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El alma en la Grecia antigua: menciones

En latín y en italiano, la palabra ánima (o alma en español) equivale a la palabra griega psyché, pero deriva, según algunos, de ánemos, aire o respiración, o, según otros, de anaigma, es decir, exangüe. Me limito a mencionarlo, ya que no soy etimólogo.

En Grecia, en torno al siglo VII antes de Cristo, por tanto en los tiempos de los poemas homéricos y antes del orfismo y de Pitágoras (siglo VI a.C.) y de Sócrates y Platón (V-IV), la palabra psyché aún se usaba en el sentido práctico de vida en general, una energía natural poseída por los seres humanos y los animales y reconocible en la respiración, que, cuando cesa debido a la edad avanzada o por otro motivo, abandona al viviente al morir. La vida es asimismo individualizable en la sangre que, cuando emana abundantemente por una herida mortal, lleva a la defunción (esta es por otro lado la misma idea que encontramos entre los judíos todavía en tiempos de Jesús). Según Homero, el ser humano posee también el thimos (más o menos, la conciencia) sede de sensaciones, sentimientos y pensamientos.

En siglo VI antes de Cristo, en Grecia psyché asume el significado de alma individual viva, consciente y racional, independiente del cuerpo inmortal. Para los órficos y, posteriormente, para los pitagóricos y para Platón, el alma es capaz de reencarnarse.

El siglo VI a.C. es un periodo esencial para la historia del pensamiento: en China viven Lao-tse y Confucio, en la India Buda, en Persia, presumiblemente, Zaratustra, en el mundo griego nace Pitágoras y en Jerusalén se ponen por escrito los cinco libros de la Ley: el Pentateuco (a propósito del proceso histórico de formación del Pentateuco, que incluye los libros Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, y de otros textos bíblicos importantes se puede acudir, si se quiere, a mi libro electrónico Il vento dell'amore).

Posteriormente, Platón busca la etimología de la palabra, identificándola en el verbo «respirar», anapnêin, e incluso en «yo seco» o «yo refresco», anapsycho.

El cuerpo (soma) es para todos estos pensadores la tumba provisional del alma o, con otra metáfora, es su cárcel y por tanto la psyché no puede expresarse, impedida como está por el propio cuerpo, salvo cuando este está débil, como en el sueño y antes de la muerte. Por tanto, morir no es un acontecimiento despreciable, sino noble, porque libera al alma del cuerpo. No obstante, para Pitágoras de Samos, como también para los órficos, el cuerpo es, sí, la prisión del alma, pero la filosofía, junto a ciertas prácticas de purificación, puede ayudar a desprender la propia alma de las malas influencias del cuerpo. Sin embargo (estamos en el dualismo cuerpo-alma y en el espiritualismo), se considera también necesaria la metempsicosis: solo sucesivas reencarnaciones pueden permitir la liberación definitiva de la psyché del soma en el ciclo de nacimientos y muertes. Con el pitagorismo, las almas individuales se ven como expresiones de un alma cósmica común, de un espíritu (pneyma) común, según la concepción de un origen unitario del mundo. Nace así el emanacionismo, doctrina de la proveniencia de las almas humanas de la divinidad. Platón considera al alma universal como la más perfecta de las cosas generadas: «Después de que se completa toda la creación del alma según la mente del creador, este crea dentro de ella toda la parte corpórea (…) pero el alma, que es partícipe de la razón y la armonía, es la mejor de las cosas generadas por el mejor de los seres inteligibles y eternos» (Timeo 37).

El alma y Sócrates

Antes de proseguir con Platón, presento algunas consideraciones sobre su maestro Sócrates.

A veces se lee u oye que el concepto griego de alma se debe a Sócrates. Otros, entre los que me encuentro, prefieren decir a Sócrates-Platón, incluso a Platón-Sócrates, considerando más importante la contribución del primero. Por otro lado, como aparece en los propios textos y manuales de historia de la filosofía, la figura histórica del maestro de Platón es bastante vaga y distinguir entre el pensamiento nunca escrito del Sócrates histórico y el expresado en los Diálogos de Platón, en los cuales la figura socrática actúa como maestro, es una tarea notoriamente ardua. Ha sido intentada por muchos, pero el Sócrates de la historia no resulta estar bien definido, mientras que la figura del platónico continúa confundiéndose con el anterior en el sentir común. Por ejemplo, no todos han tenido presente que el Sócrates histórico nunca habló del método dialéctico de la mayéutica, es decir, de sacar el conocimiento del alma del interlocutor (como supongo que no todos mis lectores conocen la historia de la filosofía, no creo inútil precisar un concepto, aunque sea bastante conocido) igual que una comadrona saca al recién nacido de su madre, interlocutor en el cual se supone que existe un patrimonio latente de conocimiento apriorístico. Ese método es genuinamente platónico, no socrático, y deriva de la idea de Platón de la preexistencia de las almas.

