de divertirse con la gente a propósito de los diferentes significados de los nombres, haciéndole zancadillas y obligándola a caer por el suelo, entreteniéndose así con ella de la misma manera que gozan y ríen quienes quitan las banquetas de los que están por sentarse cuando los ven caldos boca arriba (Eutidemo, 278b).
Es decir, se trata de un juego inútil y, en última instancia, irritante, que no conduce al conocimiento «real» del mundo y que daña al otro, exculpándose como juego o broma sin importancia. Tampoco es un arte que lleve a la felicidad, porque no es componer discursos sino hacer uso virtuoso de ellos lo que permite alcanzarla, como lo infiere el joven Clinias (Eutidemo, 289c-e); es más un «arte de cazar hombres», y «ninguna de las artes relativa a la caza va más allá de cazar o capturar, y una vez que la gente ha capturado lo que era objeto de su caza, no sabe qué hacer de él» (Eutidemo, 290b). De nuevo se resalta aquí que la diferencia entre erística y dialéctica no está en el método, sino en el propósito, este último es noble; aquel, deleznable. Hábilmente, el Sócrates platónico no combate a estos risueños ancianos con la actitud del juez, sino que juega con el elogio, la ironía e inclusive el sarcasmo, para dejarlos en ridículo.
En el Eutidemo, Platón deja claro que su dialéctica no persigue la refutación por la refutación –como los erísticos– sino el conocimiento y la educación moral del interlocutor. Al final del diálogo, la deslegitimación de la erística se resuelve por la autofagia de la refutación, que llega a refutar la posibilidad misma de la refutación. Los erísticos, acusa Sócrates, «coséis las bocas de las gentes [...] y no solo lo hacéis con las de los demás, sino que pareceríais obrar del mismo modo con las de vosotros dos, lo que resulta, por cierto, bastante gracioso y quita animosidad a vuestros razonamientos» (Eutidemo, 303e). Un poco más atrás, Platón presenta esta misma idea a través de la persistencia de la imagen de los luchadores, «en fin, Dionisodoro y Eutidemo –añadí–, parece que este razonamiento nuestro no avanza, y, más aún, corre el riesgo, como en el viejo caso anterior de caerse él mismo después de haber derribado al contrincante» (Eutidemo, 288a). Al final, acorralado por Sócrates, se muestra a Eutidemo irritado por no poder someterlo; el «cazador» ha sido «cazado»: «Me di cuenta entonces de que estaba fastidiado conmigo por las observaciones que hacía a sus preguntas, mientas que él quería atraparme envolviéndome en las redes de sus palabras» (295d).
Los erísticos han sido ridiculizados. En este punto, el reproche de Sócrates es más directo, se despoja de los falsos elogios y proscribe la práctica erística, que reconoce muy popular y hasta simpática (303d,9), pero vergonzante:
Estoy seguro de que muy pocas personas –justamente las que os asemejan– pueden encontrar deleite en estos razonamientos, mientras que el resto piensa acerca de ellos de tal manera que –no me cabe duda– se avergonzaría más de refutar con esos razonamientos que de verse refutado con ellos (Eutidemo, 303d).
Lo más conveniente, en cambio, es que discutáis entre vosotros solos, y, si es menester que lo hagáis delante de algún otro, admitid tan solo a quien os dé dinero (Eutidemo, 304a, pág. 7).
Así, la erística ha sido proscrita por Platón y reducida al entretenimiento privado y lucrativo, es decir, igual que la sofística, será expulsada hacia las antípodas de la dialéctica. La estrategia de la ridiculización, que no es extraña en Platón11, es especialmente enfática en las disputas con los que él ha llamado erísticos: «disputar con los disputadores», parece decirnos, implica «combatirlos» con sus propias armas para dejarlos en evidencia. Así lo hace también en Menón, donde la verdad y la virtud requieren, además de alejarse del camino del juego y la técnica, la disciplina de la indagación y la cooperación entre amigos:
No debemos, en consecuencia, dejarnos persuadir por ese argumento erístico. Nos volvería indolentes, y es propio de los débiles escuchar lo agradable; este otro, por el contrario, nos hace laboriosos e indagadores. Y porque confío en que es verdadero, quiero buscar contigo en qué consiste la virtud (Menón, 81e).
Si, en cambio, como ahora tú y yo, fuesen amigos los que quieren discutir entre sí, sería necesario entonces contestar de manera más calma [διαλεκτικώτερον]12 y conducente a la discusión. Pero tal vez, lo más conducente a la discusión consista no solo en contestar la verdad, sino también con palabras que quien pregunta admita conocer. Yo trataré de proceder así (Menón, 75d).
En efecto, la calma y la solidaridad son condiciones irrenunciables de la búsqueda de la verdad y la virtud, desde la mirada platónica. Esto explica su animadversión por la erística y contiene una premisa de fondo: la enemistad impide alcanzar la verdad; en el combate (físico o verbal) no hay saber, sino solo gimnasia, competencia y juego; la de Platón no es una victoria entre hombres, sino una victoria de la verdad, que los trasciende. Esta idea, por supuesto, deja en la sombra el hecho de que ese tipo de victoria procurada por la dialéctica es imposible sin la agencia de los hombres que, en todo caso, también combaten entre sí y se imponen sobre el otro. Complementariamente, en el Menón se centra la deslegitimación de los «erísticos» (encarnados en el mismo Menón, 80e,2) en la contraposición entre visiones sobre la aporía: la encrucijada lógica desafía e impulsa al filósofo a encontrar la verdad; en cambio, el erístico disfruta introducir aporías para frenar la indagación e inmovilizar al oponente (Marcos, 2015). En realidad, para los erísticos la aporía es positiva no solo como arma para vencer al adversario, sino también porque ella misma clausura la búsqueda de la verdad, vía la reducción del razonamiento a su forma de expresarlo.
