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ОглавлениеINTRODUCCIÓN
LA CIMENTACIÓN DE UNA ÉTICA CÍVICA A TRAVÉS
DE UNA PEDAGOGÍA DELIBERATIVA1
1. Hacerse cargo de la propia historia
En 2001, el académico norteamericano Louis Menand publicó El club de los metafísicos, obra por la que se le otorgó el Premio Pulitzer de Historia2. Este libro examina la familia de ideas construida alrededor de la formación del pragmatismo, corriente filosófica desarrollada en los Estados Unidos entre las últimas décadas del siglo xix y los primeros años del siglo xx. Los trabajos de Charles S. Pierce, Oliver W. Holmes, William James y John Dewey se enmarcan en este importante proyecto filosófico-político, estrechamente vinculado a la defensa de la democracia como un ethos público, como una forma de vivir.
Se trata de un movimiento intelectual plural que reunió a pensadores que compartían una concepción básica sobre la naturaleza de las ideas, comprendidas como herramientas para encarar el mundo. Las ideas son guías para la acción; ellas buscan esclarecer y orientar las prácticas sociales con el objetivo de mejorar la vida de los agentes al interior de una comunidad democrática, pues son hábitos de la mente. El libro de Menand sirvió de fuente de inspiración para El abuso del mal, una investigación de Richard Bernstein acerca del discurso conservador en Estados Unidos tras los atentados del 11/9. Bernstein contrapone en su estudio la actitud falibilista propia del pragmatismo al integrismo religioso y político de la administración Bush3.
Menand y Bernstein sostienen que la construcción del proyecto filosófico mencionado constituyó una decidida reacción a la cruda experiencia de la guerra de secesión norteamericana que cobró la vida de tantos ciudadanos, incluyendo a familiares de los pensadores pragmatistas. Dicho movimiento fue el resultado de observar las cosas desde el borde del precipicio. La vivencia de un conflicto fratricida llevó a Pierce, Holmes, James y Dewey a tomar una clara conciencia de los peligros subyacentes a la imposición de un credo rígido y dogmático como eje rector de la conducta, tanto personal como social. Estaban convencidos de que una actitud integrista propicia la violencia. Tenían razón.
El Perú ha vivido también un conflicto armado de gran poder destructivo. Si bien no se trató de una guerra civil, sino de la insurrección armada de grupos terroristas en contra del Estado, vivimos el conflicto más cruento de la historia republicana del país. Cerca de setenta mil personas perdieron la vida o desaparecieron, víctimas de los crímenes perpetrados por los grupos subversivos o a causa de la represión de las fuerzas del orden. Llama la atención que una tragedia de esta magnitud no haya suscitado todavía –como en el caso del movimiento estudiado por Menand y Bernstein– el desarrollo de una corriente de pensamiento público que entronque con una preocupación por el cultivo de la libertad cívica y la búsqueda de justicia social. Una democracia liberal sólida requiere estructuras sociales justas e instituciones políticas fuertes, pero también exige el compromiso estricto con una cultura de la deliberación como expresión de la intervención de los ciudadanos en la vida pública.
Existen muchas razones por las cuales no se ha configurado aún una respuesta académica y cívica a la tragedia que el Perú vivió en esas dos décadas de conflicto –la pobreza y las grandes desigualdades que persisten en nuestra sociedad, la falta de integración entre la ciudad y el campo, la debilidad de nuestras instituciones sociales y políticas, la ausencia de un proyecto común orientado a la construcción de ciudadanía–. Asimismo, una razón que se debe considerar es la particular incapacidad de nuestra “clase política” –y de no pocos ciudadanos– de hacerse cargo de la historia. Nuestra responsabilidad cívica exige escuchar atentamente el testimonio de las víctimas con el propósito de asumir la defensa de sus derechos y establecer políticas de no repetición y discernir lo que pudimos hacer para evitar tantas muertes.