Como escribía el estudioso de Sócrates, Heinrich Maier, es un «procedimiento que aparece por primera vez en el Menón y (…) enseguida en el Teeteto se le llama expresamente mayéutica», con el que «el Sócrates histórico no tiene absolutamente nada que ver» (Heinrich Maier, Socrate, op. cit., vol. 2).

La figura del maestro de Platón no se había definido todavía con certeza, a pesar de los muchos estudios de diversos autores, cuando Maier publicaba en 1913 su obra sobre Sócrates, que iniciaba afirmando que ese personaje aparecía totalmente «sepultado bajo las escorias de la tradición literaria», lo que equivale a decir principalmente bajo los testimonios de Platón, Jenofonte y Aristóteles (considerando que «el avalista de Aristóteles (…) podemos decir con seguridad que es Jenofonte») y de otros, como Antístenes (filósofo alumno de Sócrates) y Aristófanes, cuyo testimonio grotesco de la figura socrática, en la comedia Las nubes, es anterior a todas las demás documentaciones, al haber sido representada por primera vez la obra en el año 423 a.C., cuando todavía vivía Sócrates, muerto en el 399 después de su conocida condena a muerte. «Se nos muestra», afirma Maier, «como un filósofo obsesionado con la naturaleza, un pensador en las nubes que a las cosas más próximas de esta tierra da las explicaciones más complejas (…) un maestro de la nueva sabiduría, que hace fuertes los discursos más débiles, hace triunfar a los injustos sobre los justos y se interpone en el camino del derecho y la moral». Digamos que más que una mofa de Sócrates parece una caricatura de los sofistas, es decir, que no se correspondía con sus otras representaciones, sobre todo la de Platón en su Apología de Sócrates (Cf. a propósito de esto el prólogo de Francesco Adorno en I sofisti e Socrate, cit.). Sin embargo, Mayer escribe que «Platón, y también Jenofonte y Antístenes, pueden hablar por experiencia propia solo en relación con el periodo en el que se relacionaron con el maestro», es decir, en términos generales, su último decenio de vida. Por tanto, volviendo al Sócrates de Aristófanes, como se ha «admitido muchas veces», el Sócrates histórico podría haber sido antes diferente y tal vez incluso un sofista en las nubes, pero las personas pueden cambiar con el tiempo y efectivamente, es habitual que cambien (esperamos que para mejor), hipótesis esta que por cierto no afecta a la figura del maestro al que escuchó Platón y los otros oyentes mucho después de aquel 423 a.C. en el que se representaron Las nubes por primera vez.

Se trata en suma de distinguir en los diálogos platónicos qué parte del discurso es de Sócrates, o al menos también es suyo, y cuánto corresponde solo a Platón.

La misma Apología, que aun así tiene una «importancia fundamental», sin duda «no es un documento histórico en sentido estricto. No se puede pretender una reproducción platónica del discurso de defensa de Sócrates en el juicio». Pero «indudablemente en la apología se incluye una buena cantidad de recuerdos verdaderos». Esta obra, según Maier, junto con el diálogo Critón, aunque sea bajo una construcción literaria, capta suficientemente la figura histórica del maestro de Platón, como también, en tercer y último lugar, una obra platónica más tardía, El banquete, en la que el autor recuerda deliberadamente el personaje socrático original, es decir, el de la Apología y el Critón, exponiendo además con seguridad su propia filosofía personal. Todos los demás diálogos, según una idea todavía hoy preconizada, serían expresiones solo de esta filosofía y el Sócrates que nos habla no sería otra cosa que el portavoz de Platón.