Si el esfuerzo de Platón por diferenciar su arte de la sofística es enorme, no lo es menos al enfrentarse a la erística; en vez de reconocerla como el sustrato combativo de la búsqueda de la verdad entre sujetos en divergencia, decide personificarla en figuras ridículas a los que llama «erísticos», de los que se sabe muy poco y que la tradición confundió durante mucho tiempo con los mismos sofistas que también él inventó.
Algunos trabajos contemporáneos (Chame, 2015; Gardella, 2013, 2017; Marcos y Díaz, 2014; Mársico e Inverso, 2012; Villar, 2015), a partir de Dorion (2000), han optado por darle identidad a esos erísticos en Platón y diferenciarlos de los sofistas, reales o imaginados, siguiendo la idea de un deliberado ocultamiento del adversario en los diálogos platónicos, propuesta por Mársico (2010, págs. 26-32). Según estos trabajos, Eutidemo y Dionisidoro serían un par de ancianos contemporáneos de Platón, exalumnos de Sócrates y reconocidos como filósofos megáricos13 o de Mégara, ciudad periférica de Ática. Así, el Eutidemo sería una muestra de la disputa entre Platón y los herederos de su maestro, en torno a la «verdadera» dialéctica socrática.
Gardella (2013, 2015) plantea que los megáricos elaboran una crítica a la ontología platónica a través de una teoría del lenguaje asentada sobre la arbitrariedad y convencionalidad del signo, la intencionalidad del hablante y la imposibilidad de un discurso verdadero. Como el criterio de verdad no es compatible con la naturaleza del enunciado, los megáricos se dedican a mostrar esa disociación poniendo en evidencia los equívocos, ambigüedades y “trampas” del logos, siempre inadecuado con respecto a lo real. Como la dialéctica socrática en Platón, la megárica es, a su modo, un tipo de refutación que hace reconocer la propia ignorancia en quien la práctica, pero vía las condiciones o limitaciones de la lengua para referir adecuadamente las cosas. Para Gardella (2015, pág. 126),
el aspecto crítico de la filosofía megárica, que muchas veces adquiere el cariz de una refutación compulsiva que llega hasta el ridículo, es la manifestación de una perspectiva nueva y original sobre los alcances y los límites del pensamiento filosófico, condenada por otros filósofos y doxógrafos como «erística». En este punto, es menester aclarar que la erística no es un movimiento intelectual autoproclamado como tal, sino que se trata de una etiqueta que aspira a dividir las aguas, al establecer una demarcación sólida entre prácticas estrictamente filosóficas y prácticas que no lo son.
La «refutación compulsiva» es también una constatación de la imposibilidad de escapar del logos y su absurdidad, frente a lo cual los megáricos proponen una suerte de lúdica agonal, fundamentada sobre la complicidad entre los interlocutores que luchan por alcanzar una victoria pírrica: ganar la razón es ganar el logos, que no dice esencialmente nada –porque puede decir cualquier cosa– con respecto a lo real.
El calificativo de «erísticos» para los filósofos megáricos, que se puede rastrear en una diversidad de textos avalados por la tradición (principalmente: Suda14, Diógenes Laercio15, Galeno16 y las primeras traducciones del griego, por parte de Döring [1971] y Giannantoni [1990]), conserva el sentido peyorativo que le dio Platón, logró reducir el pensamiento megárico a la trivialidad del juego de palabras y ubicar la erística en las antípodas de la dialéctica. La escasa atención que se le prestó posteriormente es la victoria de esa proscripción a la que, con ciertas especificidades, Aristóteles también contribuyó en buena medida a través del uso del término ‘erística’, sobre todo en las Refutaciones sofísticas (Περὶ σοφιστικῶν ἐλ έγχωνen, De Sophisticis Elenchis, SE).
En principio, y siguiendo a su maestro, Aristóteles también parece preocupado por mostrar que su dialéctica es diferente de la práctica de los «erísticos» y que, además, estos últimos no deberían ser llamados filósofos, en el sentido de dialécticos (Dorion, 1995, pág. 48). Sin embargo, el estagirita despersonaliza la erística y la presenta más como un tipo de razonamiento que como una escuela o como el nombre de un grupo de filósofos (Ramírez Vidal, 2015). Esta diferencia con respecto a Platón es esencial, pues si bien echa mano de algunos juicios de su maestro cuando tiene que referirse a los erísticos como sujetos (Aristóteles, SE, 11, pág. 22 y 184a, pág. 1), el desplazamiento hacia el análisis del argumento plantea otra forma de consolidar la dialéctica como «verdadera filosofía» y de deslegitimar la sofística y la erística.
Aunque no es fácil esclarecer la diferencia entre sofística y erística en las Refutaciones aristotélicas, es evidente que el contenido de la obra está más dedicado al razonamiento erístico como un subtipo de argumento utilizado por los sofistas; en particular, aquellos razonamientos con los que se contiende y se aspira a vencer al otro a través de argumentos que no prueban, pero parece que lo hicieran. La distinción entre refutación verdadera y aparentemente verdadera es la clave de lectura que propone Aristóteles, tanto para el filósofo como para el sofista, pues a ambos les conviene conocer los procedimientos argumentativos para juzgarlos en sus propias prácticas y en las discusiones que adelantan (SE, 165a, págs. 25-31, 175a, págs. 9-12).
Aristóteles considera que las refutaciones erísticas constituyen desviaciones del razonamiento (παραλογισμός), es decir, que simulacro y paralogismo quedan emparentados en el argumento erístico con base en la imitación de lo real. Análogo a la crítica platónica contra el arte mimético, por la manipulación de las emociones del auditorio (especialmente en el Libro x de La República), las Refutaciones aristotélicas inician con una diferenciación entre la belleza natural y la artificial, y entre la piedra preciosa y la imitación de ella:
Pues también (entre los hombres) unos se hallan en buen estado y otros lo aparentan [...] y unos son bellos a causa de la belleza, mientras que otros lo aparentan adornándose. Lo mismo ocurre con las cosas inanimadas: en efecto, también entre estas unas son verdaderamente de plata o de oro, mientras que otras no lo son pero lo parecen de acuerdo con la sensación, v. g.: el litargirio y la casiterita parecen plata, y las cosas de pátina amarillenta parecen oro (Aristóteles, SE, 164b, págs. 20-25).
