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LAS POLÍTICAS DEL «CONSENSO» DEL RÉGIMEN FRANQUISTA

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Cualquier régimen necesitaba ya absolutamente la asistencia de la opinión y la organización de las masas.1

I put to a number of people in Spain the question whether Franco did not now enjoy, if not the support, at least the passive acquiescence of the majority of Spaniards and in every case except one I received an affirmative reply.2

En 1974 Renzo De Felice publicaba un innovador estudio sobre la Italia fascista en el que sostenía que durante el periodo 1929-1934 la dictadura de Mussolini gozó de una amplia aceptación y «consenso» social. Su trabajo venía a romper con el discurso reduccionista de los «héroes de la resistencia» abanderado por la izquierda antifascista y a complejizar el estudio de las actitudes sociopolíticas bajo regímenes que no garantizan las libertades individuales. Su obra inauguró una nueva y fructífera línea historiográfica según la cual estos sistemas autoritarios habrían gozado de un grado de aceptación social mayor del tradicionalmente supuesto y sin el cual resultaría difícil explicar su sostenimiento en el tiempo. Pese a las iniciales críticas vertidas contra De Felice, hoy ya prácticamente nadie duda de que los regímenes fascistas y parafascistas de entreguerras gozaron de una importante aceptación por parte de la población.3

Durante largo tiempo la relación entre represión y consenso bajo las dictaduras fue presentada como dicotómica, por lo que reconocer la existencia de actitudes consentidoras y poner en valor la aceptación social de que gozaron estos sistemas políticos parecía implicar una minusvaloración de su carácter violento. Sin embargo, este planteamiento fue ya superado por su simplismo y actualmente existe un amplio reconocimiento de que ambos elementos, lejos de ser excluyentes, resultan complementarios. En efecto, al mismo tiempo que practicaban una fortísima represión, los autoritarismos de entreguerras fueron capaces de convencer de sus bondades a amplios sectores de la población. Se trataba de reprimir y persuadir a la vez, mostrando su fortaleza más allá del ejercicio de la violencia. Así lo expresó el «Caudillo de España» Francisco Franco en un discurso pronunciado ante las juventudes falangistas en 1942: «Podaremos las ramas malas, destruiremos las inservibles; pero a su lado sembraremos nuestros plantones, que son la fuerza de nuestra juventud».4 Además, los mecanismos represivos constituyeron un elemento más del consenso al actuar como desactivador político entre los desafectos, potenciar el convencimiento de los adictos y esclarecer cuáles eran los comportamientos proscritos que lo sitúan a uno fuera de la comunidad nacional.5

Se han diferenciado distintos grados de consenso en los regímenes dictatoriales en función de la forma en que estos sistemas políticos se relacionaron con sus respectivas sociedades y del tipo de apoyo social que buscaron concitar. Ismael Saz distinguió entre el consenso activo al que aspiraron los regímenes fascista y nazi mediante la movilización de las masas, y el consenso pasivo propio de otros sistemas dictatoriales como el franquista.6 Según este planteamiento, la dictadura de Franco se habría sustentado en la represión sistemática del enemigo interior más de lo que lo hicieran las de Mussolini y Hitler, que aplicaron la represión de forma más selectiva y buscaron el encuadramiento de la población, llegando a convertirse en auténticos movimientos de masas.7 No obstante, aunque no buscase la movilización masiva en la medida en que lo hicieron el fascismo italiano o el nazismo alemán, el régimen franquista no renunció a generar nuevas adhesiones y simpatías. Además, en determinadas ocasiones no rehusó a fomentar la participación de las masas, como ocurrió cuando organizó grandes desfiles o congregaciones que requerían de una asistencia multitudinaria para lograr la ansiada demostración de fuerza.

En el caso del franquismo, que logró mantenerse en pie durante un periodo inusitadamente prolongado, el debate principal ha girado en torno a la idoneidad de hablar de actitudes de «consenso» o a la de hacerlo de «consentimiento», que implicaría una forma menos contundente e intensa de aceptación de la dictadura. Quienes sostienen esta segunda postura, como Antonio Cazorla o Ana Cabana, defienden que en sistemas dictatoriales como el de Franco que no garantizaban las libertades individuales básicas no resulta apropiado plantear la existencia de «consenso».8 Sin embargo, creemos que no se pueden descartar las actitudes de «consenso» propiamente dicho dado que, incluso bajo regímenes políticos no democráticos que practican abiertamente la represión-coerción, existen colectivos sociales que albergan libre y sinceramente este sentimiento. Además, hemos de tener presente que el consenso no implicaba necesariamente una movilización activa entusiasta, de la misma forma que la ausencia de comportamientos resistentes no entrañaba por fuerza la existencia de actitudes consentidoras.

