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Capítulo uno

Relaciones entre el Estado y el sindicalismo en México: los legados del régimen autoritario

Las características centrales de la relación entre el Estado y el sindicalismo en México se definieron durante las décadas inmediatamente posteriores a la revolución social de 1910-1920. La entrada del movimiento obrero en la política nacional demostró estar entre las consecuencias más importantes de la Revolución mexicana.[1] Aunque Venustiano Carranza forjó en 1915 una alianza táctica con la anarcosindicalista Casa del Obrero Mundial (COM), que llevó a entre seis y diez mil obreros de la zona de la Ciudad de México —organizados como seis “Batallones Rojos”— a pelear con su Ejército Constitucionalista, los campesinos armados fueron mucho más importantes que los trabajadores urbanos e industriales durante los primeros años de la Revolución, tanto militar como políticamente. Sin embargo, pese a las grandes variaciones en la fuerza organizacional y capacidad de negociación económica de los sindicatos entre los distintos sectores y regiones, el movimiento obrero emergió de la prolongada lucha revolucionaria como el actor colectivo más fácil de movilizar de la política mexicana. Dada su importancia, los líderes revolucionarios que buscaban consolidar su control político y poner en marcha las agendas sociales y económicas de la Revolución se vieron obligados a adoptar estrategias innovadoras ante los sindicatos.

Entre estas estrategias estuvieron la adopción de leyes laborales socialmente progresistas, la creación de estructuras especializadas en la administración pública para regular las relaciones entre patrones y trabajadores y controlar aspectos importantes de la participación obrera, y los esfuerzos continuos de los líderes políticos y militares por establecer alianzas con los miembros dirigentes de la clase trabajadora organizada, como una manera de construir el apoyo popular y de ejercer (y centralizar) el poder político.[2] En este sentido, fue particularmente importante la inclusión del artículo 123 en la nueva Constitución federal (1917). Inicialmente, los delegados de Carranza ante el Congreso Constituyente de 1916-1917 respaldaron una propuesta que difería poco de la Constitución reformada de 1857 en su simple reafirmación de las garantías liberales de los derechos contractuales individuales de los trabajadores. Sin embargo, bajo la presión de delegados más radicales de entidades federativas que ya habían adoptado legislaciones laborales comparativamente amplias, el Congreso aprobó finalmente la inclusión de un artículo aparte que garantizó mayores derechos colectivos para los trabajadores, legitimó la participación amplia del Estado en las relaciones trabajador-patrón y abordó los puntos principales de la agenda de las organizaciones obreras, entre ellos el derecho a sindicalización y a huelga; el salario mínimo y pago de horas extra; la regulación de la jornada y condiciones laborales en el centro de trabajo incluidas la salud industrial y medidas de seguridad—; contratos entre trabajador y empleador; y la creación de juntas de conciliación y arbitraje tripartitas para mediar en los conflictos entre trabajadores y empleadores.

La adopción del artículo 123, que entró en vigor el 1 de mayo de 1917, simbolizó la creciente importancia política del movimiento obrero.[3] Dicho artículo estableció las bases jurídicas para el posterior régimen posrevolucionario de relaciones entre el Estado y el sindicalismo y representó un punto de inflexión en el alcance de la legislación laboral y en la función de las instancias de la administración pública responsables de los asuntos laborales. En este sentido, fueron logros particularmente importantes el reconocimiento legal de los sindicatos como agentes negociadores en cada centro de trabajo y la protección constitucional del derecho a huelga.[4] Sin embargo, aunque el artículo 123 elevó las reformas sociales al nivel de garantías constitucionales, el Congreso Constituyente rechazó la propuesta de una jurisdicción federal exclusiva sobre los asuntos laborales. La creación de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje (JFCA) en 1927 sometió las industrias de importancia estratégica al control federal directo, y una enmienda constitucional aprobada en 1929 otorgó al Congreso federal la autoridad exclusiva para legislar en materia laboral. No obstante, la LFT adoptada finalmente en 1931 (y revisada en 1970, en 1980 y en 2012) conservó la distinción entre las jurisdicciones (federal y estatales) para la resolución de conflictos entre trabajadores y empleadores y para la administración general de las cuestiones laborales.[5]

Aunque las autoridades políticas de los estados se opusieron sistemáticamente a los intentos de ampliar la jurisdicción del gobierno federal en materia laboral, la mayoría de las organizaciones obreras apoyaba el proceso porque consideraban que la participación del gobierno federal era determinante para poner en marcha las reglas constitucionales en una época en que su propia debilidad para negociar en los centros de trabajo ponía en duda el ejercicio de los nuevos derechos sociales.[6] El apoyo obrero al activismo estatal fue, sin embargo, selectivo. En muchos casos, las organizaciones obreras buscaron intervenciones públicas para forzar a los patrones a reconocer los sindicatos, negociar contratos colectivos, aumentar salarios y mejorar las condiciones laborales, pero se opusieron a la regulación estatal sobre formación de sindicatos, actividades sindicales internas y huelgas.

