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Un corte

pasado de moda

Un domingo al anochecer, junto a la luz de una vela que pretendía reemplazar la claridad moribunda, la pobre y desamparada Ulogia trabajaba a morir. Sobre la tosca mesa de tabla, que ocupaba casi la mitad del cuartucho, se acumulaba todavía un rimero de piezas de tela para armar pollerines, sayos bordados, faldones, pecheras y cuantas prendas de sastrería sea posible enumerar. Aquella parecía una misión imposible. Bajo la menguada luz de la bujía sus puntadas empezaban a confundirse, y sus ojos, que habían seguido sin descanso la aguja durante los últimos días, amenazaban cerrarse. Aquel, sin embargo, era tan solo un suplicio complementario, sumado al dolor de la espalda y al entumecimiento de las falanges de los dedos, todo por culpa de la maldita gente, que dejaba sus encargos para la última hora. Pero Ulogia no tenía opción, la siguiente era semana de fiestas patronales. El lunes, muy temprano, su clientela estaría reclamando el pedido a la puerta del rancho, sin concederle un minuto de plazo.

El rancho de Ulogia era el último de un largo caserío explayado sobre una pequeña barranca. Además de quedar apartado del resto de casas, contaba con la desventaja de estar ubicado en la parte más baja, a la orilla del río. En caso de inundación estaba condenado a anegarse, y si llegaba a producirse una impetuosa creciente era seguro que la costurera y sus hijos no sobrevivirían al percance. Por esta razón, Ulogia nunca dormía tranquila, especialmente en las noches de invierno. El verano era más confiable, y hasta hubiera llegado a ser llevadero sin las nubes de mosquitos que traía consigo. Como fuera, para ella nunca sonaban las campanas de la iglesia del pueblo. El eterno fragor de las aguas del río apagaba cualquier sonido que viniera de allí. Ulogia vivía aislada, cual si un cruel encantamiento la apartase de un mundo sin embargo muy próximo. Pero la gente sabía que era buena costurera, y al acercarse las celebraciones recibía muchos encargos. Este trabajo la sacaba de apuros y le permitía vivir con sosiego unos meses. Solo que la condenada gente siempre dejaba sus arrebatos para última hora, y era en los dos o tres días anteriores al comienzo del festejo que Ulogia la veía negra.

Aquel domingo, pues, unos minutos después de encender la bujía, y cuando la oscuridad exterior fue total, comenzó a penetrar por la pequeña ventana un escuadrón de voraces mosquitos, que iniciaron una alocada revista acrobática alrededor de la llama. Uno fue a posarse sobre la nuca adolorida de Ulogia, que lo aplastó de un palmetazo, exclamando:

—¡Calma, doña Sixta, vieja repuerca! ¡No apure demasiado!

La aludida era una de las matronas del pueblo, que acorde a la inveterada costumbre dejaba el encargo para el último instante, y ya había incurrido en el descaro de enviar tres veces por él. Con sabia previsión, Ulogia le había recordado durante varios meses: “Doña Sixta, ordene su ropita con tiempo”. Pero la vieja respondía siempre con desaliento, frunciendo los labios: “Este año nadie va a estrenar en casa”. Todo para salirle en el último instante con un pedido aterrador: encajes, faldones, pañuelos, bordados, apliques, y no solo para ella sino también para sus hermanas y sobrinas. Un recado que Ulogia, fingiendo felicidad absoluta, aceptó mordiéndose la lengua, para no soltar una palabrota.

—¡Tranquilícese, Ño Ruperto, viejo puerco! —chilló, mientras aplastaba entre sus palmas otro zancudo, evocando a un cliente que siempre discutía el precio a la hora de pagar.

—¡Aquí tiene lo suyo, Ña Rosita! —ladró luego, dándose un golpe en la frente, para abatir otro zancudo.

Hasta que al fin, en medio del placer de despanzurrar mosquito tras mosquito, evocó a su marido, el hombre que la había abandonado dejándole tres hijos a cuestas. Entonces sus reniegos se convirtieron en un grosero soliloquio:

—¡Crisóstomo! Viejito sinvergüenza, ¿usted por aquí? ¡Disfrute esta sobadita de su mujercita, zopenco, tiñoso, cazurro, harapiento, miserable, inmundicia!

Y tras desmenuzar el diminuto cadáver, escupió sobre sus invisibles despojos.

