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CAPÍTULO DOS MUCHO MÁS QUE UN HOMBRE EXTRAORDINARIO
ОглавлениеFaltaban diez minutos para las ocho un viernes por la mañana, cuando un hombre de apariencia ordinaria subió por la escalera mecánica en la concurrida estación de metro de Washington, DC, se acomodó contra la pared y abrió el estuche de su violín. Al sacar su instrumento, se veía la antigüedad del mismo, el acabado en la parte de atrás estaba tan desgastado en algunas partes que se alcanzaba a ver la madera desnuda, y volteó su estuche para recibir las donaciones que los transeúntes quisieran dar. Entonces comenzó a tocar.
Por los próximos cuarenta y cinco minutos, mientras el hombre tocaba un repertorio de música clásica, más de mil personas atareadas pasaron con prisa a su lado. Uno o dos giró su cabeza, claramente disfrutando del sonido, pero ninguna multitud se aglomeró a su alrededor. Un hombre se dio cuenta que tenía tres minutos libres, así que se recargó en una columna y escuchó, por exactamente tres minutos. Sin embargó, la mayoría seguía con sus ocupaciones, leyendo sus documentos, escuchando sus iPods, apresurándose a la próxima cita que aparecía en sus pantallas. Oh, la música era buena. Llenaba la arcada, como si bailara y flotara con increíble precisión e hizo que algunos, al pensar en ese momento más tarde, se dijeran que esa música había sonado como algo especial, por lo menos por el medio segundo que habían prestado atención. El músico mismo no parecía alguien importante—camiseta negra de manga larga, pantalones negros, gorra de los Nacionales de Washington—pero, aun así, si te detenías a escuchar, no podías dejar de notar que era algo más que otro músico tocando el violín por unas moneditas. Como músico, este hombre era bastante sorprendente. Incluso, un hombre después comentó, “la mayoría de la gente, interpreta música, no la sienten. Bueno, este hombre la sentía. Este hombre se estaba moviendo. Moviendo hacia el sonido”. Con solo fijarse, decía este hombre, “era posible darse cuenta en un segundo que este hombre era bueno”.4
Por supuesto que era posible, porque ese viernes por la mañana, no era cualquier músico el que tocaba el violín en la estación del metro. No era solamente un músico extraordinario. Era Joshua Bell, el aclamado virtuoso internacional de treinta y nueve años que normalmente toca en los lugares más selectos del mundo, a multitudes que lo respetan tanto que retienen sus tosidos hasta los intermedios. No tan solo eso, esa mañana Bell, estaba tocando una de la más exquisita música barroca jamás escrita, ¡y lo estaba haciendo en un violín Stradivarius de un valor aproximado de 3.5 millones de dólares!
Toda la escena había sido planeada para que fuera hermosa: la música más bella que ha sido escrita, tocada en uno de los instrumentos más finamente calibrado hecho a mano, por uno de los más talentosos músicos con vida. Y, aun así, tú tenías que parar y prestar atención para poder ver cuán hermoso era.
Más que extraordinario
La mayoría de cosas en la vida son así, ¿o no? Entre el ajetreo diario del trabajo, la familia, los amigos, las cuentas y la diversión, cosas tales como la belleza y el esplendor, terminan a veces excluidos de nuestra mente. No tenemos tiempo de apreciarlas porque hacerlo requeriría que nos detuviéramos y prestáramos atención a algo que no es Urgente.
Lo mismo es cierto cuando se trata de Jesús. La mayoría de nosotros, si acaso estamos familiarizados con Él, lo conocemos superficialmente. A lo mejor conocemos algunas de las historias más famosas sobre Él o podemos citar algunos de sus dichos populares. Sin lugar a dudas, había algo en Jesús que captaba la atención de la gente de su tiempo. Él era un hombre extraordinario. Pero si en realidad vas a conocer a Jesús— entenderlo y comprender su verdadero significado—tendrás que cavar un poco más hondo. Tendrás que ir más allá de los debates comunes, frases pegadizas e historias conocidas para poder ver lo que hay debajo de la superficie. Porque como el violinista en el metro, sería un error trágico descartar a Jesús como un hombre meramente extraordinario.
