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ОглавлениеPrólogo. Todo nos será negado
(Un acecho a la poesía de Giovanni Quessep)
No hay nada convencional en la poesía de Giovanni Quessep. La finura de su oficio, que es un oficio cruel, si así pudiera llamársele al insistir en la herida de luz que nos deja el paso del tiempo, es de una extraordinaria complejidad, por su impiedad en ahondar en la aventura del alma, que es el mundo, su palabra, su morada: una urdimbre nocturna elaborada bajo el sol, una luminosa trama tejida con la materia misma de la noche, interior, porque todo ha sido alumbrado por el sol negro de la muerte, que alcanza a la belleza, a todo cuanto se ha amado, lo entrañable, lo que no debería morir. Hay desgarramiento en su forma poética, tan cuidada, en donde un llanto antiguo, lejano, hecho silenciosa savia, nombra con una profunda delicadeza el penetrante dolor de la belleza, pues todo habrá de perderse.
Cada palabra que celebra el mundo está lastimada por su despedida; inclinamos la cabeza ante dioses que se desvanecen; quizás el gesto sagrado que los nombra vaya más allá de tan trágica derrota. Dejamos un mundo aún por vivir, una vida pendiente, con su noche, sus lunas, su alegría, sus frutos, sus labios, sus estrellas, sus mañanas... Todo nos será negado. Pero la poesía de Quessep se aleja de tan abundantes evidencias y construye estéticamente el canto de la pérdida, como quien levanta una hermosa ciudad en vano amurallada ante el enemigo que ya la acecha. Lucha inútil contra el tiempo: ese acantilado que se confunde con el alma.
Nombrar es enumerar uno a uno los días del prodigio que nos pierde. El futuro es ajeno; el pasado, exilio; y el presente muerde como “las peores bestias del sueño”. Por eso en su poesía el silencio es tan elocuente y tan vasto.
Hay en la andadura de su escritura algo que pareciera recordar cierta poesía de Fernando Charry; tal vez la manera de “ocultar”, de crear sus sombras. Probablemente Giovanni sea su mejor lector, el más justo y el único que ha podido ver tanto en su escritura, maestra en el arte del aplazamiento o la distancia. Hay también en Quessep una fuente de pureza romántica, pero con la lucidez de quien intuye que todo paraíso le está negado al hombre. Se arrojaría al mundo si creyera útil el desafío. Su ciudad interior es su derrota, y canta, solo, el imposible al que han renunciado estos malos tiempos, como todos, que se conforman con lo que no debieran y se exhiben satisfechos. Pero nada en ellos puede retener tanto anhelo. Giovanni Quessep no desconoce el presente; lo desaprueba y se impone la difícil tarea de no dejar extinguir en él lo que ha desterrado de la realidad: un mundo interior y el derecho a vivir a merced de leyes más altas. Otro imposible. Nadie mejor que él para saber los alcances de este riesgo.
También veo la presencia de Aurelio Arturo, no como una influencia en su poesía, sino en su vida, en su profunda intimidad; y no es fácil recibir semejante carga de amor y belleza, cuya metáfora esencial tal vez sea el concebir la noche –cielo al que levanta su deseo de un renacer– como la más hermosa arboleda, tras la cual se vislumbra nuestra propia luz, en comunión con la Naturaleza, con tal fuerza que engendra una manera de valorar todos los caminos y las estancias de la vida del hombre. Y Quessep lo sigue, no en sus palabras, sino en la intensidad de su entrega, en la artesanal manera de cultivar sus visiones.
A veces creo ver en su poesía los vestigios de una leyenda perdida en la que cada hombre nace con el pequeño fragmento de una canción que su vida debe completar cantando todo cuanto ve a su paso: las montañas, los amaneceres, las estrellas... Encontrar las palabras de esta canción es un destino, y Quessep las ha encontrado, empapadas dentro de sí mismo en el sufrimiento de la búsqueda; palabras halladas que debe cantar en la soledad, al final de un sendero que nadie busca.