Los testimonios sobre Sócrates de Jenofonte y Antístenes no parecen fiables. La figura de Sócrates de las Memorias de Jenofonte se aleja bastante de la atestiguada por Platón y la obra presenta además pasajes «repugnantes», como escribía Mayer, tanto como para hacer pensar que Jenofonte no habría querido «retratar al Sócrates histórico», sino «propagar entre los hombres, bajo el nombre de Sócrates, opiniones propias (…) En todo caso, (…) las Memorias no pueden considerarse en ningún caso un documento histórico-biográfico». Pero «la representación de Sócrates en las Memorias contiene elementos socráticos genuinos es indiscutible y lo hemos reconocido repetidamente. ¿Pero cómo aislarlos? (…) La utilidad histórica de las Memorias no navega por buenas aguas. (…) Todavía más grave es que la concepción de Sócrates desarrollada en estas conversaciones no solo no supera en fidelidad histórica a la de Platón o incluso a la de Antístenes, sino que en varios puntos importantes depende de hecho de ellos y, en lo que puede considerarse independiente, no se basa en realidad en una fuerte impresión general personal y por tanto, también por su valor histórico mediato es bastante inferior a la representación platónica, que en todo caso es la expresión de un interpretación de los actos socráticos nacida de una íntima familiaridad con el maestro. (…) De los escritos socráticos de Jenofonte no podremos por tanto obtener muchos beneficios». Pasando a Antístenes, se puede decir sencillamente que en su proceder «Platón se vislumbra además como una falsificación de toda la obra de Sócrates» al presentar el cínico su escuela, debida solo a él, como «la socrática» por excelencia, «intentando transformar la libre comunidad socrática en la forma organizada de una comunidad escolástica, a la cabeza de la cual poder continuar la obra de Sócrates como su sucesor. Esto (…) suscitaba repugnancia». En resumen, Antístenes no predicaba el verdadero Sócrates.

También Aristóteles habla de Sócrates, un testimonio que podría suponerse de primer nivel, dado que el estagirita, al haber sido alumno de Platón, indudablemente habría conocido los testimonios sobre Sócrates que había en aquella escuela y siendo conocido que nunca repudió en sus escritos la figura socrática de la Apología platónica, a pesar de que en cierto momento rechazara la guía filosófica de su maestro, no parece sin embargo que el testimonio aristotélico sea demasiado fiable, advirtiéndose que depende en buena parte de testimonios opinables y de diversos estudiosos rechazados por Jenofonte.

Maier escribe que, para Aristóteles, «la cuestión principal era establecer qué papel habría tenido [Platón] en la teoría de las ideas». Entre las «afirmaciones de Aristóteles en persona» en la Ética a Nicómaco, «solo una se refiere con alguna verosimilitud a Sócrates histórico: la constatación bastante genérica de que Sócrates tenía todas las virtudes con respecto a la ciencia». Pero «los comentarios aristotélicos sobre las intuiciones éticas de Sócrates no tienen el valor de fuente independiente (…) se toman sin duda del Protágoras platónico. (…) Sin embargo, sí se puede hablar de una concepción aristotélica de Sócrates (…) Según esta representación, Sócrates es el fundador de la filosofía conceptual, el descubridor de lo universal. (…) ¿Cómo llega Aristóteles a esta concepción de la “filosofía socrática”? Es evidente que es parte de su refutación de la teoría de las ideas. ¿Pero de dónde la toma? (…) Para Aristóteles la cuestión principal era establecer qué parte había tenido Sócrates en la teoría de las ideas. El que el propio Sócrates hubiera abierto la vía luego recorrida por las especulaciones platónicas sobre las ideas era un dogma académico. (…) Por otra parte, después de su ruptura con Platón era más que propenso a considerar responsable exclusivamente a este último de todo lo que era falso en la teoría las ideas y a destacar a Sócrates como el núcleo sano, es decir, el que él consideraba como tal, de la misma teoría». Aquí Maier añade en una nota: «Destaca muy claramente este motivo» cuando «Sócrates aparece como fundador de aquella doctrina de los conceptos que ha facilitado a Aristóteles el principio para su explicación de la naturaleza».

¿Un Sócrates instrumental para la filosofía aristotélica? ¿Útil en particular para el intento de Aristóteles, sobre el cual volveremos, de rebatir la teoría de las ideas? ¿Tal vez de este filósofo, o al menos también de él, derivaría la opinión, hoy bastante habitual, de la creación del concepto de alma por parte del Sócrates histórico?

La cuestión sigue abierta y tomamos también con prudencia las alegaciones de Maier, porque él mismo en sus dos densos tomos sobre Sócrates mantiene una actitud cauta y no porque sus afirmaciones tengan más de un siglo: sobre este tipo de investigaciones no hay necesariamente un progreso en el conocimiento con el pasar del tiempo, puede ser que se vea correctamente al principio y se equivoque después al indagar en diversos textos, salvo que, aunque es otra cosa, se encuentren nuevos documentos antiguos sobre la figura histórica sobre la que se está indagando.

Lo que es cierto es que a los escritos de Platón, sean o no deudores del Sócrates histórico, se debe el desarrollo complejo que ha desembocado en la idea común del alma espiritual, luego trasvasada al cristianismo de finales del siglo II d.C.

Sin embargo, no parece en absoluto cierto que el Sócrates histórico (no del todo seguramente histórico) de la Apología y del Critón creyese en el más allá, aunque presentara esa existencia como hipótesis. Tal vez hoy podría considerársele un agnóstico propenso a no creer, por lo que los discursos que se interpretan como «Sócrates creador del alma espiritual y mortal» podrían ser un poco apresurados.