Luego de diecisiete años, la discusión rigurosa del Informe de la CVR permanece como una tarea pendiente para nuestro sistema político y para la sociedad civil. La reconstrucción pública de la memoria constituye un paso decisivo para edificar un proyecto de comunidad política. Examinar la memoria histórica es una condición esencial para actuar como genuinos agentes políticos, vale decir, como ciudadanos. He de reconocer que no hay muertos ajenos, así como enfrentar la tentación autoritaria que aún ronda la política nacional, constituyen retos para edificar una ética cívica entre nosotros.
2. Educación y ética cívica. La pedagogía deliberativa como forjadora de una cultura política democrática
La cimentación de una cultura ciudadana –fundada en la práctica de la deliberación y en la reconstrucción pública de la memoria– requiere de un modelo pedagógico de sólidas raíces filosóficas. Por mucho tiempo, nos hemos preguntado acerca de cómo se educa en materia de ética cívica y ética pública. Una comunidad política requiere de ciudadanos comprometidos con el control democrático del poder y con la conducción de la res publica. Sin embargo, resulta problemático reconocer qué condiciones deberían observarse para garantizar tales cualidades y saberes entre los ciudadanos y en nuestras eventuales autoridades. Está claro que la formación ética no puede ser examinada a partir de la exclusiva competencia académica. Esta formación implica no solo cultivar excelencias de razonamiento –que no se consiguen simplemente con una educación universitaria o profesional–, sino modos de desarrollar el carácter, a través de la adquisición de hábitos emocionales y actitudes que orienten la conducta de la persona a lo largo de su vida. Estas prácticas y estos modos de juicio constituyen lo que los antiguos griegos llamaban “virtudes”, vale decir, cualidades intelectuales y morales que aspiran a conducir la vida. No obstante, esta clase de situaciones pone en medio de la discusión la pregunta acerca de qué tipo de educación –tanto escolar como universitaria4– puede contribuir a la formación de ciudadanos libres, autorreflexivos y capaces de construir un sentido de justicia al interior de nuestra sociedad.
Desde hace un par de décadas, en el Perú, se ha planteado la necesidad de postular una “educación en valores” como medida para mejorar nuestras prácticas cotidianas. La idea fundamental consiste en transmitir a los estudiantes principios y convicciones claros con los cuales guiar sus vidas. Se trata de “inculcar valores” que puedan orientar a los más jóvenes en tiempos de crisis e incertidumbre. En su versión más elaborada, esta perspectiva conservadora tiene su producto más relevante en la obra de William Bennett, El libro de las virtudes para los jóvenes5. Se trata de un conjunto de historias edificantes que pudieran inspirar a las personas, en particular a los estudiantes. El propósito es que el lector adquiera un catálogo de valores superiores que servirá de brújula moral para momentos difíciles.
El problema con este modelo educativo es su carácter autoritario y dogmático. Se busca construir una suerte de recetario moral generador de reglas para la acción abstractas e indiscutibles. Esta concepción presupone que los valores supremos están nítidamente identificados, pues habitan en alguna tradición –presuntamente presente en comunidades religiosas u organizaciones políticas– que habría que invocar sin dudas ni cuestionamientos. De este modo, una de las preguntas éticas centrales –“¿Qué ‘valores’ hay que perseguir para llevar una vida plena?”– no debería ser planteada, en la medida en que ya habría sido contestada de antemano: son aquellos valores presentes en la tradición (religiosa o política). Los “educadores en valores” consideran que el problema moral es fundamentalmente una cuestión de aplicación (y no de discernimiento). Por eso, suelen preparan cartillas en los que estos “valores supremos” están mencionados y descritos en “situaciones ejemplares”, pero sin aportar definición alguna ni discutir sus cimientos conceptuales. En suma, este modelo se basa en el adoctrinamiento, no en la reflexión crítica. Si consideramos que uno de los problemas fundamentales de la educación peruana es que el aula escolar sigue siendo un reducto autoritario en el que no se debate, y el profesor tiene invariablemente la última palabra; entonces, la educación en valores constituye un paradigma negativo para la construcción de una cultura ética democrática.
