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RUMBO A CASA DE ELENA BRETÓN EN LAS LOMAS

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De vuelta a la Ciudad de México, adherido a un volante frío y avanzando sin obstáculos en el escaso tráfico de aquellos lares, recordé el suave calor que se desprendía de las piernas de Elisa, un calor constante que podría proteger en invierno a una camada de cachorros bóxer abandonados por su madre. Los chihuahueños morirían con ese calor. Y los deseos de llorar volvieron. Aceleré en las curvas de forma imprudente y me dije: “Nunca más”. Tal vez una pelea a puño limpio me devolvería los ánimos o me dejaría de una vez por todas a orillas del camino; tan efímero y sencillo es el silbido que te abre la piel con una navaja. ¿Pero dónde y cómo elegir a un contrincante? He allí un problema que resolver. Podría dirigirme a un restaurante en Polanco y decidir entre pegarme con un mesero por no tratarme como a un “señor”, o con uno de sus clientes borrachos que balan como niños llorones, o con un hombre que habla de negocios a gritos, pelear y no descansar hasta hacer trizas sus costillas o perder el conocimiento: cuánto petimetre mamón merecía probar un buen puñetazo. Miré en el retrovisor y divisé mi pasado en llamas y vuelto escombros. También vi a Magic Johnson avanzar botando la pelota y discerniendo si el pase iría a Cooper o a Byron Scott. ¡No, Magic, tira de media distancia y haz que el balón duerma en el aire! Y en tanto el balón avanza en silencio hacia la canasta, el Magic voltea a las gradas, avanza hacia mi butaca y sonríe.

–Si en lugar de leer a Bergson o a Schopenhauer, hubieras dedicado más tiempo a domar el tiro desde las bandas no habrías desperdiciado tu oportunidad. Tenías la gran ventaja de ser rápido y los defensas temían acercarse mucho a ti. Te concedían justo la distancia que necesitas para ser mortífero. Podrías haber sido un Byron Scott.

–Me esforcé, Magic, si tú supieras; después de los entrenamientos me quedaba una hora más a practicar. No tienes la menor idea del esfuerzo que hice para convertirme en un tirador respetable.

–No lo dudo, pero sospecho que tardaste mucho tiempo en cambiar tu técnica, enderezar el brazo y no torcerlo. Veinte puntos por partido no es nada malo, pero fallabas bastante. Debiste corregir lo que aprendiste de niño: es posible que seas un conservador.

–Lo intenté hacer, pero demasiado tarde, ya esos vicios formaban parte de mí. Además veía jugar a Jamaal Wilkes que encestaba todas las canastas a pesar de que su técnica no era bella ni ortodoxa. Y me dije: yo formo parte de su equipo, del equipo de los torcidos. Él comenzó en los Guerreros de Golden State y se convirtió al Islam, igual que Kareem Abdul Jabbar.

–¡Qué buenos tiempos! Yo jugué al lado de ambos, el vestidor se volvió una mezquita; pero retornando a nuestro asunto, tú estás torcido, debes buscar la tranquilidad, practícala. Ve a la cancha y vuelve a comenzar.

–Lo intento.

–A mí el sida me hizo volver a pensar, ya ves, dejé de perseguir mujeres y me concentré en una vida nueva. Despide a ese detective, vuelve a la cancha y pon orden en tu vida.

–Lo intentaré, Magic, pero antes debo resolver algunas dudas.