Así, combinando las puntadas con los golpes y las maldiciones, metía espuelas a su rabia. Pero un rato después, a causa del acrecentado número de zancudos, le resultó imperioso cerrar la ventana. Los meses del calor estaban en todo su apogeo, en menos de una hora el pequeño rancho acabó convertido en un horno. No existía remedio al respecto, la humilde mujer prefirió el ahogo caluroso del encierro a la plaga voraz, así corriera el riesgo de quedarse dormida.


Bien pronto le sobrevino el primer cabezazo. Se levantó, desperezó sus miembros, trató de despabilarse. Bajo ningún motivo podía dejar de trabajar, así las costuras hubieran empezado a quedarle torcidas. A la mañana siguiente habría una verdadera romería a la puerta de su rancho, y por experiencia sabía que la gente prefiere el cumplimiento a la perfección. Cliente chasqueado es cliente perdido, como quien dice: hambre y escasez para el futuro.

Se disponía a reanudar el trabajo cuando escuchó el extraño murmullo. Era un mascujar de voces apretadas que venían del lado del río, hacia donde precisamente daba su ventana. Como impulsada por un resorte, se levantó del asiento y la abrió, dando paso a una vaharada de aire, a una nueva racha de mosquitos, y al abejorreo aquel. Parecía que por el lecho del río estuviera bajando una carretada de piedras. ¡Una creciente, Dios mío! ¿Pero una creciente en pleno verano? Ulogia no podía creerlo, unas horas antes el río bajaba casi seco. Era imperioso confirmarlo, abrió la puerta y salió, y desde unas cercanas matas de plátano atisbó con intensidad. Por suerte, una enorme luna llena esparcía un manto de plata en los alrededores. La angosta faja del arroyo era un pando y sereno canal azogado. El rumor no provenía de allí, eso era seguro.

Una nueva congoja la asaltó al pensar en sus hijos. Aquel murmurio podía ser la refunfuñadura de un animal hambriento. Entró a la casa, tomó la vela de un manotón y cruzó el vano que la separaba del pequeño tabuco donde dormían los críos. Los contó, los revisó, los palpó. Estaban enteros y vivos, y dormían sin ningún sobresalto. A sus espaldas, el rumor aumentó. Ahora pudo distinguirlo con claridad y separarlo de la monserga confusa del agua. Era una procesión, una nutrida procesión rezando en forma apurada y devota. Pero aquello tenía aún menos explicación. ¿Una procesión por allí? Solo que el cura, en un arrebato de preocupación por el alma de la solitaria Ulogia, hubiese traído sus beatas, para llevarle al rancho un reemplazo de la misa de aquel domingo, a la que había fallado por culpa de su penoso trajín.

Al volverse para mirar nuevamente a través de la ventana, el viento apagó la vela en su mano, y el exterior adquirió una gran nitidez. Entonces pudo verlas. Cien, doscientas, trescientas almas en pena, envueltas en sus blancos sudarios, brotando de la negra espesura de una guadua frondosa y avanzando hacia ella. El cabo de vela apagada se le soltó de la mano y cayó al suelo. Pero detrás, si Ulogia abre la boca, hubiera caído su lengua, que se tornó tiesa, pastosa y más pesada que el plomo. La favoreció que no fue capaz de mover ni siquiera una pestaña. Simplemente se había petrificado escuchando batir el corazón en sus sienes.

Las preces, entonadas con fuerza, no concluían nunca en las bocas descarnadas de las espantosas visiones, sino que se enredaban en sordos sollozos, para recomenzar de nuevo con claridad y otra vez confundirse. Todas llevaban un cirio encendido entre sus manos huesudas, pero visto en detalle el tal cirio era una canilla. Al pasar frente a la ventana miraban con un insondable desconsuelo hacia adentro, y Ulogia creía presentir en las cuencas vacías, escondidas bajo la mortaja entorchada, los ojos de alguien conocido que intentaba saludarla. Más de media hora demoró esta procesión desfilando ante la paralizada modista, que tuvo tiempo de bañarse en sudor y tornarse aceitosa, aunque su cuerpo carecía de una gota de grasa. Era como si se estuviera derritiendo. Pero también tuvo tiempo de morir de pánico y resucitar de terror.

Al fin acabó aquel desfile macabro. Ulogia, que se sentía espesa y porosa, dio un paso adelante, con la indecisa resolución de cerrar la ventana, aunque los rezos apenas comenzaban a desvanecerse. Pero antes de apoyar las manos en los batientes de madera, descubrió que desde la guadua avanzaba un ánima rezagada, a quien lo largo de la mortaja se le enredaba en los pies y le dificultaba caminar. Verla y reconocerla fue una misma cosa, pese a que se trataba de un mero esqueleto envuelto en lienzo blanco.