La discusión en las Refutaciones no es, entonces, solo gnoseológica, sino también ética, como ocurre con el tratamiento de la mímesis y de la contradicción entre apariencia y realidad, en Platón y Aristóteles. Así se ratifica en la alusión directa a la lucha física cuando se explica el argumento erístico como un tipo de refutación que conduce a una victoria aparente:
En efecto, así como la falta (cometida) en una competición tiene una forma específica y es como un combate ilegítimo, así también en la controversia la erística es un combate ilegítimo: pues allí los que se proponen vencer por todos los medios echan mano de todo, y también aquí los erísticos (hacen lo mismo). Así, pues, los que actúan de tal modo por mor de la victoria en sí misma son considerados hombres disputadores [ἐριστικός] y amigos de pendencias, y los que actúan por mor de la reputación (propicia) para el lucro son considerados sofistas [...]; y tanto los amigos de pendencias como los sofistas (se sirven) de los mismos argumentos, pero no con miras a las mismas cosas, y un mismo argumento será sofístico, pero no en el mismo aspecto, sino que, en cuanto sea por mor de una aparente victoria [νίκης φαινομένης], será erístico17, y en cuanto sea por mor de una aparente sabiduría, sofístico (Aristóteles, SE, 171b, págs. 21-35).
Queda claro que la diferencia entre el argumento sofístico y el erístico es el tipo de simulacro que construyen: la sabiduría aparente o la victoria aparente. El texto aquí resulta muy interesante, pues no es tan obvio qué sería una νίκης φαινομένης. Lo más probable es que Aristóteles esté transpolando la condición regulada del combate físico al verbal, como condición del estatuto de lo real; lo que permitiría hablar de una «victoria real» sería, entonces, el cumplimiento de las normas argumentativas que el tratado de las Refutaciones y la educación del filósofo pretenden vigilar. Esto explica el espíritu doblemente evaluativo y educativo del tratado aristotélico, que se demora en analogías didácticas para establecer las distinciones entre el argumento real y el aparente. La comparación con el pseudogeómetra (ψευδογράφος) aclara la cuestión:
… si el erístico se comportara respecto al dialéctico de manera totalmente semejante a como el que traza figuras falsas se comporta respecto al geómetra, no habría argumento erístico acerca de aquellas cuestiones [geométricas] [...] En efecto, ni todas las cosas están en un único género ni, si lo estuviesen, sería posible que las cosas que existen estuvieran todas bajo los mismos principios [...]. El erístico no se comporta totalmente como el que traza figuras falsas: pues no hará falsos razonamientos a partir de los principios de un género definido, sino que el erístico se ocupará de todo género (Aristóteles, SE, 172a, págs. 11-15 y 172b, págs.1-5).
Es decir, el argumento erístico se caracteriza por desconocer los límites establecidos por los principios de un área del saber definida (la geometría, por ejemplo); por tanto, se utilizan recursos provenientes de cualquier otra área para aparentar que se prueba un argumento. Aristóteles lo ejemplifica con la solución de la cuadratura del círculo18 que proponen Antifón y Brisón; en contraposición a la respuesta de Hipócrates, quien solo utiliza recursos geométricos (lúnulas trazadas con regla y compás) para tratar de solucionar el problema, los «sofistas» sugieren duplicar sucesivamente una serie de polígonos circunscritos dentro del círculo, hasta que los polígonos cubran completamente el área de la figura. Aristóteles hace notar que esta solución apela al sentido común en vez de utilizar la prueba geométrica, pues se basa en la intuición de que la sucesión infinita de polígonos, en algún momento, alcanzará el área del círculo; este tipo de razonamientos no es válido, aunque pueda «servir a muchos, a saber, a todos los que no conocen lo posible y lo imposible de cada cosa» (SE, 172a, págs. 5-8).
Si bien lo que se puede llamar propiamente refutaciones erísticas son las refutaciones aparentes, es decir, solo uno de los cinco tipos o fines argumentativos (Ramírez Vidal, 2015, pág. 247), la introducción de paradojas, la inducción al error, a la incorrección y al parloteo (SE, 165b, págs. 11-17), también pueden llegar a simular refutaciones. En esto cuatro casos, el componente ético-normativo del tratado es aun más definitivo, pues se trata de transgresiones que ya no se concentran en la lógica del argumento mismo, sino en el embate contra el interlocutor, para confundirlo, hacer que se equivoque o que dé rodeos sobre el asunto: los argumentos se desplazan del ad rem al ad hominem. Es en este sentido que Aristóteles sugiere que la respuesta contra el erístico debe ser su desenmascaramiento vía la puesta en evidencia del simulacro:
… contra los disputadores hay que luchar, no como contra aquellos que refutan realmente, sino como contra aquellos que lo aparentan; en efecto, decimos de ellos que no prueban, de modo que hay que enderezar (la argumentación) para que no puedan aparentar (que refutan) (SE, 165a, págs. 33-36).
