Читать книгу Sindicatos y política en México: cambios, continuidades y contradicciones - Graciela Bensusán - Страница 4

Оглавление

Introducción

Los sindicatos fueron uno de los pilares del régimen autoritario posrevolucionario que prevaleció en México desde la década de 1920 hasta finales de la de 1990. Sin embargo, las reformas emprendidas a mediados de la década de 1980 para liberalizar el mercado socavaron las bases económicas de la alianza entre el movimiento obrero organizado y la élite política gobernante.[1] La reestructuración económica en los sectores público y privado redujo drásticamente la influencia de los sindicatos para negociar salarios, prestaciones y condiciones laborales. En consecuencia, disminuyeron de manera notable tanto la parte sindicalizada de la población económicamente activa (PEA) como los ingresos de los trabajadores. A medida que perdían apoyo los sindicatos tradicionales aliados con el gobierno, se fue fragmentando la organización que los agrupaba, el Congreso del Trabajo (CT). El surgimiento de sindicatos más independientes aumentó el pluralismo político en el movimiento obrero y luego, desde mediados de la década de 1990, la consolidación de la competencia electoral multipartidista amplió las opciones de los trabajadores individuales en las urnas. Sin embargo, la mayoría de los sindicatos siguió al mando de dirigentes cuyo carácter de intocables estaba asegurado por las disposiciones (y la falta de otras) de una legislación laboral que lograban inhibir o, en su caso, bloquear los esfuerzos de las bases por hacerlos rendir cuentas. Este mismo régimen jurídico otorgó a los funcionarios del gobierno controles extensivos tanto sobre la formación de los sindicatos como sobre sus acciones —incluidas las huelgas—, con lo que el gobierno obtuvo una capacidad significativa de prevenir y mediar en los conflictos redistributivos.[2] En esencia, la combinación de sindicatos debilitados, dirigentes sindicales intocables, empleadores resistentes a aceptar una auténtica bilateralidad en las relaciones laborales y fuertes controles estatales limitó las posibilidades de que los trabajadores defendieran sus intereses.

No es de sorprender que la reestructuración económica de largo alcance instrumentada en México haya afectado de manera adversa al movimiento sindical; en muchos países, procesos paralelos de reformas liberalizadoras del mercado han tenido efectos similares para los trabajadores sindicalizados.[3] Tampoco resulta asombroso que los sindicatos tuvieran escasa influencia en los términos o en los efectos de la liberalización económica. Las características definitorias del contexto político en el que se dio la apertura económica durante la década de 1980 y principios de la siguiente —una división de la autoridad constitucional que otorgó al ejecutivo federal considerable flexibilidad para definir (y redefinir) las políticas económicas nacionales, la continuidad del dominio electoral y legislativo del Partido Revolucionario Institucional (PRI, el partido “oficial” subsidiado por el Estado) y la capacidad de la élite gobernante de limitar las demandas masivas mediante una combinación de controles jurídicos y una red amplia de alianzas Estado-sociedad que se remontan a las décadas de 1920 y 1930— redujeron enormemente la capacidad de los grupos populares para influir en los debates sobre políticas nacionales y definir una estrategia económica más incluyente.[4]

A cambio de apoyar los heterodoxos “pactos de estabilización” macroeconómica que el gobierno adoptó para enfrentar los efectos devastadores de la crisis de deuda posterior a 1982, la dirigencia del movimiento laboral “oficial” subsidiado por el Estado obtuvo ciertas concesiones en las políticas públicas que otorgaron protección marginal a sus propios miembros. Es más, los asalariados en general se beneficiaron, como el resto de la población, de que los diseñadores de las políticas económicas lograran controlar la inflación después de finales de la década de 1980. En algunos casos, los sindicatos de sectores estratégicos —las telecomunicaciones, por ejemplo— también negociaron términos comparativamente favorables para la privatización de empresas estatales. Sin embargo, en general, la reestructuración económica representó un costo enorme para los trabajadores en términos de reducción salarial, recortes en las prestaciones otorgadas por las empresas, menores oportunidades de empleo en el sector formal y una disminución brusca de la influencia sindical en los centros de trabajo. Estos resultados eran bastante predecibles, dada la combinación de fuertes controles administrativos del Estado sobre las huelgas y otras formas de protesta laboral, la durabilidad de la alianza histórica entre el PRI y las organizaciones obreras más importantes del país, la restringida capacidad de movilización de muchos sindicatos, su esquema tradicional de negociación desde finales de la década de 1940, y la debilidad generalizada de las estructuras de representación en los centros de trabajo, que de otro modo hubieran permitido a los trabajadores sindicalizados exigir cuentas a sus dirigentes.[5]

