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Hacer preguntas

1. No solemos preguntarnos por qué se dicen o se hacen innumerables cosas que se dicen o se hacen. La vida cotidiana se paralizaría si cada vez nos tuviéramos que hacer esa pregunta. No obstante, en la vida, a todas las edades, de la infancia a la vejez, nos planteamos innumerables preguntas, que surgen cuando advertimos que nos falta algo y deseamos conseguirlo. Les hacemos muchas preguntas a los demás para obtener objetos materiales, prestaciones, trabajos o comportamientos, afecto, amistad o amor. Un personaje de una novela de Achille Campanile, In campagna è un’altra cosa (c’è più gusto) (1931), formula las siguientes observaciones sobre el arte de preguntar:

[…] obtenemos ciertas cosas simplemente con pedirlas: la hora, una limosna, etcétera. Otras, en cambio, mejor no pedirlas si queremos hacernos con ellas; hay que robarlas (un beso, etcétera), o lograr que nos las ofrezcan (un cigarrillo), o sencillamente ser obsequiosos (una propina). Otras las conseguimos gracias a la manera de pedirlas: una cita galante, dinero, honores y trabajos. Y a veces pedimos algo con el fin de obtener otra cosa. Por ejemplo, la mano de una señorita.

Por otra parte, el objeto de algunas preguntas es obtener información sobre personas, cosas, lugares y sucesos. Entre ellas, ocupa una posición relevante la pregunta «¿por qué?», que desde los primeros años de vida aparece con mucha frecuencia, junto con la pregunta «¿qué es?» referida a algo que vemos por primera vez. El escritor de libros infantiles Gianni Rodari dijo una vez que «el juego de los porqués es el juego más antiguo del mundo. Antes de aprender a hablar, el hombre debía de tener en la cabeza un gran signo de interrogación». En un libro suyo contó la «historia de un Porqué»:

Había una vez un Porqué, estaba en la pág. 819 de un diccio­nario de la lengua italiana. Se cansó de estar siempre en el mismo sitio y, aprovechando un momento de distracción del bi­bliotecario, salió por patas, mejor dicho, «por pata», saltan­do sobre el palo de la p. Y acto seguido se puso a molestar a la portera.

—¿Por qué no funciona el ascensor? ¿Por qué no llama el administrador de la finca para que lo reparen? ¿Por qué no hay bombilla en el descansillo del segundo piso?

La portera tenía cosas más importantes que hacer que responder a un Porqué curioso. Lo persiguió con la escoba hasta la calle y le ordenó en tono severo que no volviera.

—¿Por qué me echas? —preguntó el Porqué muy indignado—. ¿Porque he dicho la verdad?

Y se fue por ahí con su fea costumbre de hacer preguntas, curioso e insistente como un inspector fiscal.

—¿Por qué la gente tira papeles al suelo en vez de echarlos a la papelera?

—¿Por qué los conductores tienen tan poco respeto por los pobres peatones?

—¿Por qué los peatones son tan imprudentes?

No era un Porqué, era una ametralladora de preguntas que disparaba a todo el mundo […]. En la comisaría se enteraron de que un Porqué así y asá, que medía tanto de altura, había huido de la página 819 del diccionario. Imprimieron su fotografía, la repartieron entre los agentes con la siguiente orden: «Si lo ven, deténganlo y métanlo en la cárcel», y pegaron carteles. El pobre Porqué, mientras se chupaba el dedo debajo de uno de los carteles, se preguntaba: «¿Por qué, por qué me quieren meter en la cárcel? ¿Es que no se pueden hacer preguntas? ¿La ley castiga a los signos de interrogación?». Busca que te buscarás, pero nadie lo encontraba. Lo cierto es que ni todos los guardias del mundo, que son millones y hablan muchas lenguas, podrán detenerlo. Y es que nuestro Porqué se ha escondido muy bien, por aquí y por allá, en todas las cosas. En todas las cosas que ves hay un Porqué.

Pese a todo, puede haber gente que no se hace ni piensa hacerse preguntas. Una solución extrema que encarna muy bien el personaje de una novela del escritor ruso Iván Goncharov, Oblómov (1859), el cual adopta una actitud apática ante todas las cosas y los hechos, y no lo hace por razones teóricas, sino porque se da cuenta de que todo es inútil. En el colegio, Oblómov «no hacía ninguna pregunta ni pedía ninguna explicación. Lo satisfacía lo que veía escrito en el cuaderno y jamás manifestaba curiosidades importunas, ni siquiera cuando no entendía lo que oía o estudiaba». Así que después «se acomodó en el sencillo y amplio ataúd del resto de su existencia», y triunfó interiormente, «porque se había librado de las borrascosas y molestas exigencias y tormentas de la vida», sin grandes alegrías ni grandes dolores, sin falsas esperanzas ni fantasías de felicidad: «Había renunciado a ello. Su alma solo hallaba paz en un rincón olvidado, lejos de todo movimiento, de toda lucha, de la vida». En cierto modo, renunciar a las preguntas es renunciar a la vida. Podemos tratar de eludir las preguntas durante mucho tiempo, pero siempre queda abierta la posibilidad de que se den situaciones que nos obliguen a plantearlas. Así, el protagonista de la novela del escritor estadounidense Philip Roth Pastoral americana (1997), al descubrir que su hija es terrorista y está implicada en un atentado con víctimas, constata que «existe algo peor que hacerse preguntas demasiado pronto en la vida, y es hacérselas demasiado tarde». En realidad, «jamás en la vida había tenido la oportunidad de preguntarse “¿por qué las cosas son como son?”. ¿Por qué habría tenido que hacerlo, si para él siempre habían sido perfectas? ¿Por qué las cosas son como son? Una pregunta sin respuesta, y hasta ese momento había sido tan afortunado que ignoraba la existencia de tal pregunta». Entonces empieza a plantearse una secuencia interminable de preguntas, alrededor de las cuales gira buena parte de la novela, sobre la relación con su hija en el pasado, para ver dónde se equivocó y qué le ocurrió a ella, para tratar de entender las razones de lo sucedido.

