Читать книгу La Furia De Los Insultados - Guido Pagliarino - Страница 13
CapÃtulo 6
ОглавлениеEl blindado llegó al paso desde la VÃa Cesare Battisti a la Plaza de la Caridad.
El tanque alemán apareció en la aspillera de proa, plantado inmóvil a unos cuarenta metros a 45 grados a la derecha del vehÃculo italiano: era un carro Panther con una formidable coraza de 110 milÃmetros, armado con un cañón del 75 y dos ametralladoras MG, una en la torreta y otra en el cuerpo principal delantero, que hasta hacÃa poco habÃan estado vomitando fuego. Casi parecÃa una bestia descansando después de un gigantesco esfuerzo. Era evidente por qué se habÃa producido esa fatiga, ya que en el suelo yacÃan multitud de cuerpos ensangrentados de civiles de ambos sexos y todas las ventanas de los edificios que rodeaban la plaza estaban hechas añicos, mientras que los muros mostraban profundas mellas. Se podÃa apreciar, a la vista de un todoterreno Kübelwagen semidestruido todavÃa humeante y de cuatro cadáveres carbonizados, uno dentro y tres en el suelo, que llevaban los cascos de la Wehrmacht ennegrecidos, que la represalia del carro alemán era posterior a un ataque contra el todoterreno con cócteles Molotov.
En el momento del ataque al Kübelwagen, el Panther estaba patrullando la calle vecina de Formale. Su tripulación habÃa oÃdo dos explosiones, separadas por un par de segundos la una de la otra, y el jefe del carro, un comandante de carrera llamado Konrad Müller, habÃa apreciado de qué dirección venÃan. A sus órdenes, el vehÃculo se haya dirigido a la Plaza de la Caridad. Al llegar, los soldados habÃan encontrado los restos de sus cuatro camaradas y la camioneta y ninguna persona en la plaza, ya que después de haber lanzado dos botellas incendiarias, una de las cuales habÃa dado en el blanco, los autores del atentado habÃan huido mientras los residentes se habÃan refugiado en sus casas y tiendas, cerrando los portales y las persianas. El suboficial habÃa ordenado sin remordimientos ametrallar las fachadas de los edificios que le rodeaban a la altura de un hombre y mientras tableteaban sus MG, habÃa pedido instrucciones al mando a través de la radio. Le habÃan ordenado vengarse deteniendo civiles, diez por cada alemán muerto, y fusilarlos allà mismo. El cabo subcomandante del Panther y dos soldados habÃan bajado armados con fusiles MP80 y bombas de mano de modelo 24 y habÃan lanzado estas granadas contra persianas y portales, matando o hiriendo a quienes se habÃan refugiado dentro. El comandante Müller, en un pésimo italiano, habÃa ordenado por el altavoz salir de las casas, ya que si no todas serÃan derrumbadas a golpe de cañón con sus residentes dentro. HabÃa prometido que sà los que allà estaban se presentaban ordenadamente a la escuadra alemana solo serÃan interrogados y luego se les dejarÃa libres. Asà que se habÃan reunido 42 personas, dos más del décuplo de los alemanes muertos. Sin embargo, a pesar de que el cabo habÃa comunicado el exceso de detenidos al jefe del carro, que entretanto habÃa asomado por la torreta, la cantidad fue considerada adecuada por el superior, nazi convencido, aunque no era de las SS, y habÃa ordenado âajusticiarlosâ a todos. Esos civiles inermes habÃa sido abatidos con ráfagas de metralleta. Una vez muertos, los carniceros habÃan subido a su tanque y el comandante habÃa ordenado a las ametralladoras volver a disparar a su alrededor, esta vez apuntando a los pisos altos. Las ráfagas terroristas habÃan proseguido durante varios minutos mientras que el racista de Konrad Müller pronunciaba con odio, expresándose en su dialecto bávaro, expresiones que en nuestro idioma habrÃan sonado asÃ: «¡Italianos de mierda! ¡Bastardos traidores! ¡Raza de cerdos!»
