Читать книгу Leyendas de miedo y espanto en América - Gonzalo España - Страница 7
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Princesa
El adusto dominico Carmelo de la Resurrección cabalgó durante semanas enteras por montañas y valles, en la solitaria compañía de un indio que llevaba de cabestro una llama cargada con sus pertenencias personales y los objetos del culto. Finalmente, cuando al atardecer de la última jornada de travesía se detuvo a la puerta de la estancia donde le esperaban, el conjunto de su atuendo y de su persona acusaba de manera notoria las contingencias del camino y lo prolongado del viaje: la barba, encanecida y pringosa, le había crecido desmesuradamente, al igual que los cabellos; la piel de la cara, castigada por el sol frío e implacable de la puna, había comenzado a ulcerarse, asumiendo un encendido tono cobrizo, donde resaltaban los pozos de unas ojeras profundas, en medio de las cuales flotaban sus ojos enfebrecidos. Estaba extremadamente flaco, al punto que los huesos de sus costillas abultaban bajo la sotana desvaída, igual que los de su desmedrado jamelgo. Los de la casa, viéndole en semejante grado de consunción, lo invitaron a pasar de inmediato a la mesa, pero él los detuvo rogando que sin perder un instante lo llevaran al lugar donde estaban ocurriendo los hechos, pues no en vano lo único que le traía allí era el encargo de aquella misión.
Corría el año de 1613, una fecha intrascendente en la disputa por las almas que se libraba desde hacía muchos años entre el clero y los camachicos o brujos nativos. Pero a la arquidiócesis de Piura habían comenzado a llegar de nuevo alarmantes informes sobre idolatrías mantenidas y practicadas por los indios, en particular relacionadas con el delicado asunto de los muertos. Insistían los indios en no sepultar a sus difuntos en tierra consagrada, como se lo ordenaban los frailes y lo disponía la ley, por considerar que bajo tierra soportarían inenarrables tormentos, y en razón de ello continuaban ocultando sus momias en lugares secretos, donde pudieran alimentarlas y hablarles. Para fortuna del Diablo, el escaso número de misioneros disponibles hacía imposible visitar de manera metódica los infinitos pueblos de indios y erradicar aquella creencia. Sin embargo, las noticias llegadas desde el lejano pueblo de Huacra indicaban que los indios yauyos habían sobrepasado todos los límites, pues aparte de conservar las momias de sus muertos habían procedido a colocarlas en las propias iglesias doctrineras, cual si se tratase de santos cristianos. La comunidad dominica, a quien correspondía aquella parcialidad, estalló en ira. El padre Carmelo de la Resurrección fue a postrarse de rodillas ante su arzobispo para rogarle que le permitiera castigar por su mano el atroz sacrilegio. El privilegio le fue concedido, pero llovía demasiado, y el invierno nunca fue buena época para adentrarse en las serranías del viejo Perú, cuando ya los caminos del Inca se habían desmejorado por completo. Le fue imprescindible aguardar el verano. En la espera, se consumió de ansiedad, adelgazó, se hizo viejo; el invierno resultó eterno. Pero una vez amainaron las lluvias, se puso en camino.