Sin embargo, el caso mexicano es más desconcertante —y por lo tanto, de particular interés para el estudio comparativo del sindicalismo y la política— en dos sentidos importantes: la respuesta del movimiento obrero organizado a la democratización del régimen y los efectos de la democratización política sobre las relaciones entre el Estado y los sindicatos. En contraste con algunas predicciones (Valenzuela, 1989: 463), el triunfo del centroderechista Partido Acción Nacional (PAN) sobre el PRI (aliado tradicional del movimiento obrero), en las elecciones presidenciales de 2000, no produjo ni intensas acciones de huelga ni prolongados conflictos políticos. Quizás fue razonable anticipar una respuesta distinta a la alternancia partidista en el poder a nivel nacional, porque la dirigencia del movimiento obrero “oficial” se había resistido enérgicamente a la apertura política del régimen desde mediados de la década de 1970.[6] La posición de los sindicatos, en general debilitada, puede haber limitado en cierta medida su capacidad efectiva para desafiar al gobierno panista entrante. No obstante, la administración del nuevo presidente Vicente Fox Quesada (2000-2006) consideró que era una auténtica amenaza la posible paralización laboral a manos de los sindicatos afiliados al PRI.

Sin duda, la decisión de la administración foxista de adoptar una actitud conciliatoria hacia los sindicatos aliados con el PRI ayudó a evitar choques políticos más fuertes. Sin embargo, el factor decisivo que subyació a los cálculos de los dirigentes sindicales y los miembros del nuevo gobierno por igual fue el régimen establecido de relaciones entre el Estado y el sindicalismo, es decir, el conjunto de disposiciones jurídicas, precedentes judiciales, y prácticas y procedimientos informales que gobernaban las interacciones entre el Estado y los sindicatos, incluidos los que determinaban la formación, acciones y vida interna de las organizaciones obreras. Cualquier intento de confrontación por parte del movimiento obrero hubiera enfrentado obstáculos en los controles jurídicos que, sumados al monopolio estatal sobre el uso de la fuerza, los funcionarios del gobierno pueden desplegar en el reconocimiento de los sindicatos y sus directivas y en los conflictos por la titularidad de los contratos colectivos, las huelgas y otras formas de movilización obrera. Al mismo tiempo, un conflicto serio con el gobierno panista hubiera amenazado los diversos apoyos jurídicos y administrativos que sostienen a los dirigentes históricos de muchos sindicatos al inhibir la acción independiente. En pocas palabras, el pragmatismo político que caracterizó las acciones tanto del movimiento obrero como de la administración de Fox durante la transición democrática de México en 2000 se apoyó en el régimen de relaciones entre el Estado y los sindicatos, forjado en las décadas posteriores a la Revolución mexicana y cuestionado por el PAN desde su fundación.

Al subrayar la importancia del régimen establecido de relaciones laborales como explicación de la respuesta sindical al cambio político en México después de 2000, entramos en el debate más amplio que se ha dado en la política comparada sobre el papel de los movimientos obreros en la democratización. Levitsky y Mainwaring (2006) han demostrado que las posturas que adoptaron los movimientos sindicales hacia la democracia en América Latina durante el siglo XX fueron mucho más variadas de lo que han sugerido los estudios previos.[7] A partir del análisis comparativo de nueve países latinoamericanos —Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, México, Nicaragua, Perú y Venezuela— durante el periodo de 1945-2000, concluyeron que si bien muchos movimientos obreros contribuyeron de manera importante a las luchas por establecer la democracia política, en varios casos apoyaron los desafíos extraconstitucionales que los gobiernos electos tenían, o bien pusieron en marcha estrategias maximalistas que generaron una competencia desleal ante los regímenes democráticos. Levitsky y Mainwaring subrayaron especialmente la importancia histórica de casos en los que los movimientos sindicales apoyaron vigorosamente regímenes autoritarios incluyentes, como los de Argentina (1946-1955), Nicaragua (1979-1990), Perú (1969-1977) y, por supuesto, México.

