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1. Las ideas y las políticas públicas

José del Tronco Paganelli[*]

[…] One might be an Euclidean geometer in a non-Euclidean world

John Maynard Keynes

Introducción

Este capítulo se propone analizar qué papel juegan las ideas en los procesos de formulación de políticas. A diferencia del lugar marginal que ocupaban en las perspectivas que dieron sustento al análisis de políticas públicas luego de la posguerra, las ideas representan un componente central en algunos de los enfoques actuales que el presente libro se propone reseñar. A lo largo de los diversos apartados se podrá constatar el lugar y la importancia que adquieren las ideas en las formulaciones teóricas, como también su influencia en el proceso de toma de decisiones. A menudo ocultas detrás de los intereses de los actores políticos, las ideas moldean las preferencias de quienes participan en las actividades de encuadre, formulación y diseño de las políticas, y representan también los fines últimos que aquellas pretenden alcanzar. Son, en tal sentido, el elemento político por excelencia de las decisiones gubernamentales.

Las políticas son en buena medida el reflejo de las ideas de lo adecuado[1] compartidas por aquellos que las formulan. En el marco de procesos decisorios racionales —que definen instrumentos y metas con arreglo a fines—, las ideas constituyen uno de sus principales fundamentos, al establecer, entre otras cosas, los objetivos colectivos a ser alcanzados por cada intervención.

Pese a esta aparente complementariedad, existe una tensión inherente entre la dimensión racional y la dimensión política de las políticas. Mientras la primera hace hincapié en una secuencia propia del método hipotético deductivo basada en la importancia de la evidencia científica para identificar y erradicar las causas de los problemas sociales, el componente político supone la posibilidad de debatir la legitimidad, tanto de los problemas como de las diversas alternativas de solución, asociadas cada una de ellas a un conjunto de intereses particulares.[2]

Así, las ideas que dan sustento a las decisiones políticas son concepciones parciales de una realidad social. En tanto creencias causales (Béland y Cox, 2011), las ideas son constructos que desarrollan explicaciones de los fenómenos políticos desde perspectivas particulares, pero con pretensión de universalidad. Es decir, las ideas son concepciones del mundo que nos ayudan a dar sentido a los problemas políticos y a plantear soluciones a partir de esas definiciones. Al precisar nuestros valores y preferencias, las ideas nos proveen de marcos interpretativos para distinguir “lo importante” y “lo deseable” de lo que no lo es (Béland y Cox, 2011, p. 3).[3]

En la categoría ideas podemos incluir creencias ampliamente compartidas en un determinado tiempo y lugar (espíritus de época), cosmovisiones (formas de ver el mundo transversales a contextos nacionales e históricos), definiciones de problemas públicos (frames o encuadres), e incluso lógicas de acción colectiva comunes al interior de grupos, organizaciones y redes que condensan fines públicos a alcanzar (estrategias de política[4]). En el marco de los sistemas políticos y sociales, algunas ideas más generales suelen ser compartidas y poco cuestionadas (universalidad del voto, igualdad de derechos independientemente del origen étnico o social de los individuos), mientras que otras, más instrumentales, como los fundamentos que dan origen a los programas de combate a la pobreza o la inseguridad, sí están sujetas a debate y suponen un conflicto político entre quienes las postulan (Cairney y Heikkila, 2017, p. 365).[5]

Dada la diversidad de contextos socioculturales en que surgen y se desarrollan los agentes que participan en el proceso de toma de decisiones, hay diversas ideas, concepciones (y valoraciones) de la felicidad, la justicia, el bienestar o el buen vivir. La formulación de políticas es a menudo el proceso en el que se define cuál de todas estas propuestas normativas es la más adecuada para una sociedad, en un periodo de tiempo determinado.

Asimismo, como toda actividad con efectos distributivos, la formulación de políticas implica satisfacer ciertos intereses en desmedro de otros. Por ello no importa solo lo deseable —en términos de acciones sustentadas en valores—, sino también lo conveniente. Finalmente, las decisiones de política pública son el resultado de una lógica instrumental: son estrategias concebidas como los medios más eficientes para alcanzar ciertos fines. Por ello, mientras las ideas de lo adecuado restringen la selección de instrumentos y metas, la factibilidad de estos últimos condiciona la obtención de los fines definidos políticamente. Racionalidad instrumental (con arreglo a fines) y racionalidad axiológica (con arreglo a valores) se influyen mutuamente durante el proceso de toma de decisiones (Weber, 1985).

Dicho esto, cabe preguntarse, ¿cuál es el papel de las ideas en el análisis y la hechura de políticas públicas? ¿Cómo diferenciar las ideas utilizadas por los actores políticos para justificar sus propuestas como las más adecuadas para la resolución del problema en cuestión, de los objetivos particulares perseguidos por ellos para satisfacer sus intereses? Asimismo, ¿cómo resolver la tensión que caracteriza la necesidad de encontrar las mejores soluciones a problemas colectivos cuando existen diversas ideas de lo adecuado, todas las cuales tienen el mismo derecho a ser expresadas? ¿Cómo lograr un equilibrio entre el pluralismo de ideas y el derecho a expresarlas, propio de la democracia, con las políticas basadas en evidencia más cercanas a un modelo tecnocrático? ¿Es posible, y de qué manera, conciliar ambas lógicas dada la necesidad de conocimiento técnico en un marco democrático de toma de decisiones? Estos son los interrogantes que se buscará responder a lo largo del presente capítulo.