En las situaciones extremas es cuando somos más conscientes de la importancia de las preguntas. Esto es lo que cuenta el escritor italiano Primo Levi, prisionero en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial:

[…] empujado por la sed, vi por la ventana un carámbano a mi alcance. Abrí la ventana y arranqué el carámbano, pero al instante se acercó un tipo alto y gordo que daba vueltas por allí fuera y me lo quitó brutalmente.

—Warum? —le pregunté en mi pobre alemán.

—Hier ist kein Warum (aquí no hay un porqué) —me contestó, y me metió dentro de un empujón.

Donde no hay libertad, no hay espacio para las preguntas. En los campos de concentración, hacerse preguntas no era más que un «tormento inútil». Según dice Levi, allí, la cultura:

[…] podía embellecer unas horas, establecer un vínculo fugaz con un compañero, mantener viva y sana la mente, pero no era útil para orientarse, ni para entender… La razón, el arte y la poesía no ayudan a descifrar un lugar del que han sido eliminados. En la vida cotidiana que llevábamos allí abajo, llena de tedio salpicado de horror, lo más sano era olvidarlos, tan sano como aprender a olvidar nuestra casa y a nuestra familia.

En los campos de concentración, tratar de comprender era malgastar una energía que resultaba más útil invertir en la lucha diaria contra el hambre y el cansancio. «El hombre sencillo, acostumbrado a no hacerse preguntas, era ajeno al tormento inútil de preguntarse por qué». En realidad, poder plantearse una serie de porqués es un privilegio del que no solemos ser conscientes. Y no nos conviene desperdiciar el privilegio que supone la libertad de hacernos preguntas.

La fábula de Rodari resulta instructiva para comprender muchos aspectos de lo que es la filosofía. Por ejemplo, subraya que todo puede ser objeto de pregunta, y eso vale también para las cosas difíciles que ignoramos por completo, como las adivinanzas. La esfinge le pregunta a Edipo: «¿Qué ser camina primero a cuatro patas, después a dos y luego a tres?». La respuesta correcta es: el hombre. Edipo acierta porque tiene en cuenta los medios de locomoción que usa el hombre a distintas edades: las manos y los pies de niño, los pies de adulto y los pies y un bastón de viejo. El cuento Zadig (1748) de Voltaire retoma el conocido tema de una princesa que contraerá matrimonio con el hombre que supere una serie de pruebas; una de ellas es una adivinanza: «¿Cuál es la más larga y la más corta de todas las cosas del mundo, la más veloz y la más lenta, la más divisible y la más extensa, la que más desperdiciamos y la que más lloramos haber perdido, sin poder hacer nada, la que devora lo pequeño y da vida a lo grande?». Zadig, el protagonista del cuento, responde: el tiempo. Y así resuelve el acertijo, pues no hay nada más largo que el tiempo, medida de la eternidad, ni nada más corto, porque siempre es escaso para nuestros proyectos; nada es más lento para quien espera ni más rápido para quien disfruta; el tiempo se extiende hasta el infinito en lo grande y se divide hasta el infinito en lo pequeño; todas las personas lo desperdician y todas lloran su pérdida; no hacemos nada sin él, nos hace olvidar lo que es indigno del recuerdo para la posteridad y hace inmortales las grandes cosas. La ópera Turandot de Giacomo Puccini, que quedó inacabada por la muerte del compositor en 1924, se basa en un relato de Carlo Gozzi, en el que la princesa también plantea tres enigmas a sus pretendientes; y, si no los resuelven, serán ajusticiados. Lo cierto es que, en las adivinanzas, enigmas y acertijos, quien hace la pregunta conoce de antemano la respuesta; la solución ya existe, solo hay que encontrarla y esa es la tarea que tiene asignada quien debe resolverlos. En cambio, las preguntas de los filósofos no tienen respuestas predeterminadas; ellos son quienes tratan de encontrarlas y no siempre hacen desaparecer por completo los interrogantes que las originaron.

Las preguntas para saber algo pueden estar en cualquier lugar y tomar distintas formas: «¿por qué?, «¿qué es?», «quisiera saber si»… Surgen cuando constatamos que no sabemos algo que deseamos saber. Las suscitan la curiosidad o el asombro que sentimos ante algo desconocido o difícil. Como dijo Dante en el Convivio: «El asombro es un aturdimiento del alma al ver, oír o percibir de algún modo cosas grandes y maravillosas, que por lo grandes causan reverencia en quien las percibe y por lo admirables le producen deseos de conocerlas». En general, lo que siempre tenemos ante nuestros ojos no suscita preguntas; por ejemplo, no solemos cuestionarnos por qué poseemos nuestro cuerpo, sino que lo asumimos como algo obvio y solo somos conscientes de su importancia cuando sufrimos alguna lesión o minusvalía. Con todo, aquello que nos resulta familiar u obvio a veces genera un asombro repentino e introduce un cambio en nuestras vidas. En su relato El tren ha silbado (1914), el escritor italiano Luigi Pirandello muestra que la percepción inesperada de un hecho banal y cotidiano puede llevar a un hombre a cuestionarse el mundo en que vive. Una mañana, un administrativo sumiso y complaciente se rebela contra su jefe cuando este le reprocha que se haya retrasado y no haya hecho nada en todo el día. Cuando el jefe le pregunta qué significa esa rebelión, el protagonista responde que el tren ha silbado y lo toman por loco. Lo cierto es que, al oír el silbato del tren, se le abre un universo de lugares posibles a los que puede viajar con la imaginación, desde Siberia a las selvas del Congo. Así, un hecho de lo más habitual lo despierta de su vida diaria en una familia compuesta por su esposa, su suegra y la hermana de esta, tres mujeres ciegas que quieren que las sirva y las mantenga solo con su sueldo; una vida entre continuas trifulcas, que durante años le había hecho olvidar que «el mundo existía». Oír el silbato del tren es «como asomarse con anhelo, desde una tumba abierta, al espacio lleno de aire del mundo», donde millones de hombres viven de un modo distinto al suyo.