Desmontando el razonamiento erístico es posible poner en evidencia el simulacro, tanto del argumento como de quien lo elabora. Vemos que la estrategia aristotélica no es denunciar la erística misma, en tanto que combate verbal, sino reorientar su sentido hacia el examen evaluativo de los argumentos o pseudoargumentos más persuasivos que emergen motivados por ese combate, esto es, por el imperativo de ganar. Este objetivo principal explica que Aristóteles, después de clasificar y desmontar detalladamente los paralogismos in dictione (cap. 4) y extra dictione (cap. 5), los reúna de nuevo bajo el principio (ἀρχή) de la ignoratio elenchi o desconocimiento de la refutación (cap. 6). La síntesis consiste en advertir que ninguno de los argumentos erísticos cumple realmente con la noción de refutación (SE, 167a, págs. 24-27), y esta ignorancia sería la causante de la apariencia del argumento. La reducción a la ignoratio elenchi es el modo que encuentra Aristóteles de enseñar que el lenguaje se subordina al pensamiento (Dorion, 1995, págs. 89-91) y, por tanto, el desafío ético-pedagógico de la refutación inicia en el orden del razonamiento, antes que en el de la expresión. Este punto resulta relevante para comprender el ataque directo que aparece al final de las Refutaciones contra los maestros de erística, que Aristóteles compara con los maestros de retórica:
En efecto, la educación impartida por los que trabajan a sueldo en torno a los argumentos erísticos sería más o menos semejante al estudio de Gorgias: pues daban a aprender de memoria, los unos, enunciados retóricos y, los otros, enunciados interrogativos, en los que creían respectivamente, unos y otros, que acostumbran a caer la mayoría de argumentos. Por ello la enseñanza, para los que aprendían de ellos, era rápida, pero sin técnica [arte]: pues dando, no la técnica [el arte], sino lo que se deriva de la técnica [del arte], creían estar educando, como si uno, declarando que va a transmitir el conocimiento de cómo no hacerse daño en los pies, no enseñara, ni la técnica [el arte] de hacer zapatos, ni de dónde procurárselos, sino que diera muchos tipos de calzados de todas clases (SE, 183b, págs. 37-42, 184a, págs. 1-9).
Es decir, que su tratado no debe tomarse como un catálogo de refutaciones aparentes, disponibles para ganar en los combates verbales, del mismo modo que los maestros de retórica ofrecían «a sueldo» sus argumentos persuasivos, pues en todo caso eso llevaría solo a una victoria aparente.
Dentro del corpus analítico de la obra aristotélica, la línea de trabajo que se ha propuesto rehabilitar la sofística como una escuela filosófica alternativa también ha tratado de rescatar la erística, aunque con una insistencia e incidencia mucho menor. En el tratamiento de esta cuestión, Dorion (1995, págs. 63-69) reconoce que Grote (1872) fue el primero en señalar una dimensión erística dentro de la dialéctica aristotélica, planteando que «el dialéctico es agonístico y erístico, tanto como el sofista [y que] comparten tres objetivos: refutar, introducir paradojas e inducir al error» (pág. 100). Ahora bien, como lo sugiere Dorion (1995), esa simetría entre el dialéctico y el erístico no tiene que ver con el tipo de recursos utilizados, sino con el posicionamiento que unos y otros asumen: el simulador (pseudofilósofo) se sitúa en el nivel de la apariencia, mientras que el filósofo, en el nivel del razonamiento. Ubicados en esos niveles, podemos deducir que hay dos elementos que unen a la dialéctica y la erística: la práctica de la interrogación (Dorion, 1995, pág. 68) y el núcleo agonista en el que anida la interacción entre los opositores.
En cuanto a las diferencias entre dialéctica y erística en Aristóteles, destacamos tres que se derivan de los niveles antes identificados: el tratamiento de las aporías; la función autovigilante y la orientación ético-normativa.
Como se había señalado a propósito de Platón, la aporía es un punto de quiebre entre filósofos y erísticos; de acuerdo con Marcos (2015), Aristóteles refuerza esta misma distinción que se fundamenta en el tratamiento de la aporía: el que la utiliza para hallar la verdad es un dialéctico; el que la usa, en cambio, para imponerse en el debate, es un erístico. En el Libro iv de Metafísica, Aristóteles refuta las posiciones relativistas y la negación del principio de no contradicción, aludiendo indirectamente a los erísticos como «aquellos que buscan exclusivamente la fuerza (de la refutación) (6, pág. 15)» y «quienes buscan (imponerse por) la fuerza en la discusión y al mismo tiempo pretenden mantenerse en la discusión» (6, págs. 15-20-22). El estagirita asegura que estos personajes «sostienen tal doctrina, no por encontrarse en una situación aporética, sino por el gusto de discutir» (6, págs. 36-37), es decir, que el erístico utiliza la aporía de manera banal (bien para ganar, bien para divertirse), mientras que para el filósofo incita a la búsqueda del saber. Marcos (2015, pág. 29) hace notar, además, que Aristóteles contrasta al filósofo con el erístico (y la aporía genuina contra la superflua) para alertar contra la posible degradación de la filosofía en erística. Esto nos lleva a la segunda diferenciación aristotélica.
Si en Platón los erísticos constituyen una amenaza externa al filósofo en tanto que fungen como sus usurpadores, en Aristóteles la amenaza no proviene de un agente externo, sino del riesgo que corre el mismo filósofo de razonar de manera desviada. De ahí la insistencia en el análisis de los razonamientos y la escisión entre argumentos reales y aparentes; hay aquí un deber de autovigilancia al cual es convocado el filósofo. En este sentido, las Refutaciones aristotélicas tienen, en primera medida, esa función autorreguladora que se enmarca dentro del uso educativo que pudo tener la obra. En el capítulo 16, Aristóteles plantea que la resolución de los paralogismos es útil «para las investigaciones que hace uno por sí mismo: pues al que cae fácilmente en un razonamiento desviado hecho por otro sin darse cuenta de ello, también puede muchas veces pasarle otro tanto consigo mismo» (SE, 175a, págs. 9-12). Esto implica que Aristóteles no repara en que las fallas en el razonamiento se cometan adrede o sin intención maliciosa, pues lo que le interesa es la evaluación del argumento más que del argumentador; el principio de la ignoratio elenchi puede cubrir ambos tipos de desconocimiento en la refutación: tanto la que se comete por ignorancia, como la que se realiza de manera deliberada. En cualquier caso, se deriva que resulta necesario regular el intercambio dialéctico para evitar o reparar esas fallas en el razonamiento. De ahí la tercera diferencia con la erística.
Las Refutaciones aristotélicas tienen una orientación ético-normativa que regula la producción de argumentos. La refutación verdadera está condicionada a respetar las reglas procedimentales del razonamiento y son precisamente las transgresiones a estas normas éticas las que ponen en evidencia al disputador erístico (pero no exclusivamente a él, sino a cualquiera) como un imitador dialéctico. Aristóteles establece una relación de proximidad estrecha entre falsedad, simulacro y violación de reglas, que resultará fundamental para las teorías de la argumentación en el siglo xx. En su contexto, esa proximidad será funcional al establecimiento de fronteras en el campo de la filosofía y para la legitimación del pensamiento del estagirita y su liceo.