En un primer momento, el trabajo describe el papel de las ideas en el análisis de las políticas públicas, tanto en los enfoques tradicionales como en los más actuales. En ese marco se analizan los tipos de ideas y el rol que suelen jugar durante la etapa de problematización y formulación de políticas, así como las dificultades derivadas de la tensión entre una racionalidad instrumental y una racionalidad valorativa. En un siguiente apartado, se introducen brevemente algunos de los desafíos que enfrentan los decisores de política pública y los ciudadanos en general frente a la propagación de noticias falsas altamente persuasivas, y se discute en qué medida la deliberación pública como práctica puede contribuir a conciliar las lógicas tecnocrática y democrática en el marco de regímenes políticos pluralistas y representativos. Para finalizar se reseñan las conclusiones y apuntes a futuro para la investigación del papel de las ideas en el ámbito político.

El papel de las ideas en los enfoques tradicionales de política pública

La descripción del mundo político y social requiere de un conocimiento profundo y sistemático de las ideas que lo integran. Sin estas últimas, ningún tipo de explicación acerca del cambio o la estabilidad de los sistemas sociales podría ser realizada (Blyth, 2011, p. 84).

Las ideas son argumentos lógicos (frames) que los individuos desarrollan para otorgar sentido, estructurar y reestructurar una imagen del mundo, dados sus elementos y eventos constitutivos. Como lo sugiere Campbell (2002), las ideas pueden concebirse como discursos públicos o ideologías pretendidamente universales —como el liberalismo democrático o el comunismo—, pero también adoptan la forma de prescripciones o propuestas programáticas aplicables solo a ciertos contextos, como la abolición de las armas nucleares o la mitigación de gases de efecto invernadero (Hall, 1993).

Pese a la aparente centralidad de las ideas en el campo de estudio de las políticas públicas —tanto de las cosmovisiones que guían el diseño de reformas institucionales como de los objetivos programáticos más específicos—, su aporte ha sido reconocido apenas recientemente. Ni la propuesta racional de una ciencia de las políticas para la democracia, ni los análisis microeconómicos de la economía del bienestar, ni la “política sin romance” de la teoría de la elección pública, por diversas razones, han concebido a las ideas como un elemento central del análisis de políticas.

En el caso de Lasswell (1992), la vigencia de los valores democráticos como sustento del proceso de toma de decisiones era un supuesto indiscutible, por lo cual, el análisis de las ideas quedaba relegado al mundo de la representación política. Un proceso de formulación de políticas basado en conocimientos técnicos especializados no dejaba lugar para el debate ideológico. El conflicto en torno a las ideas de justicia era resuelto en el marco de las discusiones legislativas previas, espacio vedado (caja negra) a la labor del analista de políticas (Easton, 1953). En una ciencia de las políticas, el ánimo del analista es identificar los medios más idóneos en términos técnicos y científicos para alcanzar los fines (ideas) que el juego político democrático ya había establecido previamente (Aguilar, 1992a, 1992b).

De la conjunción de un abordaje racionalista de la política pública (Lasswell, 1992) y un enfoque microeconómico de las preferencias de los agentes (Coase, 1992), emerge la escuela del public economics (economía pública), cuyo ánimo principal es definir en qué situaciones el gobierno debe o no intervenir y hasta qué punto en la solución de problemas colectivos, definidos teóricamente como fallos de mercado. Desde un abordaje microeconómico, esta propuesta solo se interesa por aquellas situaciones en las que la intervención de los gobiernos puede producir soluciones más eficientes a las del mercado (monopolios naturales, externalidades, bienes públicos y problemas distributivos), y/o cuando, por el contrario, su intervención genera problemas que disminuyen el bienestar social. Muy utilizada durante las etapas de diseño y evaluación de programas y proyectos sociales, esta perspectiva suele tener como criterio esencial de decisión el beneficio neto de las intervenciones públicas (Weimer y Vining, 2017). En un cálculo de este tipo, no hay espacio para discutir la legitimidad de las ideas de justicia que enmarcan la naturaleza del problema a resolver. Se trata de elegir la mejor alternativa a partir de los resultados obtenidos en el ejercicio de cost-benefit analysis (análisis costo-beneficio). En esta lógica, el óptimo de Pareto es la “creencia causal”[6] que guía, o debería guiar, el proceso de toma de decisiones entre las alternativas de política disponibles.[7]

De esta manera, el campo de las políticas públicas fue inicialmente colonizado por métodos positivistas/empiricistas, cuyo resultado fue un énfasis en la separación de objetos y valores y en la búsqueda de hallazgos susceptibles de ser generalizados más allá de las particularidades contextuales, sustentado generalmente en el uso riguroso de métodos cuantitativos (Fischer, 2007, p. 224). Una ciencia de las políticas tal, debería ser capaz de desarrollar soluciones aplicables a un número amplio de casos y problemas en diferentes ámbitos de política y contextos sociopolíticos. Así emergió lo que Stone (1997) denominó el “Rationality Project” (Proyecto de racionalidad).

Bajo este paradigma, el gobierno fue concebido como un “planificador social benevolente”. Sin embargo, el auge del conductismo, y específicamente de los postulados de la escuela del public choice (elección pública), centró la atención de los especialistas en los incentivos e intereses materiales de los agentes —dada su posición en la estructura de poder—, para explicar los resultados del proceso decisorio (Béland y Cox, 2011, p. 19). De acuerdo con esta propuesta, no hay razones lógicas para pensar que individuos que buscan maximizar su utilidad en el ámbito del mercado, puedan modificar su conducta (se vuelvan altruistas y defensores del “interés público”) en el ámbito del gobierno.