En el Canto nocturno de un pastor errante de Asia (1831), el poeta italiano Giacomo Leopardi pone en boca del pastor esta pregunta: «¿Qué haces tú, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces, / silenciosa luna?». El hombre compara su vida con la de la luna: «Seguro que tú comprendes / el porqué de las cosas y ves el fruto / de la mañana y de la noche, / del paso sigiloso e infinito del tiempo», lo cual plantea otras preguntas: «¿Qué hace el aire infinito, y esa profunda / e infinita serenidad? ¿Qué significa esta / soledad inmensa? ¿Y yo qué soy?». En otro relato muy interesante, Ciaula descubre la luna (1907), Pirandello habla de un pobre minero que teme la oscuridad de la noche y, en una ocasión, después de trabajar todo el día, se ve obligado a trabajar también de noche. Para transportar la carga, debe salir de la mina de azufre y, cuando sube los últimos escalones, ve intensificarse «una deliciosa claridad de plata», como si volviera a salir el sol que había visto ponerse antes de bajar a la mina: «Grande, plácida, como en un fresco y luminoso océano de silencio, vio la luna frente a él. Sí, sabía lo que era, como sabemos tantas cosas a las que no damos importancia […]. Solo ahora, al salir en plena noche del vientre de la tierra, el hombre la descubrió» y «se echó a llorar sin saberlo, sin desearlo, porque sentía un gran consuelo y una gran ternura al haber descubierto allí […] a la luna que lo ignoraba. Y gracias a ella ya no tenía miedo, ni se sentía cansado aquella noche».

2. Es importante saber diferenciar el asombro o la sorpresa que inspiran las preguntas filosóficas de la simple curiosidad por los hechos vinculados a personas conocidas o personajes públicos (actores, futbolistas, ministros…), curiosidad a veces malsana, como la que producen los delitos, que tanto morbo provocan en la televisión. Como dice Pirandello:

Sentimos la necesidad de saber qué les da la vida a los demás, o cómo es para los demás, y pensamos en ello y hablamos del tema. Esta curiosidad por la vida de los otros responde a una necesidad de vivir fuera, o de colmar el vacío de nuestra vida y distraernos de los problemas y disgustos que nos da. Y así pasamos el rato. ¿Ha ocurrido una desgracia, un caso extraño? ¿Cómo ha sido? ¿Cómo se explica? Y corremos a ver, a oír.

La moda acaba con el auténtico asombro y, en consecuencia, con la necesidad de plantear preguntas, pues transforma lo que podría parecer extraordinario y admirable en obvio, en un «todo el mundo lo hace» y yo hago lo mismo. Así lo expresaba el ya citado Achille Campanile, con su gusto habitual por lo absurdo, al comienzo de su novela Si la luna me trae fortuna (1928):

Es una lástima que el espectáculo del amanecer se produzca por la mañana temprano, porque no va nadie. ¿Cómo puede uno levantarse a esa hora? Si se produjera por la tarde, o mejor aún, por la noche, sería muy distinto, pero al ser tan pronto está completamente desierto y es un desperdicio. Si un empresario con vista lo convirtiera en una moda, seguro que una multitud elegante se dirigiría al campo a primera hora para ocupar los mejores sitios. Entonces hasta pagaríamos entrada para contemplar el amanecer y alquilaríamos prismáticos. En cambio, ahora solo presencia el espectáculo algún paleto que no se digna mirarlo siquiera y prefiere ocuparse de las patatas o los tomates.

Por su parte, el sol «no omite ninguno de los elementos que enriquecen el espectáculo […] ¡Oh, qué rabia! Otra ocasión perdida. Unos roncan por aquí, otros roncan por allá, todos duermen como lirones y nadie ha visto nada».

La fábula de Rodari muestra que las preguntas pueden ser particulares, referidas a cosas concretas, a personas o hechos (como el ascensor, la bombilla o el administrador) y también generales, referidas a grupos de individuos que presentan características comunes, como la actitud de los conductores y la de los peatones. Muy vinculados a situaciones individuales están los porqués de los niños, de los que el poeta italiano Eugenio Montale decía que «lo que tienen entre los pies / es el presente y de eso sobra». El niño se pregunta por qué cierto juguete está hecho de una manera determinada y por qué su madre lo regaña o le prohíbe meter los dedos en un enchufe, o lo obliga a despedirse de su abuela. Preguntas que podríamos considerar generales, como «¿por qué la bola rueda hacia abajo?», o «¿por qué se mueve el coche?», o «¿por qué ladra el perro?», en realidad se refieren a la bola, el coche y el perro que están presentes o muy cerca en ese momento. Incluso la típica pregunta «¿de dónde vienen los niños?» es originariamente, según Freud: «¿de dónde viene ese niño en concreto, normalmente un hermanito o una hermanita que me molesta?». Al compararlas con otros objetos y actitudes del mismo tipo, las preguntas van adquiriendo un carácter más general. Con todo, en la edad adulta y en la vejez reaparecen las preguntas concretas. Así, cuando se aproxima la muerte, nos preguntamos por el sentido de la vida, por los hechos y razones que justifican nuestra vida como una época llena de experiencias que merecía la pena vivir o que fracasaron. Este aspecto corresponde a lo que en el lenguaje cinematográfico se llama flashback, un recurso utilizado en innumerables películas y en obras literarias como La muerte de Iván Ilich (1886) de Tolstói y Memorias de Adriano (1951) de Marguerite Yourcenar, por citar dos ejemplos ilustres. En la mayoría de los casos, tales preguntas no buscan respuestas generales para transmitírselas a los demás, sino que mantienen una vinculación estrecha con el individuo a partir de numerosas experiencias, encuentros y relaciones que solo le pertenecen a él. En la adolescencia, cuando vamos adquiriendo de manera progresiva nuestro sentido de la libertad y la necesidad de no seguir pasivamente lo que dicen y hacen los demás, es cuando fortalecemos nuestra capacidad de pensar. Entonces somos capaces de plantearnos cuestiones sobre aspectos generales del mundo y de la vida para tratar de comprenderlos dejando al margen las situaciones individuales. Como dice Montale en el poema «Fin de la infancia» (incluido en el libro Huesos de sepia, 1925), «Llegaba también para nosotros la hora que indaga. / La niñez había muerto en un corro». Y generalmente no nos conformamos con las respuestas de los demás, menos aún si proceden de nuestros allegados. Como dice Philip Roth en la novela citada más arriba, nuestros padres nos pueden parecer «ejemplos, torturadores, autoridades morales, gruñones del “recoge eso” y el “llegarás tarde” o cronistas de los deberes y las obligaciones cotidianas».