Con respecto a la creencia o no de Sócrates en el más allá, vayamos al capítulo XXXII de la Apología platónica, donde afirma delante de sus jueces: «Veamos las cosas también desde este punto de vista, por el cual tengo una gran confianza en que morir es un bien. Morir es una de estas dos cosas: o es como no ser más nada y quien está muerto no tiene ya ningún sentimiento de nada, o es como dicen algunos (doctrina órfica y pitagórica de la transmigración — N.d.A.) una especie de mutación y migración del alma de este lugar a otro lugar. Entonces, si morir equivale a no tener ya ninguna sensación y es como cuando durmiendo no se ve nada, ni siquiera sueños, la muerte ha de ser un beneficio maravilloso. Porque pienso que si uno recuerda en su memoria aquella noche en la cual durmió tan profundamente que no tuvo ni siquiera la sombra de un sueño y luego la compara con las demás noches y los demás días de su vida, deberíamos decir que, pensándolo bien, cuántos días y cuántas noches habría tenido más felices y más tranquilos que aquella noche. Pienso que este, aunque sea, no ya un ciudadano, sino incluso un gran rey, encontraría muy pocos días y es fácil que pueda contar dichos días y dichas noches con respecto a los demás días y noches. Por tanto, si tal cosa es la muerte, yo digo que es un beneficio. También porque la propia eternidad de la noche no parece en realidad más larga que una sola noche. Por otro lado, si la muerte es como un trasladarse de aquí a otro lugar y es verdad lo que cuentan de que en dicho lugar se encuentran todos los que han muerto, ¿qué bien podrá ser o juzgarse mayor que este?» (Opere complete Platone, op. cit., vol. 1). Añade que si existe el más allá, podrá conversar con los grandes del pasado, como Homero y Hesíodo, y con aquellos que, como dentro de poco él mismo, fueron injustamente condenados a muerte. En suma, me parece menor la propensión a creer en la supervivencia que la de considerar a la muerte como una entrada en el no existir.

Distinta era la impresión que obtenía del texto citado Bertrand Russell, quien escribía en su Historia de la filosofía occidental, op. cit.: «En el pasaje final, donde considera qué es lo que ocurre después de la muerte, es imposible no apreciar que cree firmemente en la inmortalidad y que asume a propósito un tono de incerteza. (…) No se ve afectado, como los cristianos, por el temor a un tormento eterno: no duda ni un instante de que su vida en el otro mundo será feliz». Me equivocaré, pero me parece que la afirmación de un Sócrates histórico firmemente creyente en la inmortalidad y de la «asunción» de un tono de incerteza fueron incluidos por Russell más bien para alimentar la campaña que este llevaba a cabo contra el cristianismo, polémica muy presente en muchas de sus obras y en particular en la antología de ensayos publicada bajo el título Por qué no soy cristiano (Edhasa, 2007), pero que también incluía obras menores, además de en el ensayo-panfleto Matrimonio y moral (Cátedra, 2001) y que, por tanto, no podía sin duda faltar en una obra importante como su Historia de la filosofía occidental.

Por su parte, Heinrich Maier afirmaba que para Sócrates no tenía importancia la creencia en la supervivencia, al menos para fines éticos: «El Sócrates de la Apología proclama solemnemente: lo que importa al obrar no es si eso conlleva vida o muerte, sino si es justo o injusto (…) Se desconecta de la moral teónoma tan radicalmente como los sofistas: también para él la vida moral es un asunto de los hombres, no de los dioses (…) Para él, el fin normativo de la vida moral es un fin del hombre individual, no un fin de la divinidad».

Según Sócrates, la vida moral y con ella la felicidad son para esta tierra, «así que todas las obras no son otra cosa que un trabajo de iluminación moral», según él, solo para ese fin, no para asegurarse un paraíso, hace falta que toda alma humana se convierta en la mejor posible, sin descuidar, siempre con el fin de ser felices, una apropiada satisfacción de las necesidades naturales, como la buena de vida, la buena comida y todas las demás cosas que, practicadas con moderación, hacen la vida más placentera, aunque no se encuentre la felicidad solo en ellas. Si el Sócrates histórico de la Apología platónica afirma con vigor que lo que importa en el actuar no es si comporta vida o muerte, sino si es justo o no, porque esto es lo esencial para una buena vida, ese otro histórico del Critón subraya que el máximo bien no es vivir, sino vivir del mejor de los modos, moralmente, ya que no se puede responder a la injusticia con la injusticia. Y habrá un eco en el diálogo platónico Gorgias en donde el autor hará afirmar con vigor al propio maestro que es mejor ser víctima de una injusticia que cometerla.

