Читать книгу El experimento democrático - Gonzalo Gamio - Страница 5

Оглавление

ÉTICA Y DISCERNIMIENTO PÚBLICO1

REFLEXIONES FILOSÓFICAS SOBRE LA FORMACIÓN

EN ÉTICA PÚBLICA Y LA LUCHA CONTRA LA CORRUPCIÓN

1. Ética pública y deliberación

Este artículo constituye una aproximación filosófica a la idea de ética pública, los conflictos que ella plantea en el seno de una democracia liberal, así como los modelos de formación en ética pública en el contexto de una sociedad como la peruana, una sociedad que libra un complejo combate contra la corrupción. Resulta evidente que solo generando una cultura cívica poderosa –una cultura conducente a la lucha y a la prevención de la corrupción y las conductas autoritarias–, el Perú podrá consolidar un proyecto genuinamente democrático.

¿Qué se entiende por “ética pública”? Se trata de una disciplina que examina los principios, los propósitos y los modos de actuar que orientan la práctica política en un doble nivel, a saber, el de la administración del Estado en sus diversas facetas y funciones, así como el plano del ejercicio de la ciudadanía en los espacios públicos, disponibles tanto el sistema político y como las instituciones de la sociedad civil. La ética pública evalúa y discute prácticas de diverso cuño, todas relevantes para el curso de la vida en común: nuestros representantes son elegidos para diseñar y ejecutar políticas públicas en nuestro beneficio, o para ejercer funciones legislativas y de fiscalización en el Congreso. Los funcionarios del Estado desempeñan diversas tareas administrativas vinculadas al servicio público. Los ciudadanos son agentes políticos que debaten juntos, incorporan nuevos temas en agenda, defienden derechos ante el Estado, se organizan. Todas esas actividades son políticamente significativas, pero pueden hacerse bien o mal, de manera justa o injusta, ampliando libertades o restringiéndolas, etc. La ética pública se ocupa de estas formas de orientación de la acción en el espacio común.

En efecto, la eficacia no puede constituirse como el único valor ni el fin supremo en el manejo de la cosa pública. El tipo de reflexión crítica del que hablamos pone énfasis en los principios y los procedimientos que sigue u observa la actividad del funcionario y el ciudadano, las motivaciones y las excelencias involucradas en su ejercicio, y no únicamente sus resultados. Valora particularmente las prácticas asociadas al uso transparente de la información y a los procesos de rendición de cuentas en los espacios de vida cívica.

Una de las prácticas políticas más relevantes para la buena marcha de lo público es la deliberación práctica. Ella consiste en la evaluación de las reglas, motivaciones y fines que orientan nuestras decisiones y acciones en los diferentes contextos de la vida común. La deliberación discute en qué medida la selección de determinados medios permite la consecución de ciertos fines, así como examina qué propósitos pueden pertenecer al fin o ser compatibles con un fin éticamente superior (prós tó telón). Se trata de una actividad que formula y somete a prueba argumentos en torno aquello que asigna o priva de sentido a la existencia humana, así como al entorno de normas, instituciones y símbolos en el que habita con otros.

El trasfondo normativo de la deliberación cívica son los principios legales y políticos de la democracia liberal. Se trata de principios de justicia que pretenden regular el régimen de gobierno, las leyes y las instituciones a partir de la igualdad de derechos y de oportunidades de los ciudadanos, así como la promoción de libertades en las esferas públicas y en el ámbito privado. Una sociedad democrática-liberal diseña la estructura política desde el reconocimiento de la pluralidad de comunidades y formas de vida que la habitan, de modo que el sistema de derechos deja un importante margen de elección en torno a la construcción y discusión del proyecto vital en el marco del respeto de la constitución y las leyes2. Un compromiso básico de dicha sociedad se identifica con la configuración de instituciones y espacios sociales en los que puedan adquirirse y cultivarse capacidades humanas que sean constitutivas de una vida de calidad y que sean compatibles con las exigencias de un Estado de derecho constitucional3.