En su intento por explicar la variación en el apoyo de los trabajadores a la democracia, Levitsky y Mainwaring sostuvieron (2006: 21) que la orientación política de los movimientos obreros latinoamericanos durante el siglo XX dependió principalmente de dos factores: el carácter de sus alianzas con los partidos políticos —y el hecho de que los aliados partidistas de las organizaciones obreras apoyaran firmemente la democracia o más bien adoptaran posturas instrumentales respecto al régimen democrático o autoritario— y las alternativas al régimen democrático percibidas por dichas organizaciones. Ciertamente, éstas son consideraciones importantes. Sin embargo, partiendo sólo de estos elementos, se hubiera predicho que el grueso del movimiento obrero mexicano —tradicionalmente aliado con el PRI y enfrentado al nuevo gobierno del PAN, con fuertes vínculos históricos con el sector privado— se habría movilizado en contra de la administración foxista.[8] Así, definitivamente en el caso mexicano y quizás también en el de otras transiciones democráticas a partir de regímenes autoritarios incluyentes, privilegiar los vínculos entre los sindicatos y los partidos políticos llevó a Levitsky y Mainwaring a pasar por alto el régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo como una importante variable adicional en la conformación de la postura obrera ante la democratización.

Subrayamos que el foco de la discusión es el régimen de relaciones laborales (y no simplemente ciertas políticas públicas relacionadas con estas cuestiones, como salarios o prestaciones sociales). Levitsky y Mainwaring observaron que los regímenes autoritarios incluyentes suelen ofrecer a los movimientos sindicales una amplia variedad de beneficios materiales, organizativos, políticos y simbólicos, y que los movimientos obreros —y en particular sus líderes, que pueden gozar de una importante flexibilidad para definir las posturas que adoptan los sindicatos hacia la democratización— suelen ver con bastante escepticismo, cuando no con franca hostilidad, la posibilidad de que el cambio de régimen amenace estas ventajas. Sin embargo, al subrayar que un gobierno democrático recién instalado podría adoptar políticas menos favorables hacia los trabajadores, Levitsky y Mainwaring implicaron que la democratización puede amenazar los beneficios acumulados del movimiento obrero más inmediatamente de lo que podría ocurrir en realidad. Si muchas de las prerrogativas de las que disfruta el movimiento sindical están profundamente institucionalizadas, incluso a un gobierno democrático archiconservador puede resultarle difícil instrumentar reformas radicales de manera inmediata.[9] En estas circunstancias —y más aún cuando el statu quo en el mundo sindical depende de la manera en que el gobierno utilice la discrecionalidad de que dispone para incidir en el proceso organizativo y reivindicativo—, la respuesta inicial del movimiento obrero a la democratización puede ser mucho menos desafiante de lo que sugieren Levitsky y Mainwaring.[10]

El segundo aspecto desconcertante de la problemática laboral y la democratización en el México actual es que la intensa competencia electoral pluripartidista y la alternancia de los partidos en el poder, en los niveles tanto federal como estatal, no hayan generado una transformación más significativa del régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo. Después de todo, en un entorno nacional más plenamente democrático caracterizado por niveles mucho menores de represión política y por una reducción sustancial en los poderes presidenciales, las organizaciones de trabajadores tienen, en principio, mayores oportunidades de exigir el retiro de los controles legales sobre la sindicalización y las huelgas, así como de responsabilizar a los funcionarios públicos del uso que hacen de la legislación laboral. Sin embargo, pese a algunos logros importantes —sobre todo vía fallos judiciales que han frenado acciones del gobierno especialmente controvertidas hacia sindicatos particulares, desafiado los controles establecidos sobre la libertad de asociación, y fortalecido, hasta cierto punto, los mecanismos para una participación más activa de las bases en los asuntos sindicales internos—, los cambios generales en el régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo han sido sorprendentemente modestos.

