Читать книгу Filosofía y cambio social. Contribuciones para una teoría crítica de la sociedad y la política - Группа авторов - Страница 8
ОглавлениеEl fin del progreso1
Amy Allen
Pennsylvania State University
El título de este artículo está inspirado en las lecciones sobre el progreso de Theodor Adorno, en las que aparece como tema recurrente la afirmación de que el progreso ocurre solo cuando llega a su fin. A pesar de que las preocupaciones particulares de Adorno respecto a las afirmaciones sobre el progreso son algo diferentes a las mías —pues las suyas tienen que ver más con el horror de Auschwitz y la amenaza de la guerra nuclear—, simpatizo fundamentalmente con lo que considero la idea principal de su propuesta: es necesario deshacerse de lecturas ideológicas falsas de la historia en términos de progreso si queremos lograr un progreso moral o político en el futuro. En otras palabras, la idea clave es separar las afirmaciones sobre la posibilidad del progreso en el futuro —lo que llamo progreso como un «imperativo moral-político»— de las lecturas de la historia como un relato de progreso —lo que llamo progreso como un «hecho»—. Tal como lo veo, esta manera de pensar el progreso proporciona un correctivo importante al papel que este desempeña en la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt contemporánea. La teoría crítica contemporánea tiende a adoptar una estrategia neohegeliana en términos generales para fundamentar la normatividad y, al hacerlo, arraiga su visión del progreso como un imperativo moral o político en una tesis del progreso como un hecho. Esta estrategia es vulnerable a objeciones conceptuales y políticas de las que me ocuparé a continuación. De manera crucial, sin embargo, la visión alternativa de Adorno también evita apelar a afirmaciones fundacionalistas, transhistóricas o no-históricas sobre la validez normativa para basar su concepción del progreso moral o político, la cual está orientada hacia el futuro. Como tal, también proporciona una alternativa a las estrategias neokantianas para fundamentar la normatividad, según las cuales el progreso es un concepto normativamente dependiente indexado a un derecho moral fundamental. Al hacerlo, la idea de Adorno sobre el fin del progreso se mantiene fiel a los objetivos metodológicos de la teoría crítica y está en mejores condiciones de evitar los problemas conceptuales, políticos y metodológicos que plagan las explicaciones crítico-teóricas alternativas sobre la normatividad y el progreso.
1. El progreso en la teoría crítica (descripción general)
Los teóricos críticos de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, especialmente Walter Benjamin y Theodor Adorno, eran famosos por su extremo escepticismo con respecto al discurso del progreso. En su novena tesis sobre la filosofía de la historia, Benjamin describe lo que llamamos progreso como una mera catástrofe continua que lanza escombros a los pies del ángel de la historia (2007). De manera similar, en sus conferencias sobre la filosofía de la historia, Adorno señala que la catástrofe de Auschwitz «hace que todo lo que se dice sobre el progreso hacia la libertad parezca ridículo» y hace también que la «mentalidad afirmativa» que habla de ese modo parezca «la mera afirmación de una mente que es incapaz de mirar el horror en los rostros y, de esa forma, lo perpetúa» (2006, p. 7). En su escepticismo hacia el discurso del progreso, a Benjamin y Adorno se unieron otros dos grandes pensadores políticos del siglo XX, los cuales merecen ser llamados teóricos críticos en el sentido más amplio del término: Hannah Arendt y Michel Foucault. Estas críticas teóricas del progreso, que tendían a centrarse en la naturaleza altamente metafísica de la filosofía de la historia que sustentó tales afirmaciones, coincidieron con la crítica política del progreso en el trabajo de teóricos poscoloniales y decoloniales como Frantz Fanon, C. L. R. James, Aime Césaire y otros, quienes descubrieron el papel altamente ideológico que las afirmaciones sobre el progreso y el desarrollo han desempeñado en la justificación de proyectos de imperialismo y colonialismo.
De hecho, el coro de voces que criticó la idea de progreso en el siglo XX fue tan fuerte que uno podría pensar que el concepto ha sido relegado al basurero de la historia. Y, sin embargo, la idea de progreso ha reaparecido de manera silenciosa en la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. Comenzando por Jürgen Habermas, los teóricos críticos han reformulado el concepto de progreso en una vena más posmetafísica, deflacionaria, diferenciada y pragmática, en un esfuerzo por desligarlo de la filosofía tradicional de la historia en la que estaba insertado previamente. También han intentado responder a la crítica política del progreso como intrínsecamente eurocéntrico o imperialista (McCarthy, 2009). En este trabajo examinaré algunas de las principales estrategias que los teóricos críticos han empleado para repensar el progreso, sostendré que dichas estrategias aún son vulnerables a objeciones conceptuales y políticas, y, luego, bosquejaré una alternativa adorniana.
