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5. Reflexiones sobre la peste

27 de marzo de 2020

Las siguientes reflexiones no se refieren a la epidemia, sino a lo que podemos entender a partir de las reacciones que esta suscita en los seres humanos. Es decir, se trata de reflexionar sobre la facilidad con que toda una sociedad ha aceptado sentirse apestada, aislarse en casa y suspender sus condiciones de vida normales, sus relaciones laborales, la amistad, el amor y hasta las convicciones religiosas y políticas. ¿Por qué no hubo protestas y oposiciones, como ciertamente era posible imaginar y como de ordinario sucede en estos casos? La hipótesis que me gustaría proponer es que de algún modo, aunque no fuese más que de manera inconsciente, la peste ya estaba allí y que, evidentemente, las condiciones de vida de las personas se habían vuelto tales que alcanzó con una señal repentina para que se presentaran como lo que ya eran, es decir, intolerables, precisamente como una peste. Y este, en cierto sentido, es el único dato positivo que puede extraerse de la situación actual: es posible que, más adelante, la gente comience a preguntarse si la forma en que vivía era la correcta.

Otro tema sobre el cual no es menos importante reflexionar es la necesidad de religión que la situación provoca. Indicio de ello es la terminología tomada del vocabulario escatológico, en el pertinaz discurso de los medios de comunicación, que, para describir el fenómeno, recurre obsesivamente, sobre todo en la prensa estadounidense, a la palabra “apocalipsis”, y a menudo evoca de manera explícita el fin del mundo.

Es como si la necesidad religiosa, que la Iglesia ya no es capaz de satisfacer, buscara a tientas otro sitio donde establecerse y lo encontrara en la que de hecho se ha vuelto la religión de nuestro tiempo: la ciencia. Esta, como toda religión, puede producir superstición y miedo o, en cualquier caso, usarse para difundirlos. Nunca antes se había asistido al espectáculo, típico de las religiones en momentos de crisis, de opiniones y prescripciones diferentes y contradictorias, que van desde la posición herética minoritaria (aunque representada por prestigiosos científicos) de quienes niegan la gravedad del fenómeno hasta el discurso ortodoxo dominante que lo afirma y, sin embargo, a menudo diverge radicalmente en cuanto al modo de tratarlo. Y, como siempre en estos casos, algunos expertos o quienes se autodenominan tales logran asegurarse el favor del monarca, quien, como en los tiempos de las disputas religiosas que dividieron al cristianismo, toma partido según sus propios intereses por una u otra corriente e impone sus medidas.

Otro hecho que da que pensar es el evidente colapso de toda convicción y fe comunes. Se diría que los seres humanos ya no creen en nada, excepto en la existencia biológica desnuda que ha de salvarse a toda costa. Mas el miedo a perder la vida sólo puede fundar una tiranía, el monstruoso Leviatán con su espada desenvainada.

Por esta razón –cuando se declare el fin de la emergencia, de la peste, si esto alguna vez llega a hacerse–, no creo que sea posible, al menos para aquellos que han mantenido un mínimo de lucidez, volver a vivir como antes. Y quizás este sea hoy el mayor motivo de desesperación, aunque, como se ha dicho, “sólo se nos ha dado la esperanza por el bien de aquellos que no tienen esperanza”.

¿En qué punto estamos?

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