Así que seamos honestos. Aun si no eres una “persona religiosa”, incluso si no aceptas de inmediato la idea de que Jesús es el Hijo de Dios o el Salvador del mundo, tienes que admitir que Él era bueno para llamar la atención. Vez tras vez Él hizo cosas que captaron la atención de sus contemporáneos, dijo cosas que los dejaba asombrados de su sabiduría e incluso los confrontaba de una forma que los dejaba confundidos tratando de darle sentido a todo.
A primera vista, hubiera sido fácil confundir a Jesús con uno más de los cientos de líderes religiosos que debutaron, se levantaron, cayeron y desaparecieron alrededor del primer siglo en Jerusalén. La enseñanza religiosa en esos días no era lo que es ahora. Es cierto, la gente escuchaba buscando obtener conocimiento, entender mejor las Escrituras y aprender a vivir más piadosamente, pero lo creas o no, también escuchaban la enseñanza religiosa como una forma de entretenimiento. Después de todo, si no tienes películas, televisiones y celulares inteligentes, ¿qué podías hacer para divertirte? ¡Te preparas un picnic y te vas a escuchar a un predicador!
Aunque esto nos parezca muy extraño, también nos ayuda a entender cuan extraordinario predicador era Jesús. Porque la gente del primer siglo en Israel escuchaba a tantos maestros y tan a menudo, que cambiaban sus opiniones sobre ellos tan rápido como nosotros lo hacemos con los actores. Para ponerlo claro, no se impresionaban fácilmente. Así que, vale la pena detenernos y tomar nota de lo que está sucediendo cuando la Biblia nos repite una y otra vez que la gente “se admiraba” de su enseñanza.
Esta increíble declaración aparece en los Evangelios—los cuatro relatos que nos hablan de la vida de Jesús en la Biblia—no menos de diez veces.5 Aquí tenemos un ejemplo, registrado por Mateo después que Jesús enseñó desde el monte: “Y cuando terminó Jesús estas palabras, la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas”.6 ¡No dejes de ver lo importante que es esto! La gente estaba diciendo que los escribas—aquellos cuyo trabajo era enseñar con autoridad—no le llegaban a los pies a Jesús y su enseñanza. Y así era por dondequiera que iba y cada vez que enseñaba.
En ocasiones el sentimiento era descrito con otras palabras. Observa la reacción la primera vez que predica en su pueblo natal: “Y todos daban buen testimonio de él, y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca”.7
Y esto fue lo que sucedió en la pequeña villa pesquera llamada Capernaúm: “Y se admiraban de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad”.8
De nuevo en su pueblo natal: “Y muchos, oyéndole, se admiraban, y decían: ¿De dónde tiene éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es esta que le es dada?”9
Y luego en el lugar principal—en el templo en Jerusalén: “Y lo oyeron los escribas y los principales sacerdotes, y… le tenían miedo, por cuanto todo el pueblo estaba admirado de su doctrina”.10
Cada vez, la reacción hacia Jesús era de una incredulidad, que sacudía y desconcertaba.11 En una cultura que veía la enseñanza como una de sus principales formas de entretenimiento público, ¡Jesús recibió excelentes críticas!
¿Por qué tan asombroso?
Pero, ¿por qué? ¿Qué era tan fuera de lo común y llamaba tanto la atención sobre la enseñanza de Jesús? Una de las razones es que una vez que la gente empezó a probarlo y a hacerle preguntas, Jesús demostró que era un maestro del ajedrez. Él sencillamente no permitió que lo atraparan en alguna trampa verbal o intelectual, y de hecho siempre fue capaz de regresarles el reto a quienes se lo habían planteado. E incluso entonces, lo hizo en una manera en la que no solo ganaba el argumento, sino también desafiaba espiritualmente a todos los que lo oían. Déjame mostrarte un ejemplo.