No debemos creer que las preguntas generales y las concretas son incompatibles; de hecho, se entrelazan con frecuencia. Un caso típico es el del médico, que le hace preguntas al paciente para averiguar mediante sus respuestas cuál es la enfermedad que padece en general, pero también sus reacciones personales —físicas o emotivas— al malestar o al dolor, que revelan su identidad e integridad. En otras palabras, el médico, mejor dicho, el buen médico, demuestra con sus preguntas que le interesan el tipo de enfermedad y también la persona del enfermo. Los filósofos comparten el anhelo de hacer preguntas generales, que a veces afloran también en la vida cotidiana. ¿Y qué clase de preguntas hacen? El universo está poblado por infinidad de cosas distintas: astros, montes, mares, árboles, animales, hombres…, y al mismo tiempo se caracteriza por hechos que se repiten en secuencias regulares, como las estaciones, los fenómenos meteorológicos o el nacimiento de seres vivos engendrados por otros seres vivos semejantes. Cuando tales cosas y hechos producen sorpresa y asombro, nos preguntamos por qué son lo que son y por qué se repiten de un modo regular. Y ese es el punto de partida de lo que se acabará llamando filosofía y ciencia, indistintas entre sí originariamente, puesto que ambas se caracterizaban por el deseo de hallar respuestas a preguntas, esto es, por el deseo de «saber». El término de origen griego «filosofía» significa precisamente eso, amor a la sabiduría. En primer lugar, se trata de conocer cómo es el mundo en general, más que de conocer cosas o hechos en concreto. A menudo se buscan respuestas en lo que desde tiempos inmemoriales se llama «naturaleza», esto es, en el mismo universo más que en la acción de agentes divinos más o menos externos a este. De ahí surgen varios interrogantes: si los fenómenos naturales se deben a la acción de un solo elemento del cosmos o de varios y si tales elementos se encuentran en componentes visibles o invisibles para el ojo humano, como los denominados átomos, que son partículas diminutas que no se pueden dividir. Por otra parte, el ser humano y su posición en el universo también constituyen un problema. ¿El ser humano es un ente entre los demás u ocupa una posición privilegiada en el universo, según la cual el resto de entes son en función de su vida? En el primer sentido, podemos considerar al ser humano una parte de la naturaleza que percibe y se mueve como los otros animales, o nos podemos preguntar si hay algo que lo diferencie del resto de animales.

En líneas más generales aún, ¿qué significa que algo «es»? Solemos considerar la expresión como un equivalente de «hay», de «existe», y se refiere a algo cuya existencia puedo ver o comprobar de algún modo. En este sentido, puedo decir que hay (o existe) una panadería detrás de la esquina, aunque en este momento no la vea, porque la he visto con anterioridad, o porque alguien me ha dicho que está allí. En cambio, si digo que hay (o existe) una crisis económica, ¿cómo voy a comprobar su existencia, dado que no se trata de algo que pueda percibir directamente con los sentidos como una única cosa, sino que es el resultado de un conjunto formado por varios fenómenos? Y la cuestión va más allá. También utilizamos la expresión «es» para atribuir propiedades o características a las cosas; por ejemplo, decimos «la rosa es roja», o «el ser humano es un animal». En estos dos casos, ¿dicha expresión desempeña la misma función o una función distinta? Atribuir el ser roja a la rosa es atribuirle una propiedad que la rosa no siempre tiene, como demuestra la existencia de rosas blancas, mientras que decir que el ser humano es un animal significa que este es una parte o especie de un género más amplio, el de los animales, con los que comparte algunas características, aunque no todas. En este segundo caso no puedo decir que el ser humano no siempre forma parte del género más amplio de los animales. Así pues, una cosa es ser en el sentido de existir y otra cosa es ser algo. Los filósofos suelen plantear una pregunta todavía más radical: ¿podemos hablar de «ser» propiamente dicho solo al referirnos a entes individuales, como Sócrates, el caballo Rayo o la rosa que estoy viendo en este momento, o también a conceptos generales que incluyen una pluralidad de individuos, como «hombre», o «caballo», o «rosa»? Por otra parte, si cuando oigo a alguien afirmar algo digo: «es así», ¿qué pretendo decir con «es»? ¿Deseo corroborar que lo que ha dicho corresponde a la realidad, al estado de las cosas, que es verdad y no mentira? ¿Cómo podemos hablar de ser en el sentido de existir al referirnos, por ejemplo, a los centauros, seres que son mitad hombres y mitad animales? Nadie los ha visto jamás, al menos hasta ahora, pero aparecen en relatos mitológicos antiguos y hoy aún podemos hablar de ellos, aunque no existan. ¿Podemos decir que son porque los podemos imaginar y hablar de ellos, porque existen como objetos a los que se pueden referir nuestros pensamientos y determinadas palabras?

