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2. Los enfoques teóricos centrados en el actor y en la acción estratégica: alcances y límites

José Luis Méndez[*]

Uno ve que, en las cosas que conducen al fin al que todos aspiran, esto es, gloria y riquezas, los hombres proceden en formas diferentes: unos cautelosamente, otros impetuosamente; unos fuertemente, otros suavemente; unos pacientemente, otros impacientemente; y cada una de estas maneras de actuar puede ser efectiva…De dos hombres cautelosos, uno puede alcanzar sus objetivos y el otro fracasar…Concluyo entonces que…los hombres… son exitosos si sus métodos se adaptan a las circunstancias y fracasan cuando no lo hacen.

Nicolás Maquiavelo, El príncipe

Introducción

En este capítulo presentaré diversos enfoques teóricos “centrados en el actor”,[1] con el fin de resaltar la importancia de un factor para el estudio de las políticas públicas y sus resultados que considero ha sido subestimado en la ciencia política contemporánea: el agente y su acción estratégica. Para hacerlo, es inevitable referirse al debate teórico que se ha dado en la ciencia social en torno a la estructura y la agencia como factores explicativos. Se trata de un debate presente en la filosofía y la teoría política desde sus orígenes, ya que una primera versión del mismo se dio entre las posiciones de Platón (2010) y Aristóteles (1985): mientras que el primero en cierta medida destacó la relevancia de la naturaleza y comportamiento del agente —en su caso, el Rey-Filósofo—, el segundo se concentró en el estudio de las constituciones de las polis griegas —que para él eran las “estructuras” que daban orden a esas ciudades.

El debate continuará posteriormente en la medida en que distintos autores subrayarán uno u otro de estos factores. A partir del modelo establecido por Jenofonte (2001), en la edad media se elaboraron varios textos dentro del género de los “espejos de príncipes”, que pusieron el acento en la naturaleza del actor en la medida en que describían los valores que los reyes debían seguir para gobernar adecuadamente. Un ejemplo fue Policraticus (1990) (El estadista), escrito en 1159, en el cual Salisbury argumenta que debían seguir la doctrina cristiana para evitar que su reinado se convirtiera en una tiranía. Sin embargo, el texto más famoso de este género —y al mismo tiempo más atípico porque basó sus planteamientos en el realismo político— fue El Príncipe (1989) de Maquiavelo. Este libro del siglo xvi se preocupará principalmente por el efecto del tipo de acciones del agente —en este caso, los príncipes de las ciudades estado italianas— sobre la permanencia del gobierno y el Estado. En este sentido, es interesante notar que la obra que es considerada por muchos como fundadora de la ciencia política se enfoca en el agente más que en la estructura. No obstante, en el siguiente siglo Locke subrayará la importancia de un elemento claramente estructural —la división de poderes— para una adecuada y duradera estabilidad institucional. Durante el siglo xix Marx resaltará el modo de producción y la estructura de clases sociales como variables explicativas centrales, pero, por otro lado, Carlyle (2012) señalará que la historia del mundo no es sino la de la biografía de los grandes hombres. A su vez, no pasará mucho tiempo para que otro autor, en este caso Spencer, viniera a oponerse a esta última visión, ya que para él “la génesis de un gran hombre depende de la larga serie de complejas influencias que ha producido el grupo en el cual aparece […] antes que él pueda rehacer a la sociedad, la sociedad debe hacerlo a él” (1873, p. 35. Traducción propia). Con los términos de este debate ya más claros, Simmel podrá abordar explícitamente el tema de la relación entre agente y estructura en su conocido texto de 1903: The Metropolis and Mental Life (La metrópoli y la vida mental) (1950).

Por último, durante el siglo xx los enfoques centrados en la acción del agente tendrán una presencia importante en la sociología europea, sobre todo a partir de Weber, así como en la ciencia política estadounidense, empezando sobre todo con Schattschneider (1960) (aunque en menor medida, porque esta última disciplina observó durante la mayor parte del siglo xx un predominio de los enfoques centrados en la estructura, ya sea en su versión institucional-legal, estructural-funcionalista, de elección racional o neo-institucional).[2]

El presente capítulo se centrará en los enfoques que a partir del siglo xx han destacado la importancia de los factores asociados al actor o agente (aquí considerados como sinónimos) para el entendimiento de los procesos socio-políticos y sus resultados. Reseñará primero las posiciones principales de los sociólogos y (un tanto más ampliamente) de los politólogos que en este periodo han subrayado dicha importancia, para luego describir las de algunos autores del campo de las polí­ticas públicas que se han orientado en el mismo sentido. Presentar esta reseña es importante porque, hasta donde sé, no existe en la literatura en español un texto que lo haya hecho hasta el momento. En la última sección del capítulo, en parte con base en la recapitulación de estos desarrollos analíticos, se ofrecerá un argumento propio que busca retomar de una manera particular y un tanto más sistemática los factores asociados al actor y la acción estratégica como elementos del análisis socio-político. Las conclusiones harán un breve balance de lo expuesto en el capítulo, así como de algunos alcances y límites del conjunto de enfoques expuesto.

La sociología europea

Aunque planteó importantes ideas en relación a diversos aspectos de la sociedad y la política, Weber (1979) desarrollaría también el enfoque de la denominada sociología interpretativa, que se centrará en el estudio de la acción social. Definió en este sentido cuatro tipos de acción social: la tradicional (vinculada a las costumbres), la afectiva (relacionada con las emociones), la racional de acuerdo a valores (es decir, principios éticos o ideológicos) y la racional de acuerdo a fines (vinculada a algún objetivo práctico). Al hacer dichos planteamientos, este autor resaltó la importancia de los agentes porque señaló la importancia de conocer la lógica de su actuación, así como las características, razones y consecuencias de la diversidad de sus acciones. Con estos conceptos Weber estableció una diferencia que es fundamental para el estudio empírico, desde el punto de vista del actor, de la naturaleza y efectos de los procesos socio-políticos; esto es, la diferencia existente entre la acción social emocional, que difícilmente conseguirá alcanzar un objetivo determinado, y la acción estratégica, en la que los medios se seleccionan en función de un valor o una meta. Su preocupación por el agente también se vio reflejada en su discusión de distintos tipos de éticas de los actores, ya fuera la de la convicción (guiada por una ideología sin importar las consecuencias) o la de la responsabilidad (que se puede basar en una ideología pero al menos lo hace estando consciente de las consecuencias) (Weber, 2005).

Por otro lado, si bien no es fácil de clasificar disciplinariamente ya sea como sociólogo o como politólogo, Gramsci es otro autor europeo de la primera mitad del siglo xx que subrayó la importancia de las estrategias y actores políticos. Siguiendo explícitamente a Maquiavelo, en sus Cuadernos de la Cárcel (1981) recomendó por ejemplo evitar la guerra de movimientos (esto es, la estrategia de “asalto al poder” que Lenin teorizó y utilizó en Rusia). Gramsci sostenía que el triunfo de lo que para él era el “príncipe moderno”, esto es el partido comunista, solo se podía dar adaptando la acción al contexto. En otras palabras, argumentaba que en Occidente, donde el capitalismo se había ya afianzado culturalmente, dicho triunfo solo se podría dar a través de una guerra de posiciones, por medio de la cual se debían ganar diversos espacios dentro de los aparatos ideológicos del Estado antes de tomar finalmente el poder.