Mateo 22 nos cuenta la ocasión cuando Jesús estaba enseñando en el templo de Jerusalén y un grupo de líderes judíos se acercaron para desafiarlo. Ahora bien, este no fue un encuentro accidental. Estos líderes habían planeado todo; incluso, la historia comienza diciendo que los fariseos “consultaron cómo sorprenderle en alguna palabra”. También querían que fuera en público, así que ellos se acercaron mientras Jesús estaba enseñando en el templo, probablemente se abrieron paso entre la multitud y lo interrumpieron.
Ellos comenzaron adulándolo. “Maestro”, farfullaron, “sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios, y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres”. Tú te puedes dar cuenta de lo que están haciendo—tratan de forzar a Jesús a responder implicando que, si él no lo hace, es un charlatán y hablador.
Así que, con el escenario listo, le hacen la pregunta: “Dinos, pues, qué te parece: ¿Es lícito dar tributo a César, o no?”12 Ahora bien, esa es una pregunta que, para planearla, les debe haber llevado bastante tiempo, debido a su exquisita precisión. Pretendía arriesgar a Jesús y, de una u otra manera, terminar con su influencia, y quizás, incluso hacer que lo arrestaran. Y esta es la razón: En esos días, la opinión predominante entre los fariseos—y es lo que enseñaban a todas las personas también—era que en realidad era pecaminoso dar cualquier honor, incluyendo los impuestos, a un gobierno extranjero. Hacer eso, pensaban, era deshonrar a Dios inherentemente. Así que piensa en esto: ¿cómo querían los fariseos que Jesús respondiera a su pregunta? ¿Estando de acuerdo con ellos públicamente en que pagar los impuestos era ilícito e inherentemente deshonroso para Dios—o no?
La verdad es que a ellos no les importaba como respondiera. Pensaban que lo tenían atrapado sin importar su respuesta. Por un lado, si Jesús decía, “Sí, es lícito pagar los impuestos”, la multitud hubiera estado furiosa y la influencia de Jesús se hubiera terminado. Pero por el otro lado, si él decía, “No, no paguen los impuestos”, se arriesgaba a exponerse a la ira de los romanos por estar incitando públicamente a una sedición, y probablemente ser arrestado—en cuyo caso su influencia también se hubiera acabado. De cualquier modo, eso era lo que los fariseos buscaban—el fin de Jesús como una fuerza cultural. Pero Jesús evade la trampa, voltea la pregunta por completo, y los deja a todos, de nuevo, asombrados.
“Mostradme la moneda del tributo”, Él dijo. Así que ellos le dieron una. Jesús la miró y la levantó hacía la multitud. “¿De quién es esta imagen, y la inscripción?” preguntó. Era una pregunta fácil. “De César” respondieron. Y ellos estaban en lo correcto. Justo allí en la moneda estaba el rostro y el nombre del emperador Tiberio César. Era el dueño de la moneda. Le pertenecía a él. Tenía su rostro en ella, era creada en sus casas de la moneda, y los judíos obviamente estaban felices de utilizar esas monedas para su propio beneficio. Dado todo esto, ¿porque no deberían de dar al César lo que obviamente era suyo? Así que Jesús les dijo, “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”.13
Ahora bien, esta parece una respuesta bastante sencilla, ¿no? Es la moneda de César; paga los impuestos. Y aun así la Biblia dice que cuando la gente lo escuchó, se maravillaron. ¿Por qué? Por lo siguiente, Jesús acababa de redefinir la manera en que los judíos debían pensar acerca de su relación con los romanos y al mismo tiempo devaluó la enseñanza de los fariseos. Sin importar la forma en que lo vieras, en ninguna manera era una deshonra a Dios, dar a César lo que le pertenecía, legal y obviamente.
