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Gonzalo Vial, historiador del presente
Leer hoy esta selección de columnas escritas por Gonzalo Vial entre los años 1994 y 2009 produce una extraña sensación de incomodidad. Hay en ellas un diagnóstico muy fino —y desalentador a la vez— de las dificultades que vienen aquejando a nuestro país desde hace ya varios decenios. Por cierto, el diagnóstico no ha perdido nada de su actualidad. Más bien, cabría decir lo contrario: el tiempo ha confirmado varias de las intuiciones presentes en esta compilación. Mientras parte de nuestra clase dirigente se vio sorprendida por lo ocurrido en octubre de 2019, Vial había formulado con mucha antelación, y de modo extraordinariamente preciso, los términos fundamentales de nuestra crisis. En ese sentido, estas columnas pesan de algún modo sobre nosotros, y de allí la incomodidad: su autor quiso advertirnos de varios flagelos y, sin embargo, optamos por la más cómoda de las ignorancias.
En virtud de lo anterior, tiendo a pensar que tenemos pocas tareas más urgentes que intentar determinar las causas intelectuales de esa ignorancia deliberada, rayana en la culpabilidad. ¿Por qué decidimos —no hay otra palabra— no prestar atención a aquellas voces que apuntaban a ciertas tensiones no resueltas de nuestro desarrollo? ¿Por qué preferimos apartarlas, con un gesto rápido, como quien busca acallar al mensajero que porta noticias que no queremos oír?
Desde luego, un primer motivo guarda relación con el inevitable destino de los aguafiestas. Así, mientras todos celebrábamos, felices y radiantes, el crecimiento, las buenas cifras macroeconómicas y los múltiples índices que aseguraban que Chile alcanzaría el anhelado desarrollo en unos pocos lustros, Vial tocaba una nota muy disonante. No hay tal, repitió hasta el cansancio. Detrás de esas cifras se escondía, según él, un drama humano y social que no tardaría en estallar si persistíamos en esa alegría tan miope. Así, puede decirse que Gonzalo Vial fue recibido como se recibe a quien viene a arruinar una celebración largamente esperada. ¿Por qué dejarse llevar por el pesimismo si Chile nunca había sido más próspero? Si se quiere, Vial fue uno de los primeros autoflagelantes, cuando el viento corría —con mucha fuerza— a favor de los autocomplacientes de todos los colores.
Con todo, existe otro motivo que permite comprender por qué escuchamos poco y nada a Gonzalo Vial: el historiador se prestaba poco a nuestra manía por fijar a cada cual en un casillero bien definido, y dejarlo allí para siempre. Tendemos a escuchar solo a los nuestros, y no admitimos que alguien de fuera pueda decir algo valioso y pertinente, que merezca consideración. Además, no sabemos muy bien qué hacer si alguien no responde a nuestros moldes preconcebidos. Para peor, Gonzalo Vial era mirado con desconfianza en su propia tribu —la derecha entendida en términos muy amplios—. En efecto, es inusual que alguien “de derecha” afirme, sin matiz alguno, que la no entrega de cuerpos de ejecutados políticos es la mayor herida de nuestra historia, que las violaciones a los derechos humanos constituyeron un cáncer moral cuyo principal responsable ante la historia sería el mismo Augusto Pinochet, o que reconozca la coherencia de vida de Salvador Allende. No contento con eso, Vial integró la Comisión Rettig, defendió siempre el valor intrínseco de la cultura mapuche —que merece protección y fomento por parte del Estado—, conservó distancia de las versiones más ortodoxas del liberalismo económico, criticó severamente el uso del Simce para poner en competencia a las escuelas entre sí y objetó las sucesivas rebajas de edad de la responsabilidad penal. Así, las palabras de Vial tuvieron pocos efectos políticos inmediatos: no era hombre de casilleros ni de militancias cerradas, cuestión escasamente comprendida en nuestro medio. Sin embargo, eso mismo explica buena parte de su admirable libertad intelectual. En Vial primó siempre una mirada atenta a la realidad, una mirada que pudiera hacerse cargo de los fenómenos observados; y esa libertad le dio una ventaja respecto de otros comentadores. Una de sus grandes virtudes intelectuales fue que nunca, en su larga trayectoria, se dejó llevar por pasajeras modas ideológicas. No se encandiló con el marxismo y el culto al movimiento histórico de los sesenta, supo ver las limitaciones de nuestra posterior modernización liberal, y se mantuvo hasta el final de su vida a buena distancia del progresismo dominante.