Si lo que queremos es formar ciudadanos, debemos transitar otros caminos. Los ciudadanos que requerimos en una República han de ser agentes autónomos, seres capaces de dar razón de sus elecciones en la vida pública y privada, enfrentar conflictos morales y políticos de alta intensidad en un mundo radicalmente habitado por la finitud y la incertidumbre. No vamos a construir ciudadanía a través del adoctrinamiento o la imposición externa de recetas. Necesitamos una pedagogía fundada en el desarrollo del discernimiento práctico. Necesitamos un modelo educativo en el que examinemos no solamente qué medios debemos elegir para lograr nuestros objetivos; se trata, asimismo, de razonar acerca de qué propósitos merecen convertirse en bienes intrínsecos, en expresiones y vehículos de plenitud existencial6. Necesitamos formar nuestro intelecto y nuestras actitudes para escudriñar rigurosamente nuestras valoraciones y opciones prácticas a la luz del esclarecimiento de situaciones concretas.
Cuando reflexionamos con cuidado acerca de las condiciones de nuestra experiencia moral y política, reconocemos que con frecuencia tenemos que lidiar con conflictos prácticos que no solo enfrentan el bien contra el mal, sino también colisiones entre el bien y el bien, y aquellas circunstancias en las que tenemos que elegir entre mal y mal. Se les conoce como conflictos trágicos, situaciones en las que discernimos el bien superior entre las opciones que se nos presentan, o incluso nos vemos en la imperiosa necesidad de identificar el menor de los males en disputa y sacrificamos otras posibilidades para la acción. Es cierto que hemos de afrontar esos conflictos más a menudo de lo que nos gustaría admitir. Comprender la naturaleza de tales colisiones de valores, percibir sus alcances y sus consecuencias prácticas, constatar la imposibilidad de resolverlos recurriendo a meras formulaciones abstractas constituyen una dimensión esencial del desarrollo de la agencia (la razón práctica de la Ética de Aristóteles), concebida como la capacidad de elegir y justificar las acciones y propósitos que juzgamos correctos y que le otorgan un genuino significado a la vida, tanto en los espacios de la cotidianidad como en los escenarios de la propia esfera pública7. El cultivo de estas disposiciones y habilidades es tarea de una pedagogía deliberativa.
Esta clase de educación ética está centrada en el discernimiento práctico, el diálogo y el ejercicio de una actitud crítica frente a los distintos modos de pensar y de actuar. Nos enseña a discutir en público sobre asuntos comunes, y a profundizar en las razones de nuestros interlocutores, reconociendo que podría suceder que sus argumentos sean más sólidos y perspicaces que los nuestros. Debemos poner a prueba nuestras razones, defendiéndolas hasta donde sea posible, pero estando moralmente dispuestos a cambiar de perspectiva si el mejor argumento no está de nuestro lado. Esta actitud corresponde a lo que John Dewey y William James denominaban “falibilismo”, a la sazón un rasgo básico del espíritu democrático. Esta forma antiautoritaria de educar nos permite tomar conciencia de que la expresión razonada del desacuerdo es tan importante para una cultura política democrática como la forja de consensos.
3. La vida de las ideas en los espacios públicos
Este libro reúne diversos ensayos publicados entre 2010 y 2020. Todos establecen una conexión entre teoría política y ética cívica, a partir de la idea de una pedagogía deliberativa, una idea que subyace a cada uno de ellos. Algunos se ocupan de temas de coyuntura política, sobre la importancia de la rememoración sobre la reconstrucción de la vida pública, la lucha contra la corrupción, la necesaria neutralidad del Estado liberal en materia de confesión religiosa, o la configuración de una educación ciudadana intercultural. Hay temas que reaparecen en muchos de los escritos que componen este volumen y que se abordan desde aristas distintas; cada uno explora una capa fenomenológica de los problemas que son objeto de este libro. Se trata de ensayos que pueden leerse por separado, pero son expresión de la preocupación por el fortalecimiento del ejercicio de la política de parte del ciudadano. Sin compromiso cívico no es posible vivir en democracia. Tendremos instituciones sólidas e independientes en la medida en que estemos dispuestos a sostenerlas y a defenderlas en la práctica, ya sea a través de los partidos políticos o desde las instituciones de la sociedad civil.