Las recientes reformulaciones del concepto de progreso están motivadas, al menos en parte, por la idea de que la teoría crítica de alguna manera depende crucialmente de la idea de progreso y que uno no puede ser un teórico crítico sin estar comprometido con alguna noción del mismo. Antes de revisar las recientes reformulaciones de este concepto en la teoría crítica, quiero esbozar las razones generales que se han apoyado en esta afirmación y decir algo más sobre lo que entiendo por progreso.
Primero, progreso. Se puede hablar de progreso con respecto a muchos objetivos o puntos de referencia diferentes. Dado cualquier objetivo o fin particular que yo pueda tener, puedo comprenderme a mí misma tanto acercándome como distanciándome del mismo. En ese sentido, puedo decir que estoy progresando en mi entrenamiento para correr una maratón, o en terminar el manuscrito de un libro, y todo lo que se necesita para dar sentido a tales afirmaciones es una noción clara del estándar mediante el cual se mide el progreso. El discurso tradicional del progreso histórico, tal como surgió en la tradición de la Ilustración europea, tendía a hacer una afirmación mucho más amplia sobre el avance general de la humanidad desde una condición primitiva o bárbara a un estado más desarrollado, avanzado, ilustrado o civilizado. Como Reinhart Koselleck nos recuerda, el término progreso, tal como fue utilizado por Kant, «trajo clara y hábilmente la multiplicidad de significados científicos, tecnológicos e industriales del progreso, y finalmente también los significados que involucran la moralidad social e incluso la totalidad de la historia, bajo un concepto común» (2002, p. 229). Las nociones tradicionales de progreso, como la de Kant, dependen, por lo tanto, de una idea metafísica robusta de la totalidad de la historia y al menos postulan un punto de vista a partir del cual dicha totalidad puede ser comprendida.
Las reformulaciones más recientes de la noción de progreso son, sin duda, mucho menos ambiciosas desde un punto de vista metafísico y mucho más diferenciadas internamente. Aunque algunos defensores de esta noción todavía quieren defender la idea de que ha habido un progreso demostrable no solo en los ámbitos técnico-científicos, sino también en los ámbitos político-morales (Habermas, 1984, 1987; McCarthy, 2009); sin embargo, consideran el progreso en dichos ámbitos como fenómenos desagregados. Para Habermas, por ejemplo, no hay razón para pensar que el progreso técnico-científico debería conducir al moral y político o viceversa; mucho menos para pensar que el progreso en cualquiera de estos ámbitos deba conducir a un incremento en la felicidad humana. Incluso dentro del ámbito moral y político, el progreso económico puede estar desvinculado del progreso moral, el progreso moral del progreso cultural, y así sucesivamente. Finalmente, en todos estos diversos ámbitos, el progreso se entiende en un sentido posmetafísico como un logro histórico contingente, resultante de la acción humana y, por lo tanto, sujeto a reversiones y regresiones.
Se han ofrecido dos tipos distintos de argumentos para sostener que la teoría crítica necesita de una idea de progreso para ser realmente crítica. El primer argumento es que necesitamos la idea de progreso hacia algún objetivo con el fin de tener algo a lo que podamos aspirar políticamente para hacer que nuestra política sea genuinamente progresista (McCarthy, 2009). El progreso entendido en este sentido está conectado con la famosa tercera pregunta de Kant: ¿qué puedo esperar? Para que una teoría sea crítica, debe estar conectada con la esperanza de una sociedad significativamente mejor, más justa o, al menos, menos opresiva. Tales esperanzas sirven para orientar nuestros esfuerzos políticos y, para contar como esperanzas genuinas, deben estar basadas en la creencia de la posibilidad de progreso. Esta afirmación puede fundarse en cierto tipo de argumento trascendental: cuando un teórico critica una característica existente del mundo social o político, presupone de manera necesaria un ideal a la luz del cual hace esa crítica y, además, se compromete con la afirmación según la cual el logro de ese ideal constituiría un progreso moral o político de algún tipo —o tal vez solo normativo; nada en particular pende de estas distinciones, al menos no por el momento—.