En la LFT de 1931 y en las reformas legislativas subsiguientes, el movimiento obrero consiguió una serie de disposiciones favorables a los sindicatos, entre ellas: el requisito de que las empresas firmaran contratos colectivos de trabajo cuando así lo solicitara un sindicato reconocido oficialmente (sin tener que acreditar previamente una mayoría); las disposiciones que permiten las negociaciones colectivas en sectores industriales completos (los contratos ley); la garantía del derecho a huelga de manera indefinida (no hay arbitraje obligatorio); la prohibición de contratar trabajadores sustitutos mientras está en marcha una huelga legalmente reconocida; y la estipulación de que los patrones deduzcan automáticamente las cuotas sindicales de los salarios y las entreguen a las autoridades sindicales. La inclusión de representantes sindicales en las juntas tripartitas de conciliación y arbitraje (formadas por representantes obreros, empresariales y gubernamentales), prevista en el artículo 123 constitucional y reglamentada en la LFT, también fortaleció a los sindicatos. Además, los trabajadores consiguieron que se aprobaran disposiciones jurídicas para reconocer a un sólo sindicato titular del contrato colectivo en cada centro de trabajo (salvo en el caso de los sindicatos gremiales, donde pueden negociar conjuntamente los mayoritarios en cada gremio) y las cláusulas de consolidación sindical (llamadas cláusulas de exclusión de ingreso y por separación), con lo cual se generó la afiliación sindical obligatoria sin necesidad de convencer a los trabajadores de las ventajas de pertenecer o no a una determinada organización sindical.[7] También se incluyeron disposiciones jurídicas que concentraban el poder en manos de los dirigentes sindicales y obstruían los esfuerzos de las bases por exigirles cuentas.

No obstante, dada la débil presencia de los asalariados en el mercado de trabajo y las limitadas capacidades de negociación de muchas organizaciones laborales, el movimiento sindical no era lo suficientemente fuerte como para expandirse por sí mismo ni imponerse en algunos de los debates clave realizados durante las décadas de 1920 y 1930, respecto del nivel adecuado de intervención estatal en materia laboral. Como consecuencia, se vio obligado a aceptar controles administrativos sobre varias formas de participación obrera.[8] Por ejemplo, aunque un grupo de al menos veinte trabajadores tiene derecho a formar un sindicato sin autorización previa, ese sindicato no puede negociar un contrato colectivo con un patrón ni emprender otras actividades —como las huelgas— hasta que quede registrado oficialmente, ya sea ante una junta estatal de conciliación y arbitraje o bien —en el caso de los sindicatos que operan en actividades económicas de jurisdicción federal— ante el Registro de Asociaciones de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS). En principio, los procedimientos de registro son bastante directos, pero en la práctica están sujetos a enormes demoras administrativas, arbitrariedades y a mecanismos de influencia política. Y los sindicatos que no cumplan con varios requerimientos legales pueden perder su registro. Del mismo modo, se requiere que los sindicatos informen de los cambios en su dirigencia y miembros durante periodos específicos, y los funcionarios sindicales no están facultados para actuar hasta que su elección sea reconocida por las autoridades laborales estatales (Juntas Locales de Conciliación y Arbitraje) o federales (Secretaría del Trabajo y Previsión Social). En México no hay un arbitraje obligatorio de los conflictos entre los trabajadores y los patrones, pero la LFT y otras reglamentaciones imponen varias restricciones importantes a las huelgas.[9] Una vez establecidos, los controles gubernamentales de este tipo resultaron muy difíciles de eliminar, entre otras razones porque permitieron inhibir —más que resolver— los conflictos redistributivos.