Los teóricos de la elección pública asumen comportamientos oportunistas por parte de funcionarios y representantes políticos encargados de hablar y decidir en nombre de sus mandantes. Tal como lo planteó James Buchanan en su ensayo La política sin romance (2003), no hay motivos para suponer que los burócratas o los representantes políticos vayan a ser cuidadosos en el manejo de recursos (públicos) que no les son propios. En el marco de un análisis positivo donde la maximización es la única norma seguida por individuos autointeresados, el valor de las ideas como elemento explicativo de las decisiones gubernamentales, una vez más, fue subestimado.[8]

Evitar el oportunismo y la captura de espacios de decisión pública a manos de intereses particulares —tal como lo postulaba el enfoque de elección pública—, supone entonces el diseño de reglas capaces de limitar la maximización individual y de estructurar equilibrios donde los intereses de los decisores fueran alineados con los del votante mediano (Schepsle y Bonchek, 2008). Así nació, y se mantiene en la actualidad, la popularidad del neoinstitucionalismo como una perspectiva paradigmática que se concentra en analizar el impacto que tienen las normas —en especial las codificadas y publicadas, pero también las informales (North, 1993; Peters, 2001)— para alinear las conductas de los individuos con los fines colectivos. Si para el enfoque de la elección pública lo que importan son los intereses, y estos dependen de la posición de poder de los actores (Béland y Cox, 2011, p. 60), para el neoinstitucionalismo la realidad social y política debe entenderse poniendo atención a cómo las normas limitan y/o promueven ciertas conductas. En esta perspectiva, que no desconoce ni subestima la importancia de los agentes, el proceso administrativo de toma de decisiones es resultado de la interacción entre intereses y recursos individuales, en el marco de un arreglo institucional diseñado para lograr resultados colectivamente deseables[9] (March y Olsen, 1989; Knight, 1992; North, 1995; Peters, 2001).

Así, la pregunta fundamental sigue abierta: ¿cuáles son y quién determina esos fines colectivos (ideas) a alcanzar? ¿Por qué estos no son inmutables y pueden cambiar a través del tiempo y entre países, regiones o localidades? Más allá de la parsimonia y aparente complementariedad de las propuestas “racionales” e institucionalistas,[10] de ninguna de ellas es posible deducir un argumento para explicar, por ejemplo, por qué en ciertos países las instituciones de bienestar adoptan una orientación más redistributiva y en otros menos (Esping-Andersen, 1993), o por qué en ciertos momentos de la historia de un país la agenda es impenetrable al ingreso de ciertos problemas (desigualdad de género), mientras que, en otros, los intereses de ciertos grupos (mujeres) adquieren un reconocimiento amplio e inmediato (Martínez, 2010). Dicho de otra forma, las ideas paradigmáticas que guían la formulación de políticas cambian a través de los países y a lo largo de los años (espacio y tiempo), aunque se mantengan constantes el ánimo maximizador de los agentes y las limitaciones institucionales (Berman, 2001; Hall, 1993). Por lo tanto, las ideas, y los valores que ellas contienen son —junto con las redes o coaliciones de actores que las promueven (Jenkins y Sabatier, 1994; Schearer et al., 2016)— un factor decisivo para explicar el tipo y orientación de las políticas públicas en un lugar y tiempo determinados.

Las ideas importan (tanto o más que la evidencia[11]). Riesgos y oportunidades del framing para el cambio de políticas

Las ideas de “lo adecuado”, de lo “correcto”, de “lo que debe ser”, tienen una importancia notable en el ámbito político. Los saberes compartidos, los sentidos comunes, las maneras en que miramos el mundo social y ofrecemos explicaciones de su funcionamiento estructuran la forma en que pensamos los problemas y guían, en consecuencia, el diseño de soluciones políticas para hacerles frente.

Incluso para muchos autores las ideas sostenidas por los agentes afectan la manera en que estos últimos definen sus intereses. En cualquier caso, lo que los actores políticos piensan de los problemas y sus soluciones es al menos tan importante como lo que desean o consideran conveniente (Campbell, 2002, p. 22). En esta concepción, las ideas ocupan un lugar central como factor de cambio, y definen —en no menor medida— el tipo y grado de representatividad de las decisiones que toman los gobiernos en nombre de sus mandantes.

De acuerdo con esta constatación, las ideas importan al momento de interpretar los cambios en el contenido y la orientación de las políticas. Esto significa que a) pueden modificar el comportamiento de los individuos, y b) que su impacto no puede reducirse exclusivamente a otro elemento “no ideacional”, como los intereses materiales (Mehta, 2011, p. 24).[12]

Si los intereses y los recursos de los actores (Buchanan, 2003), tanto como las inercias organizacionales y la complejidad de los problemas (Lindblom, 2010), son elementos que condicionan el proceso de formulación, la definición política de “quiénes obtienen qué, cómo y bajo qué condiciones” depende en alguna medida de las creencias de los decisores (Campbell, 2002; Béland y Cox, 2011). Por eso la pregunta no debería ser si las ideas son un factor relevante para explicar los procesos de formulación, sino qué tanto y cuáles son sus implicaciones.[13]

Los estudios que más centralmente destacan la importancia de las ideas en el proceso de toma de decisiones suelen asociarse al paradigma constructivista. Desde el constructivismo, las políticas públicas son el resultado de procesos de aprendizaje contextualizados, en los que los rasgos idiosincráticos y las características distintivas del problema determinan el tipo de intervención que los decisores consideran adecuado (Parsons, 2007).

Para el constructivismo, el individuo, en este caso el tomador de decisiones, construye el mundo y reflexiona sobre él (Fontaine, 2015). Así, las políticas están hechas de palabras, de historias, de narrativas, y estas se construyen sobre la base de las ideas de quienes problematizan y formulan las intervenciones en un contexto de racionalidad limitada (Majone, 1997). Desde esta premisa, las ideas juegan un papel decisivo ya que la adopción de una política depende más de su credibilidad y factibilidad política que de su carácter científico (Fontaine, 2015, p. 15; Majone, 1992).