En este último punto, la demarcación del campo filosófico y la competencia entre escuelas de formación, el tratamiento aristotélico de la erística se acerca al de la otra figura educativa sobresaliente del siglo iv: Isócrates de Atenas. Isócrates se ubica a sí mismo como antagonista de la filosofía socrática y de sus herederos, a quienes incluye en un mismo grupo como sofistas y erísticos, pero el sentido que adquiere este último término en los textos isocráticos tiene sus particularidades.
Se debe tener en cuenta que las críticas de Isócrates contra las demás escuelas se enmarcan en una concepción amplia de la retórica como filosofía de los discursos, filosofía lingüística pragmática o Paideia de los discursos, esto es, la formación cultural del ciudadano a través del saber práctico, para el bien de la polis (Ramírez Vidal, 2006). Esto significa que la reflexión especulativa de los socráticos no tiene ningún valor para Isócrates; por el contrario, su falta de aplicación en la vida práctica y en la política pública degeneran la filosofía, porque ocupan el espacio que debería dedicarse a la educación del ciudadano. También aquí hay una separación entre filosofía verdadera y falsa, pero ya no en función de la búsqueda de la verdad, sino de la «opinión razonable sobre cosas útiles» (χρησίμων ἐπιεικῶς δοξάζειν: Elogio de Helena, 5, pág. 5), como lo reitera, al final de su vida, en Antídosis:
Puesto que la naturaleza humana no puede adquirir una ciencia con la que podamos saber lo que hay que hacer o decir, en el resto de los saberes considero sabios a quienes son capaces de alcanzar lo mejor con sus opiniones y filósofos a los que se dedican a unas actividades con las que rápidamente conseguirán esta inteligencia (Isócrates, Antídosis, 271).
La “falsa” filosofía ofrece recetas para decir y hacer de un mismo modo, esto es, «aporta una técnica fija como ejemplo de una actividad creadora» (Contra los sofistas, 12), sin tener en cuenta el anclaje del logos a la necesidad de cada momento, a su combinación y ordenación de los recursos que deben ser adaptados de manera distinta para cada asunto y oportunidad (Contra los sofistas, 16-17). Frente a ese simulacro de filosofía, Isócrates «refuta el núcleo de la enseñanza, esto es, la existencia de verdades generales y únicas, frente a la verdadera existencia de opiniones contingentes y mutables, cuyo consenso y certidumbre daba origen a las decisiones adoptadas» (Ramírez Vidal, 2006, pág. 163).
En el caso de la dialéctica, en tanto que técnica, también Isócrates es tajante al rebajarla a simple polémica sin utilidad política, por lo cual considera tan erísticos a los megáricos como al mismo Platón. La crítica se mantiene más o menos invariable en el transcurso cronológico de los discursos isocráticos:
Porque ¿quién no odiaría y despreciaría, en primer lugar, a los que pasan el tiempo en discusiones y pretenden buscar la verdad, pero nada más comenzar su propósito intentan mentir? (Isócrates, Contra los sofistas, 1, págs. 8-11 [390 a. C.])
… y se han hecho viejos, unos afirmando que no es posible mentir ni contradecir ni disputar en dos discursos sobre un mismo asunto, y otros explicando que el valor, la sabiduría y la justicia son una misma cosa, que no tenemos ninguna de ellas por naturaleza y que hay una sola ciencia que abarca todas; otros, por último, pasan su tiempo en discusiones que para nada sirven y que pueden ocasionar dificultades a sus oyentes (Isócrates, Elogio de Helena, 1, págs. 9-11 [380 a. C.])
… los príncipes de la oratoria erística y los que se dedican a astronomía, geometría y otras ciencias semejantes no dañan, sino que ayudan a sus discípulos, pero menos de lo que prometen y más de lo que parece a otros [...] Quienes creen que este tipo de educación es inútil para la vida práctica, piensan con corrección (Isócrates, Antídosis, 261-263 [354-353 a. C.).
Isócrates insiste en la utilidad de la verdadera filosofía y en el protagonismo que debe tener en la vida práctica, específicamente en el ámbito de lo público. Son estos valores los que edifican la Paideia isocrática, en contraposición a la educación socrática de la Academia y sobre todo a la dialéctica, que desde esta visión no corre el peligro de degenerar en erística, porque en sí misma ya lo es, en tanto que resulta inútil. Del mismo modo, no se establece ninguna diferencia entre sofistas y erísticos, excepto por la tendencia a presentar a estos últimos como contemporáneos y a aquellos como predecesores, en la línea de su propio maestro, Gorgias; a todos ellos se condena por igual en el corpus isocrático. Así, el esquema pregunta-respuesta no tiene ninguna incidencia en la educación isocrática y más bien entorpece la formación del ciudadano. Pero ¿en qué consiste esa utilidad de la filosofía? Así queda sintetizado en Antídosis:
… como existe en nosotros la posibilidad de convencernos mutuamente y de aclararnos aquello sobre lo que tomamos decisiones, no solo nos libramos de la vida salvaje, sino que nos reunimos, habitamos ciudades, establecimos leyes, descubrimos las técnicas y de todo cuanto hemos inventado la palabra es la que ayudó a establecerlo. Ella determinó con leyes lo que es justo e injusto, lo bello y lo vergonzoso, y, de no haber sido separadas estas cualidades, no habríamos sido capaces de vivir en comunidad (Isócrates, Antídosis, págs. 254-255).