Este resultado llamativo —y, para quienes han promovido la reforma del régimen de relaciones laborales como una pieza clave de una democratización política y social más amplia, decepcionante— refleja una combinación de factores. Hasta los debates sobre las iniciativas de reforma a la legislación laboral realizados en marzo-abril de 2011 y en septiembre-noviembre de 2012, ninguno de los principales partidos representados en el Congreso había considerado como prioridad la reforma a la Ley Federal del Trabajo (LFT). Esta postura puede haber reflejado, en parte, la menor importancia electoral de la población sindicalizada y la debilidad comparativa —aunada a las confrontaciones políticas entre sí— de los sindicatos y aliados partidistas más comprometidos con democratizar aspectos clave de las relaciones entre el Estado y el sindicalismo. Al mismo tiempo, las organizaciones obreras de la vieja guardia han montado una defensa obstinada de sus prerrogativas legales e institucionales, lo cual ha elevado los costos políticos de realizar reformas legales progresistas (es decir, orientadas a ofrecer una mejor protección a los trabajadores en las nuevas circunstancias del país, democratizar el mundo sindical y poner un coto a la injerencia estatal y de los empleadores en los procesos organizativo y reivindicativo). Igualmente importante, sin embargo, es que actores en todo el espectro partidista han encontrado una ventaja política en conservar los controles institucionales sobre la participación de los trabajadores, controles incorporados al régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo.

La incapacidad de realizar una reforma más progresista a la LFT o de lograr una transformación más general de las relaciones entre el Estado y el sindicalismo han tenido consecuencias tremendas tanto para el movimiento obrero como para la sociedad mexicana en su conjunto. Como ya hemos señalado, los controles administrativos del Estado sobre los trabajadores y la debilidad comparativa de los sindicatos organizados democráticamente han limitado severamente la capacidad de los trabajadores para defender sus intereses durante un período de cambios políticos y económicos de largo alcance. Potencialmente, el movimiento obrero tendría un papel importante en toda una variedad de cuestiones que van desde los términos de la reestructuración industrial en los centros de trabajo hasta el establecimiento de políticas nacionales de salarios y seguridad social, o incluso los debates sobre cómo configurar una estrategia económica nacional que promueva un desarrollo socialmente equitativo. En diversos contextos históricos, las acciones de los sindicatos han ayudado a elevar los estándares de calidad y de empleo, así como a reducir las desigualdades socioeconómicas (Freeman y Medoff, 1984; Aidt y Tzannatos, 2002; Hayter y Weinberg, 2011). En México, en cambio, la auténtica voz de los trabajadores sindicalizados se ha apagado bajo las restricciones legales y la inercia de líderes sindicales intocables o espurios cuyas posiciones se sostienen en un régimen de relaciones laborales heredado del pasado autoritario del país, con la complicidad del sector empresarial.

Así, este libro analiza los cambios, continuidades y contradicciones que han caracterizado la política laboral en México desde la década de 1980. Dada la importancia del régimen establecido de relaciones laborales para los procesos que afectaron al sindicalismo durante este periodo, el capítulo uno revisa el régimen de relaciones entre el Estado y los trabajadores institucionalizado durante los años posteriores a la Revolución mexicana de 1910-1920. Sostiene en particular que los líderes políticos que buscaban mediar la participación de los trabajadores en los asuntos nacionales forjaron arreglos jurídicos y administrativos para regular las relaciones sociales de producción capitalista, como una alianza política con los elementos dirigentes del naciente movimiento obrero. Estas estrategias de refuerzo —las primeras centradas en el aparato estatal y las segundas centradas finalmente en un partido “oficial” gobernante— permitieron a la élite política gobernante controlar las movilizaciones de la clase trabajadora, restringir el pluralismo político y organizacional en los sindicatos y limitar las demandas de los trabajadores, elementos que en conjunto sostuvieron el régimen autoritario posrevolucionario en México.[11]