El tanque de acero estaba a punto de reemprender su patrulla por las calles cuando habÃa aparecido el vehÃculo blindado de otros italianos de mierda. Este era muy inferior al Panther tanto en blindaje como en potencia de fuego. El comandante Bennato solo podÃa probar a dar marcha atrás rápidamente, con la muy débil esperanza de que el enemigo tuviera otras órdenes a cumplir de inmediato y no se preocupara por seguirlos: frenó de golpe, sin necesidad de recibir la orden, puso la marcha atrás y aceleró, mientras los seis patriotas a pie, al ver que el blindado empezaba a retroceder se echaron atrás precediéndolo en la retirada. Sin embargo, el vehÃculo pudo entrar en Via Battisti solo en parte, porque el motor se caló y paró por la rápida maniobra y el blindado se detuvo con la parte anterior todavÃa expuesta al enemigo.
Contrariamente a la tenue esperanza italiana, en lugar de reemprender la patrulla por Nápoles, el comandante del Panther decidió destruir el vehÃculo rebelde y ordenó al artillero apuntar levantando cero contra el agente del enemigo.
Vittorio, entreviendo por la tronera la torreta del tanque empezando a girar dirigiendo el cañón hacia el blindado, gritó a los suyos que abandonaran el vehÃculo y se emboscaran en los callejones de la Via Battisti y, al dar la orden, él mismo se dirigió a la salida, bajando el primero. Luego razonarÃa que, después de todo, retrasarse no habrÃa servido para que los demás salieran más rápidos. En realidad, habÃa prevalecido sencillamente su instinto de conservación.
El disparo del cañón retumbó un instante después de que el comandante Bennato hubiera salido el último. El proyectil explotó con precisión en la parte expuesta del vehÃculo al que habÃa apuntado el artillero. Debido a esta explosión también estalló la bomba anticarro Panzerwurfmine que estaba antes en el Panzerfaust del granadero, arma que hasta un momento antes habÃa estado sobre su espalda pero que se habÃa quitado para huir más rápido. El blindado italiano fue lanzado hacia atrás y se incendió, embistiendo y aplastando a los cuatro patriotas más cercanos, mientras esquirlas densas y grandes se proyectaban devastadoras a su alrededor. También falleció el comandante Bennato, que, golpeado en el cuello por una lacha ardiente, murió por el golpe con la cabeza destrozada. El granadero fue destrozado por la bomba Panzerwurfmine y las esquirlas del Panzerfaust, del que estaba demasiado cerca. Los agentes Tertini y Pontiani, alcanzados en la espalda por multitud de fragmentos, murieron minutos después, desplomados sobre el adoquinado. Solo se salavaron al subcomisario, el brigada y la joven, que consiguieron entrar, apenas un momento antes de la explosión, en el callejón más cercano. Al mismo tiempo, a causa del muy violento desplazamiento del aire, se derrumbaron los débiles muros externos de dos viejas edificaciones que se encontraban a los lados del blindado, arrastrando con ellos a los residentes y sepultándoles mortalmente. Vittorio y sus dos compañeros atravesaron corriendo el pequeño patio en el que se habÃan refugiado y, a continuación, pasando bajo un arco trasversal en un muro, entraron en el patio de otro caserÃo. Aquà la joven, que ya habÃa abandonado la ametralladora MG al principio de la precipitada retirada, se deshizo de las ristras de munición que llevaba en bandolera y estaba a punto de dejar también la bolsa con la radio, pero Vittorio le detuvo y, sin decir palabras, la puso a cargo del brigada.
âPodrÃa servirnos âdijo.
El trÃo volvió sobre sus pasos, pasando con cuidado de un del patio a otro y luego a otro hasta llegar a la Via del Claustro, desprovista de alemanes, que terminaba y todavÃa hoy termina en la Via Monteoliveto, donde vivÃa la joven. Era precisamente en su casa donde pretendÃa refugiarse. Por el contrario, los dos policÃas trataban de llegar a la Via Medina, siguiendo la Via Monteoliveto, más allá del cruce con el Corso Umberto I, y volver a la comisarÃa.