Muchos de los precedentes más importantes de estas restricciones jurídicas se establecieron en realidad durante la década de 1920, cuando la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) gozaba de una posición sumamente favorable por su alianza cercana con los líderes políticos y militares posrevolucionarios. Fundada en 1918, la CROM emergió de la lucha revolucionaria como la organización obrera más grande del país y durante la presidencia de Plutarco Elías Calles (1924-1928) llegó a controlar parte del aparato del Estado cuando su líder, Luis N. Morones, fue nombrado secretario de Industria, Comercio y Trabajo.[10] A cambio de imponer la estabilidad en las relaciones entre los trabajadores y la patronal —lo que los dirigentes de la CROM en esos tiempos describieron como “una amnistía en la lucha de clases”— y de restringir las huelgas en las actividades económicas que dominaba, la CROM obtuvo amplia flexibilidad para crear varios mecanismos institucionales que le permitieron aumentar su número de afiliados, confrontar a la patronal y derrotar a sus rivales en el movimiento obrero.

Algunas de estas prácticas otorgaron poderes coercitivos significativos a las organizaciones obreras. De particular importancia fueron la ya mencionada inclusión de las cláusulas de exclusión en los contratos, que volvían obligatoria la afiliación a un sindicato (contraviniendo la libertad sindical garantizada por el artículo 123), y la autoridad de los líderes sindicales para buscar el apoyo gubernamental para ejercer una huelga indefinida (vinculante para todos los empleados de cada centro de trabajo) sin consulta previa entre las bases ni disposición alguna para el arbitraje obligatorio de la disputa. De hecho, ampliaron los derechos colectivos de los sindicatos a expensas de las libertades individuales de los trabajadores. Estas reglas fueron profundamente criticadas por las organizaciones obreras rivales de la CROM —y por la propia CROM cuando ya no estuvo en el gobierno, con el argumento de que debilitaban la responsabilidad de la dirigencia y la democracia del sindicato, facilitaban la creación de “sindicatos fantasmas” y alentaban la complicidad entre funcionarios, empresarios y dirigentes sindicales corruptos.[11] Aun así, estos arreglos y prácticas se institucionalizaron en la Ley Federal del Trabajo de 1931 y se legitimaron en los privilegios que fueron obteniendo los sindicatos gracias a sus conexiones políticas.

La CROM perdió poder abruptamente cuando se colapsaron sus alianzas políticas nacionales tras el asesinato de Álvaro Obregón poco después de su reelección como presidente en 1928, y acabó sustituyéndola la CTM, fundada en 1936, a la vez como la organización obrera más grande del país y como la fuente más importante de apoyo sindical para el régimen posrevolucionario. Una vez consolidado su predominio político en el movimiento obrero a principios de la década de 1950, la CTM se convirtió en el principal beneficiario de una amplia variedad de apoyos legales, económicos y políticos por parte del Estado (Middlebrook, 1995: 95-105). Por ejemplo, los dirigentes sindicales aliados con el gobierno han sido los principales beneficiarios de ciertas disposiciones de la LFT, como las que obstaculizan los cuestionamientos de los trabajadores de base o las que dejan sin regular los mecanismos de elección internos al no imponer el requerimiento de que los funcionarios sindicales sean elegidos mediante sufragio secreto.[12] Durante décadas, la CTM dependió del apoyo financiero del gobierno —que aparentemente le llegaba por conducto del PRI, durante mucho tiempo el partido “oficial” y gobernante de México— porque era incapaz de recaudar suficientes cuotas de afiliación para financiar sus operaciones. Como sector obrero oficial del PRI, la CTM también se beneficiaba ocasionalmente de que el gobierno aplicara la fuerza contra sus rivales sindicales, y dependía del predominio abrumador del PRI en el ámbito electoral para colocar a sus candidatos en cargos de elección popular, mediante los cuales sus dirigencias obtenían oportunidades tanto de movilidad política ascendente como de ganancias materiales (a menudo ilícitas).[13]

De manera más general, la CTM y otras organizaciones obreras aliadas con el gobierno se beneficiaron en forma desproporcionada de algunos programas sociales financiados con recursos públicos, como el acceso subsidiado a servicios básicos, vivienda y créditos para el consumo. De hecho, la CTM prácticamente monopolizó la representación sindical en las juntas tripartitas de conciliación y arbitraje y en las mesas directivas de instituciones como el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos (CNSM) y la Comisión Nacional para la Participación de los Trabajadores en las Utilidades (que, desde la reforma constitucional y legal de 1962, solo se convoca cada diez años para determinar el porcentaje de las utilidades que deberán repartirse). Durante muchos años también se quedó con la mejor tajada de los beneficios que generaban el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit) y el Banco Obrero (BO). En muchos casos, se trataba de beneficios que los sindicatos difícilmente hubieran podido conseguir por sí solos, pues acceder a ellos dependía principalmente de su alianza con las élites políticas. A cambio, la CTM y las organizaciones similares ofrecieron un apoyo confiable a los gobiernos posrevolucionarios, apoyo particularmente valioso durante los periodos de crisis económicas y políticas.