A menudo, se acepta la idea de que la deliberación versa en torno a la precisión y el contraste entre bienes y males, con el objetivo práctico de “hacer el bien y evitar el mal”. Muchas veces, el proceso de discernimiento apunta a establecer una distinción nítida entre el bien y el mal, a la luz de una lectura estricta de los escenarios en los que hemos de actuar. No obstante, en ciertas oportunidades, debemos enfrentar otra clase de conflictos éticos, considerablemente más difíciles. Se trata de situaciones en las que se enfrenta el bien contra el bien, e incluso el mal contra el mal. Se suele describir estos conflictos como “trágicos”, en el sentido en que su eventual resolución no puede ser llevada a cabo sin que el agente experimente algún sentimiento de pérdida4.

Existen situaciones en las cuales tengo que escoger entre opciones que son intrínsecamente valiosas, merecedoras de respeto, dignas de ser elegidas. A mi juicio y percepción, se trata de opciones que merece la pena realizar: constituyen vehículos de plenitud por razones que podemos ofrecer y compartir en el debate. Sin embargo, no puedo llevar a cabo todos esos cursos de acción, debo elegir uno entre ellos. Este es un verdadero reto para la deliberación práctica. El caso es que, aunque el agente examine las opciones y llegue a estar convencido de que una de ellas es la más significativa, las razones que así lo establecen no reducen a silencio las razones que lo llevaban a reconocer las restantes alternativas como buenas y provechosas para la vida. Aun bajo la convicción de estar decidiendo bien qué hacer, lamentará no haber podido emprender otros caminos además del elegido.

Consideremos un escenario diferente. El agente debe escoger entre posibles cursos de acción que considera perturbadores, dañinas, empobrecedoras o dignas de rechazo. Incluso, podemos concluir que será mejor no hacer nada en absoluto. Esta es una situación en la que se enfrentan el mal y el mal, de modo que la propia inacción es percibida como un mal en liza. Tenemos que discernir el llamado “mal menor”, y esto nunca es fácil. La idea es que aun eligiendo la opción que resulta más tolerable existirán poderosos argumentos para sentir preocupación o dolor frente a esta clase de predicamento. Las tragedias griegas constituyen un auténtico espacio ético y espiritual para la deliberación en torno a la colisión de valores. El Agamenón de Esquilo y la Antígona de Sófocles discuten con particular intensidad la posibilidad de elegir entre males.

Aprender a enfrentar esta clase de conflictos prácticos constituye el corazón de la educación del ciudadano en materia ética y política. En la representación de las tragedias clásicas, ese era el propósito fundamental: desarrollar la capacidad de razón práctica (noús praktikós), así como el cuidado de las excelencias asociadas a su trabajo. Esta es la clave de comprensión de la antigua paidéia. Considerar estos conflictos implicará reconocer la vulnerabilidad como una dimensión constitutiva de los agentes humanos, así como la necesidad de formular las reglas de acción en conexión hermenéutica con los escenarios de su aplicación. Llegar a ser un ciudadano lúcido y esforzado, comprometido con su comunidad política, implica haber cultivado la capacidad de discernir situaciones de colisión valorativa. Es preciso recoger hoy en día el legado de la educación ética fundada en la deliberación práctica.

2. Discernir la corrupción. Aproximaciones al concepto de corrupción

Ser un buen ciudadano equivale a ser un agente político capaz de deliberar con clarividencia y sentido de justicia. Los ciudadanos tendremos que lidiar con conflictos éticos de diverso cuño que surgen cotidianamente en el espacio público, incluidos los conflictos trágicos. Es preciso combatir con firmeza los males producidos por el autoritarismo, la violencia, la injusticia pasiva, y la corrupción, entre otras faltas contra la ética pública que minan las bases de una sociedad democrática.

La corrupción constituye uno de los peores males que amenazan nuestras frágiles democracias. La condescendencia frente a su práctica –“roba, pero hace obra”– agrava esta situación: nos convierte en silenciosos espectadores de la conducta corrupta, y a veces en cómplices. La corrupción socava la confianza en las instituciones –que requieren de esa fe tanto para funcionar como para permanecer sólidas en el tiempo–, y en las autoridades; de hecho, contribuye a fortalecer el descrédito de la política.