Escuché el bello sonido de la pelota marcando dos puntos más para Los Angeles Lakers, vi la amplia y generosa sonrisa de Magic y su andar desgarbado, se divertía, nadie como él paseaba en la duela; “el basquetbol es una buena broma si esta broma la cuenta Magic Johnson”, me dije y oprimí el acelerador. Las fotografías que me acababa de mostrar Riquelme habían causado el efecto previsto en mi ánimo. Tuve la impresión de que Riquelme me seguía en su auto viejo e invisible patinando por las curvas de Santa Fe, y la sospecha de su persecución despertó en mí una timidez barata que culminó en miedo y deseo de protección. Iría directo a mi casa y orinaría a borbotones encima de los calzones de Elisa Miller. Líquidos que entran y salen, se concentran o expanden, ¿a eso nos conduce el amor en su caída sin límite, estoy en camino? Es posible que después de este acto liberador, orinar los calzones de la Miller, la serenidad estoica tomara de nuevo un lugar junto a mi cama. Elisa me había abandonado, pero en el clóset aún podía encontrar más de cinco pares de zapatos y decenas de pantaletas pequeñas y sonrientes sobre las que podía orinar y escupir y llenar de semen. Aceleré y un rostro distinto al de Elisa Miller apareció como el faro de una bicicleta en mi mente, aceleré y el futuro se volvió más claro que la oscuridad, entonces tomé camino en dirección a Las Lomas.

Riquelme parecía no perder el camino. ¿Cómo es que su auto no se desplomaba cuando aceleraba con la misma intensidad que el mío? Según mi anacrónico prejuicio, los detectives son todos ellos expertos mecánicos y cultivan la rara habilidad de abrir el cofre de su máquina y mover las herramientas en el motor como si fueran cubiertos encima de la mesa. ¿Habría Riquelme metido sus herramientas al motor hasta convertirlo en una máquina súper poderosa? ¿Y si no se trataba en realidad de Riquelme? La imagen del detective cazándome se multiplicaba en todas las direcciones posibles. Los dólares. ¿Quería acaso aprovecharse de mi dolor y robar mis dólares? Había sido una clara equivocación comentarle que tenía guardado ese dinero. Tal vez, mientras él se hallaba siguiéndome, sus compinches robarían los supuestos dólares que yo ocultaba en mi casa, ¿cómo no se me había ocurrido que algo semejante podía suceder? La mirada periférica de la que presumimos los basquetbolistas no ha sido un recurso suficiente para alertarme de los malévolos planes de Riquelme. Un detalle me devolvió la tranquilidad. Sus compinches no encontrarían ningunos dólares porque antes deberían destruir la mitad de la casa. Soy experto en esconder cosas y ni siquiera Elisa sabe dónde se hallan los paquetes de dinero verde ahorrados durante años, consecuencia de mis inversiones en un modesto negocio que mantendré en el anonimato. Hacer negocios, ganar dinero, comprar una casa, pintar una pared, escarbar como un perro en el jardín, encontrar una piedra en vez de un hueso, y otra piedra. Yo escarbo la tierra, a solas, fuera de la vista del amo, y así se meten mis huesos en las honduras para terminar con las garras sucias y sangrientas.

Y ahora Elisa, mis ahorros en divisas extranjeras y mi negocio están a punto de desvanecerse en los brazos de una voluntad que se mofa de los deseos de vencerla y maquillarla con razones y conceptos. Me he encontrado de pronto sobre una roca en medio de un desierto llamado sexo femenino y mirando en lontananza el avanzar de un ejército derrotado. ¿Cómo se puede lograr la tranquilidad y comenzar de nuevo? Estoy torcido, Magic. Tú al menos eres millonario y el sida no te ha cargado. El dolor de la ausencia de Miller se trocaba en un agudo dolor de testículos que recorría mi cuerpo excepto, precisamente, en los meros testículos. “Todo querer surge de la necesidad, de la carencia y el sufrimiento.” Y una vez que se obtiene lo que se quiere, su duración es muy poca cosa y tan efímera. Que Schopenhauer haya creído tan profundamente en esto me ha convencido, al menos, de una cosa: el sexo está vacío a toda hora y siempre hay que llenarlo, pero el sexo es como el cazo sin fondo que las danaides intentaban colmar con el propósito de purgar la pena que les había sido impuesta por haber asesinado a sus esposos. Allá van las danaides infieles cargando ollas repletas de un líquido espeso que se derrama y pierde en el camino a casa. Y vuelven otra vez a llenar el cazo, y así hasta la eternidad. Putas danaides, ¿qué más podían hacer que asesinar a sus idiotas maridos? El mismo sendero sigue mi deseo, el querer que me causa la necesidad de la Miller. Sí, el hombre nacido en Danzig tenía razón, mucha razón.