De estas dos estrategias, la que más ha llamado la atención de los analistas de la política laboral mexicana es la alianza duradera del sindicalismo con un partido “oficial” posrevolucionario. A partir de 1938, la Confederación de Trabajadores de México (CTM), que fue la organización obrera más grande y políticamente más influyente del país, fungió como el sector obrero oficial del PRI. Este arreglo fue un símbolo poderoso de la inclusión de los obreros en la coalición gobernante posrevolucionaria. Los vínculos de los líderes sindicales con el partido “oficial” también les aseguraron una porción —si bien modesta— de poder político y la posibilidad de influir en algunas decisiones del gobierno sobre cuestiones que afectaban a los trabajadores, así como oportunidades muy codiciadas de movilidad política individual —y, muchas veces, de enriquecimiento personal ilícito vía candidaturas en el partido “oficial” para cargos de elección popular en los niveles federal, estatal y municipal.[12] Dados los vínculos estrechos entre el partido “oficial” y el Estado, así como la hegemonía política de dicho partido bajo sus diferentes siglas desde la década de 1930 hasta entrada la de 1990, algunos analistas concluyeron que los vínculos entre el partido y las organizaciones obreras constituyeron los principales medios por los que la élite política gobernante subordinó a los trabajadores.[13]

Ciertamente, el partido “oficial” jugó un papel clave en mantener el apoyo popular al régimen posrevolucionario de México. Desde la década de 1930 hasta la de 1980, el PRI y sus predecesores[14] encarnaron tanto el sentimiento nacionalista como el apoyo ideológico para la intervención activa del Estado en cuestiones socioeconómicas para alcanzar los objetivos redistributivos de la revolución, que coincidían estrechamente con las aspiraciones de muchas organizaciones de la clase trabajadora. Es posible que la posibilidad de conseguir recompensas políticas personales en forma de candidaturas a puestos de elección popular —que durante el largo periodo de hegemonía del partido “oficial” garantizaban efectivamente la elección para el cargo de que se tratara— haya alentado a los líderes de algunos sindicatos aliados del gobierno a moderar sus demandas.

Sin embargo, el PRI y sus predecesores se diseñaron ante todo como cuerpos ampliamente incluyentes, responsables de amalgamar una variedad de intereses tan amplia como fuera posible, tarea facilitada por el carácter difuso de las ideas políticas posrevolucionarias. El propio partido tenía escasa autonomía organizativa ante el Estado y carecía de la capacidad institucional para bloquear las movilizaciones políticas o ejercer algún otro tipo de control directo sobre los grupos afiliados. Los sindicatos, que contaban con importantes palancas de negociación económica y cierta capacidad independiente para la acción colectiva, tradicionalmente gozaron de bastante autonomía dentro de la estructura partidista. Así, en el fondo, en el México posrevolucionario, el control de las élites sobre los actores de la clase trabajadora se basó en última instancia en el poder del Estado. Al evaluar la importancia comparativa de los elementos de control político del partido y del Estado, el hecho de que los amplios controles jurídicos y administrativos sobre la participación de los trabajadores permanecieran vigentes después de la derrota del PRI en la elección presidencial en 2000 demuestra claramente la importancia perdurable de los elementos propios del Estado.

Este vistazo al régimen de relaciones entre el Estado y el sindicalismo sienta las bases para analizar en el capítulo dos los efectos de la reestructuración económica y la democratización electoral sobre el movimiento sindical. Desde mediados de la década de 1980, México sufrió transformaciones importantes tanto económicas como políticas. Sin embargo, la reforma económica procedió mucho más rápido que la apertura política del país. De hecho, la velocidad y relativa facilidad con que los tomadores de decisiones dentro del gobierno adoptaron medidas económicas liberalizadoras del mercado se debieron en gran medida al poder dominante del ejecutivo federal, a los fuertes controles estatales sobre las huelgas y otras formas de movilización de los sindicatos y otros actores colectivos y, de manera más general, a la limitada capacidad de los grupos populares para protestar en contra de acciones que afectaron sus intereses materiales. Entre las consecuencias que tuvieron para el sector obrero la reestructuración económica radical y el giro de las políticas públicas a favor de las empresas están la caída aguda y sostenida de los valores reales (ajustados a la inflación) del salario mínimo y del ingreso promedio, la disminución de las oportunidades de empleo en el sector formal de la economía, los recortes en las prestaciones aportadas por la empresa contratante, la decreciente influencia de los sindicatos en los procesos de producción y los números crecientes de “sindicatos fantasma” y “contratos de protección patronal”, que protegen las prerrogativas del patrón en el centro de trabajo. La tasa de sindicalización también bajó de manera sustancial y, en un contexto económico adverso, el movimiento sindical sufrió una fragmentación organizativa cada vez mayor y, por lo tanto, una erosión más intensa de su influencia política.