Pero también hay algo más profundo en lo que Jesús dijo, y eso es lo que dejó a la gente boquiabierta en asombro. Piensa de nuevo en la pregunta que hizo Jesús cuando le mostró a la multitud la moneda. “¿De quién es esta imagen?” Él preguntó, y cuando ellos respondieron que era de César, Jesús tomó eso como una prueba de propiedad. Era la imagen de César en la moneda, y por lo tanto le pertenecía, y por lo mismo tú debías de dar a César lo que es de César. Pero, —aquí está lo inesperado—tú también debes dar a Dios lo que Dios. Eso es, tú le debes de dar a Dios aquello que tiene su imagen grabada. ¿Y qué tiene grabada su imagen?
Todos en la multitud, por supuesto, lo supieron de inmediato. Jesús estaba hablando de Génesis 1:26 en dónde Dios anunció sus planes de crear al hombre al decir: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza. . . Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó”. ¿Lo ves? Jesús estaba hablando a la gente de algo mucho más profundo que la filosofía política. Él estaba diciendo que justo como la imagen de César está en la moneda, así la imagen de Dios está reflejada en la misma esencia de tu ser. ¡Y por lo tanto le perteneces a Él! Sí, existe cierto honor que se le da a César cuando tú reconoces su imagen y le regresas su moneda. Pero un honor infinitamente mayor es dado cuando reconoces la imagen de Dios en ti y le das tu ser—tú corazón, alma, mente y fuerza—a Él.
Espero que alcances a ver lo que Jesús le estaba diciendo a su audiencia. Una cuestión mucho más importante que cualquier discusión sobre filosofía política o la relación de una nación con otra, es la cuestión de la relación de cada ser humano con Dios. Jesús estaba enseñando que todos nosotros fuimos creados por Dios, que en efecto tú fuiste creado por Dios. Tú fuiste creado a su imagen y semejanza, y por lo tanto le perteneces y debes rendir cuentas a Él. Y por eso, Jesús dijo, es que debes dar a Dios lo que es legítimamente suyo—nada menos que todo tu ser.
Nadie hizo cosas como estas
No nos debemos de sorprender de que la gente estuviera tan maravillada de la enseñanza de Jesús. Con solo algunas palabras había sido capaz de moverles el tapete a los que lo desafiaban, redefinir la teología política predominante de su época, y al mismo tiempo penetrar hasta el hecho más fundamental de la existencia humana. ¡Ese tipo de enseñanza hubiera sido suficiente para atraer a una multitud por si misma!
Sin embargo, también estaban los milagros. Cientos y cientos de personas vieron con sus propios ojos a Jesús hacer cosas que ningún ser humano es capaz de hacer. Él sanó a la gente de enfermedades, convirtió instantáneamente el agua en vino fino; le dijo a los paralíticos que caminaran, y ellos caminaron; les dio sanidad a personas consideradas como locos sin esperanza. Él incluso hizo que personas que estaban muertas regresaran a la vida.
No es que la gente de esos días fuera crédula de esas cosas. Sí, vivieron hace mucho tiempo, pero eso no quiere decir que fueran primitivos o estúpidos. Ellos no andaban por allí diciendo que veían milagros cada día. En realidad, es por eso que cada vez que lees otro párrafo en la Biblia, verás a alguien que se queda con los ojos abiertos sorprendido por lo que acababa de suceder. ¡Estaban sorprendidos de ver a Jesús haciendo estas cosas! Aún más, precisamente porque mucha gente estaba intentando hacerse famosa como gurús religiosos, los judíos del primer siglo se habían vuelto increíblemente buenos en identificar charlatanes e impostores. Ellos eran unos maestros en desenmascarar las ilusiones de los magos y reírse burlonamente mientras se alejaban de uno más que intentaba hacer pasar un truco como un “milagro”. Jamás hubieras clasificado como ingenuas a estas personas.