La segunda razón por la cual se cree que la teoría crítica depende de una idea de progreso implica un tipo de argumento trascendental distinto pero relacionado. La idea aquí es que, en la medida en que los teóricos críticos alientan ciertos eventos políticos en su propio tiempo —tomando como caso paradigmático la posición de Kant con respecto a la Revolución francesa—, necesariamente se comprometen a ver esos eventos como mejores que lo que los preceden y, al hacerlo, ellos mismos se comprometen con la idea de que al menos ciertas características de su mundo social y político son el resultado de un proceso progresista de desarrollo o aprendizaje histórico.
Estos dos argumentos a menudo están estrechamente entrelazados en formas que analizaré a continuación. Por ahora, quiero resaltar que hay dos concepciones distintas del progreso implícitas en estos argumentos. La primera concepción es prospectiva, orientada hacia el futuro. Desde esta perspectiva, el progreso es un imperativo moral y político, un objetivo normativo que nos esforzamos por alcanzar, un objetivo que puede capturarse bajo la idea del bien o, al menos, de una sociedad más justa. La segunda concepción es retrospectiva y está orientada hacia el pasado; desde esta perspectiva, el progreso es un juicio sobre el proceso de desarrollo que nos condujo al «nosotros», un juicio que considera «nuestra» concepción de la razón, «nuestras» instituciones moral-políticas, «nuestras» prácticas sociales, «nuestra» forma de vida como resultado de un proceso de desarrollo sociocultural o de aprendizaje histórico. Llamaré a la concepción prospectiva «progreso como un imperativo» y a la que es retrospectiva «progreso como un hecho»2. Ambas concepciones del progreso están, obviamente, ligadas de manera profunda a afirmaciones sobre normatividad y sobre la posibilidad de estándares o principios que permiten juicios normativos transhistóricos y, en ese sentido, convergen necesariamente. Ambos argumentos sobre por qué la teoría crítica necesita una concepción del progreso giran en torno a la posibilidad o realidad de un tipo específico de progreso, a saber, el progreso moral-político —o, más ampliamente, progreso normativo—, en lugar del progreso técnico-científico o el progreso überhaupt. A continuación, me concentraré en esto último.
2. El progreso y la normatividad de la teoría crítica: dos estrategias
En gran parte del trabajo de la teoría crítica reciente, lo que llamo la concepción retrospectiva del progreso como un «hecho» desempeña una función crucial, aunque a menudo no reconocida, en fundamentar la normatividad de la teoría crítica y, por lo tanto, en la justificación de nociones prospectivas de progreso como un imperativo. Esto se desprende más o menos directamente de la combinación de dos compromisos: primero, el compromiso con la idea de que la perspectiva normativa de la teoría crítica debe fundarse de forma inmanente en el mundo social real; y, en segundo lugar, con el deseo de evitar los males gemelos del fundacionalismo y el relativismo. Estos dos compromisos están en tensión uno con otro en la medida en que la firme decisión de fundamentar la perspectiva normativa de la teoría crítica dentro del mundo social existente despierta preocupaciones con respecto al convencionalismo. La estrategia neohegeliana, en términos generales, para fundamentar la normatividad favorecida por Habermas y Honneth constituye un intento de resolver esta tensión. La idea básica es que los principios normativos que encontramos dentro de nuestro mundo social —como herederos del proyecto de la Ilustración europea o del legado de la modernidad europea, que tiene una cierta concepción de la autonomía racional (Habermas) o la libertad social (Honneth) en su núcleo— están justificados, al menos en parte3, en la medida en que pueden entenderse como el resultado de un proceso de evolución social progresiva o de aprendizaje sociocultural. Por lo tanto, esta concepción del progreso normativo permite a la teoría crítica comprender los estándares normativos que encuentra dentro de su mundo social existente no como estándares meramente contingentes o arbitrarios relativos a marcos conceptuales, sino más bien como justificados en la medida en que son los resultados de un proceso de desarrollo histórico o de aprendizaje.