El capítulo dos también analiza en detalle los efectos de la democratización electoral sobre el sindicalismo. Como se señaló antes, desde mediados de la década de 1970, la CTM se opuso sistemáticamente tanto a la liberalización del régimen posrevolucionario como a las reformas internas del PRI que amenazaran con debilitar la influencia de las organizaciones sectoriales tradicionales sobre la toma de decisiones partidistas. Sin embargo, con el tiempo la competencia abierta y multipartidista por los puestos de elección popular fue desplazando las estrechas maniobras sectoriales sobre las candidaturas del PRI como foco central de la política electoral en México. Este cambio produjo importantes pérdidas políticas para la CTM y muchas otras organizaciones obreras aliadas con el gobierno. Aunque los sindicatos “oficiales” lograron conservar su control sobre puestos de representación sectorial en muchos cuerpos públicos tripartitos (aquellos cuyos consejos directivos o consultivos incluyen representantes obreros, empresariales y gubernamentales), su representación ante la Cámara de Diputados federal disminuyó drásticamente. De las organizaciones sindicales importantes a nivel nacional, sólo el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) logró ampliar sustancialmente su presencia política y su influencia en el diseño de políticas públicas tras la derrota histórica del PRI en la elección presidencial de 2000.

Una consecuencia importante de la democratización política fue que los trabajadores sindicalizados obtuvieron un margen mayor de elección individual. Especialmente desde mediados de la década de 1990, a partir de las reformas institucionales que aseguraban procesos electorales libres y justos, resultó cada vez más difícil que los dirigentes sindicales controlaran las acciones de sus afiliados en las urnas. No obstante, seguía siendo más probable que los miembros de hogares de trabajadores sindicalizados se identificaran con el PRI que con otros partidos, y las encuestas de opinión señalan que en 2000 votaron por el PRI muchos más hogares de sindicalizados que los de no sindicalizados. Sin embargo, durante el periodo 2000-2006, cayó la proporción de hogares de sindicalizados simpatizantes del PRI, al tiempo que aumentaba la del PAN, al punto que en la elección presidencial de 2006, una proporción mayor de hogares de sindicalizados declaró haber votado por el candidato victorioso del PAN que por el del PRI.

El capítulo tres examina las políticas laborales adoptadas por las administraciones de los presidentes Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), incluidos sus intentos por reformar la LFT y su manejo de conflictos de gran repercusión con sindicatos de mineros y trabajadores de la industria eléctrica. La incapacidad (o el desinterés) de la administración foxista para hacer una reforma progresista en la legislación laboral federal fue un obstáculo importante para emprender procesos democratizadores más generales. Además, el fracaso de su propuesta de reforma laboral en 2001-2002 marcó un giro más conservador en sus políticas laborales, pues los funcionarios del PAN, como sus predecesores del PRI, reconocieron que dependían de la disposición de los dirigentes obreros de la vieja guardia a controlar las demandas de las bases a cambio de conservar el apoyo del gobierno. A su vez, los prolongados conflictos de los gobiernos panistas con los mineros y los electricistas demostraron cómo la conservación del régimen establecido de relaciones entre el Estado y el sindicalismo permitió a los funcionarios del gobierno —incluso en un contexto formalmente democrático— pasar por encima de los líderes sindicales electos y defender políticas que visiblemente beneficiaban a sus aliados empresariales. Este capítulo también analiza en detalle el proceso legislativo de reforma laboral llevado a cabo entre septiembre y noviembre de 2012, a partir de la iniciativa preferente presentada en la Cámara de Diputados por el presidente Calderón, a punto de concluir su mandato. Se revisan sus antecedentes, alcances y posibles consecuencias, así como las coaliciones políticas que se formaron para apoyar las distintas dimensiones, económica y política, de la iniciativa presidencial.