Ahora bien, sin perjuicio de lo anterior, Gonzalo Vial miraba la realidad desde un lugar bien determinado. No carecía de lentes, sino que sus lentes le revelaban aspectos que, para muchos, permanecían ocultos. Por de pronto, el cultivo constante y riguroso de su propia disciplina —la historia de Chile— iluminó su propia observación del presente, porque le permitió examinar a los actores desde sus propios dilemas, y estudiar las situaciones haciéndose cargo de su complejidad, sin maniqueísmos de ninguna especie. Al atender al presente, el historiador posee una caja de herramientas muy valiosa. Para Vial, aunque se trata de perspectivas distintas en función del tiempo, no hay una distinción radical entre el periodismo y la historia. Después de todo, no hay nadie más abierto a la alteridad que un buen historiador.
La principal analogía a la que recurre para explicar nuestro propio ciclo histórico es la del Centenario. Ambos períodos tienen una coincidencia digna de notar: élites eufóricas en la autocelebración, pero ciegas e indolentes frente a la caldera social que se incubaba bajo sus pies. Si Mac Iver podía decir a inicios del siglo xx que “la cuestión social no existe en Chile (…) para los obreros urbanos”, un comentador de principios del siglo xxi afirmaba, hace no tanto tiempo, que “para este Bicentenario (…) la sensación de malestar está ausente”. Vial rechaza con fuerza toda la retórica asociada al jaguar latinoamericano, porque esta, a su juicio, escondía bajo la alfombra muchas miserias, como las ocurridas un siglo antes, cuando las clases dirigentes negaban la existencia misma de la “cuestión social”1. Su lucidez guarda relación con la distancia que siempre marcó con la noción misma de progreso: la historia humana no sigue un curso necesario ni ascendente. Nuestro relato de la modernización fue miope a la hora de percibir sus dificultades internas por el siguiente motivo: una adhesión más o menos generalizada y transversal a algún tipo de narrativa progresista, en virtud de la cual dicha “modernidad” no podía sino ser globalmente positiva. Vial reconocía, por supuesto, el progreso material de las últimas décadas, pero no podía dejar de pensar que una evaluación correcta de ese progreso no debía ignorar sus aspectos menos felices.
El segundo marco que está presente en todos los textos de Vial es, por cierto, su fe católica. Ella informa enteramente su trabajo y su vida, pues —como buen discípulo de Jaime Eyzaguirre— no concebía el cristianismo como un compartimento separado de la existencia. Contrariamente a lo que suele pensarse, su fe no representaba una pérdida de perspectiva, sino más bien una ganancia. Podría aplicársele la vieja máxima tomista: la gracia perfecciona a la naturaleza, esto es, le permite comprender mejor los fenómenos naturales. Así, por mencionar el ejemplo más nítido, la Doctrina Social de la Iglesia lo impele a volver siempre su mirada a los más vulnerables —que son siempre también los más invisibles—. Para Vial, la caridad (virtud fundamental del cristiano) no es suficiente si no va acompañada de justicia social, y esta idea guía muchos de sus análisis.