El fenómeno de la corrupción es complejo y problemático. Las dificultades se inician cuando intentamos formular una definición. La manera habitual de definir la corrupción suele centrar toda su atención en el Estado o en el sistema político, y deja simplemente de lado otras instancias de la sociedad que pueden verse afectadas por la corrupción, como los sindicatos y la empresa privada, solo por poner dos ejemplos. Esta definición habitual describe la corrupción como el ilegal uso privado del bien público. De este modo, se restringe drásticamente el escenario de la corrupción y le resta visibilidad a un sector del propio circuito de la corrupción. Necesitamos un concepto más amplio de corrupción, que nos permita distinguir sus múltiples aristas.

El notable historiador Alfonso Quiroz ha elaborado una de las investigaciones más rigurosas y esclarecedoras acerca de la corrupción en el Perú en los tres últimos siglos. No obstante, su libro asume sin discusión la concepción que acabamos de evocar, que solo identifica como corrupción el mal uso de los bienes públicos.

Para los fines del presente trabajo, la corrupción se entiende como el mal uso del poder político-burocrático por parte de camarillas de funcionarios, coludidos con mezquinos intereses privados, con el fin de obtener ventajas económicas o políticas contrarias a las metas del desarrollo social, mediante la malversación o el desvío de recursos públicos, junto con la distorsión de políticas e instituciones. (Quiroz, 2013, p. 30)

En efecto, la comprensión de la corrupción que ofrece Quiroz de que solo el manejo irregular de los bienes que administra el Estado –y que puede reportar ventajas a personas puntuales del aparato público y a sus aliados en el sector privado– puede ser considerada corrupta, porque desatiende situaciones en las que se usa de modo irregular el poder, el dinero u otros recursos privados en espacios ubicados fuera de los márgenes del Estado. Este libro constituye un esfuerzo académico sin precedentes por estudiar las dimensiones de la corrupción estatal y su impacto negativo para las políticas sociales en el Perú. Sin embargo, el enfoque reductivo sobre el fenómeno le impide explorar algunas de sus manifestaciones y ramificaciones.

No se trata tan solo del tosco saqueo de los fondos públicos por parte de unos funcionarios corruptos como usualmente se asume. La corruptela comprende el ofrecimiento y recepción de sobornos, la malversación y la mala asignación de fondos y gastos públicos, la interesada aplicación errada de programas y políticas, los escándalos financieros y políticos, el fraude electoral y otras trasgresiones administrativas (como el financiamiento ilegal de partidos políticos en busca de extraer favores indebidos), que despiertan una reacción indebida en el público. (Quiroz, 2013, p. 30)

Así, Quiroz reconoce la diversidad de factores y manifestaciones del fenómeno de la corrupción, pero acepta ex hypothesi que constituye una práctica social que –en todos los casos– toca, en alguno de los segmentos del circuito mismo de la corrupción, el ámbito estatal y las transacciones con bienes públicos.

A lo largo de este texto, el lector podrá constatar la amplia gama de casos y formas de corrupción, siempre en relación con el núcleo sistémico y contrario al desarrollo de estas actividades ilícitas: el abuso de los recursos públicos para así beneficiar a unas cuantas personas y grupos, a costa del progreso general, político e institucional. (Quiroz, 2013, p. 30)

Es preciso construir un concepto más amplio y exploratorio sobre la corrupción, de modo que pueda recoger la multidimensionalidad del fenómeno y la naturaleza de los bienes y los recursos que son materia de transacción e intercambio5. Podemos hablar de corrupción en la medida que constatamos la intervención irregular del poder y del dinero en transacciones y prácticas en las que cuentan de una manera legítima otra especie de bienes y recursos. Tales actividades son incompatibles por principio –dada su naturaleza, así como sus propósitos internos– con la intromisión de la lógica del poder, de la influencia y del dinero6.

Un gobernador regional que postula a la reelección usa los recursos de la región –incluyendo dinero, medios de transporte y apoyo de funcionarios públicos– para ganar en la contienda y permanecer en el puesto. Un joven escritor presenta su obra a un concurso literario organizado por una asociación cultural renombrada, y pretende usar la influencia de su padre –el dueño de una importante editorial– para ganar. Una empresa de papelería pretende realizar un contrato con un ministerio, para lo cual participa en una licitación pública; para asegurarse dicho contrato, el propietario de la empresa soborna a un funcionario de alto rango que puede intervenir en la decisión final. Todos estos son casos de corrupción que tienen evidentes consecuencias morales y legales.