Pero si la base inmanente de los principios normativos de la teoría crítica dentro del mundo social descansa finalmente en una afirmación sobre la evolución social o los procesos de aprendizaje sociocultural, entonces esto significa que los estándares normativos que nos permiten imaginar una sociedad buena o más justa —el principio del discurso, por ejemplo, o la idea de la libertad social— están justificados —de nuevo, al menos en parte— en la medida en que son el resultado de un proceso de desarrollo o aprendizaje sociocultural (Owen, 2002; Iser, 2008). En otras palabras, las dos concepciones de progreso delineadas anteriormente están relacionadas debido a que tal progreso como un imperativo moral-político está, para Habermas y Honneth, basado en la orientación normativa básica que se apoya en la concepción del progreso como un «hecho» histórico. La perspectiva normativa que sirve para orientar la concepción prospectiva de progreso se justifica por la historia retrospectiva de cómo «nuestro» vocabulario moral moderno, europeo e ilustrado, y «nuestros» ideales políticos son el resultado de un proceso de aprendizaje y, por lo tanto, ni meramente convencionales ni fundamentados en alguna concepción a priori o trascendental de la razón pura. Esta orientación normativa, a su vez, nos proporciona una concepción de la sociedad «buena» o «más justa» que proporciona la base para nuestros esfuerzos morales y políticos.
Esto sugiere que, al menos en el modo en que se usa la idea de progreso en el trabajo de Habermas y Honneth, estas dos concepciones del progreso —la noción prospectiva del mismo como un imperativo moral-político y la idea retrospectiva de este como un «hecho» acerca de los procesos de aprendizaje histórico y la evolución sociocultural que condujeron al «nosotros»— no se pueden separar fácilmente. En otras palabras, no es posible que esta versión de la teoría crítica utilice la idea de progreso como un imperativo moral-político sin creer en el progreso como un «hecho», en la medida en que la normatividad de la teoría crítica está asegurada a través de este relato sobre la evolución sociocultural o el aprendizaje histórico. Esto sugiere que la teoría crítica contemporánea, como Habermas y Honneth la conciben y defienden, solo podría desenmarañarse de su compromiso con el progreso repensando también su comprensión de la normatividad.
Pero ¿por qué pensar que tal desenmarañamiento es necesario? Después de todo, ¿qué hay de problemático en la idea del progreso como un «hecho» y en el papel que desempeña esta idea para justificar la normatividad de la teoría crítica? A continuación, mencionaré dos tipos de objeciones, la primera conceptual y la segunda política.
La objeción conceptual gira en torno al siguiente tipo de pregunta: ¿sobre qué base afirmamos saber lo que cuenta como progreso en nuestras lecturas de la historia? ¿Un juicio sobre el progreso normativo no presupone el conocimiento de lo que cuenta como el punto final u objetivo del desarrollo histórico? En ese sentido, ¿no presuponen todos los juicios sobre el progreso normativo algún estándar normativo independiente, no histórico, trascendente al contexto, o colapsan en el mismo convencionalismo que intentan evitar? La preocupación aquí es que, sin un estándar independiente de este tipo, los juicios sobre el progreso normativo se vuelven, como afirma Charles Larmore, «irremediablemente parroquiales», no mucho más que «un instrumento de autocomplacencia» (2004, p. 47). Cabe mencionar que Larmore continúa defendiendo la idea de progreso pese a esta objeción.
Por otro lado, la objeción política se refiere al entrelazamiento de la idea de progreso como un «hecho» con los legados del racismo, el colonialismo y el imperialismo y sus formas contemporáneas informalmente imperialistas o neocoloniales. La idea de que los ideales normativos de la Ilustración europea son el resultado de un proceso de aprendizaje evolutivo y progresivo mediante el cual la modernidad surgió de formas tradicionales de vida es exactamente la misma lógica eurocéntrica que justificaba el colonialismo y la llamada misión civilizadora. Como lo expresó sucintamente James Tully, el lenguaje del progreso y del desarrollo es el lenguaje de la opresión para dos tercios de la población mundial (comunicación personal con Tully). En otras palabras, la noción de progreso histórico como un «hecho» está ligada a relaciones complejas de dominación, exclusión y silenciamiento de sujetos colonizados y subalternos. Permítaseme enfatizar que este no es un argumento de «culpa por asociación»; el punto no es que algunas concepciones de progreso hayan estado al servicio de fines coloniales y neocoloniales y que por ello haya de sospecharse de todas las concepciones de progreso. Más bien, el punto es que esta concepción particular de la modernidad europea como el resultado de un proceso de aprendizaje histórico progresivo es precisamente el relato que fue utilizado para justificar el colonialismo europeo.