El capítulo cuatro analiza las maneras en que las transformaciones económicas y políticas de las décadas de 1980 y 1990 han alterado los recursos de poder que tenían los sindicatos mexicanos. Observa en particular las alianzas transnacionales que han forjado algunos sindicatos políticamente independientes con sus contrapartes canadienses y estadounidenses desde principios de la década de 1990 y cómo han usado los foros internacionales para defender los derechos laborales en México. Los dos foros más importantes de este tipo han sido la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y las instituciones creadas en 1994 en el marco del Acuerdo de Cooperación Laboral de América del Norte (ACLAN), negociado entre Canadá, México y Estados Unidos como complemento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Las denuncias de agravios ante esas instituciones por cuestiones como libertad de asociación han aumentado de manera significativa la visibilidad de los problemas con los derechos laborales en México. Aunque estas iniciativas no sustituyen las reformas más profundas en el régimen de relaciones Estado-trabajadores en México, en algunos casos, las campañas internacionales por los derechos laborales vinculadas con la OIT y el ACLAN han contribuido a generar cambios progresistas en las políticas laborales del gobierno mexicano.

En el apartado de conclusiones, consideramos los principales obstáculos para democratizar las relaciones entre el Estado y el sindicalismo en México, así como las importantes consecuencias de no lograr esta transformación. Aunque el PAN y el PRI se acercaron a la reforma de la LFT desde ángulos partidistas bastante distintos, a ambos les ha convenido impulsarla pero, a la vez, conservar en lo fundamental el statu quo institucional. Los gobiernos del PAN que estuvieron en el poder entre 2000 y 2012, al igual que sus predecesores del PRI, encontraron una ventaja política en su alianza con los líderes sindicales de la vieja guardia. No obstante, lo más significativo es que el modelo económico vigente en México desde la década de 1980 depende principalmente de los fuertes controles del gobierno sobre salarios y huelgas, de la complacencia de los sindicatos y de una flexibilidad laboral impuesta por el empleador en el lugar de trabajo. Por lo tanto, hay un alto grado de compatibilidad entre las políticas económicas centradas en el mercado y las prácticas Estado-sindicatos arraigadas en el pasado autoritario de México. La dificultad para poner en marcha reformas progresistas a la legislación laboral o para democratizar de manera más general las relaciones entre el Estado y los sindicatos, como lo puso nuevamente de manifiesto el proceso legislativo por el que atravesó la iniciativa preferente del presidente Calderón en 2012, representa altos costos económicos y sociales tanto para los trabajadores organizados como para la mayor parte de la sociedad mexicana, aun cuando los empresarios sigan siendo los principales beneficiarios.

En cualquier caso, puesto que, a partir de la primera alternancia política en el gobierno federal en el año 2000, el PAN respaldó el viejo régimen Estado-sindicalismo y la reforma laboral de 2012 no creó las condiciones para la renovación desde abajo de los liderazgos y las estructuras de organización y negociación sindicales, al ocupar el PRI nuevamente el Ejecutivo federal en 2012, éste encontró a su disposición los viejos instrumentos de control. Hasta qué punto estos instrumentos le permitirán a la administración del presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) limitar la autonomía ganada por los líderes sindicales durante los gobiernos del PAN y restablecer la cadena de mando tradicional, se tendrá que aprovechar para ello otro tipo de mecanismo como sucedió en el caso de la dirigente magisterial Elba Esther Gordillo o, finalmente, se optará por devolver a los trabajadores el ejercicio libre de sus derechos colectivos, es parte de la incertidumbre generada por el proceso de cambio político —la segunda alternancia— que vive el país.

[1] En el transcurso de este libro, se utilizan los términos “movimiento obrero” y “sindicalismo” de manera indistinta y con un sentido amplio.

[2] Además, un rasgo menos advertido pero central para comprender la evolución del sindicalismo en el país, es la oportunidad que los empleadores tienen para escoger a su contraparte sindical sin necesidad de que esté respaldado por los trabajadores.

[3] Véase, entre otras obras, Burgess (2004), Kurtz (2004: 271-273, 297-298), Roberts (1998: 65-67) y Visser (2006).

[4] Para una discusión más detallada de la política de reestructuración económica en México, véase Middlebrook y Zepeda (2003: 10-16). Sin embargo, la revuelta de enero de 1994, iniciada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el estado sureño de Chiapas, hizo a un lado la visión de que los artífices de las reformas liberalizadoras en México habían fraguado un programa amplio de reestructuración económica sin provocar grandes levantamientos políticos o sociales.

[5] En su análisis comparativo de las respuestas de distintos partidos laboristas ante los desafíos planteados por la liberalización económica, Burgess (2004: 6-7) sostiene que el movimiento obrero mexicano colaboró con las reformas liberalizadoras del mercado principalmente para conservar su alianza con el PRI.