¿Qué tienen en común? En cada uno de estos casos, los personajes en cuestión –el gobernador-postulante, el joven escritor y el empresario– apelan a recursos y criterios externos a las actividades que realizan y a los propósitos que se han trazado lograr. El candidato debería contar con un financiamiento de campaña propio, fruto de los aportes de su partido y del apoyo de sus votantes, según lo establecido por la ley. El escritor debe poner en ejercicio su talento literario si busca ganar el concurso, cuyo jurado pretende emitir un juicio imparcial sobre los textos de los participantes. De un modo semejante, el empresario debe lograr que su empresa cumpla con los requisitos formales que exige el concurso público, y que compita en igualdad de condiciones con sus rivales. La apelación al poder político y a los recursos de la región (primer caso), a la influencia de la empresa editora de su familia (segundo caso), o al soborno (tercer caso), simplemente vicia el sentido de las prácticas, sus reglas y sus propósitos internos.

Este concepto de corrupción permite identificar con claridad la distorsión de las actividades y sus fines, así como sus exigencias de razonabilidad y transparencia ante las personas y las instituciones involucradas. Recoge, además, el sentido originario del latín corruptio, asociado al verbo corrumpĕre, expresión que habría de traducirse como “trastocar la forma genuina de algo”, “degradar” o “echar a perder”. La corrupción altera o pervierte transacciones en las que un bien social se logra o intercambia. La corrupción es una actividad básicamente instrumental, en la medida en que quienes la llevan a cabo buscan obtener algún beneficio particular (sea individual o corporativo), vulnerar los derechos de las personas y lesionar las instituciones y los principios del Estado de derecho.

La corrupción es una forma de injusticia. Se trata de una especie de daño provocada por una decisión humana (en contraste con las fatalidades, las catástrofes causadas por fuerzas no humanas, como los desastres naturales)7. Según las reflexiones de Cicerón –desarrolladas en clave democrática por Judith Shklar–, uno puede ser injusto de dos maneras diferentes. Es posible ser activamente injusto, en circunstancias en las que vulneramos los derechos de alguien o violamos las leyes. Se puede, asimismo, ser pasivamente injusto, en aquellos casos en los que uno observa que un tercero lesiona el derecho de otras personas o atenta contra la ley, y elige mirar hacia otro lado. En lugar de intervenir y denunciar la falta o el delito, prefiere “dejar hacer”, “dejar pasar” el daño. Se mantiene indiferente frente al dolor de otros, o se abstiene de actuar por pereza o por cobardía8.

La injusticia pasiva –advierte Shklar– constituye una manera decisiva de renunciar a actuar como un ciudadano. No solo se trata de falta de solidaridad con otras personas, la injusticia pasiva revela en quienes incurren en ella la ausencia de compromiso con la comunidad política, con su historia, con sus instituciones y miembros. La ciudadanía entraña la titularidad de derechos, pero también el ejercicio de deberes. Cumplir y hacer cumplir la ley no es opcional, constituye una exigencia ética y política para cualquier ciudadano. Quien abjura de su compromiso con la protección de los derechos del otro abandona el rol de ciudadano para asumir el de súbdito. Se convierte en un mero espectador de aquello que acontece en un escenario distante y ajeno.

La condescendencia frente a la corrupción constituye una forma patente de injusticia pasiva. En la medida en que observamos los actos de corrupción y los consideramos como “habituales” en los espacios del Estado, en la empresa privada o en las instituciones de la sociedad civil, o que los identificamos como componentes “ineludibles” de la gestión pública o privada, el “precio” a pagar por el ejercicio más o menos eficaz de la administración pública o corporativa, estamos robusteciendo malas prácticas que conspiran contra la justicia y el desarrollo institucional. Nuestro silencio frente a ellas nutre la cultura de impunidad que propicia que el circuito de la corrupción se mantenga activo. Si el Estado no cuenta con los procedimientos y los mecanismos de control y rendición de cuentas adecuados para prevenir y detectar la corrupción, entonces la posición de la democracia frente a estas prácticas que la erosionan se revela débil y manifiestamente vulnerable.

3. Formar ciudadanos. El dilema de la educación ética

Las políticas contra la corrupción son de naturaleza preventiva o sancionadora. Aunque los mecanismos de investigación, judicialización y punición de los actos de corrupción son fundamentales para combatir este flagelo, la dimensión preventiva resulta crucial para que esta lucha se convierta en una victoria. Necesitamos construir una cultura ética que reforme nuestras mentalidades e instituciones, y que eche raíces en la vida pública.