En la filosofía isocrática tenemos un contundente himno al logos, a partir del reconocimiento de su facultad ergástica, herencia de la visión de Gorgias (Ramírez Vidal, 2006, págs. 170-172). Pero Isócrates hace avanzar esa facultad hacia la creación de los dispositivos civiles que permiten la vida en sociedad: principalmente, las leyes. En este orden, el discurso es persuasivo no porque permita decir cualquier cosa, sino precisamente por lo contrario: porque regula lo que se puede hacer y decir en una comunidad, para garantizar la coexistencia y configurar la polis. En todo caso, parece que Isócrates valora más la capacidad disuasiva del logos que su potencial persuasivo, y más allá, proscribe su tendencia a la manipulación. La jurisdicción sobre el mundo es la condición para superar la vida salvaje hacia la vida en comunidad; la práctica erística, entonces, limita el avance de ese proyecto político porque, en principio, atenta contra la unión de la polis introduciendo la discordia; y, además, reduce la filosofía a la disputa sobre cuestiones particulares, no comunitarias y, por tanto, intrascendentes.
Según lo anterior, cabe destacar que el núcleo de los reparos de la escuela isocrática contra la Academia es el descuido de la preocupación por la vida corriente en comunidad. La formación de la ciudadanía virtuosa, desde los problemas más prácticos, es esencial para el ateniense y lo enfrenta al Platón preocupado por cuestiones metafísicas. Mientras que para Isócrates, filosofía (retórica filosófica o filosofía del discurso) y política deben ser indistinguibles en la educación del ciudadano, Platón concibe estas dos figuras de manera separada. A propósito de esta posible disputa, Villar (2015) propone que la construcción de la figura del sofista erístico en Platón tuvo el objetivo de eludir los reproches de Isócrates contra la dialéctica y desmarcarse así de los megáricos, específicamente frente a las tesis de la imposibilidad de mentir y la unidad de la virtud. Para no ser tachados de simples polemistas, Platón introduce las críticas de Isócrates al final del Eutidemo, a través de un juego ingenioso: sin mencionar su nombre propio, pero aludiéndolo claramente, hace asistir a Isócrates al diálogo entre Sócrates y los ancianos Dionisidoro y Eutidemo. Como espectador anónimo, el Isócrates platónico reprocha el interés de Sócrates por los erísticos:
¡Era tan absurdo su propósito de querer entregarse a personas que no dan ninguna importancia a lo que dicen y que se aferran a cualquier palabra! Y pensar que esos dos, como te decía antes, están entre los más influyentes de hoy en día. Pero lo cierto es [...] que tanto el asunto mismo, como los hombres que se dedican a él son unos nulos y ridículos (Platón, Eutidemo, 305a, págs. 4-9).
Como el Isócrates real, el simulado por Platón no ve diferencia entre dialécticos y erísticos, a quienes juzga de charlatanes que se empeñan en discutir sobre trivialidades (Eutidemo, 304e, págs. 5-6). Ahora bien, después de impostar su voz, Platón va a ser implacable en la refutación: primero, lo descalifica como interlocutor válido, al poner en evidencia que el crítico anónimo «no se ha presentado jamás frente a un tribunal» (305c, págs. 1-2) y solo es «un autor de discursos con los que los oradores compiten» (305b, págs. 10-11), es decir, desconoce que sea maestro, político y mucho menos, filósofo:
Piensan, pues, que si logran desacreditar a estos [a los filósofos dialécticos], haciéndoles fama de que nada valen, habrían conquistado inmediatamente y sin disputa, en opinión de todos, la palma de la victoria en lo que hace a su reputación como sabios [...] Se consideran, en efecto, sabios, y es muy natural que así sea, pues se tienen por personas moderadamente dedicadas a la filosofía, y moderadamente a la política, conforme a un modo de razonar bastante verosímil: juzgan que participan de ambas en la medida necesaria y que gozan de los frutos del saber manteniéndose al margen de peligros y conflictos (Platón, Eutidemo, 305d-e).
De modo, pues, que si la filosofía es un bien e, igualmente, la acción política lo es, y cada una tiende a un fin diverso, estos hombres, encontrándose en el medio y participando de ambos, no están diciendo nada –pues son inferiores a ambos– (Platón, Eutidemo, 306b).
Platón invierte el contraargumento isocrático sobre la inutilidad de la erística, al acusar al logógrafo de eludir la disputa vía la desacreditación de la dialéctica. En otras palabras, Platón imposta a Isócrates para «desacreditar al desacreditador» y así reprocharle su sabiduría simulada. En este punto, el Isócrates platónico no es más que un sofista, porque se muestra a sí mismo como sabio, sin serlo realmente. Hay que reparar aquí una mitigación de la crítica platónica a la erística, justificada para el filósofo que quiere alcanzar reputación como sabio («la palma de la victoria»); la elusión de la lucha verbal, en este sentido, parece más grave o menos digna que la lucha verbal misma, pues es presentada como una estratagema para simular la sabiduría. Pero el (contra)reproche definitivo reside en la acusación de ser «intermedio» (Platón, Eutidemo, 305c, pág. 7) entre el filósofo y el político, pues esa posición cómoda libraría a Isócrates de lidiar con los conflictos derivados del compromiso completo con alguno de los dos roles. La respuesta a este reproche no es menos interesante:
¿Por qué admirarse de esto, cuando algunos de los que se dedican a la erística calumnian los discursos comunes y útiles, igual que los hombres más malvados? No ignoran su fuerza, ni que ayudan a quienes los usan, pero tienen la esperanza de que, si los desacreditan, harán más estimables los suyos propios [...] No dejaré de acordarme un poco de ellos, sobre todo porque nos aludieron, y también para que conozcáis con más claridad su poder y nos consideréis a cada uno según es justo [...] También para dejar claro que nosotros nos dedicamos a los discursos políticos, que aquellos tildan de provocadores de odio, aunque somos mucho más dulces que ellos. Pues dicen siempre algo malo de nosotros, pero yo no voy a decir nada semejante, sino que me serviré de la verdad (Isócrates, Antídosis, págs. 258-261).