Para Bertrand Russell (en Historia de la filosofía occidental), la afirmación socrática del Critón, de que «es mejor ser víctima de una injusticia que cometerla» influirá en el cristianismo. Sin embargo, ese principio estaba ya presente, mucho antes, en la ética hebrea. Sócrates ha sido comparado con Cristo por muchas personas, no solo por Russell. Según algunos críticos, que parecen no tener suficientes conocimientos judeocristianos, el inspirador del cristianismo habría sido el mismo Sócrates o, más aún, los diálogos platónicos: Jesús, antes de su vida pública, habría conocido la filosofía griega en lugar de la tradición y los textos sagrados judíos. En realidad, la mentalidad del Cristo resultante de los Evangelios es judaica y no socrático-platónica. Por el contrario, para Russell: «El Fedón es importante porque expone no solo la muerte de un mártir, sino también muchas doctrinas que luego fueron cristianas. La teología de San Pablo y de los Padres de la Iglesia deriva en buena parte, por vía directa o indirecta, del Fedón y difícilmente puede entenderse si no se conoce a Platón». Pues bien, en cuanto a Pablo no se puede estar de acuerdo, aunque sin duda este conocía el platonismo a través del estoicismo y lo aprovechaba. Basta recordar cuanto escándalo suscitó entre los areopagitas, después de haber recordado aspectos de la cultura griega para ganárselos, su inusitada afirmación sobre la resurrección del cuerpo explicada por los neotestamentarios Hechos de los Apóstoles (Hechos, 17:32). En la resurrección del cuerpo de los justos creían no solo los cristianos, sino también los judíos fariseos (de cuya secta el mismo Pablo había formado parte) por razones religiosas derivadas de razonamientos sobre la justicia de Dios. Esa afirmación paulina no tiene nada que ver con el platonismo, para el cual solo el alma es inmortal y el cuerpo es una prisión. En cuanto a los padres de la Iglesia, estos escribían cuando ya el cristianismo se ha helenizado por obra de los apologetas del siglo II. En su momento he escrito en otro lugar (libro en papel Cristianesimo e Gnosticismo: 2000 anni di sfida, op. cit.) que «para los apologistas, Bien = Bueno = Verdad = Justicia = Amor según Platón. Por otro lado, es una forma no sustancialmente diferente del concepto de la sabiduría judía que reencontramos en San Juan, de Dios como el absoluto de todos los bienes». Por tanto, en lo que se refiere a la teología de los padres de la Iglesia, la afirmación de Russell ha de tenerse en cuenta siempre que se considere la aportación griega como meramente instrumental y no determinante y se tenga presente que el cristianismo de los orígenes, es decir, el de Jesús y la primera Iglesia, no era platónico. (Cf. Cristianesimo e Gnosticismo, 2000 anni di sfida, op. cit., en particular el capítulo III - VERSETTI GNOSTICI NEL NUOVO TESTAMENTO? parágrafos I Libri di Giovanni e le scuole apostoliche; Dualismo esseno e dualismo giovanneo - Il quarto vangelo… le Lettere…l’Apocalisse; La Lettera di Giacomo il minore; Altri autori anti-gnostici del Nuovo Testamento: Paolo, Pietro, Giuda, y el capítulo IV, INIZIA LA LOTTA. APOLOGISTI E PADRI DELLA CHIESA: CENNI, parágrafo Trionfa il concetto greco di anima – essenza: a) Apologisti del Cristianesimo).

El alma según Platón

Es en suma el Sócrates literario el que cree en la inmortalidad, es decir, es el propio Platón el que se expresa por boca del maestro inocente, que, al estar ya muerto, no puede oponerse a ello. Platón le había conocido en el año 408 a.C. y le había tratado como discípulo hasta finales de 399 cuando, como es sabido, el maestro fue procesado y condenado a muerte por veneno por los jueces del gobierno democrático-demagógico de Atenas.

Es de Platón el primer esfuerzo por crear un pensamiento filosófico sistemático, fundando una construcción intelectual que ponga en común las diversas creencias, llegando a hipótesis aceptables para cualquier persona razonable: un intento muy ambicioso que no consiguió llevar a cabo y que, todavía hoy, solo se ha convertido parcialmente en realidad en aquella matemática que es un instrumento fundamental de la investigación platónica y donde se ha llevado a cabo su ideal de comunión universal de sabios.

Platón afirma la existencia de dos niveles de realidad y de conciencia: el del mundo sensible y el de las formas o esencias universales. Al segundo se le suele llamar más frecuentemente de las ideas, usando esa palabra en sentido ontológico, es decir, según la ciencia del ser.

