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Оглавление2. Contagio
11 de marzo de 2020
¡El contagiado! ¡Dale! ¡Dale! ¡Dale al contagiado!
Alessandro Manzoni, Los novios
Una de las consecuencias más inhumanas del pánico que por todos los medios se busca difundir en Italia con ocasión de la así llamada epidemia del coronavirus está en la idea misma de contagio, que constituye el fundamento de las medidas excepcionales de emergencia adoptadas por el gobierno. La idea, que era ajena a la medicina hipocrática, tuvo su primer precursor inconsciente durante las pestes que entre 1500 y 1600 asolaron algunas ciudades italianas. Se trata de la figura del contagiado,(1) inmortalizada por Manzoni tanto en su novela como en el ensayo Historia de la columna infame. Un “bando” milanés por la peste de 1576 lo describe así, e invita a los ciudadanos a denunciarlo:
Habiendo llegado a oídos del gobernador que algunas personas con falso afán de caridad y para infundir terror y espanto al pueblo y a los habitantes de esta ciudad de Milán, y para excitarlos a algún tumulto, van ungiendo con untos, que llaman pestíferos y contagiosos, las puertas y cerrojos de las casas y las esquinas de los barrios de esa ciudad y otros sitios del Estado, so pretexto de llevar la peste a lo privado y a lo público, de lo cual resultan numerosos inconvenientes y no poca alteración entre las gentes, más aún para quienes con facilidad se persuaden de creer semejantes cosas, se hace saber a todos, cualquiera sea su calidad, estado, grado y condición, que, en el plazo de cuarenta días, se les entregarán quinientos escudos a quienes informen acerca de la persona o personas que han favorecido, ayudado o sabido de tal insolencia...
Mutatis mutandis, las recientes disposiciones (adoptadas por el gobierno con decretos que nos complacería –pero es una ilusión– que no fueran confirmados por el Parlamento en forma de leyes dentro de los plazos previstos) transforman de hecho a cada individuo en un potencial contagiado, exactamente de la misma manera que las disposiciones atinentes al terrorismo consideran de hecho y de derecho a cada ciudadano como un potencial terrorista. La analogía es tan clara que al contagiado en potencia que no cumple con las prescripciones se lo castiga con la prisión. La figura del portador sano o precoz, quien contagia a una multiplicidad de individuos sin que estos puedan defenderse de él, como uno podía defenderse del contagiado, es particularmente mal vista.
Aún más triste que las limitaciones de las libertades implícitas en las disposiciones es, en mi opinión, la degeneración de las relaciones entre los seres humanos que aquellas pueden producir. Quienquiera que sea el otro, incluso un ser querido, no debemos acercarnos a él o tocarlo, y de hecho hay que poner una distancia entre nosotros y él; algunos dicen que esa distancia debe ser de un metro, pero según las últimas recomendaciones de los así llamados expertos debería ser de cuatro metros y medio (¡qué interesantes esos cincuenta centímetros!). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que quienes dicten estas disposiciones se encuentren motivados por el mismo temor que pretenden provocar. Es difícil no pensar, sin embargo, que la situación que estas crean es exactamente aquella que nuestros gobernantes han tratado muchas veces de alcanzar: que de una buena vez se cierren las universidades y las escuelas, que las clases sólo se dicten online, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales, que únicamente intercambiemos mensajes digitales y que, donde sea posible, las máquinas sustituyan todo contacto –todo contagio– entre los seres humanos.
1 En italiano la palabra es untore, que tiene una connotación activa y no pasiva como en “contagiado”. Nos hemos apegado a la traducción de las versiones más establecidas de la novela de Alessandro Manzoni. En este libro la hemos traducido, según el caso, “contagiado” o “contagiador” [N. de los T.].