De nuevo aparece el tópico de la desacreditación y de su denuncia, como base de la defensa. En este caso, se devuelve la ofensa enfatizando en la movida erística de Platón, realizada con alevosía, contra los discursos «comunes y útiles» de Isócrates. El paralelismo entre argumento y contrargumento es evidente en lo que respecta a la función de la desacreditación del otro para autolegitimarse. Pero la mayor fuerza persuasiva reside en la justificación indirecta de la decisión de no disputar, lo que al mismo tiempo confirma la crítica contra los dialécticos como erísticos; los que se dedican al discurso político no provocan odios, pero quienes los critican evidentemente sí lo hacen; sobre la base de esta aserción que Isócrates se encarga de remarcar, son invocadas la justicia y la verdad para que el auditorio sea, finalmente, el que juzgue a los involucrados en la polémica.
En suma, la visión isocrática de la erística está unida a la platónica por la decidida proscripción que acometen, pero se aleja de ella al igualarla a la dialéctica socrática y al presentarla no solo como una práctica inútil, sino además nociva para lo que Isócrates concibe como el ideal de la filosofía de los discursos y de sus maestros: enseñar el dominio práctico de un logos que garantice la convivencia en la polis.
Habrá que esperar hasta la primera mitad del siglo xix para que la erística vuelva a llamar la atención en el campo filosófico, en este caso, desde la mirada singular de Arthur Schopenhauer. En 1830, el pensador de Danzig habría escrito en notas de borrador lo que se conocería póstumamente, a partir de 1864, como «Dialéctica erística», título acompañado del subtítulo «El arte de tener razón» (Eristische Dialektik oder Die Kunst, Recht zu behalten), a partir de las reediciones de la segunda mitad del siglo xx (Moreno, 1997, introducción).
En el tratado se recopilan 38 Kunstgriffe, usualmente traducidas como «estratagemas» (desde la metáfora de la guerra) o «trucos» (desde la metáfora del juego) utilizados en las discusiones con el fin de imponer la opinión propia sobre la del adversario. La palabra behalten refiere literalmente esa imposición como un «retener» o «confiscar» la razón, aunque se traduzca más a menudo con el verbo ‘tener’19; la razón puede ser obtenida y retenida utilizando cualquier tipo de medio, lícito o ilícito, por lo cual el conocimiento de esos medios forma parte del arte de discutir, esto es, de una dialéctica erística. Schopenhauer insistirá en que se trata de un proyecto renovador de la dialéctica, con el cual introduce críticas a la tradición aristotélica y se opone al uso del término dialéctica en la filosofía hegeliana, dominante en el momento de su propuesta.
En el primer sentido, Schopenhauer plantea que Aristóteles no diferencia suficientemente la lógica de la dialéctica, pues a la primera debe dejarse el problema de la «verdad objetiva», mientas que la segunda debe referirse al problema de retener la razón, aun si no se cuenta con ella «objetivamente». Evidentemente, la separación entre razón objetiva (como verdad) y subjetiva (como voluntad) es fundamental para comprender que la validez dada a una tesis o a una prueba puede no coincidir necesariamente con su aprobación desde el estatuto lógico formal e interno que la sostiene. Así, el arte de tener razón es «el arte de conseguir que algo pase por verdadero, sin preocuparse de si en realidad lo es» (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 47, nota 2). En este sentido, el esfuerzo de Aristóteles por separar los razonamientos erísticos de los sofísticos choca contra la incertidumbre acerca de la verdad objetiva del mundo, sobre la cual es posible alcanzar algún grado de certeza desde la lógica, pero no desde la dialéctica: «Se dice fácilmente que en la discusión no existe otro fin más que el de sacar a relucir la verdad; el hecho es que no se sabe dónde reside, ya que tanto quiere desviársela mediante los argumentos del adversario como mediante los propios» (Dialéctica erística, 2007, pág. 50, nota 5).
Es desde el punto de vista de la voluntad humana que la distinción aristotélica entre dialéctica, sofística y erística pierde su sentido. Schopenhauer considera necesario emprender una renovación de la dialéctica que incluya la voluntad individual como la principal variable de la ecuación, de manera que no eluda la condición humana, tal como la entiende el filósofo alemán, inclinada hacia los vicios naturales del hombre; el listado se despliega ampliamente a lo largo de la obra: maldad, vanidad, charlatanería, improbidad, astucia, deslealtad y prepotencia, todas innatas. Dado que en Schopenhauer la voluntad y el deseo se confunden y equiparan, la búsqueda de satisfacción individual no tiene finalidad ética ni ideal trascendental alguno (el «querer» humano no tiene nunca fin); todos pretenden poseer y someter todo para sí mismos, a través de cualquier medio (Muñoz-Alonso, 1989, págs. 22-23).
La discusión, por supuesto, no escapa de ese dominio volitivo, preso del egoísmo natural del hombre. Como propone Pedroso (2016), la dialéctica de Schopenhauer no es marginal a su visión de conjunto en esta filosofía del pesimismo, de la tragedia humana y de la resignación20, como suele interpretársele, pues se trata de una de las formas de expresión o de manifestación que encuentra la voluntad para someter al conocimiento racional. Este último, naturalmente al servicio de la voluntad, sucumbe ante la necesidad de realización del deseo y desplaza el interés en la verdad objetiva por el placer de la victoria sobre el otro. La crítica a la dialéctica racional y normativa de Aristóteles, así como a la esperanza de la superación de las contradicciones en el idealismo hegeliano, se basa en la profunda desconfianza de Schopenhauer sobre el hombre mismo, de la cual deriva su sospecha sobre la desviación del intelecto hacia la elaboración de estratagemas, cuando tiene que buscar la verdad en medio de una disputa; de ahí que la discusión no pueda ser el terreno del encuentro de la verdad, sino el del sometimiento del otro a través de ardides y apariencias. Esta desconfianza es extensiva al género humano, pero se centra más en el individuo y en el pobre dominio que tiene de sí mismo, excepto cuando se trata del genio artístico o del asceta, quienes tratan de someter la voluntad negándose como individuos en la universalidad del hecho estético o en la renuncia al deseo. En ambos casos se llega a la pura nada, sustrato de la anulación de la voluntad y, por tanto, abdicación de toda lucha cuyo fin sea la victoria suprema, en función de otra lucha más severa: vencerse a sí mismo.