El propio cabeza de familia de la estancia española, adonde aquel atardecer arribó, lo condujo en persona hasta el pueblo de Huacra, cuyas calles desiertas pisaron ya bien entrada la noche. Se trataba de una ranchería achaparrada e informe, a todas luces paupérrima, donde para librarse de los vientos helados de la sierra los indios se recogían muy temprano. No había una sola casa iluminada. Mas, en contraste con ello, la iglesita del lugar descollaba como un faro luminoso, de las tantas luces que ostentaba. Cosa poco frecuente en los pueblos de indios, por lo común descuidados en materia del culto venido de España. El dominico apretó el crucifijo de plata que llevaba colgado del pecho hasta herirse los dedos. Estaba casi seguro de saber lo que hallaría adentro. Y en efecto, bastó que él y su acompañante traspusieran el umbral de la pequeña capilla, para confirmar que el informe acerca de las idolatrías de los yauyos era dolorosamente cierto y sobrepasaba toda conjetura. En la columna que sostenía la pila bautismal, junto a la imagen de un Juan Bautista arrinconado, la calavera de una huaca envuelta en fibras vegetales los saludó con su sonrisa siniestra. Unos pasos al fondo, la estatua de madera de una virgen había sido retirada de su pedestal, para que las veladoras alumbraran otra momia india, acompañada de frutas frescas y tinajas de chicha. Había otras huacas a lado y lado de los pilares que sostenían el techo. El dominico comenzó a volcarlas y a dispersar a patadas sus huesos. Pero lo peor estaba al pie del altar mayor, donde los sorprendidos visitantes hallaron a una mujercita que cubría con su propio cuerpo el saco de una momia. Cabe suponer que habiendo observado la destrucción a que eran sometidas las demás, tratara de protegerla. Fray Carmelo la engarzó con violencia, la alzó, separándola del objeto que pretendía resguardar, y se enfrentó a ella. Pero al hacerlo descubrió que se trataba de una india joven. Sus rostros quedaron a un centímetro el uno del otro. Era una india indefensa, bellísima, cuyo terror se traducía en una imploración amorosa y sensual. Fray Carmelo nunca había tocado a una mujer. Se dejó embriagar por la cercanía de su piel y su aroma, experimentando sin saber por qué un repentino impulso de protegerla y besarla, pero un instante después, sacudido por las descargas de su severidad interior, la arrojó lejos de sí, cual si se tratara de una peste contagiosa.
Mientras la india se escurría entre los ángulos oscuros de la iglesita de Huacra, el dominico y su acompañante retrocedieron, llevando la momia que le habían arrancado. Al salir chocaron con la concurrencia de los indios yauyos, quienes acudían presurosos ante el escándalo suscitado en el templo. Alzando contra ellos el crucifijo de plata, fray Carmelo de la Resurrección los condenó y los maldijo en su lengua, antes de exigir que el cacique y todos los alguaciles indios se presentaran de inmediato en la estancia del español que le acompañaba, para rendir cuentas de su sacrilegio.
Entretanto, la gente de la estancia había preparado un suculento banquete para el dominico, pero el fraile retornó enardecido con el saco de la momia a cuestas, y se negó a recibir bocado alguno. Tan solo ordenó que se le preparase de inmediato una de las habitaciones de la casa, pues se proponía realizar una sesión del Santo Oficio. Y mientras se ocupaban de ello, envió al indio acompañante por una cruz verde y un par de candelabros que portaba en su equipaje. Con estos objetos dio un ornamento siniestro a la alcoba que le franquearon, en cuyo centro, bajo el escarnio del crucifijo, colocó la huaca.
En el transcurso de la noche, y a medida que fueron presentándose los mandones indios, tuvo lugar en aquel escenario uno de esos tenebrosos capítulos que hicieron célebre a Torquemada. Tras sermonearlos en quechua, lengua que conocía a la perfección, y ayudado por la gente de la estancia, procedió a sujetarlos y a apalearlos, en castigo por haber permitido la idolatría y el sacrilegio en la iglesita de Huacra. Ellos eran la autoridad india del lugar, ellos respondían. Los golpes de palo fueron repartidos a porrillo, en medio de improperios y patadas, hasta que las blancas tapias de la habitación quedaron salpicadas de sangre. La única manera de poner fin al suplicio era que cada indio reconociera su culpa ante el dominico, y antes de retirarse escupiera la momia. Este último requisito prolongó inútilmente el castigo, aunque al final todos lo cumplieron. Por la fuerza, que no por la razón, la fe triunfaba de nuevo.
Pero el dominico no estaba en paz, no había podido disfrutar del rigor purificador de la audiencia brutal, no se hallaba, pues en ningún momento había logrado dejar de pensar en la india. Su belleza elemental se le enroscaba en la imaginación como la serpiente del Paraíso, pese a llevar apretado hasta el último ojal el cilicio de púas que le ceñía el talle por debajo de la sotana, con el objeto de refrenar las tentaciones de la carne. Vana ilusión: la imagen de la india no le permitió escuchar en estado de gracia las confesiones de los acusados, ni absolverlos en nombre de Cristo.