Después de Weber y Gramsci vendrá una serie de autores en el campo de la sociología, principalmente en Europa, que subrayaron el estudio de la acción y los actores. El primero de ellos fue Bourdieu, quien en su Esquisse d’une Théorie de la Pratique (Esbozo de una teoría de la práctica) (1972) desarrolló los conceptos de habitus, campo y capital. Este autor fue de los primeros que en la segunda mitad del siglo xx observó a los actores sociales como enmarcados en un campo, esto es, un conjunto dinámico de posiciones y relaciones sociales, en el cual cada actor posee y utiliza varios tipos de capital, ya sea cultural, social o económico. Argumentó que cada agente, desde su posición, interioriza relaciones y expectativas para operar en dicho campo, las cuales con el tiempo forman un habitus, esto es, un conjunto de esquemas relacionales y expectativas habituales. Debe notarse, sin embargo, que si bien el campo en el que los agentes actúan define su comportamiento, para Bourdieu dicho campo se define también a través de la acción de los mismos agentes.

Unos años más tarde, Crozier y Friedberg plantearán que si bien los procesos sociales implican restricciones estructurales, los actores tienen un “margen de libertad que emplean de una manera estratégica en su interacción con otros” (1977, p. 25). Para ellos, el poder es “el resultado, siempre contingente, de la movilización por los actores de las fuentes de incertidumbre pertinentes que ellos controlan en una estructura de determinado juego” (1977, p. 26). En un juego, “el jugador es libre; pero si quiere ganar debe adoptar una estrategia racional en función de la naturaleza del juego” (1977, p. 94). La “función” es “un estado de equilibrio estable entre una estrategia dominante y mayoritaria… y una o varias estrategias minoritarias” (1977, p. 99).

Ya en los años ochenta, Giddens, en su conocido The Constitution of Society: Outline of the Theory of Structuration (La constitución de la sociedad: esbozo de la teoría de la estructuración) (1984), argumentará que la acción genera estructura y la estructura genera acción, por lo cual en su opinión estos dos elementos constituyen una sola e indisoluble realidad. No niega la influencia estructural sobre la acción individual, sin embargo tampoco cree que sea determinante; en otras palabras, para él los actores tienen capacidad de acción pero también de lo que denomina supervisión reflexiva; a través de la primera producen y mantienen la estructura, pero a través de la segunda pueden cambiarla.

Otra autora británica, Archer (1995), critica la posición de Giddens y desarrolla lo que llama un enfoque morfogenético, cuyo rasgo distintivo es “el reconocimiento de la dimensión temporal, por la cual y en la cual la estructura y la agencia se forman mutuamente” (1995, p. 92). Para ella sí es posible diferenciar los factores estructurales de los vinculados al agente si se introduce la variable tiempo. Es decir, en un análisis secuencial se pueden distinguir los momentos en que la estructura influye sobre el individuo y aquellos donde sucede lo contrario. Así, sostiene que si bien en un primer momento los individuos se ven influidos por la estructura, posteriormente el mantenimiento o cambio de esta dependerá de los actores en ella involucrados, así como de los recursos y estrategias que utilicen en su acción.

La ciencia política estadounidense

Aunque en menor número y con menos impacto que en la sociología europea, en la ciencia política estadounidense también surgieron desde mediados del siglo xx varios autores que desarrollaron enfoques que subrayaron variables relacionadas con el actor. Quizá el primero fue Lasswell, quien en su The Structure and Function of Communication in Society (1948) resaltó la naturaleza e importancia de las diferentes estrategias comunicativas. Pocos años después, Arrow en Social Choice and Individual Values (1951) mostró como si bien una estructura institucional o de reglas de decisión afecta la toma de decisiones, dicha estructura institucional puede cambiar porque está a su vez sujeta a la manipulación de los actores.

Sin embargo, el autor que en realidad vendrá a resaltar con mayor amplitud el impacto del actor y sus estrategias en los procesos políticos será Schattschneider, en su conocido libro The Semisovereign People (1960), el cual ejercerá una influencia importante en la obra de varios autores destacados de la ciencia política estadounidense de los años setenta, ochenta y noventa del siglo pasado. Este autor parte del debate entre Elitismo y Pluralismo, en ese entonces central en la ciencia política, para concluir que ambos son ciertos y erróneos a la vez. Para él, un ámbito político puede estar dominado por una élite, y en esa medida tiene razón el Elitismo, pero dicho dominio puede desaparecer cuando un grupo con una posición diferente atrae a ese ámbito a otros actores, y en esa medida —nos dice— tiene razón el Pluralismo. Considera que la variable central para que ello suceda es la acción estratégica, especialmente la capacidad de los agentes para involucrar a otros actores en un ámbito político o para evitar que ello suceda (esto es, para aumentar o mantener lo que él llama el alcance del conflicto). En función de lo anterior, Schattschneider destacó que “nos confundimos acerca del significado de la política porque subestimamos la importancia de la estrategia” (1960, p.72) y planteó que si bien en la política puede haber “equilibrio” —por ejemplo, un equilibrio institucional alrededor de una alternativa de política pública— la existencia de personas o de grupos minoritarios opuestos a dicha alternativa hará que el conflicto siempre esté presente en un grado u otro, aunque a veces sea solo en forma latente. La posibilidad del rompimiento de un equilibrio siempre estará presente también en la medida en que dichos grupos minoritarios pueden en cualquier momento alterar ese equilibrio utilizando una estrategia efectiva para promover una opción de política pública diferente a la dominante.

Aunque Schattschneider tuvo un reconocimiento e influencia significativos en los años sesenta y setenta, la trascendencia de sus aportaciones para la ciencia política quedó un tanto oscurecida en la segunda mitad del siglo xx, cuando los enfoques estructuralistas fueron los predominantes. Con todo, él se centra en un concepto —la acción estratégica— que permite considerar tanto al actor como a la estructura de una manera productiva teórica y conceptualmente, ya que el estudio de la estrategia de los agentes debe por fuerza considerar también su contexto (aunque esto último ciertamente es algo que permaneció implícito en su obra).

Una aplicación del enfoque de este autor se puede observar en la obra de Bachrach y Baratz (1970) quienes estudian la agenda pública y muestran como los grupos dominantes en una comunidad utilizan diversos recursos políticos para mantener un equilibrio —lo que Schattschneider había denominado la movilización del sesgo (1960, p. 71)—, entre otras formas evitando por ejemplo que un asunto entre a la agenda (las denominadas no-decisiones). Al mismo tiempo, argumentan que los grupos no-dominantes pueden introducir un tema en la agenda —y con ello alterar una movilización del sesgo dada— cuando adquieren recursos políticos adicionales, usualmente externos a la comunidad en cuestión, ampliando con ello el alcance del conflicto.