En cualquier caso, hoy parece existir un acuerdo bastante generalizado acerca de que la larga duración de la dictadura franquista resulta muy difícil de explicar atendiendo única y exclusivamente al ejercicio de la represión y a la propagación del miedo.9 Sin minusvalorar las prácticas violentas que caracterizaron a todos estos regímenes no democráticos, para evitar llevar el debate al extremo contrario,10 parece probado que el franquismo gozó de un nada despreciable «poder de seducción» entre amplios sectores de la población.11 Hay quienes han planteado incluso la existencia de un «estado de felicidad» ampliamente extendido durante el franquismo, que no sería incompatible con el transcurrir cotidiano bajo un régimen dictatorial represor que no garantizaba los derechos ni las libertades individuales. En este sentido Ríos Carratalá ha explicado que

los motivos de esa felicidad durante el franquismo fueron heterogéneos y a veces estaban objetivamente justificados. Más allá de los casos individuales, el régimen se apoyó en diferentes colectivos que gozaron de privilegios cuyo límite era el capricho de quienes los detentaban. La vida da sorpresas, pero cuesta imaginar espíritus depresivos o melancólicos entre quienes ejercían de vencedores a diferente escala, sin disimulos ni dudas hasta bien entrados los años sesenta. Y entre los perdedores, más numerosos, pronto germinó el deseo de reconciliarse con una realidad que les resultaba adversa, pero mostraba resquicios derivados de su propia imperfección, así como una omnipresente voluntad propagandística para el ocultamiento o el disimulo de cualquier aspecto negativo.12

Entre las diversas estrategias de legitimación que permitieron a la dictadura franquista generar actitudes consentidoras, ampliar sus bases sociales y, por ende, sobrevivir en el tiempo destacó la puesta en marcha de una batería de políticas sociales. Algunas de las más sobresalientes fueron la de construcción de casas baratas, la beneficencia y el asistencialismo de posguerra, los seguros sociales o las «traídas de aguas» a los pueblos, ya a partir de mediados de los años cincuenta y principios de los sesenta. Otro instrumento de generación de consenso habría sido la Organización Sindical, que pudo resultar útil para los trabajadores en la medida en que defendió puntualmente sus intereses y dio solución a algunas de sus problemáticas. O las organizaciones de encuadramiento de Falange, responsables de dinamizar el ocio local, que habrían sido capaces de atraer a los sectores juveniles a sus espacios de sociabilidad.

A todas estas políticas del consenso habría que sumar otros dos factores de carácter transversal que redundaron positivamente en la aceptación del régimen franquista. Nos referimos, en primer lugar, a la capacidad de las autoridades locales a lo largo de todo el periodo para practicar una deliberada ambivalencia entre la obediencia de las disposiciones emanadas de la superioridad y la defensa de los intereses de sus vecinos, a quienes en última instancia debían su legitimidad, a pesar de que sus cargos no fueran electos.13 En segundo lugar, hay que tener en consideración el importante papel desempeñado por la propaganda de la dictadura con el objetivo de ampliar su aceptación y extender su popularidad. Para consumar aquella estrategia se aprobó la Ley de prensa de 1938, que impuso la censura previa y pasó a controlar todos los medios de comunicación.14

Además, la dictadura construyó un discurso social que fue canalizado a través de Falange, debido a su papel al frente tanto del Servicio Nacional de Propaganda como de las organizaciones de encuadramiento.15 En 1953 el falangista Antoni Tovar aseguraba en Salamanca que «ha sido nuestra gente, la gente de nuestras filas, la que ha sabido tocar con acierto y con eficacia ese difícil resorte de lo social».16 Paradigmáticos resultan asimismo los discursos de José Antonio Girón de Velasco, ministro de Trabajo entre 1941 y 1957, que durante los años cuarenta y cincuenta se convirtió en el rostro más populista de la dictadura. En 1945 aseguraba que «lo social, en cuyo nervio tenéis por obligación que actuar, está colocado en el tiempo presente en el primer plano de importancia nacional».17 Una década después continuaba afirmando que «la característica del estado español fundado el 18 julio 1936, es decir, la característica de lo que nosotros, en nuestro lenguaje interior, llamamos el Movimiento Nacional, es la característica social, que prima sobre todas las demás en nuestra generación política».18