Pero Jesús los dejaba sorprendidos. A diferencia de los demás, este hombre era realmente extraordinario. Los otros hombres sacaban conejos de sus sombreros. Este hombre sanaba centenares de personas, incluso hasta terminar físicamente desgastado y tener que dormir. Él tomó cinco panes y dos pescados y alimentó con ellos a cinco mil personas, que rápidamente se volvieron testigos del evento. Él se detuvo al lado de un hombre que había sido paralitico por años y le dijo que se levantara y caminara—y el hombre lo hizo. Él se paró en la proa de una barca y le dijo al océano que se calmara—y el océano se calmó. Él se paró frente a la tumba de un hombre que había estado muerto por cuatro días y lo llamó a regresar a la vida. Y el hombre lo escuchó, se levantó y salió de la tumba.14
Nadie hizo cosas así.
Jamás.
Y la gente estaba sorprendida.
Todo tenía un propósito
Pero todavía había más. Si tú ponías atención realmente, si ibas más allá del asombro de todo y empezabas a formular la pregunta más profunda de por qué estaba haciendo todo esto Jesús, podrías comenzar a darte cuenta que todo tenía un propósito.
Verás, con cada uno de sus milagros y en cada uno de sus sermones, Jesús estaba haciendo y respaldando con hechos, afirmaciones acerca de Él mismo que ningún otro hombre había hecho antes. Toma como ejemplo el sermón más famoso de Jesús, el Sermón del Monte en Mateo 5-7. A primera vista, casi parece un típico discurso moralista, de esos que te dicen como vivir y como no vivir. No jures; no cometas adulterio; no seas lujurioso; no te enojes. Pero míralo de nuevo, y te darás cuenta que el “cómo comportarse” no es el tema principal. De hecho, el Sermón del Monte trata primordialmente sobre Jesús que hace la atrevida afirmación de que tiene el derecho de interpretar la Ley del Antiguo Testamento de Israel— ¡de darle el verdadero significado y explicar la razón original de su existencia! Es por eso que Jesús dice una y otra vez en su sermón, “Oíste que fue dicho. . . pero yo os digo”.15 El énfasis está en Yo. Jesús está haciendo una afirmación radical de que Él es el legítimo Legislador de la nación de Israel. Lo que es más, observa desde dónde está haciendo esta afirmación: Él lo está haciendo deliberadamente desde la cumbre de un monte, y como todo israelita lo hubiera recordado, el gran Dador de la Ley (es decir, Dios) le dio a su pueblo la Ley del Antiguo Testamento hablándoles ¡desde la cumbre de una montaña!16 ¿Lo ves? Jesús estaba demandando para sí mismo la asombrosa autoridad que nadie más se hubiera atrevido a reclamar.
Y luego también está lo que le dijo desde la tumba de un hombre a Marta, la hermana del difunto: “Tu hermano resucitará”. Parece ser que Marta agradecía el recordatorio. “Yo sé”, respondió, “resucitará en la resurrección, en el día postrero”. En otras palabras, sí, sí lo sé; gracias por tus amables palabras; me traen mucho consuelo en este tiempo difícil. Pero ella no entendía lo que Jesús quería decir. Hubiera sido muy asombroso si en ese momento Jesús le hubiera dicho, “No, quiero decir que resucitará en unos minutos, cuando yo se lo ordene”. Pero Él dijo algo más. Dijo, “Yo soy la resurrección y la vida”.17 ¡No sigas de largo y te lo pierdas! No dice meramente “yo puedo dar vida”, sino “¡Yo soy la vida!”
Honestamente, ¿qué tipo de hombre dice cosas como esas? ¿Qué tipo de hombre escucha a un amigo decirle con admiración, “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, y le responde, diciendo: “Tienes razón. Y fue Dios mismo quien te lo reveló”? A qué tipo de hombre le preguntan los gobernantes de su nación, “Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” y les responde, “Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo”.18
Ningún hombre ordinario, tenlo por seguro—no uno que solo quiere ser reconocido como un gran maestro, o honrado como una buena persona, o recordado como un filósofo influyente. No, una persona que habla en estos términos está declarando algo mucho más grande y más glorioso y profundamente revolucionario que cualquiera de ellos. Y eso es exactamente lo que Jesús estaba haciendo, por lo menos para aquellos que estaban prestando atención.
Él estaba declarando ser el Rey de Israel—y de la humanidad—.