Otro autor importante en la ciencia política estadounidense que estudió los efectos de la acción estratégica es Riker. En 1962 publicó por ejemplo su texto The Theory of Political Coalitions (Riker, 1962), en el cual formula su conocida hipótesis de las coaliciones mínimas ganadoras. A su vez, en un texto de los años ochenta (Riker, 1980) estudiará la interacción de las coaliciones en el congreso y planteará que las decisiones que llevan a un equilibro institucional siempre están en función de las estrategias de los actores, ya que los resultados de los procedimientos de decisión colectiva dependen de los métodos de votación que se utilicen, y estos a su vez están sujetos a la manipulación de los actores. De esta manera, las coaliciones dominantes pueden ganar elección tras elección no solo porque las preferencias de los involucrados se mantienen constantes, sino también porque dichas coaliciones se aseguran de mantener los métodos de decisión que llevan a las mismas resoluciones. Por ello, “los resultados son la consecuencia no solo de las instituciones y los gustos, sino también de la habilidad política y el arte de quienes manipulan la agenda, formulan y reformulan preguntas, generan ‘falsas’ cuestiones, etc., con el fin de explotar el desequilibrio de los gustos para su propio beneficio” (Riker, 1980, p. 445. Traducción propia).

Otra obra donde este autor maneja el mismo argumento, quizá incluso de una manera más clara y explícita, es The Art of Political Manipulation (1986). En ella, Riker desarrolla el concepto de herestética, una palabra griega que hace referencia al hecho de elegir o seleccionar. Más específicamente, él define este concepto como la forma de estructurar el mundo para ganar, o como “el arte” de manipular políticamente una cuestión a través de la definición de los actores, sus posiciones, las agendas y los marcos de decisión. Conviene en este sentido reproducir un párrafo de este libro que presenta este argumento de manera muy clara:

Es cierto que los actores ganan políticamente porque inducen a otros actores a unírseles en alianzas y coaliciones. Pero los ganadores inducen no solo a través de la atracción retórica. Típicamente ganan porque ellos han establecido la situación de manera tal que otros actores quieren unírseles —o se sienten forzados por las circunstancias a unírseles— aun sin persuasión alguna. Y esto es a lo que la herestética se refiere: estructurar el mundo para que puedas ganar (Riker, 1986, p. ix. Traducción propia).

Un segundo grupo de autores que en la ciencia política ha destacado la influencia del actor en los procesos políticos los conforman los estudiosos de la presidencia —aunque usualmente sin contrastar dicha influencia con la del marco institucional, al menos en el mismo grado que algunos de los autores reseñados anteriormente—. Si bien no son los únicos, me concentraré en este capítulo en tres especialistas en la presidencia que han subrayado de manera notoria algunos elementos relacionados con el actor.

El primero de ellos es Neustadt, considerado el “padre” de los estudios presidenciales debido a su obra El Poder Presidencial (1960), en la que por primera vez se analizó el poder y el liderazgo de los presidentes desde un punto de vista político más que jurídico o formal. En este libro él acuñó una frase que sería ampliamente retomada y discutida en las décadas siguientes: “el poder presidencial es el poder de persuadir” (1960, p. 11). En función de ello, Neustadt explorará el tema de la capacidad persuasiva de los presidentes y los efectos de esta en el éxito o fracaso de varios gobiernos en los Estados Unidos. Sin embargo, este autor discutirá también varios temas relacionados con la acción estratégica, si bien de manera más implícita que explícita. Por ejemplo, destacó la importancia para el éxito presidencial de lo que llamó el pensamiento prospectivo; esto es, la planeación y obtención de triunfos importantes en sí mismos pero que a la vez aumenten la capacidad política del gobernante, de manera que le permitan incrementar su poder y margen de maniobra, y con ello le abran la posibilidad de desarrollar más adelante una agenda de cambios adicionales e incluso eventualmente más profundos. Un aspecto adicional que Neustadt subrayó es lo que llamó la reputación presidencial —compuesta por elementos como la popularidad o una imagen institucional—, la cual consideraba un recurso estratégico fundamental para el desarrollo y mantenimiento del poder de los presidentes.

Un politólogo que después de Neustadt también pondrá énfasis en las diversas formas del comportamiento presidencial es Pfiffner. Así, en su texto The President’s Legislative Agenda (1988) discute varias posibles estrategias que el ejecutivo puede seguir en el congreso para promover sus iniciativas legislativas, ya sea las que él denomina de escopeta (la presentación de varias iniciativas a la vez) o de rifle (la presentación de una sola iniciativa). Por otra parte, en su libro The Strategic Presidency: Hitting the Ground Running (1988) resalta la importancia de actuar estratégicamente durante los meses iniciales de un gobierno, con el fin de conseguir aprobar primero y ejecutar después la agenda presidencial.

Posteriormente, Edwards explicitará la trascendencia del comportamiento estratégico, especialmente en relación a la agenda presidencial, en su obra The Strategic President (2009). En ella, este autor discute los efectos sobre el éxito presidencial del grado en que un gobernante aprovecha la estructura de oportunidad que se le presenta al inicio de su mandato. Argumenta por ejemplo que fijarse objetivos inalcanzables, como cambiar la opinión pública predominante o impulsar una política imposible de realizar bajo cierto contexto, solo llevará a derrotas auto-inflingidas. En su opinión, más que buscar persuadir a un congreso o una nación sobre las bondades de determinada agenda política, el posicionamiento estratégico resaltará ciertos asuntos públicos en función de una corriente de opinión ya existente; en otras palabras, reconocerá los asuntos en los que es posible alcanzar una mayoría legislativa, articulará y canalizará la opinión que está detrás de ella, y luego actuará marginalmente para obtenerla (incidiendo sobre la minoría de representantes legislativos que pueda hacer falta para lograrla). En una obra posterior, titulada Overreach, Edwards aplica sus planteamientos para argumentar que el presidente Obama incurrió en un comportamiento no estratégico, al gobernar pensando que podía persuadir al congreso estadounidense sobre la necesidad de aprobar una agenda amplia, costosa y polarizadora en medio de una severa crisis económica, con lo cual llevó a la derrota de su partido en las elecciones legislativas de 2010.[3]

El campo de las políticas públicas

En el campo de las políticas públicas existen diversos autores que han desarrollado estudios que subrayan el papel de los agentes y sus formas de acción. Uno de los primeros fue Bardach (1978), quien sostiene la idea de que en la etapa de la implementación de los programas públicos algunos actores pueden desarrollar distintos tipos de juegos estratégicos para bloquear dichos programas, como los que él denomina posposición, aumento de objetivos o boicot, entre otros. Por ello, los formuladores de políticas deben, en su opinión, anticipar cuáles de dichos juegos podrían darse durante la etapa de ejecución y diseñar previamente estrategias para contrarrestarlos.