En efecto, el diagnóstico elaborado por Vial respecto de nuestros problemas arranca de una primera constatación: la progresiva disolución de los vínculos familiares, cuestión que tiene efectos especialmente severos en los sectores medios y populares. Para nuestro autor, las consecuencias de este proceso son simplemente devastadoras, por más que nos neguemos a mirarlas de frente. Aunque naturalmente la familia en Chile no ha correspondido nunca a un ideal añorado2, es difícil negar que la modernización indujo una serie de cambios que la tienen enfrentada a una crisis sin precedentes. La cuestión puede resumirse así: allí donde no hay una estructura familiar medianamente estable, los hijos quedan desprovistos de un bien humano fundamental. Niños sin familia son, fundamentalmente, niños solos y desprovistos de entornos protegidos. Ese es el primer vínculo social, y es muy difícil reconstituir luego vínculos comunitarios si ha fallado el primero de ellos. En otras palabras, la intuición de Vial es que no tendremos comunidad si no tenemos antes familias. Su falta tiende a condenar a la marginalidad, porque deja sin espacios de protección a quienes más los necesitan. Mientras más hostil se vuelve el mundo, más necesitamos a la familia; y, sin embargo, más débil esta se vuelve. Una rápida mirada a los fenómenos que se entremezclan puede darnos una primera impresión de aquello que tanto inquietaba a Gonzalo Vial: embarazos cada vez más precoces, aumento notorio de hijos nacidos fuera del matrimonio (hoy la cifra ronda el 75%, en 1998 era de un 30%), creciente ausentismo del padre, hogares uniparentales, carencias materiales (agravadas por el abandono masculino), círculos viciosos de violencia intrafamiliar, estudios incompletos y de mala calidad, ausencia de redes colaborativas, medios masivos que fomentan cierto hedonismo, desaparición del domingo como día aislado de la actividad económica, horarios de trabajo incompatibles con la vida familiar, largas horas de transporte, publicidad que muestra una opulencia inaccesible a la gran mayoría y penetración de la droga. Sobra decir que la combinación de estos factores es cuando menos explosiva. La sociedad contemporánea, por uno u otro camino, despoja poco a poco la familia de sus funciones más básicas. El individuo queda solo frente a un sistema anónimo y, con frecuencia, cruel. ¿Qué horizonte vital le hemos brindado a esa juventud? ¿Qué motivos tendrán muchos para adherir al sistema imperante si este ha tendido a excluirlos sistemáticamente? ¿Por qué sorprenderse después del resultado?
De ahí que el único modo de atacar este problema en su raíz sea atender a la familia: es allí donde se urden dificultades que pesan más tarde. Ver en esta preocupación por la familia una obsesión exclusivamente conservadora —en el sentido más estrecho de la expresión— ha sido, quizás, el error más grueso que han cometido nuestras élites en los últimos decenios3. Es cierto que algunas posiciones de Vial contribuyen por momentos a esa impresión (por mencionar un ejemplo, su crítica a la ley que elimina las diferencias entre hijos legítimos e ilegítimos está lejos de ser convincente). Sin embargo, no deberíamos invalidar de antemano su diagnóstico a partir de eso. En efecto, sus preocupaciones siguen siendo más pertinentes que nunca: allí donde la familia se ha debilitado, o derechamente destruido, se hace muy difícil construir cualquier cosa común digna de ese nombre. Podemos tener tribunales, colegios, policías, servicios de menores, pero nos será imposible suplir aquello que faltó en un inicio. Si es cierto que la realidad del Sename sigue siendo nuestra principal tragedia, entonces sus inquietudes merecen una consideración seria.
La columna sobre Hans Pozo —“Todos fuimos”— ilustra magistralmente el razonamiento. Pozo careció de núcleo familiar: su padre desapareció, y su madre se lo entregó a unos tíos. Estos lo echaron cuando el adolescente se volvió muy problemático, y terminó entonces en una familia evangélica, que también lo expulsó tras sucesivos robos. A los dieciséis años Pozo vivía con una joven, y fue padre a los diecinueve, pero pronto abandonó a madre e hija (reiniciando el círculo vicioso). Sin trabajo estable, sin estudios, Pozo deambuló por los mundos de la droga y la prostitución masculina. Nunca más tuvo “casa”, sino “caleta de acogida”, piezas varias y camión de feria. Quiso volver a contactarse con su madre, pero sus (medios) hermanos no lo permitieron. Así, terminó descuartizado. Según Vial, todos lo matamos. La historia está contada con coraje, porque no es fácil mirar sin edulcorantes una realidad atroz, que convive con nosotros y a muy poca distancia. Para el autor, toda esta historia —como la de la “Chica Ceci”, también presente en este volumen— es un fiel reflejo de los males que aquejan a nuestro país. Como Valdés Cange relató hace más de cien años la trama oculta del Centenario en Sinceridad: Chile íntimo en 1910, Vial busca retratar en esas líneas el reverso de nuestro desarrollo. Nuestro país se convirtió en un país rico, pero poblado por gente pobre. De allí la modernidad “coja” que hemos construido: pujante, luminosa y celebrada, por un lado; terrible, solitaria y desalmada por otro. No quisiéramos ver esta segunda dimensión, y por eso la escondemos, la ocultamos. Sin embargo, a veces sale a la superficie.