Este tipo de cultura se construye a través de la educación, así como de los hábitos ciudadanos que puedan cultivarse en los espacios de la vida en común. No obstante, es preciso discutir aquí qué clase de educación ética debería cimentarse en nuestro medio. Se trata de un proceso a largo plazo que contribuya a la adquisición de capacidades vinculadas al ejercicio del juicio práctico y la proyección empática, actividades que permiten a los ciudadanos reconocerse en la situación de otras personas, especialmente de aquellas que sufren injustamente. Necesitamos un modelo de formación ética que fortalezca un sentido de pertenencia a la comunidad política que potencie nuestra lealtad a la democracia, sus formas de vida e instituciones.

3.1. El modelo de la “educación en valores”

A menudo, el reconocimiento de que la corrupción y la violencia constituyen males que corroen los lazos sociales que sostienen nuestra comunidad política lleva a algunos políticos y educadores a invocar una peculiar “cruzada de valores” como remedio a la “crisis moral” que estaríamos viviendo. La idea que se plantea aquí es la de promover una “educación en valores” –a veces, denominada también educación del carácter–, fundada en la transmisión a los estudiantes de los “valores correctos” que habrían de guiar sus vidas. En su versión más sofisticada, este modelo pedagógico moral proviene del célebre libro de William Bennett, El libro de las virtudes para los jóvenes, que comunica a los lectores un conjunto de historias ejemplares que puedan ser fuente de inspiración para el comportamiento moral9. La idea de reunir textos clásicos que resulten edificantes no es incorrecta. El problema es el propósito y el método empleado. Cuando se trata fundamentalmente de inculcar una “doctrina” acerca de aquello que es bueno y mejor para la vida, no atendemos a la cuestión central de la formación ética, la construcción de un juicio propio que permita a los estudiantes a enfrentar lúcidamente situaciones nuevas y complejas.

El modelo de la educación en valores consiste básicamente en la transmisión de contenidos morales, que elaboran cartillas con la descripción de los valores supremos –justicia, responsabilidad, disciplina, compasión, etc.– y el comentario de relatos en los que la conducta del personaje central se hace paradigmática para bien o para mal. El antagonismo entre los “valores” (que orientan una vida significativa y virtuosa) y los “antivalores” (que degradan la vida, o la condenan al mal o acaso a la trivialidad), tiene un lugar central en este esquema educativo. La reflexión sobre los “héroes” tiene, asimismo, un espacio de privilegio en las clases. Este es el enfoque de educación ética que –en algunos casos, de un modo intuitivo; en otros, de un modo más consciente y sistemático– se usa en la escuela peruana, e incluso en algunas universidades comprometidas con el proyecto de “formar mejores personas”.

Encontramos más de un problema en este modelo. En primer lugar, es pertinente quién o quiénes deciden cuáles son los “valores” que habrán de formarnos como personas y como ciudadanos ¿Son las élites? ¿Son los pedagogos que diseñan los planes de estudio? No resulta difícil reconocer que aquí se reproduce un patrón paternalista acerca de dónde encontramos la fuente del asunto de cómo hemos de vivir, además de quién es un interlocutor válido en la reflexión sobre dicho problema. De hecho, el problema ético –desarrollado desde este enfoque– se convierte en un problema menor, específicamente metodológico. La cuestión ética crucial –“¿Cómo se ha de vivir?”– puede plantearse como “¿Cuáles son los fines que hacen de la vida digna de ser vivida?”, o también “¿Qué “valores” son los correctos?” (Si se quiere insistir en el vocabulario de los “valores”, que yo sin duda objetaría)10. Para esta visión de las cosas, esta cuestión es una pregunta menor, que básicamente ya está contestada: son los valores que están en estas cartillas, y que realmente están instalados en el trasfondo cultural o religioso de la comunidad. La cuestión ética de la educación en valores reside en cómo inculcar estos valores e incorporarlos en el “carácter” de los estudiantes. Para los destinatarios de este modelo, el asunto crucial consiste en cómo aplicar estos bienes superiores. Así, el problema ético simplemente pierde densidad y se torna prácticamente invisible.