En un mundo donde las políticas surgen y se institucionalizan a partir de su legitimidad,[14] el paradigma que concibe al gobierno como un conjunto de burocracias tomando decisiones óptimas en términos de costo-efectividad es difícilmente aceptable.[15] A diferencia de un sistema que quiere minimizar la contingencia a favor de la predictibilidad y la estandarización de acciones gubernamentales (Miller, 2002, p. 4), un paradigma que valida el aporte de las diversas perspectivas y promueve la participación de saberes y enfoques no totalizantes —como ciertamente lo es el paradigma racional— favorece la creatividad, y promueve nuevas soluciones para los problemas públicos, además del aprendizaje que supone su puesta en práctica (Miller, 2002, p. 9). La virtud no está en brindar soluciones óptimas y únicas a problemas similares, sino en construir la mejor solución posible —al incluir el criterio de aceptabilidad— dado el contexto sociopolítico, científico y cultural en el que son formuladas e implementadas.

Las coaliciones promotoras y el uso estratégico de las ideas para el “cambio de políticas”

Tal como ha sido analizado hasta aquí, las ideas tienen un papel importante en el proceso de formulación de políticas. Desde la problematización y la actividad de encuadre hasta el diseño de instrumentos, las ideas, paradigmáticas y/o contextuales, contribuyen a definir el conjunto de alternativas aceptables para la resolución de problemas públicos. Por ello es posible rastrear su influencia en varios de los enfoques utilizados actualmente para la actividad de policy analysis (análisis de políticas).

Uno de los enfoques actuales de políticas públicas que recupera el papel de las ideas durante el proceso de formulación es el conocido como advocacy coalition framework (acf, por su sigla en inglés) o coaliciones promotoras. De acuerdo con este enfoque, las advocacy coalitions[16] son grupos de actores que se unen a partir de ciertos objetivos y/o creencias compartidas, y desarrollan acciones para defenderlas y/o promoverlas en el ámbito de la formulación y/o administración de políticas públicas (Jenkins y Sabatier, 1994).

En tal sentido, el enfoque de acf se distingue del de redes de políticas, al poner énfasis en un núcleo normativo en torno del cual los actores se van aglutinando, más allá de la identidad y de las relaciones que vinculan a los actores de la coalición. El principal aporte del acf se da en términos de los factores que explican el cambio en la orientación de las políticas. Desde esta perspectiva, las ideas son el elemento clave, pero estas se imponen no solo porque son “adecuadas”, sino porque son las indicadas para el momento (Cobb y Elder, 1993). Hay una ventana de oportunidad abierta por cierta disposición de los formuladores de tomar por buenas las ideas promovidas por la coalición, y esto puede deberse a los recursos tangibles de la coalición (Knoepfel et al., 2007) y a su capacidad de traducir sus propuestas en una retórica aceptable para los formuladores (Gómez, 2016).


La capacidad estratégica de las coaliciones promotoras para insertar en la agenda determinados asuntos depende de recursos tales como 1) la autoridad formal de alguno de los miembros de la coalición, 2) el apoyo de la opinión pública, 3) la disponibilidad de información especializada, 4) la capacidad de movilización de apoyo ciudadano, 5) dinero, y 6) liderazgo, todos ellos de gran valor para el éxito de la coalición (Weible y Sabatier, 2007, p. 129).[17] Pese a esto, la habilidad de los formuladores para “enmarcar” la política de acuerdo con el “espíritu de época”, los “sentidos comunes” o las ideas consideradas adecuadas por los actores con veto, resulta decisiva.

Estos hallazgos son menos sorprendentes cuando concebimos a la formulación de políticas como un proceso complejo y por tanto difícilmente lineal (Subirats et al., 2008). Las decisiones emergen de la interacción de análisis técnicos de los objetivos e instrumentos con la designación[18] “política” de costos y beneficios a actores particulares. En términos políticos, intervienen los cálculos electorales de los gobiernos y las creencias ideológicas de los actores. En términos administrativos, la racionalidad instrumental es condicionada por las inercias organizacionales, las rutinas cognitivas y los “modos de hacer” burocráticos, que impiden formular decisiones sobre “pizarras limpias” (Lindblom, 1980). En este marco, los formuladores buscan articular intervenciones públicas capaces de resolver problemas, a la vez que mantener el apoyo social (Howlett y Mukherjee, 2017, p. 3).

Como ya quedó señalado, hay diversos tipos de ideas. Desde las cosmovisiones o ideas paradigmáticas, los normative frameworks, hasta las ideas programáticas plasmadas en el diseño de instrumentos durante el proceso de formulación. Las ideas paradigmáticas hacen referencia a un conjunto de valores y normas ampliamente compartidas por los actores políticos relevantes de una sociedad. Estas ideas restringen el menú de opciones disponibles para los formuladores, aunque ello es de gran ayuda cuando no hay evidencia concluyente sobre cuál es la mejor alternativa de política que se debe seleccionar. De acuerdo con ello, los decisores actúan según una lógica “de lo adecuado” (consensos preexistentes) más que a partir de un análisis típico de causa-efecto o costo-beneficio (Campbell, 2002; March y Olsen, 1984).[19]

La transformación de los normative frameworks que sustentan una política, da lugar a lo que Peter Hall denominó “cambios de tercer orden” (Hall, 1993). Es decir, transformaciones paradigmáticas en la orientación de las políticas públicas —macroeconómica, social, exterior, energética o educativa, entre otras—. Estos cambios, de acuerdo con la teoría del equilibrio interrumpido, combinan una fase incremental en la que se van construyendo los nuevos consensos, con otra de “salto” o “cambio súbito”, cuando se dan todas las condiciones para hacer dicho cambio (Ture, Jones y Bumgartner, 2017). Es decir, el consenso paradigmático había venido siendo transformado de forma gradual, y este proceso fue una condición necesaria para que —sumados otros factores propios de una coyuntura crítica— el cambio normativo “de tercer orden” pudiera tener lugar.