Estos ensayos se proponen examinar y discutir los escollos que hay que enfrentar para construir una ética cívica basada en una cultura de la deliberación. Constituye una primera aproximación a este problema decisivo para el fortalecimiento de la ciudadanía democrática entre nosotros; en ese sentido, se trata de un esfuerzo inevitablemente fragmentario y asistemático. Se nutre de un trasfondo pragmatista neohegeliano –por eso, los análisis de Menand y de Bernstein me resultan particularmente útiles– para acometer la tarea de describir los elementos básicos de una ética cívica a la luz de la reflexión sobre el rol de las ideas en la vida pública, la educación ciudadana en un contexto intercultural, el esclarecimiento de la memoria histórica, el discernimiento de dilemas trágicos, el lugar de la religión en una sociedad democrática, el espíritu de la vida universitaria.
En este libro, encontraremos una segunda inquietud personal. A pesar de la precariedad de nuestras instituciones políticas y la todavía influyente cultura autoritaria presente en nuestro país, el vínculo entre la academia y la esfera pública se ha visto sistemáticamente descuidado; la figura del “intelectual público” –pensemos en el tipo de académico que interviene en el debate político, como es el caso de los filósofos pragmatistas, así como pensadores contemporáneos de la talla de Jürgen Habermas, Noam Chomsky y Michael Walzer– se ha desdibujado notablemente en el Perú. Por otro lado, el modelo del “político ilustrado” simplemente ha desaparecido. Se ha debilitado la tesis de que el cuidado del conocimiento y la formación del juicio pueden esclarecer y mejorar la práctica de la política, tanto para los políticos de oficio como para los ciudadanos. Los políticos de oficio se han dedicado al márketing político y al ejercicio del clientelismo como actividad sistemática en tiempo de campaña; los académicos han optado por acercarse al fenómeno político como un objeto de estudio científico entre otros, sin sentirse concernido como agente frente a su objeto de investigación.
El intelectual es un ciudadano, y su acercamiento a la sociedad en la que vive, sus normas e instituciones no pueden ser “neutrales”, en términos éticos y espirituales8. Como agente y forjador de saber, está constituido por una historia –tanto biográfica como comunitaria–, ha crecido en una cultura y razona desde horizontes que puede examinar en términos de un proceso crítico, pero no como si fuese un “objeto” exterior. Cuando discute en torno al “fenómeno político”, recurre a al trabajo del concepto y del análisis empírico, pero no hace abstracción del propósito de fortalecer las instituciones democráticas y mejorar la práctica política. Resulta claro que el compromiso con estos fines no constituye un obstáculo para elaborar una lectura ajustada del fenómeno, pero la referencia a ellos constituye un elemento crucial de la investigación sobre lo político. Desde Aristóteles hasta Arendt, el saber sobre la práxis se nutre del compromiso con el cultivo de la libertad y el florecimiento humano.
El intelectual público es un académico que está comprometido con el logro del conocimiento y el ejercicio del pensamiento crítico, pero también es un ciudadano involucrado en el desarrollo de la esfera pública. Abriga la esperanza de que las discusiones en las que participa contribuyan a la construcción de una cultura política basada en el cuidado del argumento y la evidencia, así como en el cultivo de los derechos y las libertades individuales. Esa cultura política se describe como liberal y antiautoritaria; ella se propone formar a los ciudadanos como agentes conscientes de sí mismos y de su lugar en la sociedad, sujetos dispuestos a participar en los espacios públicos como una condición esencial para asumir las riendas de sus vidas. Una cultura política con estas características requiere del ejercicio de aquello que Tocqueville describía como “hábitos de la mente” y “hábitos del corazón”, formas de pensar y de sentir que permitan a los ciudadanos coordinar acciones para forjar bienes comunes.