—¡Jovita! —exclamó, sin poder contenerse.

No podía ser nadie más. Jovita había sido en vida la otra costurera del pueblo, su competidora. El día que murió, ella misma ayudó a amortajarla, envolviéndola en una larga sabana a la que le sobraban más de tres palmos largos, que por pura desidia dobló bajo los pies de la muerta, en lugar de tijeretearlos. Ahora se veían como un corte pasado de moda.

Atraída por su exclamación, el ánima rezagada se dirigió a la ventana y se detuvo ante ella, mirando hacia adentro. El corazón de Ulogia se detuvo. Del pozo de sombra que envolvía la calavera de la muerta parecía fluir un manantial de tristeza y dolor. El garfio de sus falanges huesudas se engarzó del borde de la ventana. Finalmente, la mandíbula del cráneo emergió de la oscuridad, osciló a lado y lado e imploró con dificultad:

—¡Ulogita! ¡Ulogita! ¡Tienes que cortarme la mortaja!

Era un gemido insoportable, imposible de tolerar, era la voz de un ánima en pena suplicando alivio. Ulogia creyó enloquecer. Pero por el rabillo del ojo alcanzó a distinguir el brillo de sus tijeras resplandeciendo sobre la mesa, bajo la luz de la luna. Temblando de pavor y castañeteando los dientes, pero incapaz de soportar por un segundo más aquel ruego doloroso, las asió y se dirigió hacia la puerta, que entornó sin vacilación.

Afuera, la muerta la esperaba vuelta hacia ella, plateada por los resplandores lunares. Ulogia no se detuvo a contemplarla, sino que avanzó resueltamente a su encuentro, se agachó y buscó el ruedo de la mortaja, con la expresa decisión de cortarlo de un tijeretazo, levantarse y correr a encerrarse. Pero al levantar el lienzo mugriento dejó al descubierto los pies de Jovita, y pudo constatar que sus huesos no tocaban el suelo. Ahora no le quedó duda alguna de que iba a volverse loca.

Un remolino de terror le daba vueltas en el cerebro cuando se puso a cortar. Era tanta su precipitud y sus nervios que los tijeretazos se le fueron muy altos. Las canillas de la muerta, polvorientas y lechosas, quedaron al aire, como las patas de una garza. Jovita se inclinó a contemplarlas y encaró energúmena a Ulogia, quien intentó retroceder espantada, al ver que las cuencas de sus ojos despedían un fulgor verdoso. El intento fue inútil. Estaba acuclillada, pegada del suelo, Jovita emergía sobre ella como el palo de una horca.

—¡Miserable! —exclamó la difunta—: ¡Mira cómo me has dejado!

Era ciertamente una moda muy osada para la ocasión y la época. Faltaba siglo y medio para que la minifalda saliera a la calle, y si nadie entre los vivos toleraba todavía un corte tan revolucionario, mucho menos los muertos. Aun así, Ulogia levantó los ojos pidiendo perdón, en el mismo instante en que Jovita le descargó un canillazo terrible en la frente, gritándole:

—¡Demonia! ¡Esto es para que aprendas a respetar los domingos y fiestas de guardar!

A la mañana siguiente, los pequeños hijos de Ulogia informaron en el pueblo que su madre había sufrido un accidente. Quienes tenían prendas pendientes vinieron a constatarlo, y hallaron a la costurera en la cama, con un gran chichón en la frente y muy amoratados los ojos. Mientras contemplaba aquellas caras odiosas, que con seguridad no le pagarían su trabajo, ella solo anhelaba que lo ocurrido hubiera sido una pesadilla. Lo deseó tanto que se le tornó cierto, y hasta se le quitó el miedo.

Dos días después, cuando pudo levantarse, se acercó a la ventana moliendo atropelladamente el largo argumento de un credo. Le resultaba imperioso confirmar a través de cualquier seña que todo había sido un sueño. Era posible que al escuchar algo anormal en la brisa rumorosa hubiera salido, que al salir tropezara, que al tropezar hubiera caído, y que al caer se hubiese abierto la frente.

Pero un sucio trozo de lienzo, tremolando burlón en el esqueleto de un arbusto de arrayán, fulminó su ilusión.

Leyendas de miedo y espanto en América

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