Se trataba, sin embargo, de una alianza profundamente desigual. Vincular la CTM al partido “oficial” simbolizó la inclusión de los sindicatos en la coalición gobernante del México posrevolucionario, pero las restricciones jurídicas a la sindicalización, la operación sindical interna y las huelgas —restricciones respaldadas por el control efectivo de las élites gobernantes sobre los medios de coerción, y la disposición de las autoridades a usar la fuerza cuando fuera necesario para lograr sus objetivos— establecieron los parámetros de jure y de facto de la acción obrera. El hecho de que los sindicatos dependieran de los apoyos del Estado y que, por lo tanto, sus dirigentes recurrieran más a las alianzas políticas que a movilizar el apoyo de las bases, los volvió vulnerables a la presión del gobierno. De hecho, la habilidad de las organizaciones obreras “oficiales” para conservar su acceso preferencial a los recursos públicos dependió principalmente de su disposición a controlar las acciones de sus afiliados de base. Esta dependencia se acentuó a menudo por la propia debilidad del movimiento obrero, asociada con una composición organizacional heterogénea, el tamaño comparativamente pequeño de muchos sindicatos y la ausencia frecuente de arreglos representativos sólidos que vincularan a los dirigentes obreros con los miembros de base.

Con el tiempo, los términos contradictorios de la relación entre el movimiento obrero “oficial” y la élite gobernante convirtieron a los sindicatos aliados con el gobierno en importantes mecanismos de control político. Los esfuerzos sindicales por obstaculizar las movilizaciones de la clase trabajadora, restringir el pluralismo organizacional en el sector obrero y limitar las demandas laborales, sumados a las disposiciones jurídicas restrictivas y las prácticas administrativas del gobierno, constituyeron algunos de los elementos centrales del autoritarismo político en México. Al mismo tiempo, conservar una coalición gobernante amplia, en la que los sindicatos eran un socio clave, le otorgó al régimen posrevolucionario una notable capacidad para resistir las diversas presiones políticas y económicas a favor de que se realizaran cambios. Incluso después de la derrota electoral del partido “oficial” en la elección presidencial de 2000, la continuidad del régimen de relaciones Estado-sindicalismo establecido en las décadas de 1920 y 1930 y la influencia residual de organizaciones obreras como la CTM siguieron conformando de manera importante las relaciones entre el gobierno y los trabajadores.

[1] Esta discusión se basa en Bensusán (2000: 101-106, 148) y Middlebrook (1995: 2, 16-20, 32-33, 45-70, 288-293).

[2] Para un análisis detallado del desarrollo de la capacidad administrativa del Estado en el sector laboral (especialmente la creación de instancias administrativas federales y la evolución de las juntas tripartitas de conciliación y arbitraje), véase Middlebrook (1995: 45-62).

[3] El primer desfile oficial del primero de mayo en la Ciudad de México lo organizó la COM el 1 de mayo de 1913.

[4] Un indicio de la importancia de este giro es el hecho de que los líderes de una huelga general realizada en la ciudad de México en julio-agosto de 1916 fueron sentenciados a muerte en los términos de una orden ejecutiva que prohibía las huelgas en los servicios públicos (la sentencia no se ejecutó). Véase los detalles en Bensusán (2000: 73-74).

[5] Véase en Middlebrook (1995: cuadro 2.1) la lista progresivamente más larga de las industrias que fueron quedando bajo jurisdicción federal entre 1929 y 1990. La Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) se creó en 1940. Aunque las autoridades en el nivel estatal conservan la jurisdicción sobre cuestiones laborales en actividades económicas no sujetas al control federal, están sujetas a las disposiciones del artículo 123 y a la LFT.

[6] Aunque los empresarios se oponían enérgicamente a una mayor participación del Estado en las relaciones trabajador-patrón a partir de la aprobación del artículo 123, con el tiempo también sus organizaciones acabaron por apoyar la ampliación de la jurisdicción federal como una manera de limitar el radicalismo de algunos gobiernos estatales. A los empresarios les preocupaban en particular las leyes estatales aprobadas entre 1917 y 1929 referentes al reparto de utilidades, porque el artículo 123 no establecía parámetros a este respecto ni fijaba límite alguno en cuanto a la proporción de utilidades que debía distribuirse (Bensusán, 2000: 105, 144, 148).