El combate entre los hombres, entonces, como parte del camino casi irrenunciable de la voluntad, reproduce el combate de las cosas de la naturaleza en el universo, que están en lucha para nada. Las pasiones y violencias desplegadas en las disputas humanas no hacen más que reproducir el absurdo esencial de la lucha en el universo, cuyo móvil ignora el hombre, pero cuyas impresiones y sentimientos atizan su violencia. El espectáculo natural de la disputa es ejemplificado así por Schopenhauer:
Cuando se corta en dos a la hormiga bulldog de Australia, se desencadena una lucha entre la cabeza y la cola; aquella empieza a morder a esta, que se defiende valerosamente con el aguijón contra los mordiscos de la otra; el combate puede durar una media hora hasta la muerte completa (Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, i, 27, pág. 202).
El conflicto que mueve a la naturaleza es del mismo tenor que aquel que mueve al hombre contra sus congéneres: una lucha sin vencedores. Tanto en el insecto como en el hombre, la voluntad de vivir implica la voluntad de matar (Philonenko, 1989, pág. 143), aun cuando la muerte del otro signifique también el final de uno mismo. ¿Tiene sentido alguno, entonces, la victoria? La respuesta de Schopenhauer es negativa, en tanto que la única fuente y motor de ese deseo es la voluntad, para la cual toda lucha debe ser ganada, aun si eso exige ganarla en el nivel del simulacro. La razón humana termina doblegada al servicio de la voluntad y, para obtenerla y retenerla, se hará cualquier cosa que desborde la razón misma. El papel de la verdad, aquí, es absolutamente lateral: «Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo general no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis, como a la astucia y habilidad con que la defendió» (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 49).
Pero el problema de la incertidumbre sobre la verdad provoca una vacilación en Schopenahuer: ¿es su maldad innata o su intelecto limitado lo que lleva al hombre a combatir verbalmente de manera tramposa? El filósofo a veces parece excusar las estratagemas en razón de la ignorancia humana, también innata, de la que no sería culpable; aquella que lo ubica en diferentes grados de incerteza sobre la verdad cuando tiene que disputarla:
Con frecuencia, al comienzo de la discusión estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber existido una adecuada para defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que acuda a nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario y [...] durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquel, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad [...] De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas, o cuando menos, tentados a ello con gran facilidad (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 48).
En su reflexión Sobre la controversia (Parerga y Paralipómena, 2007, 2, 26, págs. 98-99), Schopenhauer insistirá en que la incerteza «obligará casi necesariamente a pequeños engaños en la discusión, ya que, de momento, uno no lucha por la verdad sino por su tesis [...] [como] consecuencia de la incertidumbre de la verdad y de la deficiencia del intelecto humano». No obstante, advierte el filósofo, el riesgo es persistir en el combate por la defensa de convicciones erradas, que llevan a la búsqueda de estratagemas desleales para no ser vencido; la frontera entre estas acciones es absolutamente borrosa, por lo cual Schopenhauer no puede más que encogerse de hombros: «Que a cada uno le ampare en esto su genio particular y que luego no tenga que avergonzarse» (Parerga y Paralipómena, 2007, 2, 26, pág. 99).
La encrucijada que propone la búsqueda del conocimiento en la dialéctica es una suerte de contraposición insalvable entre el amor a la verdad y el amor a la victoria. El primero es objetivo, externo y desindividualiza al hombre; el segundo, en cambio, es voluntad pura, interna, que reafirma su egoísmo singular. El imperativo de la lucha verbal conduce siempre a la improbidad y a la autoafirmación, pues la concesión de la verdad siempre queda bajo la sospecha de haber renunciado a ella a cambio del error, por no ser capaz de defenderla (Schopenhauer, Dialéctica erística, 2007, pág. 49, nota 3). La retención obstinada de la razón responde precisamente a la convicción de que el otro, en todo caso, intentará retenerla también y no renunciará a ella; la desconfianza de Schopenhauer en el hombre que disputa no es más que la observación detenida de la sospecha recíproca entre los contendientes; mientras que la lógica no tiene que vérselas con esa reciprocidad problemática:
… la dialéctica, en cambio, tendría que ver con la comunicación de dos seres racionales que piensan consecuentemente, lo que da ocasión a que, en cuanto estos no coincidan como si de dos relojes sincronizados se tratara, surja una discusión, es decir, una contienda intelectual. En tanto que razón pura, los dos individuos deberían concordar. Sus divergencias surgen de las diferencias constituyentes de toda individualidad; son, pues, un elemento empírico (Schopenhauer, Pliegos anexos, 2007, pág. 86,).
Así, cualquier contacto de dos individualidades puede inclinarse fácilmente, por efecto de cada voluntad de autoafirmación, hacia una relación erística en la que el objetivo es ganar a cualquier precio. «Razón pura», en el fragmento, se opone a «individualidad» y es naturalizada como parte de la condición humana, en contraste con la imagen de los «dos relojes sincronizados», cuya programación y exactitud escapan de su naturaleza. Schopenhauer cree que el paso del combate verbal al corporal es un efecto natural del agotamiento de las argucias a medida que la disputa se va profundizando; la lucha cuerpo a cuerpo no es más que el recurso subsiguiente con el cual los disputadores tratan de «compensar de una o de otra manera sus sentimientos de inferioridad [...], en donde esperan tener más posibilidades de éxito» (Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, 2007, 2, 26:92). En otro pasaje de Sobre la controversia, la metáfora de la lucha cuerpo a cuerpo es refinada a través de la analogía con la esgrima:
Dichos ataques son a la dialéctica lo que a la esgrima son las estocadas regulares, en tercera, cuarta, etc. En cambio, las artimañas o estratagémata que yo he reunido serían comparables a las fintas, y, finalmente, los ataques personales en la discusión, a lo que los maestros universitarios de esgrima llaman golpes bajos (Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, 2007, 2, págs. 26:96).