Vittorio se asomó a la Via Monteoliveto y echó una ojeada a derecha e izquierda. Advirtió con decepción que, no muy lejos a su derecha, en el cruce de la vÃa con el Corso Umberto I, habÃa un puesto de control de un pelotón de Waffen SS,25 dotado con camionetas, motocarros y un cañón anticarro automóvil de 47 mm. Panzerjäger, modelo anticuado fruto de la adaptación de un tanque todavÃa más antiguo y arma poco eficaz frente a los carros armados modernos, pero mortal contra vehÃculos no acorazados y edificios. Los vehÃculos habÃan sido aparcados por los alemanes uno detrás del otro a lo largo del Corso Umberto I, en las intersecciones de este con Via Medina y Via Monteoliveto. Era evidente que el objetivo era impedir a los vehÃculos el ingreso en el corso o que lo atravesaran. Como el cañón anticarro se dirigÃa hacia Via Medina, Vittorio supuso correctamente que el objetivo del bloqueo era obstaculizar a vehÃculos y hombres que salieran de la comisarÃa. También imaginó que, para impedir el paso de automóviles en ambas direcciones, debÃa haber otro puesto más al otro lado de la comisarÃa, cerca del punto donde se habÃa desarrollado el combate de los patriotas con los granaderos alemanes.
Por tanto, ni hablar de atravesar el Corso Umberto I y unirse a los colegas que quedaran en la sede. Ahora se trataba de resguardarse todos en casa de la joven. Como el brigada iba de uniforme, antes de que el trÃo se pusiera a la vista en la Via Monteoliveto con el riesgo de ser advertido por los alemanes, DâAiazzo pesó en dar al funcionario su chaqueta de lanital26 totalmente gris, para que se la pusiera sobre la guerrera, escondiéndola algo y cubriendo la bolsa de la radio que, colgada del cuello, pendÃa delante del abdomen del suboficial. Asà se hizo. Marino también ocultó en el pecho el gorro militar, bajo la guerrera y la chaqueta antes de abrocharse los botones.
La casa de la joven estaba a la izquierda de la VÃa del Claustro al mismo lado de la Via Monteoliveto en la que desembocaba aquella. Los tres se colocaron a unos treinta metros uno de otro, con la joven por delante, después el brigada y por último el subcomisario. Como habÃa recomendado este, caminaron lentamente, por si los veÃan los nazis del puesto de bloqueo, algo que era seguro, pero sin duda no despertaron sospechas, dado que ningún alemán abandonó el cruce para detenerlos y verificar sus documentos.
El edificio era pequeño, con solo dos apartamentos encima, de los cuales el más aireado era el primer piso, con techos de tres metros, mientras que el otro, donde vivÃa la joven con sus padres, era un entresuelo de unos dos metros cincuenta. Estaba encima de una tienda en la calle que miraba a la Via Monteoliveto a través de una puertecilla a la izquierda del pequeño portal del edificio, todavÃa más a la izquierda, con una verja en ese momento con el cierre metálico echado. La casita era propiedad de un vendedor ambulante de fruta y verdura que vivÃa en el primer piso y utilizaba la tienda para su actividad mientras alquilaba el entresuelo a la familia de la joven.
La joven abrió el pequeño portal y entró en este, que olÃa a cerrado, dejando la puerta entreabierta y aguardando a sus compañeros. Entraba un poco de aire fresco por la abertura. Los dos hombres llegaron uno detrás de otro. Vittorio cerró tras él la puerta e inmediatamente, con la joven a la cabeza, el grupo subió las escaleras que llevaban al entresuelo.
Como indicaba la placa junto a la puerta del apartamento, la familia se llamaba Scognamiglio.
âTe apellidas Scognamiglio, ¿y tu nombre es â¦? âpreguntó Vittorio a la joven.
âMariapia.
âEncantado, Mariapia âLe sonrió, abandonando la expresión preocupada que tenÃa en el rostro desde que salió de la comisarÃaâ. Soy el subcomisario Vittorio DâAiazzo.
â⦠Y yo el brigada Marino Bordin âintervino su ayudante, permaneciendo muy serio, al contrario que su superior, casi altivo, evidentemente orgulloso de su grado.
Aunque las facciones de Mariapia no se mostraban ya ceñudas, el rostro no se le habÃa tranquilizado: su expresión habÃa pasado de tenebrosa a triste.
