Читать книгу El hombre nacido en Danzig - Guillermo Fadanelli - Страница 8
BOSQUEJO DE UN ORIGEN
ОглавлениеLa historia verdadera, es decir la historia que no podía ser evitada, comenzó el día en que me di cuenta de que Elisa Miller, mi mujer que no mi amiga, me consideraba sólo un hombre más en su abultado equipaje de mano, como si fuera yo un cepillo o un delineador; lo he dicho antes y lo repetiré como si estuviera entrenándome para un importante partido del campeonato nacional de basquetbol. Ella, Elisa Miller, como el anarquista Pierre-Joseph Proudhon, no albergaba dudas al respecto de lo que significa la propiedad: su cuerpo le pertenece a todos los hombres (el de Elisa, no el de Proudhon), se encuentren ellos presentes o no, se enteren o no de la existencia del cuerpo de ella, o sean jóvenes espartanos y lampiños o vetustos cactáceos animados por una silla de ruedas. “¡La propiedad es el robo!”, gritaban Proudhon y Elisa Miller a la vez. Él gritaba desde las verduras de Besanzón y Elisa desde la colonia Roma, y sus alaridos se escuchaban en todo el planeta. Siendo Elisa una niña, el conocimiento de su poder era intuitivo, pero en la actualidad se ha desarrollado a un ritmo racional y es tan eficiente como un veneno que me paraliza y convierte mis ánimos de vivir en bosta de caballo (ella se ha esfumado y no me acostumbro a referirme a ella como a una cosa del pasado, sin embargo pronto lo haré, no tenga la menor duda de ello). Afirmar que Elisa Miller pertenece a todos los hombres no significa que acceda a ser penetrada por patanes, ejecutivos y extraños. Ella posee algunos escasos y contradictorios límites. Lo que intento comunicar es que nuestro pacto significó exactamente lo contrario a su cometido: Elisa me pertenecía de pies a cabeza aun cuando existiera la posibilidad de que entrara en contacto con otros animales humanos, bestias salivosas y demás bichos. Yo deseaba que me perteneciera, y no hay nada de malo en ello, a un niño se le regala un juguete y no se le dice: “Este juguete no es tuyo”. Elisa mi propiedad, y yo un adolescente que berrea una triste balada que dice: “Mía y nada más”. Que me perdone Rousseau, pero yo creo que cuerpo y alma son la misma cosa, y si tengo el cuerpo entonces tengo el alma, el coño, las axilas, los pies y… la muerte. Los hombres medianamente cultos, como yo, cultos pese a haber sido jugadores de basquetbol, somos también viciosos y esos vicios son el mejor condimento de nuestra vida. El alma y la cocaína, el coño y el espíritu, el balón de basquetbol y el deseo de inmortalidad… los celos y la ropa interior de Elisa.
En vez de convertirme en un hombre poderoso o dueño de grandes empresas de vanguardia me concentré en el modesto vicio que Elisa Miller me proporcionaba como una vendedora de crack en el parque poco iluminado de una esquina. Las putas podrían darle menos vueltas que yo a un asunto como el que me ocupa en estos momentos y resolverían el famoso misterio haciendo una mueca de aburrimiento. Ay, el bostezo de las putas. Ay, la sabiduría de las putas. Pero ellas no saben nada de lo que significa ser una puta, ellas no saben porque no pueden ser al mismo tiempo putas y expertas en putas. Ser expertas en algo las rebajaría varios grados en la escala de la vida: ¿para qué ser experto cuando es posible tan sólo ser? Elisa ha venido a la vida como la gracia, el obsequio que un dios honrado y despilfarrador me ha concedido para no seguir considerando esta vida un reducto de porquería, un pantano de excremento en el que sobresalen las tetas y los cerebros de un sinnúmero de morones desgraciados. Y, sin embargo, ella se ha marchado de nuestra casa y el mundo ha vuelto a tomar sus dimensiones reales. Sin ella los árboles dejan incluso de ser mis amigos. Señores árboles: chinguen a su madre. Es posible que mi Elisa se haya convertido, ni más ni menos, en una piruja de verdad, como la mustia Severine en la película de Luis Buñuel; o como Nora, la mujer leopardo en aquella breve novela de Alberto Moravia. Es así y debido a que me sería imposible vivir tranquilo ante tales sospechas he recurrido a un detective que me dirá la verdad del asunto, se aproximará a la cosa en sí y hará un reporte: ¡un detective! ¡Y un reporte! Un reporte es necesario en este caso, los hombres necesitamos un reporte que nos confirme la pirujería. Le he pedido a Riquelme que utilice una vieja máquina de escribir a la hora de dar cuenta de este reporte, de modo que la pesquisa tenga un aroma a vieja novela de detectives. Nada de ordenadores o nueva tecnología para espiar a una persona, ¿somos acaso animales? He contratado a un detective y estoy a punto de sufrir un espasmo de risa, un detective, Riquelme se apellida y es un ser que va a resolver todas las dudas que no lograron disipar en su momento las magnas y extensas obras de Schopenhauer.