No obstante, tanto las cotas de consenso de que gozó la dictadura como las políticas en que lo cimentó fueron evolucionando a lo largo de su larga vida. Se trató de un proceso paralelo al de la transformación de la propia naturaleza del régimen, que fue variando la intensidad con que aplicaba sus mecanismos represivo-coercitivos sobre la población. Estos resultaron especialmente cruentos durante su primera década de existencia, cuando la dictadura basó su legitimidad fundamentalmente en el miedo que suscitaba el recuerdo aún fresco de la traumática experiencia bélica, en el ejercicio de la represión, en la «cultura de la victoria» y en la gestión que hizo del hambre. Todos estos factores actuaron como elementos desmovilizadores al instar a la población a concentrar sus esfuerzos en sobrevivir.19 El consecuente deseo de «normalización» tras los traumáticos sucesos bélicos contribuyó también a potenciar el consenso.20 Pero durante los años cuarenta hubo, al menos, otros dos elementos que pudieron contribuir a mejorar su imagen y a generar actitudes consentidoras hacia la dictadura: la puesta en marcha del sistema de beneficencia falangista representado por el Auxilio Social y la forja del mito del Caudillo, presentado como artífice de la neutralidad española en la segunda contienda mundial.

Los años cincuenta, gracias al nuevo contexto abierto por la Guerra Fría, trajeron a la dictadura el fin del aislamiento internacional en que había estado sumida desde 1945 debido al apoyo brindado a los derrotados fascismos, lo cual pudo reportarle una mayor aceptación social. En 1953 se firmaron unos pactos con Estados Unidos que fueron presentados por la propaganda como un nuevo éxito del Caudillo. Los acuerdos supusieron la llegada de alimentos norteamericanos que fueron repartidos en los colegios españoles, lo cual fue nuevamente aprovechado para subrayar el carácter benéfico del régimen. Los años sesenta, en fin, son conocidos como «la década del consenso». Fue aquel el tiempo en que la dictadura inauguró una nueva legitimidad que vino a sumarse a la de origen: la de ejercicio. Esta nueva legitimidad se basaba en lo que la propaganda bautizó como los «XXV Años de Paz» sobre los que se asentaría el pregonado «boom económico» o «milagro español». Muchos se conformaron con la situación política al comprobar que mejoraba su economía familiar y podían adquirir una lavadora, un Seat 600 o incluso un piso en propiedad.21

A menudo, la traducción real de estas políticas de paternalismo social y su incidencia sobre la vida cotidiana de los hombres y mujeres quedó lejos de lo publicitado a bombo y platillo por la propaganda. Sin embargo, a pesar de todas sus deficiencias y limitaciones, redundaron en una mejora –por modesta que fuese– de la existencia cotidiana de quienes se beneficiaron de ellas. Teniendo en cuenta que se partía de los niveles de miseria de la posguerra, esta batería de políticas amables pudo mejorar la percepción que se tenía de la dictadura «a ras de suelo». Fue en este tipo de políticas en las que se basó el franquismo para construir muchos de sus grandes mitos, como el que presentaba a la dictadura como precursora del actual sistema de Seguridad Social o como incansable constructora de pantanos y de casas baratas. Estos discursos, convenientemente difundidos, pudieron reportarle nuevos y más duraderos apoyos, como muestra el que aún pervivan y estén fuertemente arraigados en la memoria popular.

Paradójicamente, la forma en que estas políticas de «justicia social» de la dictadura fueron recibidas por la población resulta todavía hoy en gran medida desconocida. Y es que la relación entre las actuaciones sociales de la dictadura y las actitudes de los españoles que se beneficiaron de ellas no ha sido demasiado explorada.22 Sin embargo, su estudio resulta fundamental para desentrañar la forma en que el Estado franquista se relacionó con la sociedad sobre la que se impuso, entender la larga duración de la dictadura y estimar la extensión del consentimiento entre la población. Dado que muchas de las políticas y discursos del régimen podrían leerse tanto en clave de control social como de consenso, el reto reside en valorar qué pesó más sobre la población, si la percepción de estar siendo instrumentalizada por la dictadura para sus propios fines o la de estar recibiendo algo provechoso de la «Nueva España».

A lo largo de los capítulos primero y segundo atendemos aquellos mecanismos de que se valió la «Nueva España» para generar entre la población actitudes próximas al consenso. Analizamos para ello las políticas de beneficencia –como las de Auxilio Social, principalmente durante los años cuarenta– y las sociales –como la construcción de casas baratas, sobre todo a partir de los años sesenta–, puestas en marcha por el régimen. Asimismo, estudiamos la incidencia de todas ellas sobre los habitantes del campo, tratando de esclarecer la forma en que moldearon su sentir hacia la dictadura. Además, valoramos los espacios de sociabilidad abiertos por el propio régimen desde los primeros años a través del Frente de Juventudes y de la Sección Femenina, cuyas actividades contribuyeron a amenizar la rutinaria vida local. Unas y otras pudieron servir para mejorar la imagen proyectada por el franquismo y aumentar las cotas de consentimiento sobre las que se asentaba.

Franquismo de carne y hueso

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