[6] De hecho, pese a casi dos décadas de reveses económicos bajo gobiernos priistas, una pluralidad de trabajadores sindicalizados votó por el candidato presidencial del PRI en 2000. Véase el capítulo dos.

[7] En una argumentación célebre, Rueschemeyer, Stephens y Stephens (1992: 57) sostuvieron que la clase trabajadora ha sido una fuerza clave —e históricamente bastante consistente— a favor de la democracia política porque “quienes sólo pueden ganar con la democracia serán sus promotores y defensores más confiables”. Al igual que otros analistas del papel de los movimientos obreros en las transiciones democráticas (véase especialmente Valenzuela, 1989), dichos autores reconocieron algunas excepciones a su argumento. Señalaron que “las excepciones a la postura prodemocrática de la clase trabajadora ocurrieron donde esta clase fue movilizada inicialmente por […] un partido hegemónico vinculado al aparato estatal” y reconocieron que ameritan atención especial “las condiciones en que la construcción social de los intereses de la clase obrera asume una forma no democrática —como ocurrió en el leninismo […]” (Rueschemeyer, Stephens y Stephens, 1992: 8, 59). México fue el principal referente empírico que ellos ofrecieron para apoyar estos puntos; sin embargo, no sugirieron que los regímenes autoritarios posrevolucionarios, como el de México antes de 2000, podrían constituir una excepción general a su argumento sobre el apoyo históricamente consistente de la clase trabajadora a la democratización. Una crítica temprana de su postura y un análisis comparativo de los casos mexicano, nicaragüense y ruso aparecen en Middlebrook (1997).

[8] En la presentación de Levitsky y Mainwaring hay cierta ambigüedad sobre si la defensa de un movimiento obrero a un régimen autoritario incluyente aplica sólo a las fases iniciales de liberalización del régimen o también a etapas posteriores de la democratización. Es completamente lógico que tanto los dirigentes sindicales como los trabajadores de base seguirán apoyando a un régimen que les aportó considerables recompensas materiales, organizativas o simbólicas, especialmente si la posible transición hacia un arreglo político más democrático se centra en un partido político con una conocida antipatía hacia el sindicalismo. Sin embargo, a medida que se acelera una transición democrática, al movimiento obrero le puede resultar cada vez menos práctico movilizarse enérgicamente a favor del ancien régime, sobre todo si la transición está marcada por la derrota de su principal aliado partidista en elecciones libres y justas.

[9] En este sentido, resulta revelador que pese a los profundos cambios en las políticas económicas en América Latina desde la década de 1980, pocos gobiernos electos hayan reformado de manera significativa sus legislaciones laborales. Véase Inter-American Development Bank (1997: 46, figura 27), Ciudad (2002: 9-11), y Stallings y Peres (2000: 43).

[10] Otras consideraciones, como la tradición de acción militante de un movimiento obrero (o su falta de) y el grado de competencia política entre las distintas facciones obreras, también pueden tener efectos importantes sobre la respuesta de las organizaciones obreras ante los posibles desafíos planteados por el cambio hacia un régimen democrático.

[11] Sobre el concepto de autoritarismo posrevolucionario y el caso mexicano, véase Middlebrook (1995, capítulo 1).

[12] Sobre la importancia de la corrupción para mantener el orden político posrevolucionario en México, véase Blum (1997) y Morris (1999).

[13] Véase, por ejemplo, Smith (1979: 49–62), y Collier y Collier (1991: 202, 416–419).

[14] El partido “oficial” mexicano se fundó en 1929 con el nombre de Partido Nacional Revolucionario (PNR) y con el objetivo de frenar las rivalidades entre facciones y la inestabilidad política mediante la unión en un sólo cuerpo de todas las fuerzas “revolucionarias” surgidas de la revolución de 1910-1920. En 1938 se reestructuró como Partido de la Revolución Mexicana (PRM) a partir de los sectores obrero, campesino, militar y “popular”. El sector militar se eliminó formalmente en 1940 y pasó a formar parte del sector popular cuando éste se reestructuró en 1943. En 1946 se realizaron nuevas reformas internas y el partido fue rebautizado como Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Sindicatos y política en México: cambios, continuidades y contradicciones

Подняться наверх