Llega a su teoría de las ideas por la necesidad de reformar la ciencia del ser de los filósofos llamados eleáticos, ontología que llega su cumbre en el poema filosófico De la naturaleza, de Parménides, según el cual «el ser es y el no ser no es», una aparente banalidad que implica algo más profundo, que el no ser es impensable y es inexpresable porque el ser está también en el pensar y en el decir del no ser. Pero ese pensamiento lleva a declarar como meramente ilusorios a los fenómenos, los cuales contemplan también el venir a menos y por tanto el pasar al no ser y también fenómenos del paso del no ser a algo que luego pasa a tener existencia. Y esa concepción niega el valor de la experiencia que en cambio la atestigua.

El problema de fondo es el de acordar el mundo inmutable del ser puro, inaccesible a los sentidos y donde residen las ideas, con aquel de lo existente que está sujeto al devenir y, con ello, a la mutación. Pero Platón no conseguía explicar el devenir, el surgir, crecer y perecer de las cosas materiales en el cual se reflejan las ideas inmutables, mientras que el devenir es una característica típica de los fenómenos del mundo material.

Para este filósofo (República, V, 478, 479d.), aunque es verdad que el mundo sensible no es verdaderamente ser, es decir, no es un ser que es de verdad, ya que solo es así el mundo de las ideas, no es sin embargo un no ser, sino un intermedio entre el ser y no ser: esto es lo que el principio de Parménides afirmaba que no era posible, porque era absurdo. Por tanto, el problema no lo resolverá Platón. Lo volverá a intentar Aristóteles.

Platón acaba contentándose con relegar el mundo sensible a una condición semiilusoria y atribuir importancia fundamentalmente solo a los bienes absolutos eternos e inmutables (el propio Dios) y al mundo de las ideas que está más allá del tiempo y el espacio.

Para justificar lo existente, introduce una especie de subdios, el Demiurgo: el mundo sensible está constituido por las cosas materiales plasmadas por esta figura divina distinta e inferior a Dios. El Demiurgo aparece en el diálogo Timeo y es una especie de artesano divino: el mundo físico deriva del mundo de las ideas o de la materia eterna y el Demiurgo actuar de mediador, contemplando las propias ideas, haciéndolas descender y plasmando el universo según su modelo. Ideas, Demiurgo y mundo existen desde siempre, como el Bien absoluto existe desde siempre. Al ser semiilusorio, el imperfecto mundo material está condenado a disgregarse sin pausa, por lo que el Demiurgo debe ocuparse continuamente de mantenerlo y el mundo cambia para hacer esto. Este devenir es apreciado por las impresiones de nuestros sentidos.

Este dios secundario no es por tanto creador, sino solo plasmador y no es omnipotente, a diferencia del Dios judeo-cristiano. Lo limita la materia, impidiéndole hacer un mundo perfecto, y lo determinan las ideas, a las cuales debe atenerse. Es la concepción que será recogida siglos después por el gnosticismo cristiano (cf. Cristianesimo e Gnosticismo: 2000 anni di sfida, op. cit.), que identificara en el Demiurgo la figura de Yahvé.

Hay que señalar que la opinión, que se encuentra veces, de que la figura bíblica del Creador judeo-cristiano (no del gnóstico) deriva de los platónicos Demiurgo y Bien absoluto, una especie de figura intermedia, o también solo de la afirmación de que la idea del plasmador se encuentra en el Dios del Génesis que transforma el barro creando Adán, es una conjetura a rechazar, aunque solo sea por razones cronológicas. De hecho, el libro del Génesis original, en hebreo, se escribió en el siglo VI-V a.C. y deriva de tradiciones muy anteriores a la vida de Platón (427-347 a.C.), en concreto de las tradiciones yahvista, elohísta y deuteronomista que convergen en la tradición sacerdotal (hablo a fondo de esto en mi libro Il vento dell'amore, Tektime, 2018: http://www.pagliarino.com/e-book_Il_Vento_dell'Amore.htm ).