En su famoso libro sobre los Tres mundos del Estado de bienestar, Esping-Andersen muestra cómo los regímenes institucionales diseñados para lidiar con los problemas de la provisión de cuidado, salud y seguridad social en las democracias industrializadas occidentales durante la posguerra fueron el resultado de las ideas políticas predominantes en cada país. En términos de Esping-Andersen, fueron “las coaliciones políticas de clase” en el poder durante la instauración de este arreglo institucional, las que determinaron la orientación de los regímenes de bienestar. Lo interesante, según el autor, es que las alternativas disponibles para los diseñadores no eran infinitas, sino que estaban en buena medida restringidas por las cosmovisiones dominantes, es decir, por aquellas que los actores políticos consideraban (o no) posibles de ser implementadas en sus países (Campbell, 2002, p. 23). De tal manera, no resulta sorprendente que en naciones como Australia o Estados Unidos la provisión de estos servicios haya quedado fundamentalmente en el terreno del mercado con un esquema público residual (régimen “Liberal”), mientras que en los países escandinavos donde la coalición de clase predominante era de obreros industriales y campesinos haya sido el Estado quien —a través de estructuras impositivas fuertemente redistributivas— asumiera dicha responsabilidad (régimen “Socialdemócrata”). Así, es probable que el espíritu de época predominante haya “condicionado” a los gobiernos de los países industrializados a desarrollar instituciones de bienestar para disminuir el atractivo de los discursos revolucionarios propios de la Guerra Fría, durante la posguerra. Pero el tipo de régimen de bienestar desarrollado en cada contexto nacional fue resultado de las coaliciones políticas predominantes y de las ideas “aceptables”, en ese momento, en cada país.

El framing o la presentación de ideas en la definición de problemas e intervenciones de política. Fortalezas y debilidades

A diferencia de las ideas paradigmáticas en torno a las cuales se forman grandes consensos políticos, los encuadres (frames) son ideas engarzadas estratégicamente en argumentos que los actores políticos utilizan por lo general para redefinir la naturaleza de los problemas, y, por tanto, de los instrumentos de políticas aplicados para su solución (Jerit, 2008). Estas ideas adquieren a menudo la forma de etiquetas (labels) que ayudan a los ciudadanos a entender mejor y más rápidamente (aunque de forma simplificada), la motivación de la propuesta que se está formulando. Por ello, los cambios de instrumentos de política o de segundo orden (Hall, 1993) suponen estrategias de reframing o redefinición de la naturaleza del problema abordado por la política pública (Campbell, 2002, pp. 24-25). Para modificar los programas y los instrumentos de política en general, resulta necesario modificar la interpretación dominante establecida durante la fase de reconocimiento del problema en la construcción de la agenda pública, y ello implica modificar las ideas que propiciaron dicha problematización (Nelson, 1993).

Un primer problema se relaciona con la dificultad de establecer cuál es el framing adecuado para cada asunto, justamente porque dicha decisión es parte de un conflicto ideológico. La literatura especializada, por lo general, no ofrece una gran cantidad de análisis comparados o contrafácticos que permitan ponderar diferentes posiciones de política en un mismo debate. El trabajo de Jerit (2008), al analizar las estrategias del Partido Demócrata (impulsor del cambio) y del Partido Republicano (defensor del statu quo) durante la discusión de la reforma del sistema de salud en Estados Unidos en 1994, es uno de los pocos y mejor logrados, por su pretensión de establecer empíricamente patrones a seguir por reformistas y defensores del statu quo, para lograr imponer de forma efectiva su perspectiva del problema.

En su trabajo, Jerit logra determinar que los promotores de un cambio de políticas tienen la responsabilidad de presentar evidencia de que el cambio es deseable, no solo para sus constituencies, sino para la sociedad en general, incluyendo a los sectores representados, en principio, por los defensores del statu quo. En tal sentido, Jerit sostiene que una primera condición necesaria para lograrlo es instaurar un diálogo en los términos conceptuales —bajo el encuadre ideológico— de los promotores del cambio. Esta condición facilita la presentación de evidencia favorable a sus argumentos, y aumenta su capacidad de persuasión para la obtención de apoyo ciudadano, sin el cual la posibilidad de que los defensores del statu quo modifiquen su perspectiva se vuelve insignificante.

A mediados de 2011, en Gran Bretaña, la opinión pública se vio conmocionada a raíz de una serie de protestas y hechos de vandalismo ocurridos en los suburbios de la ciudad de Londres. Ante esta situación, el primer ministro David Cameron, trató de dar un encuadre a lo ocurrido con la siguiente afirmación: “This is not about poverty. It is a about culture”[20] (Newsweek, 2011, p. 34). El significado del encuadre que el jefe de Gabinete inglés daba a los hechos puede ser interpretado como “esta gente no está manifestándose como consecuencia de una situación de deprivación social. La violencia de sus acciones demuestra que sus valores no son acordes a nuestros modos de convivencia social, y estos hechos demuestran su dificultad para integrarse a nuestra sociedad”.

Por lo general, los framings son ideas simples, formuladas de manera directa, algo que las hace fácilmente inteligibles para un público masivo, y que ayudan a crear un apoyo generalizado en torno a ciertas propuestas. De hecho esto fue lo que buscó Cameron en su discurso. Sin embargo, el análisis sociodemográfico de los participantes en las revueltas podía dar lugar a una interpretación diferente. Si bien podemos pensar que los disturbios son reprobables, cuando nos adentramos en las características de los manifestantes, vemos que estos rasgos, analizados detenidamente, podrían sugerir un encuadre diferente al ofrecido por el primer ministro británico: jóvenes, menores de 25 años, varones, desempleados, y habitantes de zonas urbanas de bajos recursos (Newsweek, 2011, p. 34). Estas características podrían indicar que los reclamos sí estaban asociados a una posición social desfavorecida, a cierta invisibilización de sus necesidades y a la obligación de hacerlas explícitas, dada la falta de resonancia que sus demandas encuentran en el sistema de representación política. Visto así, el encuadre de Cameron, “es un problema de integración a nuestros valores”, parece al menos insuficiente para sustentar una interpretación completa de las causas de los disturbios. La evidencia indica, en particular, una situación de exclusión y marginación social.[21]

Pese a ello, es probable que el discurso de Cameron haya convencido a los ciudadanos ingleses de que la intervención frente a este problema no se oriente a brindar mayores oportunidades a estos jóvenes. Por un lado, porque los datos que sustentan la hipótesis alternativa son de difícil acceso mientras que la retórica es directa y puede ser aceptable para el ciudadano promedio. Lo llano del mensaje aumenta su capacidad de persuasión, pero además fija los términos de la intervención a seguir: “dichos jóvenes deben ser encarcelados o, si fueran extranjeros, deportados del país”, independientemente de lo que una “política basada en evidencia” pudiera sugerir.