Estos dos tipos de objeciones pueden coincidir particularmente, y a menudo lo hacen, en las críticas poscoloniales contra el progreso que siguen el ejemplo de Foucault y a su idea sobre el entrelazamiento entre poder y conocimiento (Chakrabarty, 2002; Mignolo, 2011; Said, 1994). De hecho, la segunda objeción podría considerarse como una especificación adicional a la primera, es decir, a la forma particular de autocomplacencia endémica de las concepciones europeas del progreso.
A la luz de estas objeciones, uno podría preferir una segunda estrategia para entender la relación entre progreso y normatividad. La estrategia constructivista neokantiana propuesta por Rainer Forst retiene la idea del progreso como un imperativo, pero sin depender de un relato neohegeliano retrospectivo sobre el progreso como un «hecho». Por el contrario, Forst articula un estándar moral, político y universal —el derecho básico a la justificación— que no se basa en un relato retrospectivo sobre el progreso histórico, sino más bien en una explicación de la razón práctica independiente (2012a). Forst argumenta, además, que el progreso es un concepto normativamente dependiente en el sentido de que está supeditado a un estándar normativo universal que puede proporcionar un punto de referencia claro para las afirmaciones sobre el progreso histórico (2012b). Por lo tanto, la estrategia neokantiana de Forst permite juicios sobre el progreso como un «hecho» —quizá incluso las necesita, en el sentido de que, una vez que uno ha articulado un estándar normativo universal, ciertos juicios sobre el progreso y el retroceso resultan implicados por él—, pero no depende de ellos para la justificación de sus estándares.
Esta forma de entender la relación entre la normatividad y las afirmaciones sobre el progreso histórico evita el enmarañamiento de los argumentos retrospectivos y prospectivos que plagan las explicaciones de Habermas y Honneth. Por lo tanto, evita la objeción conceptual detallada anteriormente, pero, al hacerlo, se expone a una versión diferente de la objeción política. Se trata de la preocupación de que todos y cada uno de los estándares o conceptos normativos de la razón práctica —supuestamente universales y trascendentes con respecto al contexto— no sean sino concepciones disfrazadas realmente densas y sustanciales del bien. Si situamos esta preocupación general en el contexto de debates sobre el (pos)colonialismo, la preocupación es que la moralidad abstracta y la razón práctica kantianas sean realmente tan solo un eurocentrismo disfrazado, parte integral de la tendencia de Occidente a considerarse a sí mismo como lo universal (Alcoff, 2012). La dificultad yace en que la noción de razón práctica asume una carga argumentativa considerable y en que los juicios sobre quién es o no es razonable —quién es capaz de ser un interlocutor discursivo— también asumen una importante carga política en nombre de los poderosos. Si la noción de razón práctica debe ser lo suficientemente densa y sustantiva como para hacer el trabajo normativo que Forst necesita, es probable que sea excluyente de las «figuras subalternas como las mujeres, los orientales, los negros y otros “nativos”», figuras que tuvieron que hacer mucho ruido nada razonable antes de que se las considerara dignas de unirse a la comunidad de seres que discuten (Said, 1989, p. 210). Si ha de ser genuinamente universal, la noción de razón práctica será demasiado tenue y abstracta como para realizar el tipo de trabajo normativo sustantivo que Forst necesita.
Una segunda objeción más metodológica sostiene que el enfoque de Forst sacrifica el carácter distintivo de la teoría crítica como aproximación metodológica, abandonando el compromiso teórico-crítico con la idea de que nuestros principios normativos se encuentran dentro de la realidad social existente. Puede que el enfoque fundacionalista de Forst con respecto a la normatividad evite los problemas que abundan en las teorías de Habermas y Honneth, pero alcanza este objetivo con el alto costo de convertir la teoría crítica, entendida como un proyecto de crítica situado socialmente e históricamente específico, en otra versión más de la teoría ideal de Rawls. Estas dos objeciones son distintas, pero están enraizadas en una visión común: que el intento de articular un punto de vista fuera de las relaciones de poder —llamándolo el punto de vista noumenal o el punto de vista de la razón práctica «como tal»— no es solo metodológicamente problemático para la teoría crítica, sino que también puede representar un potencial ardid de los poderosos (Butler, 1995).