Por último, a veces decimos que algo es en el sentido de que es estable, no se transforma y no cambia, tras lo cual podemos preguntarnos si lo único que es realmente, puesto que no cambia nunca, es la divinidad, el Ser con mayúscula, cuya forma de ser diferiría entonces radicalmente de la del género humano. Ahora bien, ¿en qué sentido podemos decir que este Ser, identificado con Dios, existe? Desde luego, no existe como existen las manzanas o las mariposas. Por tanto, parece que «existir» tiene un significado distinto según lo apliquemos a estas o a Dios. Todos podemos comprobar la existencia de las manzanas o las mariposas a través de nuestros sentidos, pero es difícil afirmar que ocurre lo mismo con Dios. Quizá alguien afirme haber visto directamente a Dios, pero este tipo de declaraciones suelen generar dudas o sospechas. De ahí que nos preguntemos si se puede probar la existencia de Dios y, en caso de considerar que así es, nos planteemos de qué manera y por qué vías se puede realizar dicha comprobación. Además, según algunos filósofos, es necesario diferenciar entre ser y existir, y solo se puede hablar de existencia propiamente dicha en relación con el ser humano, pues este no dispone de un ser propio estable, sino que cambia continuamente, se construye a lo largo del tiempo y es imposible reducirlo a algo establecido de una vez por todas. Todo esto son cuestiones en torno al uso del verbo «ser» que los filósofos siguen abordando hoy en día: ¿es posible hallar un significado primario de la palabra «ser», al cual podamos remitir el resto de significados, o deben prevalecer las diferencias y la diversidad radical de significados del verbo «ser» en función de lo que designe?

El territorio de las preguntas filosóficas no se detiene aquí. Cada sociedad y cada cultura poseen conocimientos y creencias sobre las propiedades y los comportamientos de muchas cosas; por ejemplo, acerca de las propiedades curativas de ciertas plantas o sobre el comportamiento de ciertos animales, acerca de los movimientos de los cuerpos celestes o sobre la manera de conseguir alimentos o de fabricar determinados instrumentos. Y los filósofos se preguntan: ¿qué significa conocer y saber? ¿Qué medios físicos y mentales pueden utilizar los seres humanos para llegar a conocer algo? ¿Dichos medios, por ejemplo los sentidos (vista, oído, olfato, gusto y tacto), nos permiten acceder a conocimientos seguros, como reconocer individuos y cosas, o a veces engañan, como muestra el típico ejemplo del palo que, una vez sumergido en el agua, parece que esté partido? Y si engañan, ¿tenemos otros medios para corregir los errores, por ejemplo la memoria, que nos permite recordar observaciones hechas en el pasado o determinados razonamientos? Son cuestiones relevantes también en otros ámbitos de la vida humana; baste pensar en los tribunales, cuando es necesario determinar en un juicio quién ha cometido una acción delictiva. Por otra parte, nos podemos preguntar: ¿creer que algo es cierto equivale a saber que realmente es cierto? ¿Creer y saber son dos cosas distintas? ¿Podemos creer algo aunque no sepamos si es cierto? Y por último, ¿podemos conocerlo todo o el conocimiento humano es limitado, como muestra el hecho de que ciertos animales poseen órganos de los sentidos (la vista, el oído, el olfato…) más desarrollados que los del ser humano? ¿Es más importante conocer determinadas cosas o todas son igual de importantes?

3. El breve cuento de Rodari sugiere también otro tipo de pregunta. Por mucho que colguemos fotos policiales, es imposible encontrar el Porqué, ya que está en todas partes. Una foto policial describe el aspecto físico de un individuo, sirve para identificarlo si alguien lo ve, pero todos cambiamos con el tiempo; unos crecen notablemente, otros cambian de fisonomía, palidecen, se les cae el cabello, etcétera. No solemos preguntarnos si, a pesar de estos cambios a lo largo de los años, seguimos siendo los mismos. Lo cierto es que todos utilizamos el pronombre «yo» sin problemas. El protagonista de El guardián entre el centeno (1951) del autor norteamericano J. D. Salinger visita el museo de historia natural que había visitado otras veces en el pasado, y considera que lo mejor del lugar es que:

[…] todo estaba siempre en el mismo sitio. Nadie se movía. Podías ir cien mil veces y el esquimal siempre acababa de pescar dos peces, las aves se dirigían al sur […]. Jamás había nadie distinto. Solo tú eras distinto. No es que fueras mucho mayor ni nada por el estilo […].

Solo que ahora, por ejemplo, llevabas un abrigo, o tenías un compañero distinto al niño que había estado a tu lado, o entonces habías oído discutir a sus padres, etcétera. Así pues, los hechos y las relaciones que un individuo mantiene con las cosas y con otras personas modifican su identidad, hacen desaparecer ciertas características o cualidades y modifican su carácter. Ello no significa que dicho individuo haya sido sustituido por otro; de hecho, todo el mundo lo sigue llamando por el mismo nombre de antes y le atribuye ciertos rasgos que tenía anteriormente. Y entonces surge esta pregunta: ¿qué sigue garantizando la identidad personal de cada persona a lo largo del tiempo?