¿Y si por el contrario se trataba de tradiciones conocidas por Platón? Me refiero a narraciones orales oídas por el filósofo entre los miembros de la diáspora judía o leídas en la redacción original del Génesis en lengua hebrea, si es que el filósofo conocía esa lengua. Indudablemente no están recogidas en la traducción en griego llamada de los Setenta, luego usada por los Padres de la Iglesia, que es del siglo II a.C., es decir, bastante posterior a Platón. Que yo sepa, no hay fuentes para sostener una dependencia de las figuras platónicas del Bien absoluto y del Demiurgo en la Biblia en hebreo. También es interesante, en relación con el nombre bíblico de Dios, lo que escribe el teólogo Joseph Ratzinger en el ensayo Introducción al cristianismo (Editorial Sígueme, 2013) en el capítulo 2, «La fe en Dios en la Biblia», precisamente a propósito de la cuestión de si el nombre de Dios en Éxodo, 3:13-15 tiene algo que ver con el ser de los griegos: «El sentido el texto es manifiestamente el de explicar el nombre de Yahvé como nombre determinante de Dios en Israel (…) atribuyéndole también un significado preciso de contenido. Este último objetivo se consigue remontando el término incomprensible Yahvé a la raíz hãjâ = Ser. (…) Esta explicación del nombre Yahvé a través del verbo “ser” (soy) se sostiene luego por una segunda tentativa de aclaración, diciendo que Yahvé es el Dios de Abraham de Isaac y Jacob. (…) En primer lugar: ¿qué significado tiene el hecho de que se recurra a la idea de ser como explicación de Dios? Para los Padres de la Iglesia provenientes de la filosofía griega esto les resulta de inmediato una confirmación inesperada y audaz de su pasado como pensadores. Sí, porque la filosofía griega consideraba como su descubrimiento más decisivo haber entendido, debajo del montón de cosas que tiene que hacer cotidianamente el hombre, la idea universal del ser, que se había considerado de inmediato la más apropiada para explicar lo divino. Ahora también la Biblia parecía decir lo mismo y precisamente en su texto central con respecto a la imagen de Dios. (…) Consideraron tan perfecta la identidad en la visión por parte del espíritu filosófico y lo recibido de la fe de Israel como para justificar la opinión de que el propio Platón no habría podido por su propia iniciativa llegar a tal conocimiento, sino que tendría que haber conocido el Antiguo Testamento y a partir de él habría desarrollado su pensamiento. En efecto, el texto en griego del Antiguo Testamento que los Padres tenían a mano [la traducción citada del hebreo al griego llamada de los Setenta (traductores) N.d.A.] podía hacer creer en una identidad tal entre Platón y Moisés, aunque lógicamente la dependencia podía, en realidad, ser en sentido inverso. De hecho, los traductores de la Biblia hebrea al griego estaban influidos por el pensamiento filosófico helénico y a partir de este habían leído e interpretado el texto. (…) Por decirlo así, ya habían echado abajo el puente que relacionaba el concepto bíblico de Dios y el pensamiento griego cuando tradujeron el versículo 14, “Soy el que soy”. El nombre bíblico de Dios está aquí identificado con el concepto filosófico de Dios. (…) ¿La versión griega del Antiguo Testamento y las deducciones de los padres de la Iglesia basadas en ella se apoyaban (…) en un equívoco? Sobre esa cuestión, no solo hay hoy unanimidad entre los exégetas, sino que los mismos especialistas en teología sistemática reiteran enérgicamente y con buenas razones que este problema vaya mucho más allá de un problema trivial de exégesis. Así, por ejemplo, Emil Brunner ha alegado categóricamente que la señal de igualdad aquí expuesta entre Dios de la fe y el Dios de los filósofos comporta una transformación de la idea bíblica de Dios en sentido inverso. (…) ¿Se trata de una caída en el helenismo, de una apostasía del Dios al que el Nuevo Testamento llama Padre de Jesucristo? (…) ¿Qué dice el nombre Yahvé y qué significado tiene su explicación mediante el verbo “ser”? (…) Solo se puede afirmar claramente una cosa: falta completamente un testimonio seguro del nombre Yahvé en tiempos anteriores a Moisés y en ambientes extraños a Israel (…) La acuñación del nombre completo Yahvé, por lo que se sabe ahora mismo, se produjo únicamente en Israel: parece ser obra de la fe de Israel, que aquí no ha actuado sin vínculos, pero en todo caso de manera creativa, plasmando su nombre de Dios y por tanto también su imagen de Dios. De hecho, hoy muchos datos de la investigación hablan de nuevo a favor de que la formación de este nombre ha sido efectivamente obra de Moisés [estamos en el siglo XII a.C., N.d.A.], la cual pudo así haber infundido nuevas esperanzas a los miembros de su pueblo en la esclavitud. La formación definitiva del nombre de Dios, y por tanto de una imagen propiamente de Dios, parece que constituyó el punto de partida para la constitución de Israel como pueblo».

Los escritores eclesiásticos antiguos, sobre todo el gran Ireneo de Lyon, definían a Adán como el protoplasto, el primero plasmado por Dios. Pero esto era por razones bíblicas: «Y Dios el Señor formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente» (Génesis 2:7), y no platónicas, a pesar de que esos escritores eclesiásticos conocían bien la filosofía griega y la usaban contra los gnósticos.