Finalmente, cuando las luminarias de los candelabros morían y la sesión había terminado, ya casi al filo de la madrugada, tras muchas horas de vigilia y tensión, se dejó poseer por un arrebato de soberbia y lujuria. Sudoroso y taquicárdico, ordenó que le trajeran la india, y mientras la aguardaba desató enfebrecido el cilicio y lo anudó a una de sus manos. Las normas monásticas le vedaban estrictamente el acceso carnal, de pensamiento o de obra, pero se le había vuelto obsesivo el contemplarla desnuda. Le urgía desatarle el chumbre, arrancarle a manotazos el uncu de lana de alpaca, soltarle la trenza en que llevaba cogido el cabello, desnudarla, avergonzarla, asustarla, para contemplar otra vez sus labios implorantes y curvados en una súplica de piedad. Entonces podría flagelarla, cubrir de sangre su piel lujuriosa, afear y hacer repulsivo el objeto de su turbación, maldecirla, escupirla. Dios lo perdonaría por ello.
Un rayo de sol asomó con fuerza aquella mañana de verano, al mismo tiempo que la india, custodiada por quienes habían ido a buscarla, se presentó a la puerta de la alcoba. Al recortarse sus rasgos en la iridiscencia rojiza de la aurora el fraile se estremeció. Era mucho más bella de lo que había presentido durante el breve contacto, cara a cara, en la iglesia de Huacra. Era una princesa inca, una mujer esplendorosa y sensual, más excitante en razón del tierno e indefenso azoramiento que le imprimía su temor. El monje quiso llorar.
La puerta, empujada por uno de los guardianes, dio paso a otro rayo de sol que entró en la habitación y cayó con exactitud sobre el bulto de la momia. La calavera, haciendo crujir las vértebras del cuello, inició un lento giro hacia la india. Su envoltura textil desprendió un polvo dorado. El dominico captó aquel movimiento por el rabillo del ojo, sin dejar de contemplar el objeto de su desesperación. Pero un momento después la puerta se entornó por completo y el sol cayó de lleno encima de la huaca, que lanzó un destello de luz. La tabla de la frente, los pómulos, los dientes macabros, la telilla apergaminada que cubría la cuenca de los ojos vacíos, todo pareció convertirse en oro fundido. Fray Carmelo no pudo evitar volverse plenamente hacia ella. Entonces pudo ver que la momia abría trabajosamente la boca y batía con esfuerzo y dificultad la mandíbula, para articular en clarísimo quechua una frase dirigida a la india:
—Hamuy samác ñusta.
No necesitó traducirlo, se desplomó sin sentido. La calavera acababa de decir:
—Sed bienvenida, princesa.
Un rato después, estremecido por el humo penetrante de las plumas quemadas que le dieron a oler, volvió en sí. La india seguía a su lado, y al verlo despertar, a título de explicación, y sin malicia ninguna, le dijo:
—Son nuestros dioses, padrecito.
Fray Carmelo de la Resurrección se levantó de un salto y abandonó a grandes zancadas la habitación, corriendo como esos gatos que resbalan en los pisos pulidos, y a través de los corredores y las alcobas que se le interponían cual interminable y macabro laberinto, ganó a la carrera el establo donde guardaban su caballo. Sin ensillarlo, se le echó de bruces encima, le abrazó el cuello y le escarbó los ijares con los talones de la sandalia, gritándole que lo sacara de allí a como diera lugar. El indio acompañante vino con la silla de montar, pero no alcanzó ni siquiera a acercarse, pues lo apartó de una patada. Fue una involuntaria agresión defensiva. Como en un penoso delirium, estaba recordando la profecía del famoso Taqui Ongoy, que vaticinaba la resurrección de las huacas aborígenes. Todo lo que fuera indio se le antojaba una momia de Huacra pronta a devorarlo.
Su carrera demencial lo condujo a las cimas brumosas de la sierra, donde las herraduras del proceloso caballo arrancaban chispas en el borde del camino, cortado en la pared rocosa de desfiladeros siniestros. Cabalgaba a pelo, desencajado el rostro y desorbitados los ojos, y al doblar un recodo patinó en el lomo espumoso y la crin resbaladiza se le escapó de las manos. Trompicando en los saledizos cortantes descendió a las honduras insondables, donde todavía hoy los viajeros que transitan apartan la vista, contagiados de vértigo.