Se han dado casos, sobre todo después de las guerras, en que un superviviente se ha hecho pasar por otro. Hubo un caso muy famoso en Italia: un hombre de Collegno se hizo pasar por el marido de una señora rica que esperaba el regreso de su esposo de la Primera Guerra Mundial. La película Sommersby (1993), protagonizada por Richard Gere, relata un caso análogo. Philip Roth construye la trama de su novela Operación Shylock (1993) a partir de una usurpación de identidad: un doble del autor, que viste y habla como él, concede entrevistas en su nombre y le crea muchos problemas. Hoy sabemos que se pueden usurpar identidades a través de internet; basta con apropiarse de la contraseña de alguien para acceder a sus datos personales, bancarios, etcétera. La cuestión es cómo pueden saber los demás si siempre se trata del mismo individuo: ¿por su aspecto físico, su forma de hablar, o también a través de su relato de hechos pasados? Es un problema antiguo, expuesto de manera ejemplar en la Odisea: Ulises, prototipo del superviviente, regresa a su isla, Ítaca, transformado en un mendigo, y poco a poco lo van reconociendo su hijo Telémaco, su padre Laertes, su perro Argos, su nodriza y, por último, su esposa, Penélope. En la Antigüedad, las escenas de reconocimiento eran muy frecuentes en las representaciones teatrales. En El tiempo recobrado (1927), la última novela del ciclo En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, el protagonista se encuentra con antiguos compañeros del colegio y reconoce la voz de uno de ellos, pero no su aspecto físico, pues el tiempo lo ha transformado de un modo radical. Y Proust comenta:

[…] «reconocer» a alguien, y más aún identificarlo después de haber sido incapaz de reconocerlo, significa pensar bajo una sola denominación dos cosas contradictorias, admitir que lo que había sido, el ser que recordábamos, ya no existe y que al ser que es ahora no lo conocíamos. Significa reflexionar acerca de un misterio casi tan inquietante como la muerte, que de algún modo la introduce y la anuncia.

Ciertamente, el resultado final e inevitable de tales cambios es la muerte del individuo, anunciada por lo que el escritor italiano Carlo Emilio Gadda llama «la soberana conciencia de la imposibilidad de decir: Yo».

En realidad, el individuo también puede plantearse la cuestión de la identidad personal: ¿qué lo lleva a pensar que sigue siendo el mismo a lo largo de los años? La fascinación por este tema ha llevado a muchos escritores a crear personajes que en un momento determinado pierden partes del cuerpo o rasgos decisivos de su identidad. Adelbert von Chamisso cuenta la historia de Peter Schlemihl, quien vende su sombra al diablo a cambio de una bolsa mágica de la cual extrae dinero continuamente, pero carecer de sombra supone una diversidad tan inquietante que al final todo el mundo lo rehúye. Nikolái Gógol habla de un funcionario que un día se despierta sin nariz; poco después ve a la nariz con uniforme de funcionario paseando en un carruaje y trata de inducirla a volver a su rostro, pero es inútil. Entonces intenta publicar un anuncio en un periódico, pero la persona que lo atiende se niega a hacerlo. Por fin, una mañana, no se sabe cómo, la nariz regresa a su sitio. El protagonista del relato de Robert Louis Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) descubre una poción que le permite separar la parte buena de un individuo de la mala, pero el resultado es que él se convierte en un ser deforme y repugnante: una mañana despierta y se ve la mano peluda. Este ser transformado, llamado Hyde, llega incluso a matar a una persona por la calle y Jekyll, tras quedarse sin los ingredientes de la poción, se suicida para evitar que lo detengan por asesinato. En la narración de Franz Kafka titulada La metamorfosis (1916), el joven Gregor Samsa despierta una mañana convertido en un insecto. Sigue teniendo las facultades humanas de pensar y sentir, pero advierte que suscita repugnancia en sus familiares y, con el fin de ocultarse a sus miradas, se refugia debajo de la cama; hasta que una noche, atraído por la melodía del violín de su hermana, sale de la habitación para reunirse con sus familiares, que reaccionan con brutalidad y lo hieren. Gregor regresa a su cuarto, donde al final se deja morir de inanición. En estos relatos perder partes o características del cuerpo (la nariz, la sombra), o incluso verlo transformado de manera radical, no altera la conciencia que poseen los personajes de su identidad. Una identidad e integridad del cuerpo cuya pérdida o transformación tienen que ver también con la preocupación de los protagonistas por la imagen que dan o dejan de dar ante los otros. Un caso distinto es el de Mattia Pascal, personaje de Pirandello que simula su muerte e intenta empezar una nueva vida bajo otro nombre, pero queda atrapado de nuevo en un tejido de relaciones sociales cotidianas similar al que había tratado de eludir. Entonces decide recuperar su antigua identidad, pero sin volver a ocupar su lugar en la vida familiar; así, ahora es el difunto Mattia Pascal, que visita de vez en cuando su propia tumba. Hallamos otro caso diferente, en el cual el personaje carece de sentido de la identidad a causa de una pérdida de memoria provocada por un trauma, en la novela El caso Bourne (1980) de Robert Ludlum, que inspiró una película protagonizada por Matt Damon. Es comprensible, pues, que los filósofos se planteen esta cuestión tan delicada: ¿cómo podemos afirmar que un individuo sigue siendo el mismo hasta su muerte? Un interrogante extensible al ámbito moral, jurídico y político, por ejemplo, cuando se trata de establecer la titularidad de unos derechos; un caso emblemático es el de los enfermos graves en estado de coma.

4. Podemos constatar que todas las sociedades se rigen por un conjunto de órdenes y prohibiciones, esto es, de reglas y normas de conducta compartidas por todos, que afectan a distintos aspectos de la vida, como las relaciones familiares y de amistad, los temas económicos y jurídicos, la religión, las costumbres, los comportamientos o las formas de cortesía. Con todo, en términos generales es posible distinguir dos tipos de normas: aquellas que incluyen una sanción, es decir, un castigo o pena para quienes las transgredan, y las que renuncian a sanciones duras y optan por formas de desaprobación o marginación para los transgresores. Las primeras se traducen en la formulación de leyes, en su mayoría escritas, y las segundas son parte de códigos morales de comportamiento no necesariamente formulados ni explícitos, a menudo considerados obvios por la sociedad o por una parte significativa de esta. No obstante, a veces ambos tipos de normas se superponen; por ejemplo, el homicidio se puede condenar en el plano jurídico, con la imposición de una pena, y también en el plano moral. Por otra parte, en ocasiones las reglas morales cubren ámbitos en los cuales no está prevista la intervención de la ley. Lo cierto es que el plano moral sugiere una amplia gama de preguntas a los filósofos. El ámbito de la naturaleza se caracteriza por fenómenos que suelen presentarse con un alto grado de regularidad; en cambio, los actos de los hombres son muy distintos entre sí. La vida de cada individuo consta de miles de acciones cuyo objeto es usar una serie de medios adecuados en mayor o menor grado para alcanzar unos resultados concretos. ¿En este ámbito también es posible identificar rasgos más o menos recurrentes? Las reflexiones de los filósofos sobre las características de la vida moral dieron lugar a lo que llamamos «ética», un término procedente del griego antiguo que significa literalmente estudio del carácter (ethos) de los seres humanos, en particular de los que viven de un modo bueno o malo. Y de ahí surge la disyuntiva: ¿es preferible centrar la atención en el agente, en las características de quien realiza la acción, o en las características de la propia acción? También nos podemos preguntar qué cualidades hacen a un agente o a una acción moralmente buenos.