Algunos años más tarde, Kingdon, en su conocida obra Agendas, Alternatives and Public Policies (1984), planteará que existen tres flujos que permiten entender la etapa de problematización —esto es, el establecimiento de la agenda— de las políticas públicas: a) el flujo de la política, en el que surgen (o no) diversas ventanas de oportunidad para los asuntos o problemas; b) el flujo de los problemas públicos, en el que estos surgen, se desarrollan o decaen; y c) el flujo de las soluciones, en el cual se diseñan respuestas a dichos problemas. Kingdon argumenta que un asunto puede entrar a la agenda pública, o en su caso pasar a ocupar un lugar más importante en la misma, cuando los tres flujos convergen. Sin embargo, esta convergencia no se da por sí sola, sino que es generada por empresarios de política (policy entrepreneurs); es decir, actores que se interesan por un problema público, que invierten recursos en analizarlo para encontrarle alguna solución y que están atentos a cuando se abre una ventana de oportunidad para destacar la importancia de dicho problema y promover la alternativa que han desarrollado para enfrentarlo. En función de ello, Kingdon dedica algunas partes de su libro a discutir las características de estos actores, así como a lo que hacen o deben hacer para generar el acoplamiento de una coyuntura, un problema y una solución.

A su vez, en la década de los noventa, Baumgartner y Jones (1993) —de nuevo en cierta medida basados en la obra de Schattschneider— introducirán su enfoque del equilibrio interrumpido para entender la evolución de los asuntos en la agenda pública. Para ellos, en las distintas áreas de política se desarrolla una concepción dominante de un programa público, esto es, de la importancia de un problema y la manera en que debe ser atendido. Se genera así un “equilibrio” en cada una de esas áreas porque dicho programa permanece como la solución establecida para su respectivo problema por un largo tiempo, en el cual no hay una oposición por parte de algún actor que sea lo suficientemente explícita o poderosa como para poner en cuestión dicho programa. Sin embargo, llega un momento en que este equilibrio es interrumpido por la acción de un actor político guiada por ciertas estrategias, como por ejemplo una nueva definición del problema y la selección de una vía institucional favorable para su introducción en la agenda. Como se puede observar, para estos autores la estrategia surge también como una variable fundamental que puede definir un resultado político en el proceso de las políticas públicas.

El mismo año en que Baumgartner y Jones publicaron su libro, Sabatier y Jenkins-Smith publicarán su texto The Advocacy Coalition Framework: Assessment, Revisions and Implications for Scholars and Practitioners (1993), en la cual recalcan la importancia de ciertos actores en la formulación de los programas públicos, en este caso de coaliciones promotoras (advocacy coalitions) que se desarrollan a partir de creencias compartidas sobre los problemas y sus soluciones. Si bien este enfoque ha tenido varias versiones, en la última llega a considerar un amplio conjunto de factores para entender el proceso de las políticas y sus resultados. Entre ellas se encuentra el marco institucional, los eventos externos y las mencionadas coaliciones. Aunque en su enfoque se concentran en la naturaleza de las creencias de las coaliciones detrás de las políticas, estos autores consideran que para que se dé un cambio en un programa público una coalición no-dominante, liderada por un empresario de política, debe utilizar un shock externo para introducir su propia concepción de la manera en que un problema debe ser solucionado, y con ello pasar a convertirse en la nueva coalición dominante en un área de política.[4]

Otra perspectiva que en el campo de las políticas públicas ha destacado en cierta medida la relevancia del agente es la del diseño de políticas públicas (policy design) (Linder y Peters, 1989; Schneider e Ingram, 1997; Howlet, 1995), ya que se orienta al análisis del abanico de instrumentos de política y los factores presentes en su selección, tanto los asociados al espacio de la política (arenas, redes, regímenes, etc.) como a las lógicas, preferencias, percepciones y/o capacidades de los actores involucrados. Esta perspectiva plantea que el proceso de selección de los instrumentos implica una interacción entre el espacio de la política, los actores involucrados y el tipo de coyuntura, lo cual involucra decisiones ciertamente “enmarcadas” más no por ello contextualmente “determinadas”.

Por último, desde finales del siglo pasado se han publicado varios textos en el campo de las políticas públicas que estudian los actores, aunque en buena medida desde el punto de vista del enfoque de acción racional. En 1997, Scharpf publicó su libro Games Real Actors Play: Actor-Centered Institutionalism in Policy Research. Para este autor, una política pública será el resultado de la interacción estratégica entre un conjunto de actores en algún tipo de juego (cooperativo o no-cooperativo), la cual deriva en un “equilibrio” en el que ningún actor puede alcanzar un beneficio adicional abandonando unilateralmente la política resultante. Por interacción estratégica se puede entender aquella en que cada actor conoce quiénes son los otros actores presentes y cuáles son sus comportamientos presentes y futuros, y actúa estratégicamente en función de ese conocimiento. Scharpf reflexiona primero sobre varios temas relacionados con dicha interacción, como los distintos tipos de actores (agregados, colectivos y corporativos), las constelaciones arquetípicas de actores (denominadas seguridad, batalla de los sexos, dilema del prisionero, gallina, bloqueo y rambo) y cuatro modos de interacción estratégica: acción unilateral, acuerdo negociado, voto mayoritario y dirección jerárquica. Enseguida, discute las desventajas de cada uno de los modos en relación a las constelaciones (por ejemplo, la baja capacidad resolutiva de la acción unilateral, los altos costos de transacción del acuerdo negociado y la alta condicionalidad de la dirección jerárquica para producir resultados). Para reducir estas desventajas, su propuesta es combinar el acuerdo negociado y la dirección jerárquica. Si bien Bardach ya nos había presentado un estudio sistemático de los posibles juegos estratégicos de los actores en relación a la implementación de las políticas públicas, este libro de Scharpf aplicará de manera más amplia dicho estudio para proponer lo que denomina como el institucionalismo centrado en el actor.

Aunque este enfoque todavía concibe la acción de los agentes como altamente dependiente de la estructura (véase la nota 2), marcaría la pauta para la investigación sistemática de la interacción estratégica en varias obras subsecuentes. Así, ya en el presente siglo, Knoepfel, Larrue, Varonne y Zavard (2001) lo combinarán con las llamadas ciencias de la acción —cuyos elementos principales provienen de la sociología francesa de las organizaciones y la Escuela de Frankfurt— para tratar de identificar las estrategias, intereses y recursos de los actores, definidos a partir de un triángulo base: las autoridades político-administrativas, los grupos-objetivo y los beneficiarios finales. En opinión de estos autores, la coordinación y el ajuste constante de objetivos que se da en los procesos de negociación requiere observar a los agentes que intentan capturar las etapas del ciclo de políticas. En este sentido, es interesante notar que Knoepfel, Larrue, Varonne y Savard se alejan de la idea tradicional que supone la ejecución automática de los programas públicos definidos en la etapa de la formulación, e identifican la implementación como el punto crítico donde las insuficiencias del diseño buscarán ser explotadas por los actores en busca de su propio beneficio (en forma similar a lo señalado por Bardach).