Este ejemplo nos remite a otro problema derivado de las estrategias de framing utilizadas por los actores políticos para justificar ciertas decisiones de política. En ocasiones, las estrategias de encuadre pueden incorporar una retórica de tipo dog whistling; esto implica presentar determinados argumentos a un público amplio de forma ostensible, en tanto se brindan señales codificadas para ciertos actores con información contraria[22] (Goodin, 2008, p. 7).

Ejemplo de ello son los trabajos de Méndez (2017) y Del Tronco y Hernández (2016), quienes muestran cómo, en el caso de la reforma energética llevada adelante por el gobierno mexicano entre 2013 y 2014, la retórica gubernamental hablaba de recuperar la eficiencia y la competitividad internacional de la emblemática empresa Petróleos Mexicanos, para que ello tuviera, además, un impacto a la baja en las tarifas de luz y gas para consumo residencial. Estos objetivos producían consenso en la opinión pública, pero ello involucraba —de acuerdo con el gobierno— la necesidad de abrir la exploración y producción al capital privado extranjero, algo inicialmente impopular, y de hecho prohibido por la Constitución dado el carácter estratégico de los recursos del subsuelo. A través de una estrategia discursiva y publicitaria efectista, el gobierno pudo generar una suerte de consenso silencioso entre los ciudadanos, dado el beneficio que implicaban las tarifas más económicas, algo que luego no se cumplió. Mientras tanto, los apoyos del sector empresarial fueron alcanzados con una retórica de apertura, modernización y oportunidades de negocios privados cuya compatibilidad con el discurso elaborado para los ciudadanos era, como mínimo, ambigua. Así, el gobierno obtuvo dosis de legitimidad suficientes para una reforma que, en principio, suponía costos políticos significativos.

El ejemplo precedente demuestra no solo la importancia del framing en la formulación de políticas, y la influencia de las ideas en este proceso, sino también un elemento problemático: la vaguedad con la que los actores con capacidad de establecer agendas plantean sus argumentos al momento de definir la naturaleza de los problemas y sus propuestas. Dicha vaguedad, indeseable tanto desde un enfoque técnico como desde una aproximación democrática, permite a los promotores concentrar sus estrategia de enmarque en objetivos generales, ampliamente aceptables, conocidos también como “de valencia” (Nelson, 1993), evitando la discusión sobre estrategias más específicas y por tanto mayormente sujetas a debate y conflicto político. Por eso, para los promotores del policy change, la probabilidad de lograr sus objetivos disminuye conforme el nivel de detalle y especificidad de la discusión técnica necesarios para justificar el cambio va en aumento. En tiempos donde las fake news se vuelven virales con mucha facilidad, estos rasgos del policy process representan un desafío inmenso para quienes busquen conciliar la racionalidad técnica con un abordaje democrático de la toma de decisiones.

Ideas, evidencia y deliberación en tiempos de posverdad

Las ideas y los intereses son el fundamento político de la acción pública. Si los intereses siempre son particulares, las ideas constituyen postulados que expresan también perspectivas y valores parciales, pero en política, dichas ideas tienen pretensión de universalidad. Y esta universalidad se hace concreta cuando las ideas se plasman en reglas; instituciones que fijan límites al comportamiento de los actores. Las ideas cristalizadas en normas formales distinguen lo permitido de lo prohibido y crean sentidos comunes en torno a lo justo, lo aceptable, lo deseable y lo públicamente beneficioso. Sin embargo, no dejan de reflejar concepciones particulares del bienestar general.

Si las ideas son el reflejo de una visión particular, ¿cómo tomar decisiones que sean capaces de resolver el problema público desde una perspectiva universalista? La respuesta brindada por Lasswell hace más de medio siglo fue la “ciencia de las políticas”. Ello supone que el sistema representativo determina los fines a alcanzar (el qué) y los expertos hacen uso del conocimiento científico para establecer los cómos. La tecnocracia o gobierno de los expertos define, desde esta perspectiva universalista, las estrategias de políticas.

Sin embargo, los análisis de políticas desde Herbert Simon han comprobado que los formuladores de políticas —incapaces de recolectar, procesar y ponderar toda la información disponible— utilizan tanto los atajos cognitivos propios de la racionalidad instrumental (cálculos, evaluaciones, hipótesis causales entre fijación de metas y logro de objetivos) como aquellos insertados en nuestro sistema automático[23] (emociones, creencias profundamente arraigadas, libretos cognitivos y rutinas). Dicho de otra forma, los seres humanos basamos nuestra decisión tanto en lo conocido (experiencia) como en lo probado (evidencia), dentro del marco de lo aceptable (cultura) (Simon, 1976; Peters, 2001; Lindblom, 2010; Cairney y Weible, 2018). Por ello, las alternativas no son centrarse o no en la persuasión hábil que apela a la emoción, sino en cómo elegir de manera más efectiva, mientras se adhiere a principios éticos y se utiliza evidencia para sustentar dichas propuestas (Cairney y Weible, 2018, p. 332).