Si optamos por el primer punto de vista, la pregunta podría ser: ¿cuál es la mejor forma de vida para el ser humano, qué prerrogativas lo convierten en un ser humano excelente, que a lo largo de su vida manifiesta de la mejor forma posible aquello que hace de él un verdadero ser humano en el sentido más auténtico y pleno de la expresión «ser humano»? ¿Existe un objetivo que todos los seres humanos se plantean en la vida? Una respuesta posible sería que dicho objetivo consiste en la felicidad, pues todo el mundo desea ser feliz. Y eso nos lleva a otra pregunta: ¿en qué consiste la felicidad? ¿Coincide con el placer o con la utilidad que vamos alcanzando o comporta algo más? Si existen diferencias entre lo placentero y lo útil, es decir, si obtener un placer puede perjudicar, por ejemplo, a la salud, ¿qué debemos elegir? Ello se traduce en problemas dramáticos presentes en la vida cotidiana. Por ejemplo, ¿quien toma cantidades excesivas de alcohol o de estupefacientes, que pueden producir una sensación inmediata de placer, obtiene también algo útil, o bien con el tiempo sufrirá daños físicos y mentales irreparables que pueden incluso llevarlo a la muerte? Además, dado que dichas sustancias son adictivas, ¿no privan al individuo de su capacidad de elegir y sobre todo de poder repetir sus propias decisiones? Por otra parte, no podemos subestimar el gusto por la transgresión y el atractivo que esta suscita. Como dijo Mark Twain, «Adán no era más que un hombre. Eso lo explica todo. No le interesaba la manzana en sí; le interesaba porque estaba prohibida. El error fue no prohibir la serpiente, ya que entonces se habría comido la serpiente». Y aún queda una pregunta: ¿es preferible la forma de esclavitud duradera que producen ciertas transgresiones al placer de unos instantes?

A veces, para caracterizar el contenido de la felicidad, empleamos el término «virtud» en un sentido más amplio del habitual. La palabra «virtud» posee un estrecho vínculo con el término «bueno». Un cuchillo es «bueno» si corta bien, es decir, si desempeña bien su función, que es cortar; en eso consiste la virtud del cuchillo. Lo mismo podemos decir del ser humano: si su función es desarrollar lo mejor posible las características que lo diferencian del resto de animales —y la primera de ellas es el ejercicio de la razón—, en ello consistirá su virtud. Ahora bien, en tal caso tendremos que preguntarnos si la virtud es suficiente para hacernos felices, o si además es necesario que nuestras acciones vayan acompañadas del placer de realizarlas y la utilidad de sus resultados. Así abrimos la cuestión del carácter que deben asumir dichos actos para ser considerados buenos o malos. La acción de un individuo puede tener un resultado útil y/o agradable para él, pero ¿siempre es así? En la película Solo ante el peligro (1952) de Fred Zinnemann, Gary Cooper, tras dejar el cargo de sheriff el día de su boda, se entera de que un forajido con su banda está a punto de llegar en tren a la ciudad. Entonces se plantea el dilema de si debe arriesgar su vida para enfrentarse a él o debe irse sano y salvo. Decide quedarse, pero ningún conciudadano lo ayuda y tiene que enfrentarse solo a la banda; al final sale vencedor y deja la ciudad con su mujer. ¿Qué criterio sigue a la hora de decidir entre lo mejor para él desde una perspectiva egoísta o lo mejor para la ciudad? Sin duda, no lo inducen a quedarse ni el placer ni el beneficio personal, sino más bien el beneficio de una ciudad que lo ha abandonado.

Las decisiones de este tipo son propias de la esfera moral y no se centran tanto en lo que hacemos como en lo que debemos hacer. Y aquí surge el concepto del deber. ¿En qué consiste el deber? ¿El deber nos impone hacer algo con independencia de los resultados útiles o placenteros que pueda conllevar? ¿Es en última instancia el móvil decisivo de los actos y las decisiones humanas? ¿Qué facultad humana permite a las personas escoger unas reglas de comportamiento? ¿Qué valores, entendiendo por valor aquello que preferimos o elegimos, deben orientar nuestros actos? ¿Es la razón o es un sentimiento lo que nos hace comprender de inmediato qué es bueno y qué es malo, justo o injusto, del mismo modo que sentimos de inmediato la sensación de que algo es agradable o desagradable? Y, por último, para calificar de buena o mala una acción, ¿basta con la intención de realizarla con independencia de que luego se realice o es necesario verla realizada, ya que para calificar como buena una acción esta debe partir de la responsabilidad y preocupación por las consecuencias que pueda acarrear? En cualquier caso, a veces los deseos no se convierten en decisiones efectivas, pues, como dice la canción Azzurro de Paolo Conte popularizada por Adriano Celentano, «el tren de los deseos en mis pensamientos va en sentido contrario».