Hans Pozo no tuvo hogar, y esa primera carencia es difícilmente subsanable. Un niño solo es un niño expuesto a todos los peligros, al que después encarcelamos a una edad cada vez más temprana, sin brindarle nunca una oportunidad de integrarse al orden social, ni una educación de calidad mínima. Debe agregarse, para completar el cuadro, la decadencia de las instituciones cuya función era contener, en la medida de lo posible, estas dificultades; y la influencia creciente del narcotráfico. Por eso a Vial le parecía tan descaminada la obsesión progresista por la emancipación individual. En efecto, a sus ojos, se estaba fraguando una crisis que requería otras aproximaciones. A lo que es necesario agregar que es muy difícil comprender el hecho familiar desde una perspectiva estrictamente individual: hay algo fundamental que se pierde de vista. Al abrazar un credo que no considera de ningún modo la relevancia de la familia, el progresismo abandona a los más vulnerables, y escoge un discurso que se orienta a los sectores más acomodados: la disolución de la familia no tiene los mismos efectos en Vitacura que en Lo Prado4.
Otro tema recurrente en la pluma de Vial es la educación. Esto no debe extrañar si recordamos que fue ministro del rubro en 1979, y que dedicó buena parte de sus energías a la Fundación Educacional Barnechea. Según él, varios de nuestros problemas se explican por la mala calidad de nuestra instrucción pública. Esa mala calidad se debe a dos motivos fundamentales: la insuficiencia radical de la subvención estatal y la rigidez impuesta por el Estado a la administración de los establecimientos. Sobre el primer punto, el autor es tajante: una subvención que no alcanza el mínimo necesario no sirve de absolutamente nada, y es un falso consuelo pensar lo contrario. La educación pública necesita mucho más dinero para poder cumplir con sus funciones más básicas. Sin embargo, ese aumento debe sumarse a una mayor flexibilidad en el manejo de los colegios: un director ha de poseer las atribuciones necesarias, en ausencia de las cuales no es responsable de los resultados. Por cierto, esto se ve agravado por el aludido debilitamiento de la familia. Mientras más frágil es esta, más esperamos de la educación, que necesariamente debe recoger ese naufragio. Dicho esto, no le damos los medios para cumplir la tarea titánica que le asignamos. Uno podría multiplicar las observaciones de Gonzalo Vial, cuya pertinencia el tiempo solo ha acentuado. Así, por ejemplo, advirtió tempranamente el desastre del Instituto Nacional y la pendiente resbaladiza de las tomas. También vio venir las graves dificultades que tuvo, al menos en su primera etapa, la acreditación universitaria; y describió con suma precisión la trampa mortal de la PSU, indexada a contenidos “mínimos” inabarcables que otorgan un poder (que se cobra en dinero) a quienes conocen sus secretos.
Decía más arriba que Gonzalo Vial veía en nuestra situación de principios de siglo muchas analogías con el Bicentenario: por un lado, una caldera social; y, por otro, una clase dirigente con escasa sensibilidad para percibir la temperatura de esa caldera. Sus palabras respecto de nuestra situación no están desprovistas de cierto dramatismo. Así, podía escribir el 2004 que pronto “la desintegración [del tejido social] será irreparable”, y “nos hallaremos sumidos, por su causa, en gravísimas convulsiones de todo orden, incluso políticas y económicas”. Para él, la responsabilidad es clara, y en esa crisis que pronosticaba podríamos ver “la desidia frívola y culpable” de la clase dirigente, análoga a la del Centenario.