Otra obra que toma en cuenta de manera especial a los actores es Le Decisioni di Policy (2011), de Dente, ya que analiza los tipos de contextos y de estrategias que los agentes pueden seguir en distintos momentos. En su versión en español —que incluye como coautor a Subirats (2014)— se analizan los tipos de juegos, que por ejemplo pueden ser tanto simultáneos o secuenciales como cooperativos o no-cooperativos, y los tipos de redes, ya que estas pueden ser más o menos densas —esto es, interrelacionadas— o más o menos centralizadas. A su vez, definen varios tipos de estrategia, que serían los de confrontación, negociación o colaboración. Entre los elementos de la estrategia están a) la manera en que se utilizan los recursos (como conseguir aliados), b) el contenido de la decisión (por ejemplo, su grado de moderación), c) la modalidad de la interacción (buscando por ejemplo una red más densa y centralizada o lo contrario), y d) el grado de oportunidad de la acción, entre otros.

El enfoque de la acción estratégica: hacia una propuesta más sistemática de análisis

Como puede verse, desde el propio Maquiavelo, pero sobre todo a partir del siglo xx, diversos autores han destacado la importancia de los actores para el entendimiento de los procesos políticos. Por lo tanto, desde los años noventa (Méndez, 2015b) he sostenido que un enfoque que tome en cuenta al actor y su interacción con el contexto es más útil en términos tanto teóricos como prácticos. Y es que si bien los marcos institucional y coyuntural inciden sobre la actuación de los actores, de acuerdo a Archer (1995), estos conservan “grados de libertad” para escoger entre distintas opciones (aunque dichos grados puedan ser mayores o menores). En otras palabras, aun cuando el contexto puede incidir sobre el número y tipo de dichas opciones, no lo hace tanto sobre la selección de una de ellas, la cual depende en buena medida de factores asociados al agente que la realiza. Dado que la selección de un curso particular de acción es fundamental para entender y transformar los procesos políticos y sus resultados, en esta última sección presentaré de manera actualizada algunos de los planteamientos que he desarrollado en las últimas décadas para avanzar hacia un esquema más sistemático de análisis político, basado en el estudio de la interacción entre agente y estructura, y al que he denominado enfoque de la acción estratégica (Méndez, 2018).

Recuperando a varios de los autores señalados en las secciones anteriores, un primer planteamiento general de esta perspectiva es que el mantenimiento del “equilibrio” en un determinado campo de acción —a través de la definición de una estructura, decisión o política pública— no es algo que se dé por sí solo: más bien se conserva porque sus protectores lo defienden con acciones específicas en contra de las amenazas que constantemente enfrenta, por parte ya sea de las circunstancias o de sus opositores. En sentido contrario, el cambio o ruptura de un equilibrio establecido no se da automáticamente por la erosión de las instituciones o las coaliciones que lo respaldan, sino que es producto también de los cursos específicos de acción ejecutados por los agentes que lo rechazan. Es central por lo tanto analizar la evolución de la interacción entre los actores presentes en un campo determinado (por ejemplo, el de la política educativa, económica, medioambiental, etc.), tomando en cuenta que no todos ellos actuarán necesariamente de una forma estratégica. En otras palabras, es posible que algunos de ellos no seleccionen los medios de acuerdo a un fin (Weber, 1979) o que lo hagan pero en forma equivocada (dejándose de cumplir en cualquiera de estos casos un precepto central del enfoque de acción racional).

El estudio del actor se puede referir por lo menos a dos dimensiones. Por un lado, a las características del agente que inciden sobre sus acciones, por ejemplo: a) rasgos “esenciales” que más difícilmente variarán, esto es, si son agentes individuales o grupales, pequeños o grandes, etc.; b) aspectos que pueden variar algo, como sus capacidades o, para el caso de agentes individuales su personalidad, su educación y/o su experiencia profesional; y c) características que pueden ser más variables, como las creencias, ideas y percepciones, o el estilo decisorio.

Por otro lado, se puede referir también a la naturaleza de las acciones. Aquí el análisis estratégico es especialmente importante, entendido como el análisis que evalúa la actuación en función del grado de ajuste entre los fines, los medios y el contexto (es decir, el marco institucional y la coyuntura histórica). En este sentido, he argumentado que la acción estratégica de los agentes puede estudiarse como una “variable” (Méndez, 2018), ya que puede variar entre el comportamiento estratégico —cuando se actúa adecuando fines, medios y contexto— y el que no lo es —cuando las acciones relativas a fines y medios no se ajustan al contexto o entre sí, ya sea porque se actúa emocionalmente (acción afectiva) o siguiendo una tradición (acción tradicional), o porque se evalúa equivocadamente la relación entre ciertos fines, medios y/o contexto (que yo denominaría acción errónea).[5]

Como puede observarse, para considerar una actuación como estratégica debe entonces tomarse en cuenta el contexto, por lo cual podría argumentarse que el estudio de la acción desde esta perspectiva contribuye a superar el debate estructura-agente al que me referí más arriba. Debido a esta y otras razones, desde hace varias décadas me he enfocado al estudio en ciertas áreas de la relación entre los agentes y el contexto. Por ejemplo, en varias publicaciones de los años noventa relativas a la política industrial, así como otras aparecidas en la primera década de este siglo que tratan la política de modernización gubernamental, busqué explicar la emergencia de un tipo de política pública (activa, semi-activa o pasiva) a partir de la combinación del contexto específico (de crisis o estabilidad), el grado de presencia de cierto tipo de actores (empresarios de políticas), así como el grado de su capacidad estratégica (especialmente, para formar coaliciones).[6]

A su vez, en varios textos más recientes he buscado explicar los resultados políticos de una presidencia (Méndez, 2013, 2015c) o de una reforma (Méndez, 2015a, 2018) a partir de dos variables: el posicionamiento de la agenda y la operación político-gubernamental, relacionados con la definición de los objetivos políticos y de los medios para alcanzarlos, respectivamente. En cuanto al posicionamiento, en un inicio este término se utilizó en los estudios militares para referirse al lugar que un ejército ocupa en el momento de una batalla, pero en el siglo xx comenzó a ser utilizado en el campo de la mercadotecnia y más recientemente también en la ciencia política para referirse a las metas de un gobierno. En algunos de los textos arriba mencionados argumento que en relación a estas últimas la actuación estratégica se podría definir como una suerte de “ambición realista”, que permite reconocer lo que se puede y lo que no se puede lograr en un contexto determinado para, asumiendo riesgos calculados, definir una agenda ético-política compuesta por objetivos significativos a la vez que posibles.