3. La alternativa adorniana-foucaultiana
A la luz de estas objeciones, defiendo una forma diferente de desenmarañar el progreso como imperativo moral-político del progreso como «hecho». Esta estrategia no solo se inspira en la afirmación de Adorno según la cual el progreso ocurre solo cuando llega a su fin sino también en su intento de desarrollar una filosofía de la historia que no sea una Verfallsgeschichte ni progresiva ni regresiva y en su intento de enraizar esta comprensión de la historia en un enfoque con respecto a la normatividad antifundacionalista, históricamente situado. En estos dos últimos puntos, considero que el trabajo de Adorno es bastante compatible con la concepción de Foucault sobre la historia y la normatividad; por lo tanto, mi estrategia también podría llamarse adorniana-foucaultiana.
La clave de mi estrategia es que intenta sostener una concepción mucho más contextualista y antifundacionalista de la normatividad. Tal concepción aún podría permitir aspiraciones prospectivas de progreso moral y político, pero también entiende todas las afirmaciones de progreso como altamente provisionales, enraizadas en una posición metanormativa contextualista y, como tales, siempre necesitadas de una problematización genealógica continua. Por lo tanto, esta explicación podría aceptar el argumento trascendental de que uno solo puede estar en contra del progreso al estar a favor de él (Forst, 2012b) —en otras palabras, puede darle espacio a la objeción de que incluso la crítica poscolonial sobre la concepción ideológica del progreso como un «hecho» está implícitamente comprometida con alguna visión del progreso en la medida en que está comprometida con la afirmación de que sería mejor que nos deshiciésemos del progreso como un «hecho»—. Sin embargo, enfatizaría que todas las afirmaciones prospectivas sobre lo que se consideraría como progreso tendrían que ser problematizadas continuamente4. Si aceptamos la idea de que la teoría crítica es un proyecto inmanente y reconstructivo que extrae su contenido normativo de la realidad social existente y si rechazamos la estrategia neohegeliana de afirmar esta postura evitando el fundacionalismo, esto necesariamente nos empuja en la dirección de una explicación más contextualista de la normatividad en el nivel metaético o metanormativo.
Obviamente, se podría y se debería decir mucho más acerca de si tal descripción de la normatividad puede evitar la caída en el relativismo de primer orden o en el convencionalismo. Creo que hay que tener cuidado aquí para resistir la fusión de la teoría normativa de primer orden y la metaética que es prominente en gran parte de la literatura teórico-crítica sobre la normatividad. Así como las pretensiones particulares de verdad pueden basarse en una variedad de posiciones epistemológicas, los principios normativos, incluso aquellos de alcance universal, pueden basarse en una variedad de posiciones metaéticas, incluidas las contextualistas o coherentistas. Aun así, asumiendo la posición contraria, se podría argumentar que los compromisos normativos de primer orden de la teoría crítica con el igual respeto moral, la inclusión y otros, en realidad presionan en la dirección de una metaética más modesta y más moderada que las estrategias neohegelianas o neokantianas discutidas anteriormente (Laden, 2013). La idea aquí es que, si uno comienza con un compromiso normativo provisional con el igual respeto moral, la inclusión y la apertura hacia el otro, y luego trabaja desde allí, intentando desarrollar el tipo de posición metanormativa que sea más compatible con esos compromisos y con la idea de tomarlos como provisionales, uno terminará con una posición metanormativa contextualista y epistémicamente humilde. Tal posición reconocería, como lo expresa Judith Butler (glosando a Adorno), que «si lo humano es algo, parece ser un doble movimiento, uno en el que afirmamos normas morales al mismo tiempo que cuestionamos la autoridad por la cual hacemos tal afirmación» (2005, p. 103). Esta posición metanormativa requiere una especie de humildad epistémica que va más allá del mero falibilismo —la conciencia del hecho de que puede que estemos equivocados— porque implica una problematización crítica activa y continua de nuestro propio punto de vista, en nombre de una realización más plena de sus ideales de libertad, igual respeto, apertura, inclusión y otros.
En cuanto a la idea del progreso como un «hecho», aunque una explicación antifundacionalista y contextualista de la normatividad podría permitir realizar afirmaciones retrospectivas del progreso como un «hecho», estas serían necesariamente afirmaciones modestas sobre el progreso «a nuestro parecer» o «para nosotros», es decir, a la luz de ciertos estándares normativos con los que estamos comprometidos. Aunque tales afirmaciones pueden ser conceptualmente coherentes de acuerdo con mi posición metanormativa, siguen siendo vulnerables a los tipos de objeciones sobre la tendencia a la autocomplacencia conservadora y el eurocentrismo discutido anteriormente. El antídoto apropiado para tal tendencia a la autocomplacencia es una comprensión diferente de la genealogía y de su papel dentro de la teoría crítica. En esta concepción, la genealogía no apunta ni a la subversión directa ni a la desacreditación de nuestros conceptos o principios normativos, ni a su vindicación directa5. Más bien, la genealogía apunta a lo que he llamado la problematización crítica de nuestro punto de vista normativo. Esta problematización requiere una combinación de lecturas vindicatorias y subversivas, o progresivas y regresivas de la historia6.