Este planteamiento pedagógico se revela autoritario. Si el proceso de aprendizaje se basa en el adoctrinamiento, en la asimilación de contenidos y en la repetición, entonces fallaremos dramáticamente en la tarea de educar ciudadanos. No serán capaces de evaluar críticamente las acciones propias o ajenas, ni examinarán sus principios de acción. Tampoco se plantearán la tarea de revisar sus sistemas de creencias y valoraciones; solo aceptarán dogmáticamente lo estipulado por las tradiciones heredadas en materia ética. Un individuo formado así no estaré en condiciones de reconocer conflictos éticos de largo alcance, ni de enfrentarlos con entereza y clarividencia. No estará dispuesto a cuestionar el estatus de quienes se perciben como los “intérpretes” de la tradición.

Difícilmente podremos construir una auténtica democracia mientras la escuela siga siendo un inexpugnable reducto autoritario. La palabra del maestro se ha convertido desde hace tiempo en inapelable. Los valores que suele exaltar la escuela peruana son la “disciplina, el orden y la autoridad”, no el desarrollo de un espíritu crítico, el ejercicio de la justicia o la búsqueda del conocimiento. La vocación por el debate no ha echado raíces en la escuela11. El modelo de la educación en valores reproduce –a veces, involuntariamente– este esquema autoritario que no forma ciudadanos. No en vano dice concentrarse estrictamente en el “carácter” y no hace una alusión explícita a la construcción del juicio. Aquí, la referencia a los “valores” es de corte paternalista e irreflexivo. En el fondo, este modelo pedagógico es sustancialmente antidemocrático.

3.2. Ética cívica y pedagogía deliberativa

Si lo que queremos es construir una ética ciudadana sólida, nuestro modelo de educación debe ser otro. Voy a tomar la noción de “pedagogía deliberativa” de Abraham Magendzo12. Este autor recurre como fuente de inspiración a la teoría crítica de Jürgen Habermas; mi referente principal es más bien Aristóteles. En nuestro medio, Alessandra Dibós, Alex Romero y Eddy Romero son pedagogos que han desarrollado la educación ciudadana desde la práctica de la deliberación13. Magendzo sostiene que una de las características de una sociedad democrática consiste en que sus ciudadanos son agentes políticos que deliberan sobre asuntos de interés público que tienen efectos sobre sus vidas14. Esta práctica prepara a los ciudadanos a enfrentar los retos de la diversidad y la inclusión política y económica.

Una sociedad que delibera es una sociedad capaz de respetar las diferencias, identidades y opiniones. Pero también es una sociedad cuyos miembros son capaces de comprender y colocarse en la posición de sus interlocutores, de modo que pueden advertir el porqué de sus demandas u opiniones, de esta forma se generaran ámbitos de comunicación que enriquecen e integran en igualdad las diferentes posiciones de sus miembros, que son capaces de resolver y establecer el entendimiento sobre la base de bienestar común y del respeto a las minorías. (Caviglia, 2013, p. 74)

La deliberación práctica versa sobre las posibilidades de la acción humana en comunidad. El terreno de la práctica versa sobre lo que está en nuestras manos, aquello que es susceptible de transformación. No olvidemos que Aristóteles aseveraba que “nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera ni sobre lo que no es capaz de hacer” (Eth. Nic. 1140a). El proceso deliberativo educa a las personas en el examen crítico de los principios, y los propósitos de la acción, en el esclarecimiento de los contextos vitales. Nos invita a profundizar en las razones del otro, a ponernos en su lugar evaluando su situación. Nos permite, asimismo, reconocer que la incertidumbre constituye un elemento básico de los escenarios en los que actuamos y tomamos decisiones, a menudo difíciles. Esta clase de comunicación nos enseña a valorar la discrepancia razonable tanto como la construcción de acuerdos.