Edwards (2009) es un autor que, como señalé antes, ha hecho contribuciones importantes al estudio del posicionamiento presidencial en los Estados Unidos; sin embargo, considero que es posible desarrollar más ampliamente la manera en que distintos tipos de estrategias en este ámbito se relacionan con los distintos tipos de coyunturas. Por ejemplo, me parece que su recomendación respecto a que el posicionamiento estratégico es el que reconoce los asuntos en los que es posible alcanzar una mayoría legislativa y actúa marginalmente para obtenerla se adaptaría más a las coyunturas desfavorables para el liderazgo político, ya que una agenda muy poco ambiciosa en una coyuntura favorable, por ejemplo en un tiempo político de reconstrucción nacional (Skowronek, 1998, 2008), decepcionaría y afectaría negativamente la capacidad política del ejecutivo. Por mi parte (Méndez, 2018), he analizado la manera en que el uso de una estrategia de rifle o de escopeta (Pfiffner, 1988a, 1988b) para definir la agenda gubernamental puede resultar más o menos efectiva dependiendo del tipo de reforma que se desea impulsar.

Debe notarse, sin embargo, que un enfoque contingente como el que aquí se propone enfrenta varios retos intelectuales y prácticos que con frecuencia dificultan identificar cuando un comportamiento está siendo estratégico. Por un lado, la comprensión y definición adecuadas del contexto que rodea a un gobernante no siempre resultan sencillas. Por otro lado, los actores a veces no tienen claros sus fines, al menos al inicio de un curso de acción, sino que más bien los van definiendo conforme avanza el desarrollo de este (Joas, 2013). Por último, la capacidad de operación estratégica y el contexto de la agenda observan una relación compleja, ya que se pueden afectar mutuamente.

No obstante, hay que reconocer que también existen esquemas teóricos que pueden permitir visualizar con cierta precisión la naturaleza del contexto, como por ejemplo el ofrecido por Skowronek (1998, 2008) (si bien este puede ser complementado con algunos elementos adicionales) (Méndez, 2018). Asimismo, existen diversas herramientas conceptuales para identificar cuando un actor se está comportando de manera estratégica en relación a su agenda, como por ejemplo cuando amplía o no el alcance (Schattschneider 1960), utiliza una estrategia “de escopeta” o “de rifle” (Pfiffner, 1988a y 1988b) o aprovecha o no una ventana de oportunidad (Kingdon, 1984) o una vía institucional (Baumgartner y Jones, 1993) para darle mayor relevancia a un asunto. Y por supuesto, los resultados políticos serán unos u otros dependiendo del tipo de decisiones que los actores tomen ante estas opciones.

Además de la selección de los problemas públicos de la agenda gubernamental, el posicionamiento también puede relacionarse con la selección de alternativas para resolverlos. Siguiendo a Weber (1979), ello puede hacerse a partir de una acción racional de acuerdo a valores o una acción racional de acuerdo a fines (con todo y que la diferencia entre ambas no siempre es nítida). El análisis de la primera bajo una perspectiva estratégica es complicado porque los valores y la estrategia involucran dimensiones distintas, que se relacionan de maneras diversas y que no necesariamente pueden evaluarse bajo los mismos parámetros. Un actor puede realizar una “acción racional de acuerdo a valores”, pero no necesariamente será estratégica porque estos pueden tener diferentes grados de ajuste con el contexto (la relevancia de valores como la desigualdad o el bienestar social no será la misma por ejemplo en México o Brasil que en Suecia o Noruega). En este sentido, los gobernantes pueden mostrar una mayor o menor capacidad estratégica para el posicionamiento ideológico, que es nuestro tema de interés aquí. William Clinton, por ejemplo, fue un presidente que durante su mandato logró gobernar con cierta eficacia bajo distintas corrientes políticas predominantes y terminar con niveles relativamente altos de aprobación.[7] También resulta interesante el manejo que tuvo Lincoln de su posicionamiento respecto a la esclavitud, primero para ganar las elecciones y luego para ganar la guerra de secesión. Para el caso de México podríamos referirnos a la forma y momento en que Juárez decretó las leyes de reforma para posicionarse y ganar la guerra contra los conservadores, o la manera en que Lázaro Cárdenas realizó la expropiación petrolera.

En cuanto al posicionamiento con alternativas seleccionadas de acuerdo a fines, el comportamiento estratégico se vincula con el proceso de toma de decisiones basado en el diagnóstico técnico y la formulación política para el desarrollo de programas públicos. El primero ocurre cuando se realiza un análisis de las causas de los problemas de manera que se planteen alternativas e instrumentos que tiendan a resolverlo en la mayor medida posible bajo las restricciones existentes, lo que implica la utilización de los criterios y técnicas pertinentes para la evaluación de las alternativas e instrumentos que ofrece el análisis de políticas públicas (Méndez, 2020). Entre mejor se desarrolle este proceso, se dará un mayor ajuste de los medios (los programas públicos) con los fines (la resolución de los problemas), y la actuación en este aspecto será por lo tanto más estratégica.

Sin embargo, la toma de decisiones de acuerdo a fines también involucra —de hecho usualmente en mayor medida— procesos de negociación y formulación de programas públicos entre una variedad de actores políticos. La discusión de dichos procesos puede hacerse desde varios ángulos, pero una que me ha parecido especialmente interesante desde el punto de vista estratégico es la que se ha generado alrededor del trabajo de Janis (1989) sobre el pensamiento grupal, y que ha generado una amplia literatura tanto a favor (Whyte, 1989; Esser, 1998) como en contra (Kramer, 1998; Baron, 2005) de la existencia de diversos sesgos decisorios.

Considero que de esta literatura se puede derivar la conclusión general de que una toma estratégica de decisiones se apartará tanto del exceso como de la insuficiencia de discusión grupal de un problema, ya que mientras el primero puede incidir negativamente sobre la oportunidad y coherencia de una decisión, la segunda puede generar los efectos negativos que Janis asocia con el pensamiento grupal (análisis insuficiente de las alternativas, auto-censura de los que pueden exponer debilidades de una alternativa seleccionada, etc.). A partir de este criterio, he definido un conjunto de comportamientos asociados a la competencia profesional que he denominado toma estratégica de decisiones. He propuesto también, sin embargo, que dichos comportamientos sean modulados por una visión contingente, en la que dependiendo de ocho tipos de situaciones se aplique alguna combinación particular de los cuatro modelos clásicos de decisión (racionalidad, racionalidad limitada, ajuste partidario mutuo y anarquía organizada) (Méndez, 2020, p. 233). Así, en realidad el grado en que una decisión deba someterse a la discusión grupal para alcanzar una solución más efectiva o “de equilibrio”, y en esa medida estratégica, variaría en función del tipo de contexto.