Con todo, al observar la crisis de principios del siglo xx, Vial reconocía un mérito notable de aquella época, que había permitido capear de algún modo el temporal: la colosal inversión en educación popular. Por la voluntad de “un grupo de pedagogos visionarios y de presidentes convencidos”, dice, “el Estado de Chile gastó a manos llenas en educación popular”. Esa inversión transformó al país: en 1931 Chile era un país democrático y de clase media, lo que habría evitado una revuelta de envergadura (aunque no las convulsiones profundas de los años 20). En otras palabras: la oligarquía parlamentaria gastó en educación escolar, y eso generó un innegable desarrollo. Es cierto que ese progreso no estuvo exento de dificultades, pero fue muy real. Al fin y al cabo, y como recuerda el mismo Vial en otro sitio, no es fruto de la pura casualidad que una joven directora de liceo —Gabriela Mistral— le haya prestado novelas rusas a un alumno de último año escolar —Pablo Neruda— en el Temuco de 1920, lo más parecido a un farwest criollo5. A pesar de la frivolidad imperante, parte del dinero del salitre se destinó a fortalecer la educación. La pregunta que surge es, desde luego, si hemos hecho algo análogo con los recursos del cobre que permita un progreso semejante al que dio inicio a la república mesocrática. Podría argüirse que la gratuidad universitaria es el esfuerzo equivalente. Sin embargo, eso olvida que nuestras carencias más apremiantes no están en aquellos que pueden ingresar a la universidad, ni de lejos6. Nuestros Hans Pozo —que siguen allí, tan cerca y tan lejos— necesitan algo muy distinto. La educación pública escolar no ha tenido un gran salto. Por más que duela, los pobres siguen esperando.
Marc Bloch decía que “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”, pero advertía al mismo tiempo que es “vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente”7. El esfuerzo por comprender el presente necesita del pasado, e inversamente: ambos planos no pueden nunca separarse del todo. En la vida y obra de Gonzalo Vial encontramos una admirable articulación entre ambas dimensiones, que se iluminan entre sí. El historiador mira la actualidad dotado de un horizonte muy vasto, y el periodista recurre al pasado para identificar los hilos ocultos de nuestra historia. Si acaso es cierto que la ciencia del pasado es también ciencia del presente8, pocos han destacado tanto en ese arte como Gonzalo Vial.
Daniel Mansuy Huerta
Director del Centro de Estudios e Investigación Social, SIGNOS
Universidad de los Andes
1 Cfr. capítulos 9 y 11 de su inconclusa Historia de Chile (1891-1973), t. 1: “La sociedad chilena en el cambio de siglo (1891-1920). Zig-Zag, 1981.
2 Cfr. Pedro Morandé. Escritos sociológicos escogidos, capítulo 2 (Ediciones UC, 2017).
3 El Partido Socialista Alemán afirmaba lo siguiente en 2007: “Nuestro modelo es la familia en la que madre y padre son igualmente responsables por la provisión y el cuidado. Eso es lo que quiere la gran mayoría de los jóvenes. Se corresponde con la necesidad de madre y padre que tienen los niños, y asegura la independencia económica de la familia” (p. 65 del “Hamburger Programm. Das Grundsatz Programm der SPD”, disponible en https://www3.spd.de/linkableblob/1778/data/hamburger_programm.pdf). En la actualidad, ¿qué colectivo de izquierda chileno estaría dispuesto a suscribir una declaración de esta naturaleza?
4 Un buen ejemplo de esta situación pudo verse en el asesinato de Daniel Zamudio, que fue leído por nuestras élites en clave puramente homofóbica. Sin embargo, una investigación posterior de Rodrigo Fluxá (Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos, Catalonia-UDP, 2014) reveló que los problemas que afloraron esa noche fueron también y, sobre todo, de otro orden. El círculo infernal de marginalidad que corroe a nuestras sociedades no tiene que ver principalmente con discriminación sexual. No deja de ser impresionante cómo nuestra discusión pública privilegia las categorías equivocadas. De hecho, el libro de Fluxá fue duramente criticado por la opinión ilustrada: no decía lo que debía decir ni se plegaba a la perspectiva dominante.
5 Vial, Gonzalo. Chile: cinco siglos de historia, t. 2. Zig-Zag, 2009, p. 1017. También en Serrano, Sol. El liceo. Taurus, 2018.
6 Para Gonzalo Vial, “la educación gratuita básica y media tiene prioridad absoluta sobre la superior en cuanto a gasto público”. Para una explicación más detallada del punto, véase su texto “La prioridad de la enseñanza masiva”, en Estudios Públicos 13 (1984): 229-240.
7 Bloch, Marc. Apología para la historia o el oficio de historiador, FCE, 2006, p. 71.
8 Rémond, René. Vivre notre histoire, Centurion, 1976, p. 196.