Como es natural, frente a un determinado problema, surgen distintas posiciones, las cuales pueden entrar en tensión y conflicto entre sí. En espacios de intercambio y deliberación, se trata de identificar y analizar estas tensiones, contradicciones y conflictos éticos […] y cognitivos que emergen y son indesligables de las historias de vida de las y los participantes. (Dibós, 2013, p. 125)

Un componente central de la pedagogía deliberativa es la actitud falibilista. Esta consiste en estar dispuestos a justificar la propia perspectiva hasta donde nos sea posible, a la vez que reconocer que existe la posibilidad de que estemos equivocados. Si descubrimos que las razones esgrimidas por el otro son más acertadas que las nuestras –de modo que ellas cuestionan eficaz y lúcidamente nuestras ideas–, entonces estamos abiertos a suscribir los argumentos de nuestro interlocutor. No hay punto de vista que no sea materia de revisión o de corrección (Bernstein 2006, p. 58). Los agentes deliberativos están comprometidos con la búsqueda del mejor argumento antes que con la victoria en una discusión. El debate es el procedimiento en virtud del cual arribamos a auténticos acuerdos de carácter práctico, pero en él aprendemos a valorar –además de los consensos–, el respeto de la diversidad y el encuentro de ideas. El falibilismo resulta una actitud esencial para el cultivo del libre intercambio de argumentos, base de toda forma de discernimiento ético.

4. Educar en la deliberación para prevenir la corrupción. Reflexiones finales

El trabajo de formación ciudadana propio de la pedagogía deliberativa resulta esencial para la construcción de una cultura preventiva contra la corrupción. Por supuesto, las capacidades y las excelencias propias de la deliberación práctica son sumamente útiles en las actividades de las autoridades y los funcionarios públicos en el ejercicio de las tareas investigadoras y sancionadoras de la justicia, en el marco del funcionamiento de los mecanismos de control que buscan asegurar la transparencia y la rendición de cuentas respecto de la gestión pública, así como el cumplimiento de la ley en los espacios del mercado y la sociedad civil. No obstante, la dimensión preventiva constituye un elemento crucial en la lucha por el fortalecimiento de la ética pública en los diferentes escenarios de la sociedad.

Esta lucha requiere –para encarnarse en la vida social– de un sentido concreto de solidaridad cívica. La corrupción enriquece o dota de un poder inmerecido a personajes inescrupulosos –actores públicos y privados–, pero empobrece y priva de libertad y de oportunidades valiosas a los sectores más vulnerables de la sociedad. La corrupción mina las posibilidades del desarrollo y la justicia de las personas y las comunidades, y debilita las instituciones democráticas. Solo si los ciudadanos estamos alertas ante la potencial trasgresión de la ley y estamos en capacidad de proyectarnos empáticamente en la situación de las víctimas, la corrupción podrá ser derrotada. La práctica de la injusticia pasiva infunde un aura de impunidad entre los perpetradores que alienta la conducta corruptora y corrupta, y desmoraliza al ciudadano que se propone realizar tareas de control en materia de ética pública.

La pedagogía deliberativa cultiva el juicio y las actitudes de los estudiantes con el fin de que estos, una vez llegados a la adultez, puedan ejercer la ciudadanía como una genuina agencia política. Esta condición implica la voluntad de intervenir en el espacio público formulando argumentos que fortalezcan una cultura ética en la sociedad, generando políticas de vigilancia y denunciando con coraje, lucidez e información las faltas a la probidad y a la transparencia en las instituciones privadas y públicas. La educación en valores y el mero diseño de códigos de conducta básicamente declarativos no contribuyen a crear esa cultura de participación cívica: forman espectadores antes que agentes.

Finalmente, es necesario recordar que la concentración del poder fortalece el círculo vicioso entre la conducta corrupta-corruptora y la cultura de la impunidad. El ciudadano precisa de un marco legal adecuado, de procedimientos y mecanismos de fiscalización y de control, pero también de un ethos de compromiso con la comunidad política. La democracia en un sistema de leyes e instituciones, pero también una forma de vida que debe arraigarse en el ciudadano común. Sin deliberación y acción cívica en los espacios del sistema político y en las organizaciones de la sociedad civil (universidades, ONG, colegios profesionales, sindicatos, iglesias, etc.), la corrupción puede prosperar y echar raíces, lesionando el tejido social del Estado, las comunidades y las instituciones. Cuanto más fuerte es la democracia y más sólida es la vida activa del ciudadano, el peligro de corrupción es considerablemente menor. Si no somos parte de la solución, seremos parte del problema. Ese es nuestro más significativo dilema ético y político.