Aparte del posicionamiento, el segundo gran ámbito de la acción estratégica es el de la operación político-gubernamental. En este ámbito, la combinación de los recursos políticos es una variable fundamental si queremos entender el grado en que un gobernante opera estratégicamente. Existen en este respecto ciertas combinaciones que aumentan la capacidad política, a lo cual he denominado palanqueo inclusivo (porque se asemeja a cuando una viga se combina con una base para levantar un objeto). Así como la agenda política se relaciona con la posición en el ámbito militar, el palanqueo puede asociarse con el concepto de maniobra frecuentemente utilizado en ese mismo ámbito (Méndez, 2013).

Este palanqueo involucra diversas dimensiones y no es posible extenderse aquí sobre todas ellas. Algunas se vinculan a las maniobras políticas que inciden sobre la correlación de fuerzas alterando el tipo y número de actores presentes en la arena política. Otras tienen que ver con el uso de los recursos políticos para lograr que los actores apoyen una decisión o política pública. En ese sentido, he señalado (Méndez, 2013) que en un régimen democrático los recursos políticos legales al alcance de un gobernante se pueden clasificar en tres grandes tipos: 1) pasivos, que no requieren de la acción directa sobre los actores, como por ejemplo la autoridad (un recurso que en las democracias emerge automáticamente de la posesión de un puesto estatal) o el carisma (esto es, una personalidad atrayente); 2) activos-suaves, que involucran una acción directa pero “suave” sobre los actores, como la influencia (por ejemplo el uso de ideas, creencias, conceptos, argumentos, etc.) y la negociación (esto es, el ofrecimiento de algún incentivo a cambio de cooperación); y por último 3) los activos-duros, que involucran una acción directa y fuerte sobre los actores, como el poder (que puede ir desde la utilización de poderes regulatorios como las leyes o decretos, hasta la amenaza del retiro de apoyo o del uso de la fuerza o acciones de crítica que afectan la reputación pública de algún actor) y la fuerza (la privación de bienes especialmente valiosos para las personas, desde el dinero en un sanción económica, la libertad en el caso de una sentencia de cárcel, o incluso la vida, por ejemplo cuando se da un enfrentamiento entre un criminal y la policía).

El primer autor que estudió en forma sistemática el tema de los recursos políticos y sus posibles combinaciones fue Maquiavelo. De su análisis de la política como una confrontación de fuerzas derivó su conocida recomendación al príncipe: ser a la vez un zorro y un león, con la cual le aconsejaba usar tanto la astucia como la fuerza. A principios del siglo xx, Gramsci (1981, p. 6) retomó esta metáfora cuando habló de “la doble naturaleza del centauro maquiavélico, de la bestia y el hombre, de la fuerza y el consenso, de la autoridad y de la hegemonía”, para, sin descartar el uso de la primera, subrayar la mayor efectividad de la segunda en el Estado moderno —lo cual involucraría entonces el uso preferencial de los recursos pasivos y activos-suaves. Recientemente Nye (2008) también retomó esta imagen de Maquiavelo para establecer su famosa diferencia entre poder suave y poder duro y concluir que el poder inteligente es aquel que involucra a ambos. Esta misma capacidad de combinarlos es denominada por Rockman (2008) liderazgo inteligente. Bajo los planteamientos de estos autores, un palanqueo efectivo involucraría entonces la combinación de recursos pasivos o activos-suaves con recursos activos-duros (como por ejemplo la influencia y la negociación con el poder).

Sin embargo, como en el caso del posicionamiento, identificar las combinaciones adecuadas de recursos políticos no es una tarea fácil, ya que cada una de ellas está sujeta tanto a oportunidades como a riesgos, y además su grado de efectividad será altamente contingente respecto a una amplia variedad de contextos. Con todo, a este respecto se pueden hacer al menos dos planteamientos generales. Por un lado, con base en los argumentos arriba expuestos de Gramsci, en el marco de los regímenes democráticos los recursos pasivos y activos-suaves —tomados individualmente— tienden a ser más efectivos. También podrían ser más adecuados porque en dichos regímenes algunos de los recursos activos-duros pueden percibirse como ilegítimos, descontrolarse fácilmente y resultar contraproducentes. Sin embargo, esto no implica que el planteamiento de Maquiavelo deje de ser vigente en cierta medida: la combinación de tipos diferentes de recursos tenderá a ser más efectiva que la utilización de solo uno de ellos. En síntesis, desde un punto de vista estratégico en las democracias modernas tiende a ser más pertinente la combinación de recursos como el de la autoridad con los de la negociación y/o la influencia.

Por otro lado, existe ya una abundante literatura que nos puede ayudar a identificar los rasgos de los diversos contextos en los que se puede dar la operación política, por lo que es posible observar con cierta precisión el grado de adaptación de los medios a los fines en este ámbito. Se pueden citar en este sentido la clasificación de tipos de problemas desarrollada por Hoppe (1989, en Hill y Huppe, 2012), de tipos de políticas públicas desarrollada por Peters (2015), de tipos de arenas de política pública desarrollada por Wilson (1973), o de tipos de redes desarrolladas por autores como Howlett y Ramesh (1995), Van Waarden (1992), Kriesi (1994) y Atkinson y Coleman (1989).[8] Por mencionar solo un ejemplo, una combinación que incluya recursos pasivos y activos-suaves tendería a ser más efectiva cuando se opera en la arena que Wilson denomina redistributiva, porque en ella tanto los beneficios como los costos de cualquier modificación en la política pública están concentrados, mientras que una que incluya recursos activos-duros podría aplicarse con mayor efectividad en la arena regulatoria, donde si bien los costos están concentrados ello se justifica porque los beneficios están dispersos y entonces la aplicación de este tipo de recursos puede ser más legítima (el combate al crimen organizado podría ser un ejemplo).

El palanqueo estratégico es especialmente importante en los regímenes democráticos, porque al igual que la definición de las agendas, la formulación de políticas también constituye un campo de intensa lucha política, que consecuentemente requiere de una operación política efectiva para lograr la aprobación de políticas que resuelvan los problemas públicos. Esa lucha se da porque usualmente hay una disparidad de intereses o visiones entre el poder ejecutivo y el poder legislativo, o incluso al interior de este último.

Finalmente, la implementación es otro ámbito del proceso de políticas públicas en el que es importante analizar la operación de los agentes, ya que —como vimos más arriba— autores como Bardach (1978) han mostrado que también implica una lucha política y diversos “juegos estratégicos”. Dado que esta etapa de las políticas implica diversas relaciones inter-organizacionales, ya sea de forma vertical (entre formuladores e implementadores) u horizontal (entre actores del mismo nivel en la implementación), y que en realidad las estructuras jerárquicas o formales pueden tener solo una influencia parcial para conseguir la acción conjunta, el reto aquí es desarrollar comportamientos que logren que otras entidades o instancias cooperen realizando las acciones requeridas para que la política pública se implemente (Méndez, 2020).