Es común que en todo relato se presente una casa. Una casa que regularmente tiene puertas. Y esa casa se torna extraordinaria si es habitada solamente por mujeres. Creo que a ellas, a estas mujeres, les despierta una grave curiosidad el vivir dentro de un vientre que no es natural: una casa. Un vientre que no es el suyo. Se ríen de las imperfecciones de los vientres artificiales, de la calefacción de una habitación que trata de suplantar la placidez y serenidad que habita en el líquido amniótico. La casa en que convivían Elena Bretón, su hermana menor y el perro se hallaba ubicada en la avenida Monte Líbano, en Lomas de Chapultepec, la antigua ciudad jardín en donde hoy escasean los parques, y abundan las barrancas, colinas y casas de ricos. El perro tenía un mote y se llamaba también Bretón. No me pregunté abiertamente qué pretendía yo al realizar aquella visita no anunciada. Mis impulsos conocen de sobra sus razones: son como rifles que se detonan solos. Mi semen dormitaba en la superficie congelada de una piscina. Y de pronto despertaba, quería entrar a un habitación cálida, a un clóset hospitalario. Ya no tengo dieciocho años, cuando aún era capaz de tirar a la canasta durante toda una tarde: contener el balón, rodarlo entre las palmas de las manos y después arrojarlo al aire sujeto a su propia suerte. He venido aquí, a casa de Elena Bretón, para desterrar de mi mente a la traidora de Elisa Miller y olvidar lo bien que yo me acomodaba en sus cavidades. He venido aquí porque así lo manda… una biblia. Se culpa a Dios y no a las biblias, es lo común. Yo me inclinaré esta vez por culpar a las biblias, a los malditos libros. Descendí de mi incómodo asiento de conductor y usé mi propia llave para franquear la puerta de madera. ¡Estaba en el jardín de una ostentosa residencia y nadie me apuntaba con un arma! Lo consideré una buena señal.

El hombre que nació en Danzig se resistió a seguir la carrera de comerciante, tal como ordenaba su padre, comerciante a la vez, y la consecuencia de este peso autoritario fue que el joven Arthur comenzó a encorvarse. Ay, el peso de la autoridad otra vez. Había que sentarse derecho y rígido y no dar la impresión de ser un molusco aturdido por los consejos del padre. El padre aconsejaba a Arthur: “Pídele a cualquiera que esté contigo que te dé una bofetada cuando te descuides en tan importante asunto”; un consejo timorato, creo yo, pues, ¿no intuía el padre que quien se convertiría en el filósofo más arrogante de la historia no podría haberle sugerido a nadie que lo abofeteara? Imagino a Schopenhauer decir: “Herr Goethe, ¿me podría usted propinar una bofetada por encorvarme y no haber comprendido su Teoría de los colores?” Impensable algo así. Yo fui obligado por mi padre a seguir la carrera de ingeniería y también me encorvé un poco, física e intelectualmente durante mi crecimiento, y cuando andaba por la calle no hacía más que mirar al suelo y avanzar: el famoso “gusano bípedo” del que no se cansaba de hablar el hombre que nació en Danzig. No hubo entrenador que corrigiera mi pésima técnica en el tiro de media distancia, ni ser humano que modificara mi hábito de caminar con la vista en el piso. Pero eso sí: las bofetadas no me las perdí. Elisa Miller se encargaría de propinarme serias bofetadas morales y de mantenerme tieso y despierto: ella sí que completaría mi educación. Los padres tienen por costumbre heredar a los hijos alguna clase de joroba, sea diminuta o colosal, abstracta o concreta, y es así como tornan este mundo un lugar poblado de numerosas manadas de dromedarios humanos. Es verdad lo que digo y si fuera necesario le ordenaría a Riquelme investigar este caso de las jorobas; sin embargo, ahora él se encuentra ocupado en un caso mucho más importante.

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