Por otro lado, ¿qué lugar ocupa la amistad en la vida de los seres humanos y en qué consiste la amistad auténtica? ¿Podemos decir que un grupo constituye un conjunto de amigos solo por el hecho de que realizan juntos determinadas actividades, a veces en perjuicio de otros o solo por repetir lo que hacen los restantes miembros del grupo, a veces instigados por un cabecilla, como sucede en las situaciones de acoso? ¿Solo somos amigos porque obtenemos un placer recíproco cuando estamos o hacemos cosas juntos o porque logramos algo útil, o bien estas formas de amistad duran poco y terminan en el momento en que dejan de ser fuentes de placer o beneficio? ¿La verdadera amistad no debería contar con una base más sólida y duradera?

Para asegurar la existencia de unas leyes eficaces es necesario contar con un aparato fuerte que imponga penas; sin él, las leyes serían completamente ineficaces. Esto solo es posible dentro de una comunidad, donde el poder se ejerce con el consenso de todos o bien se impone por la fuerza. ¿El poder de quién? ¿Cómo está distribuido y cómo debería estar distribuido el poder? ¿Entre todos los miembros de la comunidad, solamente entre algunos o puede ser prerrogativa de un solo individuo? ¿Y qué mecanismos se utilizan para repartir y ejercer el poder? Aquí surgen unos interrogantes decisivos para los filósofos y cruciales para todo el mundo: ¿existe una forma de gobierno mejor que las otras? ¿Mejor en qué sentido y para quién? Y, si vamos más allá, ¿por qué se asocian los individuos y dan lugar a comunidades o Estados? ¿Porque la naturaleza humana tiende a vivir en sociedad o porque los individuos solos son incapaces de sobrevivir y satisfacer sus necesidades, o porque temen las agresiones de los demás, de las que solo pueden defenderse mediante la ayuda recíproca? Dejando a un lado las motivaciones que inducen a las personas a asociarse, ¿el hecho de vivir juntos es algo que se da espontáneamente, y de ahí la tendencia a unirse para engendrar hijos y el amor que los padres sienten por ellos, o bien es fruto de un pacto entre los individuos?

Para que la convivencia entre los miembros de una comunidad sea posible, es necesario que todos respeten ciertas leyes, esto es, una serie de reglas válidas para todos. Ahora bien, ¿qué hace válidas dichas leyes? ¿Solo el poder de quienes las imponen o existen también normas superiores, por encima de las vigentes en cada Estado, a las cuales estas deben someterse o asimilarse? Es el dilema que se plantea de un modo ejemplar en la Antígona de Sófocles: Creonte, en nombre de la ciudad de Tebas, quiere que se respete la prohibición de enterrar al hermano de Antígona, Polinices, que se había rebelado contra la ciudad, pero Antígona transgrede la prohibición y entierra a su hermano. Al hacerlo, apela a leyes divinas no escritas, aunque inmutables y válidas en todas partes, como la ley que impone enterrar a los difuntos. Es frecuente hablar de leyes naturales superiores a las leyes positivas que pueden variar de un Estado a otro, aunque la noción de naturaleza puede dar lugar a controversias: según la naturaleza, ¿todos los seres humanos son iguales y, por tanto, deberían tener derechos naturales en cualquier país, o bien la naturaleza hace a los individuos diferentes y desiguales hasta el punto de poder afirmar que la ley natural consiste en el hecho de que el más fuerte domine al más débil, como sucede en las relaciones entre animales o en las relaciones internacionales entre Estados? En tal caso, en vez de hablar de derechos naturales es mejor hablar de derechos humanos universales, si bien ello plantea nuevas preguntas sobre los contenidos de esos derechos y los medios para garantizarlos y hacer que se respeten.

Estas son algunas de las preguntas que se hacen los filósofos. Hallamos un extraordinario repertorio cómico de tipos de preguntas posibles en la obra maestra del humor Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), del escritor anglo-irlandés Laurence Sterne. El padre del protagonista le pregunta al cabo Trim, que nunca ha visto un oso blanco, si sería capaz de disertar sobre él. Y el tío del protagonista objeta: ¿cómo podría hacerlo, si nunca ha visto uno? Y esta es la respuesta del padre:

Se puede disertar sobre él de esta manera: ¿un oso blanco? Muy bien. ¿He visto alguno? ¿Habría podido ver uno? ¿Es previsible que vea uno algún día? ¿Habría tenido que ver uno? ¿Podré ver uno algún día? ¡Oh, si hubiera visto un oso blanco! Porque si no, ¿cómo podría imaginarlo? Y si viera uno, ¿qué diría? Y si nunca viese uno, ¿cuáles serían las consecuencias? Si alguna vez lo vi o lo voy a ver, ¿podré, tendré que ver un oso vivo? ¿He visto la piel de un oso? ¿He visto algún oso pintado o descrito? ¿He soñado con un oso? ¿Mi padre, mi madre, mi tío, mi tía, mis hermanos o mis hermanas vieron alguna vez un oso blanco? ¿Qué darían por verlo? ¿Cómo reaccionarían? ¿Cómo se comportaría el oso blanco? ¿Es fiero? ¿Manso? ¿Terrible? ¿Tiene el pelo áspero? ¿El pelo suave? ¿Merece la pena ver un oso blanco? ¿No es pecado verlo? ¿Es mejor que un oso pardo?

Por supuesto, los filósofos no son completamente inmunes al hecho de plantear preguntas fútiles o sobre objetos que están fuera del alcance humano. Dejando a un lado el tono de chanza, el texto de Sterne, con su extraordinaria variedad de preguntas, ilustra muy bien que leer libros de filosofía, sobre todo de los que escribieron los mayores filósofos desde la Antigüedad hasta hoy, es familiarizarse con preguntas posibles que en el fondo guardan relación con nuestra vida cotidiana. A la hora de hacer tales preguntas, es necesario encontrar las palabras adecuadas para plantearlas de la mejor manera y con una claridad que permita intentar responderlas, lo cual constituye otro aspecto de la labor de los filósofos.

Siete razones para amar la filosofía

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