Los procesos verticales se asocian a las problemáticas que se han discutido para las denominadas relaciones “agente-principal” (Laffont y Martimort, 2002), que pueden incluir diversos “juegos estratégicos” en los que cada uno de estos actores tiene a su disposición un conjunto de recursos. Estos juegos y recursos pueden ser de distinto tipo (Bardach, 1978; Peters, 1999). Por ejemplo, mientras que el “agente” puede utilizar la vaguedad de los objetivos o las cambiantes condiciones de la ejecución de las políticas para reformularlas, el “principal” cuenta con instrumentos como la especificación y el seguimiento. Sin embargo, la relación entre jefes y colaboradores contiene una serie de complejos dilemas derivados de la existencia de información asimétrica, sobre todo para los primeros, quienes por un lado deben asegurarse de que se sigan sus directrices pero a la vez deben proporcionar los recursos suficientes y evitar interferir demasiado en la ejecución.

La actuación estratégica en este ámbito se puede evaluar en función de varios factores, aunque algunos de ellos se vinculan más con las etapas previas del proceso de las políticas. El primero es el grado en que el principal desarrolla un diagnóstico profesional del problema, ya que cuando se cuenta con este los objetivos y medios de la política son más claros y precisos y, por lo tanto, se le cerrará al agente la posibilidad de desviarse de los mismos, especialmente cuando existe un seguimiento activo de la implementación de un programa. El “principal” puede también analizar los rasgos y obstáculos del contexto en que se implementará la política para reducir al mínimo posible los puntos de veto (Pressman y Wildavsky, 1998) o diseñar de antemano las acciones que contrarresten los juegos estratégicos más previsibles de los ejecutores (Bardach, 1978), para de esta manera desarrollarlas rápidamente en caso necesario.

Por otro lado, así como se pueden establecer algunas analogías entre la estrategia en el ámbito militar y el posicionamiento, es posible también establecerlas respecto a la ejecución, y con base en ello identificar algunos elementos teóricos para analizar el grado de actuación estratégica. Algunas comparaciones entre estos dos ámbitos subrayan en primer término la importancia del seguimiento de la implementación de una política. Clausewitz (1999), por ejemplo, señala que toda estrategia militar se va enfrentar siempre con lo que denomina fricción, ya que si bien se diseña para enfrentamientos en tierra, al momento de ejecutarse es como si se estuviese desarrollando en el mar, en el sentido de que se dan en un “medio resistente” que hace difícil y lento el avance. Para él, en una batalla fuentes de fricción como la tensión o la fatiga ocasionan que objetivos en principio fáciles de cumplir se tornen difíciles, lo que lo lleva a advertir que la ejecución de una estrategia militar difícilmente saldrá como se planeó. Por ello, en este caso la labor de un comandante no es solo la de diseñar la estrategia sino la de prever, y en su momento enfrentar en el terreno mismo, todas las fricciones que puedan surgir. En opinión de Clausewitz ha sido esta fricción, más que el diseño equivocado de una estrategia, la que la mayoría de las veces ha producido las derrotas.

Además del seguimiento, este concepto puede aplicarse también para analizar otros factores en este ámbito. Por ejemplo, la fricción puede darse cuando los objetivos no se comunican o no se interpretan correctamente, y entonces los implementadores actúan de manera distinta a lo esperado. Puede vincularse también a las personas, que con frecuencia no están suficientemente motivadas o capacitadas. En América Latina, por ilustrar un caso, las relaciones excesivamente jerárquicas, junto con los bajos salarios y la baja profesionalización, han dificultado históricamente la implementación de las políticas. Otras veces la fricción se relacionará con el diseño organizacional de un programa, como la manera en que se divide el trabajo entre los actores involucrados en la implementación. Con frecuencia se dan también fricciones relacionadas con la infraestructura y los materiales, por ejemplo cuando el equipo de cómputo no funciona adecuadamente o no llega con la oportunidad debida.

En función de las semejanzas de la ejecución en el ámbito civil y el militar, la recomendación que hace Clausewitz (1999) a los generales es también aplicable a los directivos gubernamentales, cuyo comportamiento estratégico involucra entonces mantener una visión amplia y constante del proceso de implementación, a fin de detectar de inmediato los puntos donde la estrategia no se está ejecutando de acuerdo a lo planeado y tomar oportunamente las decisiones contingentes que correspondan.

Conclusiones

Dado que a mi parecer la influencia del agente ha tendido a ser subestimada en la ciencia política, este capítulo buscó contribuir a un mejor conocimiento de los retos y los avances que presenta el estudio de los actores para el mejor entendimiento de los procesos políticos y sus resultados. Por ello, reseñó los enfoques de diversos sociólogos, politólogos y estudiosos de las políticas públicas que han destacado la relevancia de los factores vinculados al actor, para luego presentar una perspectiva propia que ha buscado precisarlos aún más.

No obstante sus coincidencias, dichos enfoques ofrecen un panorama muy diverso de posturas teóricas, por lo que no existe un consenso alrededor de la forma o el grado en que los agentes son importantes para el proceso y los resultados de las políticas. Tampoco ha habido una claridad suficiente sobre las variables clave para observar la naturaleza de sus atributos o sus acciones, y entonces no se ha dado una investigación empírica acumulativa en este tema (limitaciones que por cierto comparten con otras perspectivas).

Por lo tanto, los denominados “enfoques centrados en el actor” (con cierta injusticia, ya que a veces también se centran en la estructura) sin duda aún tienen importantes retos teóricos, conceptuales y metodológicos que superar. Por ejemplo, los vinculados a un conocimiento más preciso sobre la relación entre medios y fines, ya que frecuentemente no queda claro cuál es el medio más apropiado para un fin. Además, en ocasiones los actores no tienen sus objetivos claros, sino que más bien los van definiendo en el curso mismo de los procesos. En relación a los autores que se han acercado al estudio del agente bajo la perspectiva de la acción racional, como Scharpf, debe notarse que siguen sufriendo de las mismas limitaciones presentes en dicha perspectiva, derivadas de asumir que los agentes siempre se comportarán estratégicamente y de manera altamente influida por el tipo de juego estratégico en el que estén involucrados. Sin embargo, como bien señaló Weber (1979), pueden no comportarse estratégicamente (por ejemplo, de forma afectiva o tradicional), o, como señaló Archer (1995), aun cuando se encuentren dentro de ciertos marcos estructurales, conservan ciertos márgenes de libertad para decidir.

Si bien el debate agente-estructura ciertamente no está resuelto ni tenemos todavía un entendimiento muy claro de la manera en que los factores asociados al actor influyen en los procesos socio-políticos, creo que estos se pueden analizar de una forma más productiva si consideramos tanto a los actores como a las estructuras, y especialmente la interacción entre ambos. Por ello, quizá la propuesta teórico-metodológica básica a rescatar de los enfoques aquí expuestos implicaría delimitar un campo de acción, definir a los agentes relevantes así como el tipo de contexto involucrado, estudiar la interacción entre los elementos asociados a ambos factores, para finalmente analizar el resultado —por ejemplo, una decisión o política pública— en función de dicha interacción.

Enfoques teóricos de políticas públicas: desarrollos contemporáneos para América Latina

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