Abrió la puerta de la casa con su llave, que llevaba en un portamonedas de tela de cáñamo en el único bolsillo profundo de su falda grisácea de cafioc,27 sostenida por un cinturón negro opaco de cuoital,28 sobre la que llevaba una camiseta de color azulado también de cafioc. La joven llevaba en los pies calcetines grises de lanital dentro de dos botas negras de coriacel,29 con las suelas de goma igualmente negras extraÃdas de viejas cubiertas de automóvil directamente por el artesano fabricante.
Como observaron los dos policÃas, el apartamento tenÃa tres espacios y un corredor. Este, de un par de metros de largo, recorrÃa la casa en toda su longitud, terminando en un ventanuco sin postigos. Las tres habitaciones estaban a la izquierda de la entrada, en ese momento tenÃan las puertas cerradas, pero, como se intuÃa desde allÃ, asomaban a la Via Monteoliveto. A la derecha habÃa un balcón que flanqueaba el pasillo y quedaba por encima de un espacio de huerta tan largo como el edificio y con el triple de profundidad, con manzanos y ciruelos desperdigados, abundantes hortalizas y tres filas cortas y paralelas de viñas: también esa porción de tierra pertenecÃa al vendedor ambulante. En un extremo del balcón, a la izquierda de quien saliera fuera por la única puerta-ventana, en el centro del pasillo, habÃa una caseta de madera que, como intuyeron los invitados, alojaba el retrete doméstico.
Se habÃa oÃdo a alguien moverse en la habitación más cercana a la entrada, que resultarÃa ser una cocina-comedor.
â¿Quién está ahÃ? âpreguntó Vittorio a la joven.
Sin responderle, Mariapia entreabrió apenas un tercio de la puerta y entró en el espacio, cerrándola tras de sÃ. Se oyó un parloteo incomprensible. Luego la puerta se volvió a abrir, esta vez del todo, y la joven salió junto con sus padres.
Su padre, Antonio Scognamiglio, se encontró con los acogidos con la frente fruncida por la inquietud, los ojos fijos en las botas y los pantalones de Bordin, con su evidente banda fucsia. El malestar manifiesto de dueño de la casa se acentuó cuando, un momento después, el brigada se quitó la chaqueta de DâAiazzo, mostrando asà su graduación cosida a las mangas de su casaca. Sin embargo, el padre de Mariapia era esencialmente un buen hombre. Su recelo no lo causaba por tener algo que esconder a la justicia, sino por el hecho de que tenÃa desde niño, como es habitual entre la clase popular napolitana, un sentido de gran prudencia, por no decir de desconfianza, hacia las autoridades grandes y pequeñas, transmitido de generación en generación con el recuerdo atávico de la prepotencia de los birri y los demás funcionarios públicos de los reyes borbones. El hombre era bastante pequeño, unos quince centÃmetros más bajo que Vittorio, tenÃa manos callosas, era delgado como Maripia y llevaba una cabellera frondosa, en un tiempo negra como la de la hija, pero ahora blanca, a pesar no tener más que cuarenta y ocho años. También su rugoso rostro hacÃa que su aspecto fuera envejecido, como el que aparece en los marineros y pescadores después de años en el mar por la continua exposición al sol y la salmuera. Y de hecho habÃa ejercido, en naves de altura, la apreciada profesión de pescador jefe, como todavÃa constaba en su documento de identidad. Pero hacÃa catorce meses, como habÃa confiado casi de inmediato a los alojados para justificar su estancia en casa, habÃa perdido el trabajo, después de tres decenios en el mismo pesquero, primero como grumete, luego como pescador experto y finalmente como pescador jefe. Explicó que habÃa perdido todo dramáticamente en julio de 1942 por el naufragio de la embarcación, destrozada por una bomba de un cazabombardero de la armada inglesa De Havilland Sea Mosquito, cuyo estilizado perfil, visto desde abajo, era muy conocido por los marineros italianos porque se anunciaba en los puertos: Antonio habÃa sido el único superviviente de la matanza, porque, buen nadador, se habÃa lanzado al agua en cuanto habÃa visto la silueta abalanzarse sobre el pesquero. Fue rescatado por un destructor de la Marina Regia italiana, en ruta hacia el puerto de Nápoles, que pasaba por fortuna por el área náutica del naufragio apenas unas diez horas después, siendo todavÃa de dÃa y, para más fortuna, estando de guardia en el destructor un ojeador de primera clase,30