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PRÓLOGO

CUANDO REFLEXIONAMOS sobre la idea de un libro que tuviese como temática la filosofía en lengua castellana, no solo pensamos en una mera exposición de los grandes pensadores que ha tenido nuestro idioma, sino que también en la posibilidad de mostrar el dinamismo lógico de nuestra lengua para la labor filosófica. ¿Tiene nuestro idioma alguna especial cualidad para la elaboración y la composición de un pensamiento filosófico? Se ha llegado a responder negativamente a esto último, señalando que la lengua castellana es una lengua más apta para la poesía que para la filosofía, por ejemplo. Nos atreveríamos a decir que, tal vez, lleven razón, no ha sido apta, pero no lo ha sido para un cierto tipo de pensamiento rígido, sistematizado y determinista. Teniendo en cuenta que la filosofía es una experiencia que siempre está de camino, como gustaba decir Jaspers, tal vez nuestra lengua esté especialmente preparada para una filosofía con un carácter distinto al que se ha realizado en otras lenguas y vayamos con el hablar castellano de camino a otro pensamiento, a otra elaboración reflexiva con sus riquezas y nutrientes propios. Creemos que los estudios que se contienen en este libro pueden refrendar esta última aseveración.

Reunir a este grupo de estudios, teniendo como criterio común un mismo idioma, nos podría permitir, además, reflexionar acerca de qué sea, efectivamente, el pensamiento, la lengua y el lenguaje. Creemos que sería reducir en extremo el lenguaje pensarlo solo como un medio de comunicación. La lengua es, sobre todo, un patrimonio y una herencia de pensamiento, y, como toda herencia, necesita ser cultivada, necesita ser trabajada para que no se atiborre de cizaña y polvo en sus rincones. En cada una de nuestras frases, proverbios y dichos se encuentra, a la espera de ser trabajado continuamente, el esfuerzo y el gozo del hablar de varios siglos, de muchas generaciones y razas, de muchas historias, encuentros y acontecimientos. El castellano está ahí como una tierra fértil esperando permanentemente el arado y la azada de nuestro pensar. Reafirmamos el pensamiento de Fausto: “Conquístate, tu herencia, cada día, para que tú la goces, que sin eso cuanto el hombre posea, le será grave peso”1. En el idioma de Cervantes diríamos también: “Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís…”2. El lenguaje es este acontecer producto de poner manos a la obra en la lengua de Amadís para que sea realmente nuestra herencia idiomática un acontecimiento gozoso y no un grave peso. Para el hombre culto, el verdadero cultivo no es un manejo erudito, alambicado, especializado o tecnificado de la lengua, sino el trabajo hecho por el pensamiento en el lenguaje para que de él surja un acontecimiento, que es la transformación de la lengua en un fruto gustoso, en un evento nuevo, impensado e imprevisto.

En este sentido, la lengua viva, la del pueblo hablante en castellano y la de los poetas, de los filósofos y de todos aquellos que la están permanentemente cultivando, no se deja aquietar, estabilizar por unas reglas o por una teoría, es patrimonio siempre invertido y puesto en movimiento para ser enriquecido, siempre en nacimiento y en reinicio de su andar. Sin esa inversión de pensamiento permanente en la lengua, esta se vuelve un cementerio de ideas ya hechas, que son malas por ser precisamente ya hechas, que no hacen pensar a nadie; un cementerio de conceptos estériles, unos medios de comunicación que no producen ninguna alianza ni ninguna civilidad. Sin ese trabajo, la lengua se transforma en un mecanismo repetitivo, ya que no hablamos, sino que somos hablados por la lengua y termina ella pronunciándonos y transformándonos en tópicos políticamente correctos. La lengua, sin este cultivo, transforma el pensamiento en un templo lleno de ídolos que tienen boca, pero no hablan. Esa lengua rígida, estereotipada y llena de hábitos lingüísticos, la veremos incapaz de rezar, impotente para expresar el arrepentimiento, fracasada para producir el amor con el otro y, peor aún, impedida de pensar y sorprendernos con lo todavía no dicho.