En este último punto, el análisis de las ideas como elemento determinante de la formulación de políticas y, específicamente, del diseño de instrumentos, se enfrenta a un problema novedoso, pero no por ello menos importante: la posverdad. Este término fue acuñado en 2010 por David Roberts para referirse a los políticos que negaban la existencia del cambio climático como problema público, a pesar de la evidencia científica disponible para su constatación.

Si las políticas dependen de la definición que hagan los decisores de los problemas públicos, y en este proceso las ideas de lo adecuado de los actores con veto tienden a prevalecer, la difusión y popularidad de las ideas no sustentadas en criterios científicos por parte de la autoridad representan, desde el punto de vista racional, una amenaza para el proceso de formulación de políticas y, específicamente, para los ciudadanos expuestos a esos procesos.

La pérdida de confianza en las instituciones gubernamentales, el auge de las redes sociales como instrumentos de formación de la opinión pública y el “razonamiento motivado”[24] que caracteriza la toma de postura de los seres humanos frente a discusiones políticas o dilemas morales (Sanz Blasco y Carro de Francisco, 2019), son factores de riesgo que amplían el margen de aceptación de postulados o declaraciones no sustentadas en evidencia, pero poderosas para convencer a las audiencias.

Pese al debate vigente en la actualidad, las respuestas varían de acuerdo con los contextos nacionales y las coyunturas en cada país. El pluralismo puede convivir con la manipulación de las actitudes y perspectivas políticas del electorado por parte de las élites. Tal como lo propuso Edelman (1977), el pluralismo puede garantizar la competencia entre las élites, al mismo tiempo que provee a las masas la oportunidad de participar en el proceso de toma de decisiones generando la sensación de una democracia popular floreciente. Sin embargo, en la práctica, puntualiza Edelman, el pluralismo ocurre como una forma de manipulación en la que se discute sobre los temas de interés de las élites, imponiendo severas restricciones a la protesta civil y a la oposición ciudadana en general.

En la actualidad las redes sociales se erigen en instrumentos con una gran capacidad para hacer posible dicha manipulación. Las llamadas fake news,[25] expresadas en un lenguaje creíble por líderes carismáticos o personajes reputados con capacidad de interpelar directamente a ciertos grupos, pueden ser muy efectivas (Urmeneta, 2016). Estudios recientes sugieren que la mayoría de los ciudadanos carece de los instrumentos para diferenciar noticias falsas de contenidos previamente verificados. Si bien el abordaje debe ser siempre a favor de una mayor libertad de prensa y expresión, este tipo de fenómenos tienen efectos nocivos nada desdeñables sobre las actitudes y comportamientos políticos y sociales de los ciudadanos (Tambini, 2017), que, lejos de prevenir, pudieran ahondar la gravedad de ciertos problemas públicos.

Los movimientos antivacunas, los mensajes de quienes esgrimen la inexistencia del cambio climático, así como la actividad publicitaria de los grupos “provida” que combaten la despenalización del aborto como una intervención de salud pública, son ejemplos recientes de cómo desde posiciones de poder o influencia social se han desarrollado mensajes persuasivos basados en evidencia “falsa” que motivan comportamientos —de políticos y ciudadanos— contrarios al interés público. Cuando estas creencias causales (ideas) son aceptables para un grupo significativo de ciudadanos pueden transformarse en consignas políticas, y, llegado el momento, en propuestas programáticas que afectan negativamente el bienestar de una sociedad. Aquí es donde una vez más la importancia de la evidencia científica resulta decisiva para evaluar problemas y opciones de políticas para su solución.

Por todo ello, en el actual contexto de activación ciudadana, redes sociales y viralización de mensajes de dudosa veracidad, recuperar los presupuestos e instrumentos propios de la democracia deliberativa, como marco teórico y programa de acción, representa la respuesta más poderosa y adecuada para enfrentar el desafío de tomar decisiones racionales desde una orientación pública en el marco de regímenes democráticos pluralistas y representativos.

La democracia deliberativa como sistema preventivo de decisiones basadas en evidencias falsas

Si el problema son las decisiones basadas en fake news —lo que se ha dado en llamar la posverdad—, una posible respuesta es la vieja y conocida fórmula de políticas basadas en evidencia. Ello supone, tal como lo propuso Lasswell a mediados del siglo xx (y mucho más atrás en el tiempo Platón, cuando postuló la necesidad de un “rey filósofo”), el gobierno de los técnicos. Quienes más saben de los problemas a resolver deben ser los encargados de gobernar, tomando como criterio fundamental (por universal) el conocimiento científico.

Sin embargo, los regímenes democráticos suponen la participación de los ciudadanos, tanto en la selección de sus representantes como, en algunos casos, en los procesos de toma de decisión. Si el debate de ideas como condición indispensable de las poliarquías (Dahl, 1989) pudiera ser “ganado” por quienes enarbolan posverdades, ¿representa la democracia una amenaza para las políticas basadas en evidencia? ¿Es la tecnocracia el antídoto frente a este peligro?

El debate tradicional entre tecnócratas y demócratas estaba basado en la siguiente disyuntiva: ¿deben las políticas públicas ser el resultado de procesos de negociación política, en los que se imponga la postura de los actores mayoritarios y/o más poderosos, o deben ser más bien la consecuencia de un análisis razonado de la evidencia científica disponible? Dicho de otra forma, ¿le damos prioridad a la voz del demos —o en su defecto, de los actores con mayor capacidad de incidencia no siempre representativos del votante mediano—, o por el contrario dejamos el proceso de definición de problemas públicos y diseño de soluciones políticas en manos de los expertos? ¿Privilegiamos un esquema democrático en el que damos voz a los ciudadanos, o nos apoyamos en el juicio de los tecnócratas?