La democracia liberal en el Perú es un experimento que se propone prosperar en un terreno no demasiado propicio para su florecimiento. Las formas de injusticia estructural –la exclusión de muchos peruanos de la esfera económica y de la esfera pública, la falta de oportunidades para llevar una vida de calidad–, así como la excesiva tolerancia de un sector importante de la población frente a la concentración del poder, e incluso frente a la corrupción, conspiran en su contra. Solo podrá tomar forma si transformamos nuestro entorno social y político, tanto en el plano de las estructuras como en el de las instituciones y las mentalidades; será preciso reformar nuestras prácticas y promover la conversación cívica aún en circunstancias adversas. Una idea falsa y tenebrosa nos dice que solo podremos asegurarnos un futuro democrático si somos capaces de resignarnos ante un presente autoritario, carente de libertad; esa es la mentira perversa que quiere imponernos tanto la extrema izquierda como la extrema derecha. Es necesario cuestionar esa prédica totalitaria y nefasta. Lo cierto es que no hay otra forma de producir democracia que llevándola cotidianamente a la práctica en escenarios como la escuela, la universidad, la iglesia, las organizaciones sociales, el sistema político, apelando a los recursos que disponemos, que incluyen la palabra y la acción.
Este libro no podría haberse convertido en un proyecto cumplido sin el apoyo de personas e instituciones. Agradezco a Juan Dejo SJ y Joel Anicama del Fondo Editorial de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya por su compromiso con el cuidado en la edición del texto. Agradezco los comentarios de Juan Carlos Díaz, Ricardo Falla y Raschid Rabí, que fueron decisivos para el desarrollo de los argumentos que expongo en este libro. Mi gratitud, asimismo, con el Rector Rafael Fernández SJ, por la conversación permanente y fructífera acerca de la conexión entre ética, discernimiento y ciudadanía.
1 Para esta Introducción, he recurrido a dos breves escritos que he publicado con anterioridad, pero que fueron pensados de antemano como el planteamiento preliminar de las ideas que presento en este libro. El primero es “Hacerse cargo de la historia”, aparecido en la columna de La Periferia es el centro del diario La República. El segundo es “Una pedagogía deliberativa”, publicado en la revista Ideele Nº 286. Recuperado de: https://revistaideele.com/ideele/content/una-pedagog%C3%ADa-deliberativa.
2 Menand, Louis. El club de los metafísicos. Barcelona, Ariel 2016.
3 Bernstein, Richard. El abuso del mal. Buenos Aires, Katz 2006.
4 Por supuesto, el desarrollo de la educación escolar y la educación superior requieren un estudio diferenciado; no obstante, en la medida en que aquí examinaré los modelos de educación ética, voy a detenerme en una aproximación estrictamente conceptual. En el presente volumen me ocuparé de la formación universitaria.
5 Véase Bennett, William (2001). El libro de las virtudes para los jóvenes. Madrid, Ediciones B.
6 Esta es la visión del propio Aristóteles en torno a la deliberación como razonamiento práctico en la ética y en la política. Consúltese Eth. Nic. 1097b14 y ss. y 1112b y ss.
7 Esta comprensión aristotélica y esquileana de la razón práctica no tiene absolutamente nada que ver con el temido “relativismo”. El hecho de que tenga un componente racional y otro situacional no implica sacrificar el valor de los bienes en juego y la inocultable validez de las razones que les subyacen. La meta es la acción, pero los bienes tienen pretensiones de valor universal. El examen de las circunstancias está orientado a la encarnación práctica de tales bienes intrínsecos.
8 Uso el término “espiritual” en un sentido hegeliano, no religioso.