[7] La LFT reconoció la validez de los contratos que contenían “cláusulas de exclusión de ingreso”, que obligan a los trabajadores a afiliarse a un sindicato reconocido como condición para ser contratado, así como “cláusulas de exclusión por separación”, que establecen que un patrón debe despedir a un trabajador que haya renunciado o sido expulsado del sindicato. Estas disposiciones niegan la garantía de libertad sindical del artículo 123 constitucional. Fue por esto que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), en tres fallos emitidos después de 2001, declaró inconstitucionales las cláusulas de exclusión por separación. Véase Rendón Corona (2005: 248, nota 217; 250). Como se verá en el capítulo tres, estas cláusulas fueron eliminadas a través de la reforma de la LFT en 2012 (artículo 395).

[8] Middlebrook (1995: 62-70). Sobre los orígenes de los mecanismos de control sobre los sindicatos, las negociaciones colectivas y las huelgas, así como de los conflictos entre los trabajadores, las empresas y el gobierno que conformaron las oportunidades para (y las restricciones sobre) el ejercicio de los derechos laborales, véase Bensusán (1992 y 2000). Para un análisis de las implicaciones prácticas de estos distintos controles, véase Bensusán (2007a).

[9] Es el caso de la facultad de las juntas de conciliación y arbitraje para declarar inexistentes las huelgas y obligar a los trabajadores a reanudar sus labores, sin que se resuelva el fondo del conflicto. Además, desde 1938, los empleados del sector público están sujetos a un régimen jurídico distinto. Por ejemplo, el responsable de registrar los sindicatos de este sector es el Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje, perteneciente a la Secretaría de Gobernación. Esta legislación fue la base del Apartado B del artículo 123 en 1960 y de la subsiguiente Ley Federal de los Trabajadores al Servicio del Estado (LFTSE) de 1963. En 1996, la SCJN determinó que los trabajadores de dependencias del gobierno federal podrían formar más de un sindicato en los términos un poco menos restrictivos del Apartado A del artículo 123. Véase Rendón Corona (2005: 139, 158-159).

[10] Esta discusión se basa en Bensusán (2000: 107, 115-123, 139, 149-150, 195), y Bensusán (2004: 239). Morones ha sido el único dirigente obrero nacionalmente destacado que ha ocupado un cargo clave en el gabinete, aunque otros líderes obreros han sido electos como gobernadores y legisladores federales.

Sólo tres de los 21 funcionarios que encabezaron la STPS entre 1940 y 2012 tenían antecedentes importantes en cuestiones sindicales. Tanto Adolfo López Mateos (que la encabezó entre 1952 y 1958 y que luego fue presidente de México entre 1958 y 1964), como Carlos Gálvez Betancourt (secretario de la STPS en 1975-1976) y Francisco Javier Salazar Sáenz (secretario de la STPS en 2005-2006) habían dirigido sindicatos magisteriales o de educación superior en momentos previos de sus carreras. Sin embargo, a ninguno de ellos se le identificaba políticamente como dirigente sindical en la época de su cargo en el gabinete. Véase Camp (2011: 1246), así como las entradas biográficas individuales.

[11] A la luz de las prácticas de la CROM durante la década de 1920, resulta irónico que sus delegados ante el Primer Congreso de Derecho Industrial, realizado en 1934, exigieran enérgicamente —aunque sin éxito— disposiciones jurídicas para asegurar que todos los contratos colectivos fueran aprobados por los afiliados sindicales en una asamblea abierta (Bensusán, 2000: 226).

[12] Los estatutos sindicales que exigen realizar las elecciones a través del voto público en una asamblea general abierta (lo cual expone a los disidentes de los que detentan el poder), o los que erigen obstáculos ante los cuestionamientos de los trabajadores, adquieren fuerza de ley cuando son aprobados por las autoridades de la STPS (en el ámbito federal), o por las juntas de conciliación y arbitraje locales (estatales). De manera similar, aunque la LFT permite que un tercio de los miembros de un sindicato convoque una asamblea general, si diez días después de su solicitud la dirigencia no lo ha hecho, el quórum legal requerido sería ya de dos tercios de todos los miembros del sindicato. Este mayor requisito de quórum (normalmente es de 51% de los miembros del sindicato) es un obstáculo importante para movilizar la oposición interna en contra de una dirigencia arraigada (Middlebrook, 1995: 67).

[13] Una restricción a la influencia de la CTM dentro del PRI fue que los trabajadores del sector público estaban organizados por la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado (FSTSE), formada en 1938 y afiliada al sector “popular” del partido.

Sindicatos y política en México: cambios, continuidades y contradicciones

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