La lengua no es simplemente palabra solitaria y fantasmal, es oración, es juicio: imputabilidad de actos, no de cosas o esencias o sustancias. El hombre de palabra es, como dicen en el campo chileno, el que hace juicio, el juicioso. El que hace juicio con “palabras significantes, honestas y bien colocadas”, dirá el Quijote3. El que ‘hace un juicio’ es el que se atreve a trabajar e invertir su patrimonio castellano y hacerse imputable por el pensamiento puesto en movimiento en sus oraciones. ‘Hacer nuestras oraciones’ es hacer nuestro trabajo, haciendo público nuestro pensamiento en el decir de la lengua. “Sea vuestro lenguaje: ‘Sí, sí’; ‘no, no’: que lo que sale de aquí viene del Maligno” (Mt 5, 37). La palabra siempre debe ser un trabajo del pensamiento del cual podamos hacernos imputables, porque un pensamiento es ya pensamiento de un cuerpo, lo demás es flatus vocis, lo que sale de aquí es la insociabilidad, el mal negocio de dejar de pensar con otros. La elaboración de un juicio es un riesgo, pero nada se disfruta si no se ha dicho, si no se ha pronunciado con significado, honestidad y buena colocación. Es falso el refrán aquel que quiere enseñarnos que ‘del dicho al hecho hay mucho trecho’, pues en el decir hay ya un acto, hay ya un hecho, y hay, cuando es un auténtico decircultivado, un verdadero acontecimiento. El hombre de palabra es valioso porque sabe lo que en la palabra está en juego y que su confiabilidad se hace imputable por su decir, porque su decir es ya un hacer.

La lengua no está ya hecha, sino que está haciéndose en la co-institución y alianza permanente de los sujetos que piensan unos con otros gracias a ella, a través de ella, a partir de ella. La lengua está generándose siempre, reiniciándose constantemente con el trabajo de todos, con el trabajo de los obreros del pensamiento que propician con su idioma la generación de una bella ciudad libre.

Este libro pretende ser una breve muestra de los trabajadores de este patrimonio, los cultivadores de esta patria de pensamiento que es la lengua castellana: Zubiri, Ortega, Millas, Mistral, Cordua, Caturelli, Acosta, Barceló, Unamuno. La obra de ellos es una muestra de cómo la lengua castellana es distinta al abordar el pensamiento, pero no por esto es menos pensamiento. La filosofía que surja de aquí será distinta porque el patrimonio de origen de la lengua es distinto, porque los actos lingüísticos de los padres y madres de esta lengua son distintos, sus tonos y ritmos son distintos, y los acontecimientos de la historia se piensan en nuestro idioma con un acento distinto. No creemos, por ello, que sea menos filosofía. He aquí la razón del nacimiento de este libro.

Agradezco, en primer lugar, a los autores de cada uno de los capítulos por habernos confiado sus trabajos e investigaciones para la publicación de esta obra y para enriquecer nuestro conocimiento de aquellos pensadores que beneficiaron y fructificaron nuestra lengua. También es necesario reconocer la convicción del Instituto de Teología de la Universidad Católica de la Santísima Concepción por sacar adelante esta colección, aportando con ello a la formación de nuestros estudiantes y al fomento de la filosofía en Chile. Agradezco a los académicos evaluadores por su riguroso trabajo y al Comité Editorial de esta colección por su confianza al entregarme el cuidado de la edición de este número. Especialmente, agradezco a Roxana González, a Andrea Báez y a Francisco Novoa por su ayuda en la gestión de todos los aspectos administrativos y formales que conlleva sacar adelante la edición de un libro como este, con lo cual me corroboran una vez más su compromiso con la filosofía, con la universidad y, sobre todo, me confirman su amistad y su gusto en seguir cultivándola.

DAVID SOLÍS NOVA

1 J. W. GOETHE, Fausto I, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 2003, 72.

2 M. DE CERVANTES, Don Quijote de la Mancha, Alfaguara, Madrid 2015, 250.

3 M. DE CERVANTES, Don Quijote de la Mancha…, 13.

Filosofía en lengua castellana

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