Sobre la base de en Foucault y Adorno, considero que el alcance apropiado de la genealogía problematizadora incluye no solo las instanciaciones empíricas de nuestros ideales y concepciones normativos de razón, sino también los tipos de violencia epistémica contenidos en esos ideales y concepciones normativos de la razón7. Sin embargo, en un giro reflexivo adicional, me parece que este modo problematizador de genealogía cumple una función importante en la realización del tipo de respeto genuino y apertura hacia el otro que, puede argumentarse, son centrales en la herencia normativa de la Ilustración. De manera paradójica, entonces, pienso que problematizar cualquier afirmación de progreso como un «hecho» es, en realidad, una forma de estar a la altura del legado normativo de la modernidad, particularmente de sus nociones de libertad, inclusión e igual respeto moral. Si suponemos que la objeción política al discurso del progreso como un «hecho» discutida anteriormente sea persuasiva, aceptar la noción evolutiva y progresiva del progreso como un «hecho» es inconsistente con la encarnación del valor del igual respeto moral, porque nos compromete a considerar a algunos de nuestros conciudadanos globales como ciudadanos inmaduros, no desarrollados y, por lo tanto, aún no capaces de autogobernarse autónomamente. El respeto genuino y la apertura hacia el otro exigen, por lo tanto, la permanente problematización crítico-genealógica de nuestra autocomprensión como herederos del proyecto normativo de la Ilustración. Requiere lo que Gayatri Spivak ha llamado la continua, vigilante y persistente «crítica de lo que no podemos desear» (1999, p. 110).
Referencias
Adorno, Theodor (2006). History and Freedom: Lectures 1964-1965. Cambridge: Polity Press.
Alcoff, Linda Martín (2012). Presidential Address to the APA Eastern: Philosophy’s Civil Wars. http://www.alcoff.com/articles/presidential-adress-apa-eastern-2012
Benjamin, Walter (2007). Illuminations: Essays and Reflections. Nueva York: Schocken Books.
Butler, Judith (1995). Contingent Foundations: Feminism and the Question of «Postmodernism». En Seyla Benhabib, Judith Butler, Nancy Fraser y Drucilla Cornell (eds.), Feminist Contentions: A Philosophical Exchange (pp. 35-58). Nueva York: Routledge.
Butler, Judith (2005). Giving an Account of Oneself. Nueva York: Fordham University Press.
Chakrabarty, Dipesh (2002). Habitations of Modernity: Essays in the Wake of Subaltern Studies. Chicago: University of Chicago Press.
Forst, Rainer (2012a). The Right to Justification: Elements of a Constructivist Theory of Justice. Nueva York: Columbia University Press.
Forst, Rainer (2012b). Zum Begriff des Fortschritts. En Hans Joas (ed.), Vielfalt der Moderne — Ansichten der Moderne (pp. 41-52). Frankfurt: Fischer.
Foucault, Michel (1997). What is Enlightenment?. En Ethics: Subjectivity and Truth. The Essential Works of Michel Foucault 1954-1984, Volume 1 (pp. 303-320). Nueva York: The New Press.
Habermas, Jürgen (1984). The Theory of Communicative Action, Volume One: Reason and the Rationalization of Society. Traducción de Thomas A. McCarthy. Boston: Beacon Press.
Habermas, Jürgen (1987). Theory of Communicative Action, Volume Two: Lifeworld and System: A Critique of Functionalist Reason. Traducción de Thomas A. McCarthy. Boston: Beacon Press.
Honneth, Axel (2009). Reconstructive Social Criticism with a Genealogical Proviso: On the Idea of «Critique» in the Frankfurt School. En Pathologies of Reason: On the Legacy of Critical Theory (pp. 43-53). Nueva York: Columbia University Press.
Iser, Mattias (2008). Empörung und Fortschritt: Grundlagen einer kritischen Theorie der Gesellschaft. Frankfurt: Campus.