REFERENCIAS

Bernstein, Richard J. (2006). El abuso del mal, Katz.

Caviglia, Alessandro (2013). “Discernimiento público, educación democrática y derechos humanos”. En: Frisancho, Susana y Gonzalo Gamio (eds.). El cultivo del discernimiento. Lima, UARM – Íbero, pp. 235-268)

Dibós, Alessandra (2013). “Pedagogía deliberativa y construcción de ciudadanía democrática en el Perú”. En Frisancho, Susana y Gonzalo Gamio (eds.). El cultivo del discernimiento. Lima, UARM – Íbero, pp. 121-150.

Quiroz, Alfonso (2013). Historia de la corrupción en el Perú. Lima, IEP / IDL.

1 Este artículo fue publicado originalmente en Gamio, G. E. (2016) Reflexiones filosóficas sobre la formación en ética pública y la lucha contra la corrupción. En: Metas del Perú al Bicentenario (pp. 357-363) LIMA: Consorcio de Universidades.

2 Véase Rawls, John (1997). Conferencia I. Liberalismo político. México, FCE.

3 Consúltese Nussbaum, Martha C. (2012). Crear capacidades. Barcelona, Paidós.

4 Cfr. Williams, Bernard (1993). “Conflictos de valores”. En: La fortuna moral. México, FCE (quinto ensayo) y “La congruencia ética”. En: Raz, Joseph (1985). El razonamiento práctico. México, FCE, pp. 171-2017; Berlin, Isaiah (1998). “La persecución del ideal”. En: El fuste torcido de la humanidad. Barcelona, Península, pp. 21-37.

5 He discutido brevemente este concepto en otro lugar. Véase Gamio, Gonzalo “Tomar la corrupción en serio” en: Páginas Vol. xxxiii, No.212, (dic. 2008), pp. 40-44.

6 Estoy utilizando libremente aquí la tesis central del libro de Michael Walzer, Esferas de la justicia, para describir la corrupción en términos de la intromisión en esferas sociales heterogéneas por parte de los bienes propios del espacio económico y político. La tesis de Walzer funciona para la justicia distributiva, yo la estoy derivando hacia la comprensión del fenómeno de la corrupción. Consúltese Walzer, Michael (1993). Esferas de la justicia. México, FCE.

7 Cfr. Shklar, Judith N. (1988). The Faces of Injustice. New Haven and London, Yale University Press, caps. 1-2.

8 Cfr. Cicerón, Los oficios. Libro I, capítulo VII. Madrid, Espasa-Calpe; véase asimismo Shklar, Judith N. The Faces of Injustice, pp. 40-50.

9 Bennett, William (2001). El libro de las virtudes para los jóvenes. Madrid, Ediciones B.

10 Cfr. Williams, Bernard (1997). La ética y los límites de la filosofía. Capítulo I. Caracas, Monte Ávila.

11 Consúltese al respecto Montes, Iván Autoritarismo y educación Lima, Consorcio de Centros Educativos Católicos del Perú - Banco de Crédito del Perú 1993. Véase también Talavera, José Educación como libertad. Recuperado de: http://3.elcomercio.e3.pe/doc/0/0/8/8/1/881627.pdf.

12 Magendzo, Abraham “Formación de estudiantes deliberantes para una democracia deliberativa” en: REICE - Revista Electrónica Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación 2007, Vol. 5, No. 4 pp. 70-82. Recuperado de: <http://www.rinace.net/arts/vol5num4/art4.pdf>.

13 Cfr. Dibós, Alessandra (2013). “Pedagogía deliberativa y construcción de ciudadanía democrática en el Perú” en: Frisancho, Susana y Gonzalo Gamio (Eds.) El cultivo del discernimiento Lima, UARM – Íbero, pp. 121-150; Romero Meza, Alex y Eddy Romero Meza (2015). “Deliberar en las escuelas: una experiencia educativa en el Perú” Madrid, Editorial Académica Española. Agradezco a Alex y Eddy Romero el facilitarme el manuscrito de este texto.

14 Véase Caviglia, Alessandro (2013). “Discernimiento público, educación democrática y derechos humanos” en: Frisancho, Susana y Gonzalo Gamio (eds.) El cultivo del discernimiento Lima, UARM – Íbero, pp. 235-268.

El experimento democrático

Подняться наверх