Quessep se ha impuesto para su poesía el imposible equilibrio espiritual de los románticos: “a medida que se distancian de lo real, hallan la verdad de la poesía”. También se vive cuando se lee, se pinta o se escribe. Si el poema que se escribe hace vivir el agua, ella retornará a la vida. Pero el poeta será víctima de encantamiento, y lentamente morirá de sed ante el manantial que nos entrega. De aquí en adelante sólo colmará su sed de vida con la vida que efectivamente sea capaz de hacer brotar en la poesía, pero ya no sabrá calmarla sino en su propia agua viva. El círculo romántico se ha cerrado a su alrededor. El arte se ha hecho más humano que lo humano. Los aceites del óleo que ruedan por la mano del pintor secan y destruyen su piel, y el pintor cree que sólo pintando sana su herida. Quessep es el pintor que sabe que es el óleo lo que destruye su mano, pero aún así debe seguir pintando, para aliviar la herida. “El veneno azul de la mandrágora”.
Sólo el lector puede volar en el aire de este precipicio sin correr semejante peligro. Ser consciente de él, como lo es Quessep, da paso al dolor en su poesía. La “belleza amarga” de la modernidad. Pero el poeta que ha cernido la cultura para ir más allá, retoma todo un mundo, al que carga con una simbología personal, que en parte proviene, por ejemplo, de Las mil y una noches, para darle un tiempo más lento, más prolongado, más duradero –clásico– a su poesía, hasta confundirla con la leyenda, y así alcanzar una dimensión mayor para su tragedia, que es universal. Toda una elaboración extraordinariamente culta, y absolutamente personal, que ha sido capaz de apropiarse la memoria de un mundo que forma parte de nuestros sueños. Los jardines del Medio Oriente, los esbeltos veleros de mástiles de caoba y luna, se confunden con el patio y los aljibes de su infancia. No es la rutilante sensualidad de Las mil y una noches lo que ha atraído a Quessep; es su mundo hecho que lo acoge, y del cual toma lo que quiere, como quien se vale de un cántaro antiguo para verter en él su propio vino, más duro y amargo que aquel para el que fue hecho. Nada hay de artificio en esto. Desde la niñez todo estuvo susurrándoselo al oído. Todo maduró lentamente dentro de él. Esa era la vida. Pero había que reencontrarla.
Lo mismo le sucedió con la poesía de Silva: aquélla fue una ronda infantil en su pueblo natal cerca del mar; su música no fue aprendida, nació en él, surgió de su cuerpo. Por eso no hay estridencia en el desgarramiento de Quessep; de ahí tanto equilibrio en la tragedia. Por eso puede nombrar los abismos que cava la pérdida, con tanta belleza: está nombrando el vértigo que lo habita. Soy el vértigo, podría decir su poesía, dejándose caer como quien a sí mismo se levanta.
Aunque siempre se ha admirado su poesía, también ha despertado incomprensión o simplificaciones, o interpretaciones disímiles como esta que aventuro. Se le ha reclamado su mundo de hadas y el darle la espalda a un país victimario de sí mismo. Jamás se ha movido para defenderse. Jamás ha juzgado a quienes lo juzgan; tampoco ha juzgado al otro. Precisamente contra esta palabrería ha escrito su obra. Escapar de la urgencia del tiempo, de un tiempo atroz y envilecido, para darle forma a lo que tan gravemente ha destruido en nosotros: un tiempo humano en donde oír al hombre, una voz honda y bella, como un espejo que no miente, una palabra forjada en la verdad de una cultura que dramáticamente nos abandona, una voz que nace en el enfrentamiento consigo mismo. Quessep es mucho de lo que nos falta. Si es ajeno al tiempo que como tempestad vivimos, es culpa del tiempo, que a tanto le ha dado la espalda. Hoy, el único crimen de un poeta es la banalidad.
“Sólo lo finito tiene forma”, por eso toda forma hiere y, salvada del tiempo, suaviza nuestra destrucción. Todo lo que humaniza la fogosidad del tiempo contra nosotros, humaniza también al hombre, extraviado hoy en inaplazables apetitos. Cuando John Cage dio un concierto cerrando su piano para hacernos oír el silencio, creo que actuó de la misma manera: suspendiendo el tiempo para oírse, oírnos y para que nosotros nos oigamos a nosotros mismos. Se madura desde adentro. Si así no sucede, jamás sabremos a dónde ir. A qué filo, a qué acantilado. Quessep ha recorrido el complejo laberinto que nos vive, y ha aprendido el difícil arte de habitarlo, sitiados como estamos por la belleza y por el horror del tiempo.
Santiago Mutis Durán
Bogotá, julio 2009