Koopman, Colin (2013). Genealogy as Critique: Foucault and the Problems of Modernity. Bloomington: Indiana University Press.
Koselleck, Reinhart (2002). «Progress» and «Decline»: An Appendix to the History of Two Concepts. En Todd Samuel Presner y otros (trads.), The Practice of Conceptual History: Timing History, Spacing Concepts (pp. 218-235). Stanford: Stanford University Press.
Laden, Anthony Simon (2013). Constructivism as Rhetoric. En Jon Mandle y David A. Reidy (eds.), A Companion to Rawls (pp. 59-72). Londres: Blackwell.
Larmore, Charles (2004). History and Truth. Daedalus, 133(3), 46-55.
McCarthy, Thomas (2009). Race, Empire and the Idea of Human Development. Cambridge: Cambridge University Press.
Mignolo, Walter (2011). The Darker Side of Western Modernity: Global Futures, Decolonial Options. Durham: Duke University Press.
Owen, David S. (2002). Between Reason and History: Habermas and the Idea of Progress. Albany: SUNY Press.
Said, Edward (1989). Representing the Colonized: Anthropology’s Interloctuors. Critical Inquiry, 15(2), 205-225.
Said, Edward (1994). Orientalism. Nueva York: Vintage.
Spivak, Gayatri (1999). A Critique of Postcolonial Reason: Toward a History of the Vanishing Present. Cambridge: Harvard University Press.
1 Este texto se presentó originalmente como una ponencia con el título The End of Progress en el XXIII Congreso Alemán de Filosofía: «Geschichte — Gesellschaft — Geltung» (Münster, del 28 de setiembre al 2 de octubre de 2014). Traducción del inglés de Noemí Ancí.
2 Téngase en cuenta que el término «hecho» se encuentra entre comillas aquí porque este juicio no es meramente empírico, sino también normativo. Mi referencia al «hecho» del progreso se deriva de la discusión de Thomas McCarthy sobre los «hechos» de la modernidad global en su obra Race, Empire, and the Idea of Human Development (2009).
3 Hay diferencias importantes entre las estrategias de Habermas y de Honneth, y también muchos matices dentro de sus estrategias que estoy pasando por alto debido a la extensión de este texto. La estrategia normativa general de Habermas combina una historia sobre la evolución social y la modernidad con una reconstrucción racional de la normatividad inherente al discurso moral-político. De ahí que el análisis universal, formal-pragmático del lenguaje —que más tarde florecerá en su ética del discurso neokantiana— constituye un elemento importante en la fundamentación de la normatividad defendida por Habermas. La estrategia de Honneth es más consistentemente hegeliana, aunque él también apela a veces a una antropología filosófica abstracta y universal para evitar las sospechas de convencionalismo. El punto central, para mis propósitos es solo que la historia del aprendizaje histórico o el progreso en el ámbito normativo es un elemento crucial de sus concepciones de normatividad, de modo que, si esa historia se socava, esas concepciones también se ven socavadas.
4 Por lo tanto, como Foucault afirma en ¿Qué es la Ilustración?, la crítica siempre está en la posición de comenzar de nuevo (1997).
5 Para esta distinción entre formas de genealogía vindicatoria, subversiva y problematizadora, véase Koopman (2013, capítulo 2). Para este autor, el caso paradigmático de genealogía subversiva es Nietzsche, mientras que el caso paradigmático de genealogía vindicatoria es Bernard Williams. Añadiría aquí que la reconstrucción racional de Habermas y la reconstrucción normativa de Honneth me parecen vindicatorias en sus objetivos: aunque ambos reconocen regresiones y desarrollos fallidos, el objetivo de la reconstrucción racional/normativa es vindicar los estándares normativos que encontramos en nuestro mundo social (autonomía racional en el caso de Habermas y libertad social en el caso de Honneth).
6 Contra Koopman, quien presenta la problematización como una tercera alternativa distinta de la genealogía subversiva y vindicatoria, y como carente de objetivos normativos, entiendo a la problematización funcionando a través de una yuxtaposición de líneas subversivas y vindicatorias.
7 Contra Honneth y McCarthy, quienes tienden a equiparar la genealogía con la genealogía subversiva y afirman que el punto metacrítico de la genealogía es mostrarnos cómo nuestros principios normativos pueden fallar en la práctica (McCarthy, 2009; Honneth, 2009).