Tal vez haya contribuido al equívoco el hecho de que el Demiurgo es un dios personal, como el de la Biblia. Por otro lado, los mismos escritores usaban también la palabra Demiurgo, aunque para indicar el benigno Dios creador, de una forma muy distinta de los autores gnósticos cristianizantes (Cf. en muchos puntos con la obra en dos tomos de Antonio Orbe, La teología de los siglos II y III, Pontificia Universidad Gregoriana, 1987).

Volvamos a Platón.

Para él, las características del alma humana son cuatro: está compuesta por tres partes, la racional, sede del intelecto, la irascible, lugar de los sentimientos nobles, entre ellos el valor y en general las fuerzas emotivas buenas, y la concupiscente, sede el instinto, de los deseos inferiores. Es un principio de vida y se mueve por sí mismo, mientras que lo que se mueve en el exterior está privado de alma: es inmaterial, es en realidad el pensamiento y, gracias al intelecto que lo anima, comunica con el mundo inteligible de las ideas. Solo el alma racional no muere con el cuerpo y es eterna.

Las ideas son para él algo verdaderamente existente fuera del universo material, son realidades perennes y universales, valores a los que el mundo perceptible tiende como su fin. El universo ideal está ordenado por la idea del Bien divino, que coincide sustancialmente con lo Verdadero, Justo, Bueno, Bello y con el Amor: las ideas son el objetivo del alma humana, que es inmortal gracias a su relación de amor con las ideas. El amor es intuición y deseo del bien y de lo bello que le falta al hombre. Así que, para Platón, el alma supera los límites de la materia y asciende, llegando a contemplar la idea de belleza. Se parte de la belleza sensible para alcanzar lo bello absoluto, amando un cuerpo bello al principio, siendo el fin amar a la propia alma, igual que de la belleza perecedera de las cosas en general se debe pasar a amar la belleza del conocimiento que lleva a contemplar lo bello absoluto. Para Platón, admirar las cosas bellas despierta el recuerdo de las ideas contempladas en el mundo de las esencias, induciendo al alma a una especie de delirio divino que es la forma más alta de amor. Como expone en el célebre mito de la caverna contenido en su diálogo La república, los seres humanos aprecian naturalmente, con las sensaciones, solo las sombras de las ideas, como si estas fueran proyectadas, gracias a una luz externa, en el interior de una caverna en la que viven sin salir nunca ni poder mirar a la entrada. Sin embargo, algunos constituyen una excepción, logrando salir con el alma y apreciar así la belleza de la realidad, la verdadera, la del mundo de las ideas: se trata de los filósofos, a quienes, gracias a las matemáticas y el ejercicio de la dialéctica, que educan en la admiración de lo bello y verdadero, les corresponde guiar a los demás al conocimiento de las ideas y también gobernar el Estado.

La vida terrestre conducida con rectitud purifica las almas que, al morir, vuelven a su dimensión espiritual, mientras que una vida llena de vicios lleva a la reencarnación, hasta que el alma no llegue a una purificación perfecta. Se advierte que, para Platón, a diferencia de los posteriores gnósticos, todos los seres humanos, aunque sea en grados diferentes, tienen alma racional, es decir, sobreviven a la muerte, aunque quien haya actuado mal se reencarne en un ser inferior, a veces muy inferior, como un escarabajo. No parece improbable la dependencia de esa concepción de la de la metempsicosis del hinduismo, aunque por intermediación del orfismo-pitagorismo.

El ser humano para Platón no es enteramente tal, en el sentido de que solo su alma inmortal, la más perfecta entre la realidad generada, es la que constituye su verdadera identidad de hombre, no el cuerpo. Las partículas de Espíritu llamadas almas, que son preexistentes, infunden la vida a sus cuerpos materiales.

Alma y cuerpo son enemigos entre sí, igual que el mundo de las ideas y el sensitivo.

Por tanto, el mundo sensitivo es una prisión y el cuerpo obstaculiza al alma en el ejercicio de la ciencia. Como se ha dicho, solo el alma sobrevive a la muerte y a la disolución del cuerpo y es sustancialmente espiritual: es una psique que acaba al coincidir con el pneuma ya en esta tierra, como en cierto cristianismo platonizante, muy al contrario de la fe cristiana neotestamentaria, según la cual el cuerpo escapa a la muerte transformado de material en espiritual junto a su psique-alma (alma, advertimos, no ánimo, no pneuma). Y esto es lo que espera todos los seres humanos, no solo a los pneumáticos, es decir, no a los seres humanos, solo masculinos, dotados de espíritu eterno del posterior gnosticismo cristiano. Para los gnósticos cristianos, no se puede hablar de mujeres espirituales, como se aprecia en los evangelios antifeministas y gnósticos de Tomás y de María (Magdalena).

Espíritu, Alma Y Persona. De La Antigüedad Griega Y Hebrea Al Mundo Cristiano Contemporáneo

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