Este dilema político buscó resolverse históricamente a través de las instituciones representativas. La representación supone que el pueblo —depositario de la soberanía— delega en personajes con mejores credenciales —más información y mayor capacidad de procesarla— la representación de sus intereses (Mansbridge, 2009; Manin, 1998; Pitkin, 1985). Sin embargo, los agentes en el ámbito gubernamental también asumen conductas maximizadoras y pueden defraudar a quienes brindaron su voto de confianza. En este formato, los ciudadanos deben invertir recursos y tiempo en vigilar de cerca a sus mandantes, amenazando con sancionar las conductas oportunistas y premiando las políticas efectivas. El elevado costo y la baja rentabilidad que supone esta concepción del gobierno representativo[26] generan incentivos para construir instituciones deliberativas que garanticen mayores dosis de racionalidad y debate público de las políticas. Y sin embargo, esto no es la regla en nuestros regímenes democráticos.

El fundamento de las decisiones basadas en procesos deliberativos es que todos los actores tengan la capacidad de exponer las razones que sustentan sus propuestas de política. De tal manera, en una democracia deliberativa, la decisión es resultado del consenso en torno a la propuesta mejor fundamentada dados ciertos criterios acordados previamente por los actores participantes (Mansbridge, 2010; Fishkin, 2003). Si bien las negociaciones políticas suponen un diálogo entre los actores, en el proceso de deliberación se busca alcanzar un acuerdo orientado, exclusivamente, por la fortaleza de los mejores argumentos, mientras que una negociación tradicional funciona como un intercambio en el que los actores ceden y obtienen algo en función de intereses fijados previamente, y en función del poder con el que cuentan. En la deliberación, los criterios son fijos, pero los intereses y objetivos pueden variar cuando los argumentos basados en la razón y en la buena fe contribuyen a alcanzar de mejor manera los objetivos compartidos. Aquí, las ideas de lo adecuado no solo son argumentos para legitimar intereses, sino que pueden modificarse a la luz de los argumentos basados en evidencia (Fisher y Ury, 1981).

Desde una aproximación de política pública que busca reconciliar el criterio tecnocrático con el pluralismo democrático, hay dos razones que justifican la creación de estos espacios deliberativos. La primera es que el diálogo con otros actores puede corregir los (inevitables) sesgos cognitivos propios de un proceso cerrado de identificación y enmarque (framing) de problemas públicos. Ello da lugar a nuevas interpretaciones y alternativas de solución que no estaban previamente sobre la mesa, y que pudieran producir mayor valor, y generar beneficios superiores a los esperados al inicio de la negociación (Ury y Fisher, 1991; Parkinson y Mansbridge, 2012). La segunda razón es que involucra a los actores políticos en procesos de debate plural, generando espacios donde todos pueden expresarse, y a la vez sentirse escuchados. Estas metodologías limitan la importancia del poder como criterio de decisión, aumentan la empatía y el reconocimiento de los puntos de vista alternativos y favorecen así la moderación de los conflictos, disminuyendo la polarización reinante. Se crean de este modo verdaderas escuelas de democracia (Ball, Caldwell y Pranis, 2010; Del Tronco, 2018).

Conclusiones

Si bien las ideas son un recorte parcial de la realidad, en el marco del debate político reclaman validez universal. Al institucionalizarse, como resultado de un proceso de formulación de políticas públicas, las ideas se vuelven dominantes y pretenden imponerse como la manera más adecuada —si no la única válida— de concebir el orden político y social.

Gobernar por políticas públicas, no obstante, implica hacerlo en el marco de sociedades y sistemas políticos plurales (Aguilar, 2007). Sistemas políticos cuyas instituciones permitan y promuevan la expresión de ideas diferentes —e incluso rivales— de lo que es una buena sociedad. En términos concretos, lo público de las políticas supone que la racionalidad técnica de las intervenciones se enmarca en procesos deliberativos en los cuales diversas ideas de justicia puedan discutirse y ponerse a prueba (Rawls, 1999; Elster, 2001).

A partir de la definición seminal de Robert Dahl (1989), sabemos que la existencia de regímenes democráticos supone condiciones para el ejercicio de la oposición. Esto es, condiciones favorables a la expresión de “ideas” diferentes (a veces más radicales, a veces más moderadas) a las que se manifiestan en las políticas del gobierno. Así, el pluralismo es una de las condiciones necesarias de la existencia de regímenes democráticos, y, por tanto, de las políticas públicas. En este punto, las ideas pueden jugar un papel central, tanto para establecer con claridad los fines políticos perseguidos por cada una de las propuestas, como para definir el grado de coherencia entre estos últimos y las metas e instrumentos diseñados para alcanzarlos (Cejudo y Michel, 2016). Sin embargo, las ideas como fundamento de lo político, y lo político como dimensión de las políticas, implican siempre un riesgo: la captura de los procesos de formulación por parte de ciertos actores, cuyos intereses se imponen por sobre los de otros con menor capacidad de organización, incluso en contra de lo que sugieren la evidencia científica y el conocimiento técnico. Por esa razón, este trabajo sostiene que los espacios deliberativos representan una oportunidad para aumentar la racionalidad de las intervenciones, en el marco de procesos de diálogo abiertos y organizados. Tanto al inicio de la formulación como durante la implementación, la posibilidad de ajustar las metas, calibrar los instrumentos y redefinir objetivos está en función de la posibilidad de debatir y evaluar en qué medida las ideas que guían el proceso están permitiendo satisfacer los intereses de los actores, y, específicamente, resolver el problema público en cuestión. Más allá de la importancia del marco institucional, las rutinas organizacionales, el conocimiento técnico y los intereses de los actores, las cosmovisiones de los formuladores tanto como los significados que les otorgan a las distintas alternativas de política, juegan un papel difícil de soslayar.

Enfoques teóricos de políticas públicas: desarrollos contemporáneos para América Latina

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